SIGMUND FREUD
XLVII EL PORVENIR DE LA TERAPIA
PSICOANALÍTICA (*)
CONFERENCIA
PRONUNClADA EN EL SEGUNDO CONGRESO
PSICOANALÍTICO PRIVADO, NURENBERG, MARZO 3O Y 31 DE 1910
SIENDO predominantemente prácticos los fines
que hoy nos reúnen, he elegido también para mi conferencia inicial un tema práctico y de interés
profesional más que científico.
Conozco vuestro juicio
sobre los resultados
de nuestra terapia
y quiero suponer que la mayoría
de vosotros ha superado ya las dos fases de su aprendizaje: la de
entusiasmo ante la
insospechada extensión de
nuestra acción terapéutica
y la de depresión
ante la magnitud
de las dificultades que
se alzan en
nuestro camino. Pero cualquiera que sea el punto de esta
evolución al que hayáis llegado, me propongo hoy demostraros que
nuestra aportación de
nuevos medios contra
las neurosis no ha
terminado aún, y que nuestra intervención terapéutica ha de ampliar
considerablemente su campo de acción en un próximo futuro.
Este incremento de nuestras
posibilidades resultará de
la acción conjunta de los tres factores siguientes: 1. Progreso interno. 2. Incremento de autoridad; y 3. Efecto general de nuestra
labor. Ad. 1. Por «progreso
interno», entendemos: a) el de nuestros conocimientos, y b) el de nuestra
técnica.
a) Progreso de nuestros conocimientos:
Estamos aún muy lejos de saber todo lo necesario para llegar a la inteligencia
del psiquismo inconsciente de nuestros enfermos. Naturalmente, todo progreso de
nuestros conocimientos ha de suponer un incremento de poder para nuestra
terapia. Mientras no comprendamos nada, nada podremos conseguir, y cuanto
más vayamos aprendiendo
a comprender, mayor
será nuestro rendimiento terapéutico. En sus comienzos,
la cura analítica era ingrata y agotadora. El paciente tenía que revelarlo todo
por sí mismo, y la actuación del médico consistía en apremiarle de continuo.
Hoy se hace más amable. Se compone de dos partes, de aquello que el médico
adivina y comunica
al enfermo y
de la elaboración de
lo que el
enfermo le ha comunicado. El
mecanismo de nuestra
intervención médica resulta
fácilmente comprensible. Procuramos al enfermo aquella representación
consciente provisional que le
permite hallar en
sí, por analogía,
la representación reprimida
inconsciente, ayuda
intelectual que le
facilita el vencimiento
de las resistencias entre
lo consciente y lo
inconsciente. Desde luego,
no es éste
el único mecanismo
que empleamos en
la cura analítica. Todos
conocéis otro, mucho más poderoso, consistente en el aprovechamiento de la
transferencia. En una Metodología general del psicoanálisis me propongo tratar
en breve de todas
estas cuestiones, tan importantes para
la comprensión de
la cura psicoanalítica. Ante
vosotros no necesito
salir al paso
de la objeción
de que nuestra práctica terapéutica, en
su estado actual,
no prueba concluyentemente la
exactitud de nuestra
hipótesis. Todos sabéis muy bien
que tales pruebas se nos ofrecen también en otro lado y que una
intervención terapéutica no
puede ser desarrollada como
una investigación teórica. Vais a permitirme una breve incursión
en algunos sectores en los cuales nos queda mucho que aprender y aprendemos
realmente cada día algo nuevo. Tenemos, ante todo, el simbolismo
de los sueños
y de lo
inconsciente, tema violentamente discutido.
EI estudio de los
símbolos oníricos realizado
por nuestro colega
W. Stekel, sin
dejarse intimidar por la contradicción de nuestros adversarios, ha sido
altamente meritorio. En este campo nos
queda aún mucho
que aprender, y
mi Interpretación de
los sueños, escrita en 1899,
espera del estudio de este simbolismo complementos muy importantes. Quisiera deciros algunas palabras
sobre estos símbolos últimamente descubiertos. Hace algún tiempo supe que un
psicólogo nada favorable a nuestras hipótesis se había dirigido a uno de
nosotros acusándonos de exagerar la secreta significación sexual de los sueños.
Como prueba, alegaba que su sueño más frecuente era el de estar subiendo una
escalera, sueño que
no encubría seguramente nada
sexual. Ante esta
objeción, comenzamos a estudiar
los sueños en
que aparecían escaleras, rampas,
etc., y no tardamos en fijar que la escalera (y todo
lo análogo a ella) era un seguro símbolo del coito. No
es difícil hallar
la base de
la comparación. En
una graduación rítmica
y haciéndose cada vez más agitada nuestra respiración, subimos a una
altura, de la cual podemos luego descender rápidamente en un par de saltos. De
este modo, el ritmo del coito reaparece en
el acto de
subir una escalera.
No olvidemos tampoco
los usos del lenguaje. Nos
muestran, en efecto,
que el verbo
«subir» (steigen) es
empleado directamente y sin
modificación alguna como
calificación sustantiva del
acto sexual. Así, decimos que Fulano
es «un viejo subidor» (ein alter Steiger) o que no hace más que «subir detrás
de las mujeres»
(den Frauen nachsteigen). En
francés, el escalón
es la marche y la locución un
vieux marcheur coincide exactamente con la nuestra ein alter Steiger. La
comisión que en
este Congreso ha
de nombrarse para
hacerse cargo de
la investigación de los
simbolismos os presentará
en su día
el material onírico
del que proceden estos
símbolos recientemente descubiertos. Sobre
todo símbolo muy interesante, el de la «salvación», y
sobre la evolución de su sentido,
hallaréis también datos suficientes en el segundo tomo de nuestro Jahrbuch. Por
mi parte, no puedo ser más extenso sobre este tema, pues me faltaría tiempo
para desarrollar otros puntos de mi conferencia.
Todos vosotros iréis
comprobando, por experiencia propia, de qué distinto modo se enfrenta uno con
un nuevo enfermo después de haber analizado unos cuantos casos patológicos típicos
y haber penetrado
hondamente en su
estructura y su
mecanismo. Suponed
ahora que hubiésemos logrado encerrar
las características de
las distintas formas de neurosis en
unas cuantas fórmulas sintéticas, como ya lo hemos conseguido con relación
a los síntomas
histéricos. Nuestro pronóstico adquiría
mucha mayor seguridad. Del
mismo modo que
el tocólogo deduce
del examen de
la placenta si
la misma ha sido expulsada en totalidad o ha dejado tras de sí restos
peligrosos, podríamos decir
nosotros,
independientemente del resultado
inmediato de la
cura y del
estado momentáneo del enfermo, si nuestra labor había obtenido un éxito
definitivo o eran de temer nuevos brotes patológicos.
b) Pasemos ahora a las innovaciones en el
campo de la técnica. Gran parte de ésta espera aún su fijación definitiva, y el
resto comienza ahora a determinarse claramente. La técnica psicoanalítica se
propone en el momento actual dos fines: ahorrar trabajo al médico y facilitar
al enfermo un amplio acceso a su psiquismo inconsciente. Sabéis ya que nuestra
técnica ha sufrido una transformación radical. En la época del tratamiento
catártico, veía su fin en la explicación de los síntomas; más tarde nos
apartamos de los síntomas y nos orientamos hacia el descubrimiento de los
«complejos», según el término técnico
creado por Jung,
e insustituible ya.
Por último, hoy
en día encaminamos directamente nuestra labor
hacia el descubrimiento y
el vencimiento de
las «resistencias» y confiamos
justificadamente en que
los complejos emergerán
por sí mismos una
vez reconocidas y
vencidas las resistencias. En
algunos de vosotros
ha surgido luego la necesidad de poder reunir y clasificar estas
resistencias. Os ruego que contrastéis ahora con vuestra experiencia analítica
la síntesis siguiente, y veáis si está de acuerdo con
ella. En los
pacientes masculinos las
resistencias más importantes al tratamiento parecen
emanar del complejo
del padre y
resolverse en miedo
al padre, hostilidad contra él y
falta de confianza en él. Otras
innovaciones de la técnica se refieren
a la persona
misma del médico.
Se nos ha hecho visible la «transferencia recíproca» que surge en el
médico bajo el influjo del enfermo sobre su sentir inconsciente, y nos hallamos
muy inclinados a exigir, como norma general, el reconocimiento de esta
«transferencia recíproca» por el médico mismo y su vencimiento. Desde que la
práctica psicoanalítica viene siendo ejercida ya por un número considerable de
personas, las cuales
cambian entre sí
sus impresiones, hemos observado que ningún psicoanalítico
llega más allá de cuanto se lo permiten sus propios complejos y
resistencias, razón por
la cual exigimos
que todo principiante inicie
su actividad con un
autoanálisis y vaya
haciéndolo cada vez
más profundo, según
vaya ampliando su experiencia en el tratamiento de enfermos. Aquel que
no consiga llevar a cabo semejante autoanálisis, puede estar seguro de no
poseer tampoco la capacidad de tratar analíticamente a un enfermo.
También nos inclinamos ahora a reconocer que
la técnica analítica ha de adoptar ciertas
modificaciones, según la
forma patológica de
que se trate
y los instintos predominantes en
el sujeto. Nuestra
terapia tuvo su
punto de partida
en la histeria
de conversión. En la histeria de angustia (en las fobias) tenemos ya que
modificar nuestros procedimientos,
pues estos enfermos
no pueden aportar
el material decisivo
para la curación de la fobia
mientras se sienten protegidos por la observancia de la condición fóbica.
Naturalmente, no es posible conseguir de ellos que desde el principio de la
cura renuncien al dispositivo protector y laboren bajo la opresión de la
angustia. Tenemos, pues, que auxiliarles, facilitándoles la traducción de su
inconsciente hasta que se deciden a
renunciar a la
protección de la
fobia y a
exponerse a la
angustia, muy mitigada
ya. Conseguido esto, se nos hace asequible el material cuya elaboración
ha de conducirnos a la solución de
la fobia. En
el tratamiento de las
neurosis obsesivas serán
también precisas otras modificaciones técnicas, sobre
las cuales no
podemos pronunciarnos
todavía. Surgen aquí importantes interrogaciones, aún no resueltas, sobre la
medida de satisfacción que podemos
permitir, durante la
cura, a los
instintos combatidos del enfermo y
sobre la diferencia
que en este
punto haya de
hacerse, según se
trate de instintos de naturaleza
activa (sádica) o pasiva (masoquista).
Así, pues, cuando sepamos ya todo lo que ahora vislumbramos y hayamos
llevado nuestra técnica hasta la perfección a que ha de conducirnos el continuo
enriquecimiento de nuestra experiencia empírica, nuestra actuación médica
alcanzará una precisión y una seguridad poco corrientes en las demás
especialidades médicas.
Ad. 2. Dije al principio que
también podíamos esperar mucho del incremento de autoridad que habíamos de ir
logrando con el tiempo. No creo necesario acentuar ante vosotros la importancia
de la autoridad. Sabéis muy bien que la inmensa mayoría de los hombres es
incapaz de vivir sin una autoridad en la que apoyarse, ni siquiera de formar un juicio
independiente. El extraordinario incremento
de las neurosis
desde que las religiones han perdido su fuerza puede
darnos una medida de la inestabilidad interior de los hombres y de su necesidad
de un apoyo. El empobrecimiento del yo a consecuencia del enorme esfuerzo de
represión que la civilización exige a cada individuo puede ser una de las
causas principales de este estado.
Esta autoridad y la enorme sugestión de ella
emanada nos han sido adversas hasta ahora. Todos nuestros éxitos terapéuticos
los hemos logrado en contra de tal sugestión, siendo ya
de admirar que
en semejantes circunstancias hayan
podido alcanzarse
resultados positivos. No
intentaré describiros los
encantos de aquellos
tiempos en los que era yo el único representante del
psicoanálisis. Los enfermos a los que aseguraba poder procurarles un duradero
alivio de sus padecimientos advertían la modestia de mi instalación, pensaban
en mi falta de renombre y de títulos honoríficos, y se decían, como ante un
jugador arruinado que les ofreciese una martingala infalible, que de ser
ciertas mis promesas habría
de ser muy
otra mi posición.
Realmente, no era
nada cómodo practicar operaciones
psíquicas mientras el
colega a quien
correspondía la función
de ayudante hallaba singular
placer en escupir
encima de la
mesa de operaciones
y los parientes del enfermo
amenazaban al operador cada vez que saltaba la sangre o hacía el operador algún
movimiento brusco. Una
operación tiene que
provocar necesariamente
fenómenos de reacción,
y en Cirugía
nos hemos habituado
ya a ellos
hace mucho tiempo. Pero no se
prestaba la menor fe a mis afirmaciones, ni siquiera la poca que hoy se presta
a las de todos nosotros. En tales condiciones, no es de extrañar que fracasara
alguna de mis
intervenciones. Para estimar
el seguro incremento de
nuestras posibilidades
terapéuticas una vez
que obtengamos la
confianza general, habréis
de recordar la diferente situación de los ginecólogos de la Europa
occidental con respecto a sus colegas de Turquía y de Oriente. Todo lo que el
médico puede hacer en estos últimos países es tomar el pulso a la enferma,
que le extiende el brazo a través de un
agujero practicado en la
pared. Naturalmente, el resultado terapéutico corresponde a
esta inaccesibilidad del objeto. Nuestros adversarios occidentales
pretenden reducirnos a una situación
semejante en cuanto
a la investigación psíquica
de nuestros enfermos.
En cambio, desde que la sugestión de la sociedad empuja a las enfermas a
la consulta del ginecólogo, se ha convertido éste en el auxiliar favorito de la
mujer. No me digáis ahora que si la
autoridad de la
sociedad viene en
nuestro auxilio y
aumenta extraordinariamente nuestros éxitos, nada probará en favor de la
exactitud de nuestras hipótesis, puesto que la sugestión lo puede supuestamente todo y nuestros éxitos serán
entonces resultado suyo
y no del
psicoanálisis. Habréis de
tener en cuenta que
la sugestión actúa ahora
a favor de
los tratamientos hidroterápicos y
eléctricos de las enfermedades nerviosas, sin
que tales medidas
consigan dominar las
neurosis. Ya veremos si
el tratamiento psicoanalítico alcanza
mejores resultados en
igualdad de condiciones. Sin
embargo, no debéis
llevar muy lejos
vuestras esperanzas. La
sociedad no habrá de apresurarse
a concedernos autoridad. Tiene que oponernos resistencia, pues la sometemos a
nuestra crítica y la acusamos de tener gran parte de responsabilidad en la
causación de las neurosis. Del mismo modo que nos atraemos la hostilidad del
individuo al descubrir lo reprimido, la sociedad no puede pagarnos con simpatía
la revelación de sus daños y
de sus imperfecciones, y
nos acusa de
socavar los ideales,
porque destruimos algunas ilusiones. Parece, pues, que la condición de la
cual esperamos tan considerable incremento de
nuestras posibilidades analíticas
no ha de
llegar jamás a cumplirse. Sin
embargo, la situación
no es tan
desconsoladora como ahora
pudiera creerse. Por muy
poderosos que sean
los afectos y
los intereses de
los hombres, lo intelectual también es un poder. No
precisamente de aquellos que se imponen desde un principio, pero sí de los que
acaban por vencer a la larga. Las verdades más espinosas acaban por ser
escuchadas y reconocidas una vez que los intereses heridos y los afectos
por ellos despertados han
desahogado su violencia.
Siempre ha pasado
así, y las verdades indeseables que
nosotros los psicoanalíticos tenemos
que decir al
mundo correrán la misma suerte. Pero hemos de saber esperar.
Ad.
3. He de
explicaros, por último,
lo que entiendo
por «efecto general»
de nuestra labor y
por qué fundo
en él alguna
esperanza. Se da
aquí una singular constelación terapéutica que no
hallamos en ningún otro lugar, y que también a vosotros os parecerá extraña
hasta que reconozcáis en ella algo que ya os es familiar hace mucho
tiempo. Sabéis muy
bien que las
psiconeurosis son satisfacciones sustitutivas deformadas de instintos cuya
existencia tiene que ocultar el sujeto a los demás e incluso a su propia
consciencia. La posibilidad de las psiconeurosis reposa en esta deformación y
este desconocimiento. Con la solución del enigma por ellas planteado y la
aceptación de la misma
por el enfermo,
quedan incapacitados para
subsistir estos estados patológicos. En
Medicina no hay
apenas nada semejante.
Sólo en las
fábulas se nos habla
de espíritus malignos
cuyo poder queda
roto en cuanto
alguien averigua y pronuncia su nombre secreto.
Si sustituís
ahora el individuo
enfermo por la
sociedad entera, compuesta
de personas sanas y enfermas, y la curación individual por la aceptación
general de nuestras afirmaciones, bastará una breve reflexión para haceros ver
que semejante sustitución no varía en nada el resultado. El éxito que la
terapia pueda obtener en el individuo habrá de obtenerlo igualmente
en la colectividad. Los
enfermos no podrán
ya exteriorizar sus diversas neurosis
-su exagerada ternura
angustiada, destinada a
encubrir el odio;
su agorafobia, que delata
su ambición defraudada;
sus actos obsesivos,
que representan reproches y
medidas de seguridad
contra sus propios
propósitos perversos- en
cuanto sepan que todos
los demás, familiares
o extraños, a
los cuales quieren
ocultar sus procesos anímicos,
conocen perfectamente el sentido general de los síntomas y advierten que sus
fenómenos patológicos pueden
ser interpretados en
el acto por
todos. Pero el efecto
no se limitaría
a esta ocultación
de los síntomas
-imposible, además, a
veces-, pues la necesidad
de ocultarlos quita
toda razón de
ser a la
enfermedad. La
comunicación del secreto
ha atacado la
«ecuación etiológica», de
la cual surgen
las neurosis, en su punto más vital; ha hecho ilusoria la «ventaja de la
enfermedad», y en consecuencia, el resultado
final de la
modificación introducida por
la indiscreción del médico no puede ser más que la
desaparición de la enfermedad.
Si esta esperanza os pareciera utópica, deberéis recordar que por este
camino se viene consiguiendo realmente la supresión de fenómenos neuróticos, si
bien sea en casos individuales.
Pensad cuán frecuente era en
épocas pasadas, entre
las muchachas campesinas, la
alucinación, consistente en
ver aparecerse a la
Virgen María. Mientras semejantes apariciones tuvieron por
consecuencia la afluencia de devotos al lugar de la visión, o incluso la
erección de una capilla conmemorativa, el estado visionario de tales
muchachas permaneció inasequible
a toda
influencia. Hoy, hasta
la Iglesia misma
ha modificado su actitud
ante estas apariciones; permite
que el médico
y el gendarme visiten a la visionaria, y la
Virgen se aparece mucho menos. O dejadme estudiar aquí con vosotros los mismos
procesos que antes he proyectado en lo futuro, en una situación análoga, pero
más vulgar y, por tanto, más visible. Suponed que un grupo de señoras y
caballeros de la buena sociedad ha planeado una excursión a un parador
campestre. Las señoras han convenido entre sí que cuando alguna de ellas se vea
precisada a satisfacer una necesidad natural, dirá que va a coger flores. Pero
uno de los caballeros sorprende el secreto,
y en el
programa impreso que
han acordado repartir
a los partícipes
de la excursión incluye el
siguiente aviso: «Cuando alguna señora necesite permanecer sola unos momentos, podrá
avisarlo a los
demás diciendo que
va a coger
flores.» Naturalmente, ninguna de las excursionistas empleará ya la
florida metáfora. ¿Cuál será la consecuencia? Que las señoras confesarán sin
falso pudor, en el momento dado, sus necesidades naturales, y los caballeros no
lo extrañarán lo más mínimo. Volvamos ahora a nuestro caso más serio. Un gran
número de individuos situados ante conflictos cuya solución se les hacía
demasiado difícil, se han refugiado en la enfermedad, alcanzando con ella
ventajas innegables, aunque demasiado caras a la larga. ¿Qué habrán de hacer
estos hombres cuando las indiscretas revelaciones del psicoanálisis les impida
la fuga, cerrándoles el camino
de la enfermedad?
Tendrán que
conducirse honradamente,
reconocer los instintos en ellos dominantes, afrontar el conflicto y combatir o
renunciar, y la tolerancia de la sociedad, consecuencia de la ilustración
psicoanalítica, les prestará su apoyo.
Pero no debemos
olvidar que tampoco
es posible situarnos ante
la vida como fanáticos higienistas o terapeutas.
Hemos de confesarnos que esta profilaxis ideal de las enfermedades neuróticas
no puede ser beneficiosa para todos. Muchos de los que hoy se refugian en
la enfermedad no
resistirían el conflicto
en las condiciones
por nosotros supuestas; sucumbirían
rápidamente o causarían
algún grave daño,
cosas ambas más nocivas que su propia enfermedad
neurótica. Las neurosis
poseen su función
biológica, como dispositivos protectores, y su
justificación social, su ventaja, no es siempre puramente subjetiva. ¿Quién de
vosotros no ha tenido
que reconocer alguna
vez que la
neurosis de un
sujeto era el
desenlace menos perjudicial de
su conflicto? ¿Deberemos
acaso ofrendar a
la extinción de
las neurosis tan duros
sacrificios, cuando el
mundo está lleno
de tantas otras
miserias ineludibles? ¿O deberemos,
por el contrario,
cesar en nuestra
labor de descubrir
el sentido secreto de
las neurosis, considerándola peligrosa
para el individuo
y nociva para
el funcionamiento de la sociedad, y renunciar a deducir de un descubrimiento
científico sus consecuencias
prácticas? Desde luego,
no. Nuestro deber
se orienta en
la dirección opuesta. La ventaja
de las neurosis es, en fin de cuentas, un daño, tanto para el individuo como
para la sociedad, y el perjuicio que puede resultar de nuestras aclaraciones no
ha de recaer sino sobre el individuo. El retorno de la sociedad a un estado más
digno y más conforme con la verdad no se pagará muy caro en estos
sacrificios. Pero, sobre todo,
todas las energías consumidas hoy en la producción de síntomas neuróticos al
servicio de un mundo imaginario, aislado de la realidad, si no pueden ser
atraídas a la
vida real, reforzarán,
por lo menos,
el clamor en
demanda de aquellas modificaciones de nuestra
civilización en las que vemos la única salvación de nuestros sucesores. Para terminar, quiero daros la
seguridad de que cumplís vuestro deber en más de un sentido
tratando
psicoanalíticamente a vuestros
enfermos. Además de
laborar al servicio de la
ciencia, aprovechando la única ocasión de penetrar en los enigmas de la
neurosis, y además de ofrecer a vuestros enfermos el tratamiento más eficaz que
por hoy poseemos contra sus dolencias, cooperáis a aquella ilustración de las
masas de la cual esperamos la profilaxis más fundamental de las enfermedades
neuróticas por el camino de la autoridad social.