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lunes, 13 de junio de 2011

LOS CANTOS DE MALDOROR ISIDORE DUCASSE TALLER DE POESÍA AUPA

LOS CANTOS DE MALDOROR ISIDORE DUCASSE



EL CONDE DE LAUTRÉAMONT

(CANTO I, II III, IV, V, VI)



1874


CANTO PRIMERO

RUEGO al cielo que el lector, animado y momentá­neamente tan feroz como lo que lee, encuentre, sin de­sorientarse, su camino abrupto y salvaje, a través de las desoladas ciénagas de estas páginas sombrías y lle­nas de veneno, pues, a no ser que aporte a su lectura una lógica rigurosa y una tensión espiritual semejante al menos a su desconfianza, las emanaciones mortales de este libro impregnarán su alma lo mismo que hace el agua con el azúcar. No es bueno que todo el mundo lea las páginas que van a seguir; sólo algunos podrán saborear este fruto amargo sin peligro. En consecuen­cia, alma tímida, antes de que penetres más en seme­jantes landas inexploradas, dirige tus pasos hacia atrás y no hacia adelante, de igual manera que los ojos de un hijo se apartan respetuosamente de la augusta con­templación del rostro materno; o, mejor, como durante el invierno, en la lejanía, un ángulo de grullas friolen­tas y meditabundas vuela velozmente a través del si­lencio, con todas las velas desplegadas, hacia un pun­to determinado del horizonte, de donde, súbitamente, parte un viento extraño y poderoso, precursor de la tempestad. La grulla más vieja, formando ella sola la vanguardia, al ver esto mueve la cabeza, y, consecuen­temente, hace restallar también el pico, como una per­sona razonable, que no es~á contenta (yo tampoco lo estaría en su lugar), mientras su viejo cuello despro­visto de plumas, contemporáneo de tres generaciones de grullas, se agita en ondulaciones coléricas que pre­sagian la tormenta, cada vez más próxima. Después de haber mirado numerosas veces, con sangre fría, a to­dos los lados, con ojos que encierran la experiencia, prudentemente, la primera (pues ella tiene el privile­gio de mostrar las plumas de su cola a las otras gru­llas, inferiores en inteligencia), con su grito vigilante de melancólico centinela que hace retroceder al enemigo común, gira con flexibilidad la punta de la figura geo­métrica (es tal vez un triángulo, aunque no se vea el tercer lado, lo que forman en el espacio esas curiosas aves de paso), sea a babor, sea a estribor, como un há­bil capitán, y, maniobrando con alas que no parecen mayores que las de un gorrión, porque no es necia, em­prende así otro camino más seguro y filosófico.

Lector, quizás desees que invoque al odio en el co­mienzo de esta obra. ¿Quién te dice que no has de ol­fatear, sumergido en innumerables voluptuosidades, tanto como quieras, con tus orgullosas narices, anchas y afiladas, volviéndote de vientre, semejante a un ti­burón, en el aire hermoso y negro, como si compren­dieras la importancia de ese acto y la importancia no menos de tu legitimo apetito, lenta y majestuosamen­te, las rojas emanaciones? Te aseguro que los dos de­formes agujeros de tu horroroso hocico, oh monstruo, se regocijarán, si te dispones de antemano a respirar tres mil veces seguidas la conciencia maldita de lo Eter­no. Tus narices, desmesuradamente dilatadas por la ine­fable satisfacción, por el éxtasis inmóvil, no pedirán otra cosa al espacio, embalsamado de perfumes e in­cienso, pues se colmarán de una dicha completa, co­mo los ángeles que habitan en la magnificencia y la paz de los gratos cielos.

En sólo unas líneas estableceré que Maldoror fue bueno durante los primeros años de su vida y vivió di­choso; dicho está Luego se apercibió de que hábia na­cido perverso: ¡ fatalidad extraordinaria! Ocultó su ca­rácter como pudo, durante un gran número de años, pero al final, a causa de esa reconcentración que no le era natural, cada día la sangre le subía a la cabeza, hasta que no pudiendo soportar más semejante vida, se arrojó resueltamente por la senda del mal... ¡atmós­fera dulce! ¿Quién lo hubiera dicho? Cuando besaba a un niño de rostro rosado hubiera querido rebañarle las mejillas como con una navaja, y muy a menudo lo hu­biera hecho, si la Justicia, con su largo cortejo de cas­tigos, no lo hubiera impedido cada vez. No era menti­roso, confesaba la verdad, y se decía cruel. Humanos, ¿habéis oído? ¡ Se atreve a repetirlo con esta pluma que tiembla! Asi, pues, existe un poder más fuerte que la voluntad... ¡Maldición! ¿Querría la piedra sustraerse a las leyes dela gravedad? Imposible. Imposible, si el mal quisiera conjugarse con el bien. Es lo que yo decía más arriba.

Aquí hay quienes escriben para conseguir los aplausos de los hombres, por medio de nobles cualidades del co­razón que la imaginación inventa o que ellos puedan te­ner. ¡ Yo hago servir mi genio para pintar las delicias de la crueldad! Delicias no pasajeras ni artificiales, si­no que, al comenzar con el hombre, terminarán con él. ¿No puede el genio aliarse con la crueldad en las resoluciones secretas de la Providencia? ¿O porque se sea cruel se tiene que carecer de genio? La prueba se verá en mis palabras; vosotros sólo tenéis que escuchar­me, si queréis... Perdón, me pareció que los cabellos se me habían erizado, pero no es nada, pues con mi mano he conseguido colocarlos fácilmente en su pri­mera posición. El que canta no pretende que sus cava­tinas sean algo desconocido, al contrario, se satisface de que los pensamientos altivos y perversos de su hé­roe estén en todos los hombres'.

He visto, durante toda mi vida, sin una sola excepción, a los hombres de hombros estrechos realizar nu­merosos actos estúpidos, embrutecer a sus semejantes, y pervertir a las almas por todos los medios. A los motivos de su acción le llaman: la gloria. Viendo esos espectáculos, he querido reír como los demás; pero eso, extraña imitación, era imposible. Tomé un cuchillo cu­ya hoja tenía un filo acerado y me sajé la carne en los sitios donde se unen los labios. Por un instante creí ha­ber conseguido mi objeto. Contemplé en un espejo la boca maltratada por mi propia voluntad. ¡Fue un error! La sangre que brotaba abundante de las dos heridas pedía, por otra parte, distinguir si en verdad era la a de los otros. Pero después de unos instantes de comparación, vi bien que mi risa no se parecía a la de los humanos, es decir, que yo no reía. He visto a los hombres de cabeza fea y ojos terribles hundidos en las oscuras órbitas, superar la dureza de la roca, la rigi­dez del acero fundido, la crueldad del tiburón, la inso­lencia de la juventud, el furor insensato de los crimi­nales, las traiciones del hipócrita, a los comediantes más extraordinarios, la fuerza de carácter de los sacerdo­tes, y a los seres más ocultos al exterior, los más fríos del mundo y del cielo, dejar a los moralistas que des­cubran su corazón, y hacer recaer sobre ellos la cólera implacable de las alturas. Los he visto a todos a la vez, con el puño más robusto dirigido hacia el cielo, como el de un niño ya perverso contra su madre, probable­mente excitados por algún espíritu infernal, con los ojos recargados de un remordimiento punzante y al mismo tiempo vengativo, en un silencio glacial, sin atre­verse a manifestar las vastas e ingratas meditaciones que encubría su seno -tan llenas estaban de injusticia ~y horror-, y entristecer así de compasión al Dios mi­sericordioso; otras veces, a cada momento del día, desde el comienzo de la infancia hasta el fin de la vejez, diseminando increibles anatemas, que no tenían el sentido común, contra todo lo que respira, contra ellos mismos y contra la Providencia, prostituir a las muje­res y a los niños, y deshonrar así las partes del cuerpo consagradas al pudor. Entonces las madres levantan sus aguas, sumergen en sus abismos los maderos; los huracanes y los temblores de tierra derriban las casas; la peste y la diversas enfermedades diezman a las familias suplicantes. Pero los hombres no lo perciben. También los he visto enrojecer o palidecer de vergúen­za por su conducta en esta tierra; aunque raramente. Tempestades hermanas de los huracanes, firmamento azulado cuya belleza no admito, mar hipócrita, ima­gen de mi corazón, tierra de seno misterioso, habitan­tes de las esferas, universo entero, Dios que los has crea­do con magnificencia, a ti te invoco: ¡muéstrame a un hombre bueno! Y entonces, que tu gracia decuplique mis fuerzas naturales, pues ante el espectáculo de ese monstruo, yo puedo morir de asombro: se muere por mucho menos.
Hay que dejarse crecer las uñas durante quince días. ¡ Oh, qué dulzura entonces arrancar brutalmente de su lecho a un niño que aún no tiene nada so­bre su labio superior, y, con los ojos muy abiertos, ha­cer el simulacro de pasar suavemente la mano por la frente, inclinando hacia atrás sus hermosos cabellos! Después, súbitamente, en el momento en que menos lo esperá, hundir las largas uñas en su tierno pecho, de manera que no muera, pues si muriera no podría­mos contar más tarde con el aspecto de sus miserias. A continuación se le bebe la sangre lamiendo las heri­das, y durante ese tiempo, que debería durar tanto co­mo la eternidad, el niño llora. Nada hay tan bueno co­mo su sangre, extraída como acabo de decir, y aún muy caliente, a no ser sus lágrimas, amargas como la sal. Hombre, ¿nunca has probado tu sangre cuando al azar te has cortado un dedo? Está muy buena, ¿no es cier­to?, pues no tiene ningún sabor. Además, ¿no recuer­das el día en que, en medio de tus lúbricas reflexiones, llevaste la mano en forma de hueco sobre tu rostro en­fermizo humedecido por lo que resbalaba de tus ojos, mano que se dirigía luego fatalmente hacia la boca que bebía a largos tragos en esa copa, trémula como los dientes del alumno que mira de reojo a aquel que na­ció para oprimirlo, las lágrimas? Las lágrimas están bue­nas, ¿no es cierto?, pues tienen el sabor del vinagre. Se diría las lágrimas de aquella que ama mucho; pero las lágrimas del niño son mejores para el paladar. El niño no traiciona nunca, no conoce todavía el mal: aquella que ama mucho traiciona antes o después... lo adivino por analogía, aunque ignoro qué es la amis­tad o qué es el amor (y es probable que nunca lo acepte, al menos de parte de la raza humana). Por lo tan­to, y puesto que tu sangre y tus lágrimas no te disgus­tan, aliméntate, aliméntate con confianza de las lágri­mas y de la sangre del adolescente. Véndale los ojos mientras desgarras su carne palpitante, y, después de haber oído durante largas horas sus gritos sublimes, semejantes a los profundos estertores que en una ba­talla lanzan las gargantas de los heridos agonizantes, habiéndote apartado como una avalancha, te precipi­tarás desde la habitación vecina y harás el simulacro de ir en su ayuda. Le desatarás las manos de nervios y venas hinchadas, devolverás la vista a sus ojos extra­viados, y te pondras a lamer sus lágrimas y su sangre. ¡ Qué verdadero es entonces el arrepentimiento! La chis­pa divina que existe entre nosotros, y que tan raramente se manifiesta, aparece entonces, aunque ¡ demasiado tarde! Cómo se derrama el corazón cuando puede con­solar al inocente a quien se le ha causado daño: «Ado­lescente que acabas de sufrir crueles dolores, ¿quién ha podido cometer contigo un crimen que no sé cómo calificar? ¡Desgraciado de ti! ¡Cómo debes sufrir! Si tu madre lo supiera, ella no estaría más cerca de la muerte, tan aborrecida por los culpables, de lo que yo estoy ahora. ¡Ay! ¿Qué es entonces el bien y el mal? ¿Es la misma cosa, por medio de la cual testimonia­mos con rabia nuestra impotencia y la pasión de alcan­zar el infinito, incluso por los medios más insensatos? ¿O bien son dos cosas diferentes? Sí... es mejor que sean una misma cosa... pues, sino, ¿en qué me con­vertiría el día del Juicio Final? Adolescente, perdóna­me: el que se halla ante tu rostro noble y sagrado es el que ha roto tus huesos y desgarrado tu carne, que cuelga de diferentes lugares de tu cuerpo. ¿Es un deli­rio de mi razón enferma, un instinto secreto que no de­pende de mis razonamientos, semejante al del águila que desgarra a su presa, lo que me ha empujado a cometer este crimen, y que, sin embargo, me hace sufrir tanto como a mi víctima? Adolescente, perdóname. Cuando hayamos abandonado esta vida pasajera, quie­ro que estemos abrazados por toda la eternidad, que formemos un solo ser, mi boca unida a tu boca. Inclu­so de este modo mi castigo no será completo. Enton­ces tú me desgarrarás, sin detenerte nunca, con tus dien­tes y tus uñas a la vez. Adornaré mi cuerpo con guir­naldas perfumadas para este holocausto expiatorio y los dos sufriremos ~, yo por ser desgarrado, tú por desgarrarme... con mi boca unida a tu boca. ¡Oh ado­lescente de cabellos rubios y ojos tan dulces!, ¿harás ahora lo que te aconseje? Aunque te pese, quiero que lo hagas, y mi conciencia volverá a ser feliz.» Después de haber hablado así, habrás hecho daño a un ser hu­mano, pero habrás sido amado por el mismo ser: es la mayor felicidad que pueda concebirse. Más tarde po­drás internarlo en un hospital, pues el tullido no po­drá ganarse la vida. Te llamarán bueno, y las coronas de laurel y las medallas de oro esparcidas sobre la gran tumba ocultarán tus pies desnudos al rostro anciano. ¡Oh tú, cuyo nombre no quiero escribir en esta página que consagra la santidad del crimen, se que tu perdón fue inmenso cómo el universo! ¡Pero yo existo todavía!

Yo hice un pacto con la prostitución a fin de sem­brar el desorden de las familias. Me acuerdo de la no­che que precedió a esta peligrosa relación. Vi ante mí una tumba. Oí a una luciérnaga, grande como una ca­sa, que me dijo: «Voy a iluminarte. Lee la inscripción. Esta orden suprema no procede de mí. » Una vasta luz de color sangre, ante la cual mis mandíbulas crujieron y mis brazos cayeron inertes, se esparció por el aire has­ta el horizonte. Me apoyé contra un muro en ruinas, pues iba a caerme, y leí: «Aquí yace un adolescente que murió tuberculoso: ya sabéis por qué. No recéis por él.» Muchos hombres no hubieran tenido el valor que tuve yo. Mientras tanto, a mis pies vino a tenderse una hermosa mujer desnuda. Con triste gesto le dije: «Pue­des levantarte.» Le tendí la mano con la que el fratri­cida degüella a su hermana. La luciérnaga, a mí: «Cuídate tú, el más débil, porque yo soy la más fuerte. Es­ta se llama Prostitución». Con lágrimas en los ojos y rabia en el corazón, sentí nacer en mí una fuerza des­conocida. Tomé una piedra grande, tras un gran es­fuerzo logré levantarla hasta la altura de mi pecho, y la sostuve en el hombro con mis brazos. Escalé una montaña hasta la cima y desde allí aplasté a la luciér­naga. Su cabeza se hundió en el suelo hasta una pro­fundidad de la talla de un hombre; la piedra rebotó has­ta alcanzar la altura de seis iglesias. Fue a caer en un lago, cuyas aguas descendieron en un instante, forman­do su remolino un inmenso cono invertido. La calma se restableció en la superficie, pero la luz de color san­gre no brillo más. «Ay, ay», gritó la hermosa mujer desnuda, «¿qué has hecho?» Yo, a ella: «Te prefiero a ti, pues tengo piedad de los desgraciados. No tienes la culpa de que la justicia eterna te haya creado.» Ella, a mi: «Un día, no te digo más, los hombres me harán justicia. Déjame ir a esconder en el fondo del mar mi infinita tristeza. Sólo tú y los monstruos horribles de estos negros abismos no me despreciáis. Eres bueno. Adiós, a ti que me has amado.» Yo, a ella: «¡Adiós! ¡Adiós! ¡Te amaré siempre! Desde ahora, abandono la virtud.» Por eso, oh pueblos, cuando oís el viento de invierno gemir en el mar y sus orillas, o por encima de las grandes ciudades que desde hace mucho tiempo llevan luto por mi, o a través de las frías regiones po­lares, decís: «No es el espíritu de Dios el que pasa: es sólo el suspiro agudo de la prostitución, junto con los gemidos graves del montevideano.» Niños, soy yo quien os lo dice. Entonces, llenos de misericordia, arrodillaos, y que los hombres, más numerosos que los piojos, digan sus largas plegarias.

Al claro de luna, cerca del mar, en los lugares aisla­dos del campo, vemos, sumergido en amargas reflexio­nes, revestir todas las cosas, unas formas amarillas, in­decisas, fantásticas. Las sombras de los árboles, de pronto rápidas, de pronto lentas, corren, van, vienen, con diversas formas, aplanándose, adhiriéndose a la tie­rra. En el tiempo en que yo era transportado por las alas de la juventud, todo eso me hacía soñar, me parecía extraño, pero ahora estoy habituado. El viento gime a través de las hojas con sus lánguidas notas, y el bu­ho canta su grave endecha que hace erizar los cabellos de quienes lo escuchan. Entonces los perros, que se han vuelto furiosos, rompen las cadenas, se escapan de las granjas lejanas, corren de un lado para otro por el cam­po, presos de la locura. De pronto se detienen, miran hacia todos los lados con feroz inquietud, con mirada de fuego, y así como los elefantes, antes de morir, lan­zan en el desierto una última mirada al cielo, elevando desesperadamente su trompa, dejando caer sus orejas inertes, así los perros dejan caer inertes sus orejas, ele­van la cabeza, hinchan su terrible cuello, y se ponen a ladrar por turno, sea como un niño que grita de ham­bre, sea como un gato herido en el vientre encima de un tejado, sea como una mujer que va a parir, sea co­mo un enfermo de peste moribundo en un hospital, sea como una muchacha que canta un aria sublime, con­tra las estrellas al Oeste, contra la luna, contra las mon­tañas que semejan a lo lejos rocas gigantes que yacen en la oscuridad, contra el aire frío que aspiran a pleno pulmón y que le vuelven el interior de su nariz rojo y ardiente, contra el silencio de la noche, contra las le­chuzas cuyo vuelo sesgado les roza el hocico, llevando una rata o una rana en el pico, alimento vivo, grato para las crías, contra las liebres que desaparecen en un abrir y cerrar de ojos, contra el ladrón que huye al ga­lope de sú caballo después de haber cometido un cri­men, contra las serpientes que al agitar los matorrales hacen que tiemble al piel y rechinen los dientes, contra sus propios ladridos que a ellos mismos causan mie­do, contra los sapos a los que trituran con un golpe seco de sus quijadas (¿por qué se han alejado del pan­tano?), contra los árboles cuyas hojas balanceándose suavemente son otros tantos misterio que ellos no com­prenden pero quieren descubrir con sus ojos fijos e in­teligentes, contra las arañas suspendidas de sus largas patas que trepan por los árboles para salvarse, contra los cuervos que al no encontrar de qué comer durante la jornada regresan a su refugio con las alas cansadas, contra las rocas de la costa, contra las luces que apa­recen en los mástiles de las naves invisibles, contra el sordo rumor de las olas, contra los grandes peces que al nadar muestran su dorso negro y luego se hunden en el abismo, y contra el hombre que los convierte en esclavos. Después de ello se ponen de nuevo a correr por el campo, saltando con sus patas sangrantes por encima de las fosas, los caminos, las campiñas, las hier­bas y las piedras escarpadas. Se dirían que están ata­cados por la rabia y buscan un gran estanque para cal­mar su sed. Sus prolongados aullidos espantan a la na­turaleza entera. ¡ Desgraciado el viajero que se retra­sa! Los amigos de los cementerios se arrojarán sobre él, lo despedazarán, se lo comerán con su boca cho­rreante de sangre, pues sus dientes no están deteriora­dos. Los animales salvajes no se atreven a acercarse pa­ra tomar parte en el festín de carne, temblando huyen hasta perderse de vista. Después de algunas horas, los perros, extenuados de correr de un lado para otro, ca­si muertos, con la lengua fuera de la boca, se precipi­tan los unos sobre los otros sin saber lo que hacen, y se destrozan en mil pedazos con una rapidez increíble. No se comportan así por crueldad. Un día, con los ojos vidriosos, mi madre me dijo: «Cuando estés en tu ca­ma y oigas los ladridos de los perros en el campo, es­cóndete bajo el cobertor, no te burles de lo que hacen: tienen sed insaciable de infinito, como tú, como yo, como el resto de los seres humanos de rostro pálido y alargado. Incluso te permito que te pongas delante de la ventana para que contemples ese espectáculo bas­tante sublime». Desde entonces respeto el deseo de la muerta. Yo, igual que los perros, siento la necesidad del infinito... ¡Pero no puedo, no puedo satisfacer esa necesidad! Soy hijo del hombre y de la mujer, según me han dicho. Y eso me asombra... pues creía ser más. Por otra parte, ¿qué me importa de dónde vengo? De haber podido depender de mi voluntad, hubiera que­rido ser más bien el hijo de la hembra del tiburón, cu­ya hambre es amiga de las tempestades, y del tigre, de reconocida crueldad: no sería tan malo. Vosotros, los que me miráis, alejaos de mí, pues mi aliento exhala un hálito emponzoñado. Nadie ha visto aún las arru­gas verdes de mi frente, ni los huesos que sobresalen de mi rostro descarnado, semejantes a las espinas de un gran pez o a las rocas que ocultan las orillas del mar o las abruptas montañas alpinas que tan a menudo recorría cuando tenía sobre mi cabeza cabellos de otro color. Y cuando vago alrededor de las viviendas de los hombres, durante las noches de tormenta, con los ojos ardientes, con los cabellos flagelados por los vientos tempestuosos, aislado como una piedra en me­dio del camino, cubro mi cara marchita con un trozo de terciopelo negro como el hollín que colma el inte­rior de las chimeneas: no es necesario que los ojos sean testigos de la fealdad que el Ser supremo, con una son­risa de odio poderoso, ha puesto sobre mí. Cada ma­ñana, cuando el sol se levanta para los demás, espar­ciendo la alegría y el calor saludable por toda la natu­raleza, mientras ninguno de mis rasgos se mueve, mi­rando fijamente el espacio repleto de tinieblas, acurru­cado en el fondo de mi amada caverna, con una deses­peración que me embriaga como el vino, hago jirones mi pecho con mis poderosas manos. Sin embargo, sien­to que no estoy atacado de rabia. Sin embargo, siento que no soy el único que sufre. Sin embargo, siento que respiro. Como un condenado que pronto ha de subir al cadalso y ejercita sus músculos mientras reflexiona en su suerte, de pie, sobre mi lecho de paja, con los ojos cerrados, giro lentamente mi cuello de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, durante horas en­teras, sin caer muerto. De vez en cuando, cuando mi cuello no puede ya continuar girando en el mismo sen­tido y se detiene para volver a girar en sentido contra­rio, miro súbitamente al horizonte a través de los es­casos intersticios hechos por la espesa maleza que obs­truye la entrada: ¡no veo nada! Nada... a no ser los campos que danzan en remolino con los árboles y las largas bandadas de pájaros que atraviesan los aires. Eso me trastorna la sangre y el cerebro... ¿Quién, enton­ces, me golpea con una barra de hierro en la cabeza como un martillo que golpeara en el yunque?

Me propongo, sin estar emocionado, declamar con poderosa voz la estrofa seria y fría que vais a oír. Prestad atención a su contenido y evitad la penosa im­presión que ella intentará dejar como una mancha en vuestras turbadas imaginaciones. No creías que yo es­té a punto de morir, pues todavía no soy un esqueleto ni la vejez se ha pegado a mi frente. Descartemos, por lo tanto, toda idea de comparación con el cisne en el momento en que su existencia huye, y no veáis ante vo­sotros más que un monstruo cuyo rostro me hace feliz que no podáis contemplar, aunque es menos horrible que su alma. Sin embargo no soy un criminal... Pero basta de este asunto. No hace mucho tiempo volví a ver el mar, pisé el puente de los barcos, y mis recuer­dos son tan vivos como silo hubiera abandonado ayer. No obstante, si podéis, conservad la misma calma que yo en esta lectura, que ya me arrepiento de ofreceros, y no os sonrojéis ante el pensamiento de lo que es el corazón humano. ¡Oh pulpo de mirada de seda!, tú, cuya alma es inseparable de la mía, tú, el más bello de los habitantes del globo terráqueo, que mandas en un serrallo de cuatrocientas ventosas, tú, en quien se asien­tan noblemente, como en su residencia natural, por un común acuerdo, con un lazo indestructible, la dulce vir­tud comunicativa y las gracias divinas, ¿por qué no es­tás conmigo, tu vientre de mercurio contra mi pecho de aluminio, sentados los dos sobre alguna roca de la orilla, para contemplar ese espectáculo que adoro?
Viejo océano de olas de cristal, te pareces, en las pro­porciones, a esas marcas azuladas que se ven sobre el dorso magullado de los grumetes, eres un inmenso azul aplicado en el cuerpo de la tierra: me gusta esta comparación. Así, a primera impresión, un soplo pro­longado de tristeza, que se creería el murmullo de tu brisa suave, pasa, dejando inefables huellas, sobre el alma profundamente conmovida, y, sin que siempre se advierta, evocas el recuerdo de tus amantes, los duros comienzos del hombre en los cuales tiene conocimien­to del dolor, que no le abandona jamás. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tu forma armoniosamente esférica, que alegra la cara grave de la geometría, me recuerda demasiado los ojos pequeños del hombre, similares por su pequeñez a los del jabalí, y a los de las aves noctur­nas por la perfección circular de su contorno. Sin em­bargo, el hombre se ha creído hermoso en todos los siglos. Pero yo creo que el hombre sólo cree en su be­lleza por amor propio, pues en realidad no es bello y él lo sospecha; si no, ¿por qué mira el rostro de su se­mejante con tanto desprecio? ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, eres el símbolo de la identidad: siem­pre igual a ti mismo. Nunca cambias de una manera esencial, y, si tus olas están en alguna parte furiosas, más lejos, en alguna otra zona, se hallan en la más com­pleta calma. No eres como el hombre, que se detiene en la calle para ver cómo se atenazan por el cuello dos dogos y no se detiene cuando pasa un entierro, que por la mañana es asequible y por la tarde está de mal hu­mor, que ríe hoy y mañana llora. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, no sería nada imposible que escondie­ras en tu seno futuros de utilidad para el hombre. Ya le has dado la ballena. No dejas adivinar fácilmente a los ojos ávidos de las ciencias naturales los mil secre­tos de tu íntima organización: eres modesto. El hom­bre se vanagloria de continuo, y por minucias. ¡Te sa­ludo, viejo océano!
Viejo océano, las diversas especies de peces que ali­mentas no se han jurado fraternidad entre sí. Cada es­pecie vive por su lado. Los temperamentos y las con­formaciones que varían en cada una de ella, explican, de una manera satisfactoria, lo que al principio sólo parece una anomalía. Igual sucede con el hombre, que no tiene los mismos motivos de excusa. Un trozo de tierra está ocupado por treinta millones de seres hu­manos, pero ellos se creen obligados a no mezclarse en la existencia de sus vecinos, fijos como raíces sobre el pedazo de tierra contiguo. Descendiendo del grande al pequeño, cada hombre vive como un salvaje en su gua­rida, y raramente sale de ella para visitar a su seme­jante, acurrucado igualmente en otra guarida. La gran familia universal de los hombres es una utopía digna de la lógica más mediocre. Por otra parte, del espectá­culo de tus mamas fecundas se desprende la noción de ingratitud, pues se piensa en seguida en los numerosos padres, tan ingratos hacia el Creador, para abandonar el fruto de su miserable unión. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, tu grandeza material sólo es compa­rable a la medida que uno se hace de la potencia activa que ha sido necesaria para engendrar la totalidad de tu masa. No se te puede abarcar de una ojeada. Para contemplarte es preciso que la vista haga girar su telescopio con movimientos continuos hacia los cua­tro puntos del horizonte, de igual modo que un mate­mático, a fin de resolver una ecuación algebraica, está obligado a examinar separadamente los diversos casos posibles, antes de resolver la dificultad. El hombre co­me sustancias nutritivas, y hace otros esfuerzos dignos de mejor suerte para dar impresión de grueso. Que se hinche cuanto quiera esa adorable rana. Quédate tranquilo, nunca igualará tu corpulencia; al menos eso supongo. ¡Te saludo viejo océano!
Viejo océano, tus aguas son amargas. Tienen exac­tamente el mismo sabor que la hiel que destila la críti­ca sobre las bellas artes, sobre las ciencias, sobre to­do. Si alguien tiene genio, se le hace pasar por un idio­ta; si algún otro es bello de cuerpo, se le hace un horri­ble contrahecho. En verdad, es preciso que el hombre sienta con fuerza su imperfección, cuyas tres cuartas partes son debidas a sí mismo, para que lo critique de ese modo. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, los hombres, a pesar de la excelencia de sus métodos, todavía no han conseguido, ayudados de los procedimientos de investigación de la ciencia, medir la profundidad vertiginosa de tus abismos, los cuales han reconocido inaccesiblemente las sondas más largas y pesadas. A los peces... les está permitido: no a los hombres. A menudo me he preguntado qué será más fácil de reconocer: la profundidad del océano o la profundidad del corazón humano. Con frecuencia, con la mano, de pie sobre los barcos, mientras la luna se balanceaba entre los mástiles de forma irregular, me he sorprendido, haciendo abstracción de todo lo que no fuera el objeto que perseguía, esforzándome por resolver ese difícil problema. Si, ¿cuál es más profundo, más impenetrable de los dos; el océano o el corazón humano? Si treinta años de experiencia de la vida pue­den, hasta cierto punto, inclinar la balanza hacia una u otra de esas soluciones, me estará permitido decir que, pese a la profundidad del océano, no podrá colocarse al ras, en cuanto a la comparación sobre dicha propie­dad, con la profundidad del corazón humano. He es­tado en relación con hombres que han sido virtuosos. Morían a los sesenta años y nadie dejaba de exclamar: «Han hecho el bien en este mundo, es decir, han prac­ticado la caridad: eso es todo, no es nada malo, y cual­quiera puede hacer otro tanto». ¿Quién comprenderá por qué dos amantes que se idolatraban la víspera, por una palabra mal interpretada, se separan, uno hacia oriente, otro hacia occidente, con los aguijones del odio, de la venganza, del amor y de los remordimien­tos, y no se vuelven a ver más, cada uno embozado en su solitaria soberbia? Es un milagro que se renueva cada día y que por ello no es menos milagroso. ¿Quién com­prenderá por qué se saborean, no sólo las desgracias generales de los semejantes, sino también las particu­lares de los amigos más queridos, aunque se está afli­gido al mismo tiempo? Un ejemplo incontestable para cerrar la serie: el hombre dice hipócritamente sí y piensa no. Por eso los jabatos de la humanidad tienen tanta confianza los unos en los otros y no son egoístas. Le queda a la sicología muchos progresos que hacer. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tu poder es tan grande que los hom­bres lo han sabido a sus expensas. Y por mucho que utilicen todos los recursos de su genio... serán incapaces de dominarte. Han encontrado su maestro. Digo que han encontrado algo más fuerte que ellos. Algo que tiene nombre. Ese nombre es: ¡el océano! El miedo que le ins­piras es tal, que te respetan. A pesar de ello, haces dan­zar sus más pesadas máquinas con gracia, elegancia y facilidad. Les haces realizar saltos gimnásticos hasta el cielo y admirables inmersiones hasta el fondo de tus dominios que un saltimbanqui envidiaría. Bienaventurados aquellos a quienes no envuelves definitivamente entre tus plie­gues burbujeantes para ir a ver, sin ferrocarril, en tus entrañas acuáticas, cómo lo pasan los peces, y sobre todo, cómo lo pasan ellos mismos. El hombre dice:
«Soy más inteligente que el océano». Es posible, es in­cluso muy cierto, pero el océano le causa más temor a él que él al océano: es algo que no es necesario com­probar. Ese patriarca observador, contemporáneo de las primeras épocas de nuestro globo suspendido, son­ríe piadoso cuando asiste a los combates navales de las naciones. He ahí un centenar de leviatanes que han salido de las manos de la humanidad. Las órdenes en­fáticas de los superiores, los gritos de los heridos, los cañonazos, es el ruido realizado a propósito para ani­quilar algunos segundos. Parece que el drama ha ter­minado y que el océano se lo ha metido todo en su vien­tre. La boca es formidable. ¡Qué grande debe ser ha­cia abajo, en dirección a lo desconocido! Para coro­nar al fin la estúpida comedia, que carece de todo interés, se ve, en medio de los aires, alguna cigúeña re­trasada por el cansancio, que se pone a gritar, sin detener la envergadura de su vuelo: «¡Vaya!... ¡la encuen­tro mal! Allá abajo había algunos puntos negros; he cerrado los ojos y han desaparecido». ¡Te saludo, vie­jo océano!
Viejo océano, oh gran célibe, cuando recorres la so­lemne soledad de tus reinos flemáticos, te enorgulle­ces, con razón, de tu magnificencia nativa y de los jus­tos elogios que me apresuro a dedicarte. Mecido vo­luptuosamente por los suaves efluvios de tu lentitud ma­jestuosa, que es el más grandioso de los atributos con que el soberano poder te ha gratificado, en medio de un sombrío misterio, tú haces rodar por toda tu subli­me superficie tus incomparables olas, con el sentimiento sereno de tu poder eterno. Ellas se persiguen paralela­mente, separadas por cortos intervalos. Apenas una dis­minuye, otra, creciendo, va a su encuentro, acompa­ñada del rumor melancólico de la espuma que se des­hace para advertirnos de que todo es espuma. (Así, los seres humanos, esas olas vivientes, mueren uno tras otro, de una manera monótona, sin dejar siquiera un ruido de espuma). El ave de paso reposa, confiada so­bre ellas, y se abandona a sus movimientos llenos de gracia arrogante, hasta que los huesos de sus alas han recobrado el vigor preciso como para continuar la aérea peregrinación. Quisiera que la majestad humana sólo fuera la encarnación del reflejo de la tuya. Pido de­masiado, y ese deseo sincero te glorifica. Tu grandeza moral, imagen del infinito, es inmensa como la refle­xión del filósofo, como el amor de la mujer, como la belleza divina del ave, como la meditación del poeta. Eres más bello que la noche. Respóndeme, océano, ¿quieres ser mi hermano? Agítate con impetuosidad... más... todavía más, si quieres que te compare con la venganza de Dios; alarga tus garras lívidas y fráguate un camino en tu propio seno... está bien. Haz que rue­den tus olas espantosas, horrible océano sólo por mi comprendido y ante el que caigo prosternado de rodi­llas. La majestad de los hombres es prestada; no se im­pone: tú, sí. Oh, cuando avanzas, con la cresta alta y terrible, rodeado por tus repliegues tortuosos como por un cortejo, magnético y salvaje, haciendo rodar tus olas unas sobre otras con la conciencia de lo que eres, mien­tras lanzas desde las profundidades de tu pecho, como abrumado por un remordimiento intenso que no pue­do descubrir, ese sordo bramido perpetuo que los hom­bres tanto temen, incluso cuando te contemplan, es­tando seguros, temblorosos desde la orilla, y entonces veo que no tengo el insigne derecho de llamarme tu igual. Por eso, en presencia de tu superioridad, te da­ría todo mi amor (y nadie conoce la cantidad de amor que contienen mis aspiraciones hacia lo bello), si no me hicieses dolorosamente pensar en mis semejantes, que forma contigo el más irónico contraste, la antíte­sis más grotesca que jamás se haya visto en la creación: no puedo amarte, te detesto. ¿Por qué vuelvo a ti, por milésima vez, hacia brazos amigos, que se abren para acariciar mi frente ardiente, cuya fiebre siento desa­parecer sólo a tu contacto? No conozco tu oculto des­tino, pero todo lo que te concierne me interesa. Dime entonces si eres la morada del príncipe de las tinieblas. Dímelo... dímelo, océano (a mí sólo, para no entriste­cer a aquellos que no han conocido sino las ilusiones), y si el soplo de Satán crea las tempestades que levan­tan tus aguas saladas hasta las nubes. Es preciso que me lo digas porque me alegraría saber que el infierno está tan cerca del hombre. Quiero que esta sea la últi­ma estrofa de mi invocación. Por lo tanto, una sola vez más, quiero saludarte y darte mi adiós. Viejo océa­no, de olas de cristal... Mis ojos se humedecen de abun­dantes lágrimas, y no tengo fuerzas para seguir, pues siento que ha llegado el momento de volver con los hombres de aspecto brutal; pero... ¡ánimo! Hagamos un gran esfuerzo y cumplamos, con el sentimiento del deber, nuestro destino sobre esta tierra. ¡Te saludo, vie­jo océano!
No me verán, en mi hora última (escribo esto en mi lecho de muerto), rodeado de curas. Quiero morir, mecido por las olas del mar tempestuoso, o de pie so­bre la montaña... no con los ojos hacia lo alto: sé que mi aniquilamiento será completo. Por otra parte, no puedo esperar ninguna gracia. ¿Quién abre la puerta de mi cámara mortuoria? Había dicho que nadie en­trara. Quienquiera que seas, aléjate; pero si crees per­cibir alguna señal de dolor o de miedo en mi rostro de hiena (uso esta comparación aunque la hiena sea más hermosa que yo, y más agradable a la vista), desengá­ñate: que se aproxime. Estamos en una noche de in­vierno, cuando los elementos chocan entre sí por to­das partes, y el hombre tiene miedo, y el adolescente medita algún crimen contra uno de sus amigos, si es co­mo fui yo en mi juventud. Que el viento, cuyos lasti­mosos silbidos entristecen a la humanidad, desde que el viento y la humanidad existen, momentos antes de la última agonía, me transporté sobre la osamenta de sus alas a través del mundo, impaciente por mi muer­te. Todavía gozaré en secreto de los numerosos ejemplos de la maldad humana (sin ver visto, a un herma­no le gusta ver los actos de sus hermanos). El águila, el cuervo, el inmortal pelícano, el pato salvaje, la gru­lla viajera, despiertos, tiritando de frío, me verán pa­sar, espectro horrible y satisfecho, entre el resplandor de los relámpagos. Ellos no sabrán lo que eso signifi­ca. En la tierra, la víbora, el ojo abultado del sapo, el tigre, el elefante, y en el mar, la ballena, el tiburón, el pez martillo, la raya informe, el diente de la foca polar, se preguntaran qué significa esta derogación de la ley de la naturaleza. El hombre, temblando, pegará su frente a la tierra en medio de sus gemidos. «Sí, os supero a todos por mi innata crueldad, una crueldad cuya desaparición no he dependido de mí. ¿Es este el motivo por el que os mostráis prosternados ante mí7 ¿O es porque me veis recorrer, nuevo fenómeno, co­mo un cometa aterrador, el espacio ensangrentado? (Cae una lluvia de sangre desde mi vasto cuerpo, se­mejante a una nube negruzca que empuja ante sí al hu­racán). No temáis, niños, no quiero maldeciros. El mal que me habéis hecho es demasiado grande, y demasia­do grande el mal que yo os hice, para que fuera volun­tario. Vosotros habéis seguido por vuestro camino y yo por el mio, semejantes los dos, los dos perversos. Necesariamente tuvimos que encontrarnos en esta si­militud de carácter: el choque resultante nos ha sido recipocramente fatal». Entonces, los hombres volve­rán poco a poco a levantar la cabeza, recobrarán el va­lor para ver a quien de esta manera habla, alargando su cuello como el caracol. De pronto, su rostro ardien­te, descompuesto, mostrando las más terribles pasio­nes, hará tales muecas que los lobos se asustarán. Se pondrán de pie al mismo tiempo, como impulsados por un inmenso resorte. ¡Qué imprecaciones! ¡Qué desga­rradoras voces! Me han reconocido. He aquí que los animales de la tierra se reunen con los hombres y ha­cen oír sus extraños clamores. Basta de odio recípro­co; los dos odios se han vuelto contra el enemigo co­mún: yo; se reconcilian por un asentimiento universal. Vientos que me sostenéis, elevadme más alto; temo a la perfidia. Sí, desaparezcamos poco a poco de sus ojos, una vez más testigos de las consecuencias de las pasio­nes, completamente satisfechos... Te agradezco, oh ri­nolofo, que me hayas despertado con el movimiento de tus alas, tú que tienes la nariz coronada por una cresta en forma de herradura: me doy cuenta de que, en efecto, no era, desgraciadamente, más que una enfer­medad pasajera, y siento, con disgusto, que renazco a la vida. Algunos dicen que te aproximaste a mí para chuparme la poca sangre que me queda en el cuerpo: ¿por qué no es realidad esta hipótesis?
Una familia rodea un lámpara colocada sobre la mesa : -Hijo mío, dame las tijeras que están sobre esa silla.
-No están, madre.
-Ve a buscarlas entonces a la otra habitación. ¿Te acuerdas de aquella época, dulce sueño, en que hacía­mos votos para tener un hijo, en el cual renaceríamos de nuevo, y que sería el sostén de nuestra vejez?
-Me acuerdo, y Dios nos lo ha otorgado. No po­demos quejarnos de nuestra suerte en este mundo. Cada día bendecimos a la Providencia por sus beneficios. Nuestro Eduardo posee todas las virtudes de su madre.
-Y las cualidades viriles de su padre.
-Toma las tijeras, madre, al fin las he encontrado.
Reanuda su trabajo... Pero alguien se presenta en la puerta de entrada y contempla durante unos ins­tantes el cuadro que se ofrece a sus ojos:
-¿Qué significa este espectáculo? Hay poca gente que es más feliz que ésta. ¿Qué razonamiento se hacen para amar la existencia? Alejate, Maldoror, de este ape­tecible hogar; tu lugar no está aquí.
Se retira.
-No sé qué sucede, pero siento que las facultades humanas libran algún combate en mi corazón. Mi al­ma está inquieta, sin saber por qué: la atmósfera está pesada.
-Mujer, siento las mismas impresiones que tú: tiem­blo al pensar que pueda sucedemos alguna desgracia. Tengamos confianza en Dios, en él reside la suprema esperanza.
-Madre, apenas puedo respirar; me duele la cabeza.
-¿Tú también, hijo mío? Voy a humedecerte la frente y las sienes con vinagre.
-No, madre...
Vedlo; su cuerpo cansado se apoya sobre el respal­do de la silla.
-Algo que no sabría explicar da vueltas en torno a mí. Cualquier cosa me contraría en este momento.
-¡Qué pálido estás! ¡Esta velada no acabará sin que algún funesto suceso nos sumerja a los tres en el lago de la desesperación!
Oigo a lo lejos los prolongados gritos del dolor24 más punzante.
-¡Hijo mío!
-¡Ah madre!... ¡Tengo miedo!
-Dime en seguida si sufres.
-Madre, no sufro... No digo la verdad
El padre no sale de su asombro.
-Esos gritos se oyen algunas veces en el silencio de las noches sin estrellas. Aunque los oigamos, sin em­bargo, el que lanza esos gritos no está cerca, pues esos lamentos pueden oírse a tres leguas de distancia, trans­portados por el viento de una ciudad a otra. Me ha­bían hablado a menudo de ese fenómeno, pero nunca había tenido ocasión de juzgar por mí mismo su vera­cidad. Mujer, me hablabas de desgracia, y jamás exis­tió desgracia más real en la larga espiral del tiempo que la desgracia de aquel que turba ahora el sueño de sus semejantes...
Oigo a lo lejos los prolongados gritos del dolor más punzante.
-Ruego al cielo que su nacimiento no sea una cala­midad para su país, que lo ha expulsado de su seno. Va de región en región, abominado por todos. Unos dicen que se halla abatido por una especie de locura original desde su infancia. Otros creen saber que es una extrema e instintiva crueldad, que a él mismo le avergúenza, por la que sus padres murieron de dolor.
Hay quienes pretenden que se le deshonró con un apodo en su juventud, que lo dejó inconsolable para el resto de su existencia, porque su dignidad herida veía en ello una prueba flagrante de la maldad de los hom­bres, que se inicia en los primeros años y después va aumentando. Ese apodo era el vampiro...
Oigo a lo lejos los prolongados gritos del dolor más punzante.
-Agregan que, de día y de noche, sin tregua ni re­poso, unas pesadillas horribles hacen que le brote san­gre por la boca y los oídos, y que unos espectros se sien­tan a la cabecera de su cama y le arrojan al rostro, im­pulsados a su pesar por una fuerza desconocida, unas veces con voz suave, otras con voz que parece el es­truendo de las batallas, con una persistencia implaca­ble, ese apodo siempre vivo, siempre horrendo y que sólo perecerá con el universo. Algunos incluso han lle­gado a afirmar que el amor lo ha reducido a ese es­tado, o que esos gritos son el testimonio de arrepenti­miento por algún crimen sepultado en la noche de su pasado misterioso. Pero la mayor parte de la gente piensa que un orgullo incomensurable lo tortura, co­mo en otro tiempo a Satán, y que querría igualarse a Dios.
Oigo en la lejanía los prolongados gritos de dolor más punzante.
-Hijo mío, estas son confidencias excepcionales, la­mento que las hayas, oído a tu edad, y espero que no imites nunca a ese hombre.
-Habla, oh Eduardo mío, y dime que no imitarás nunca a ese hombre.
-Oh madre querida, a quien debo el ser, te prome­to, si la santa promesa de un niño tiene algún valor, no imitar nunca a ese hombre.
-Muy bien, hijo mío, es preciso obedecer a la ma­dre, sea en lo que sea.
Ya no se oyen los lamentos.
-Mujer, ¿has terminado tu trabajo?
-Me faltan algunas puntadas a esta camisa, aun­que hayamos prolongado la velada hasta tan tarde.
-Tampoco yo he terminado el capítulo que comen­cé. Aprovechemos los últimos destellos de la lámpara, pues ya no hay casi aceite, y acabemos cada uno nues­tro trabajo...
El hijo exclama.
-¡Si Dios nos deja vivir!
-Angel radiante, ven a mí, te pasearás por el prado de la mañana a la noche y no trabajarás. Mi mag­nífico palacio está construido con muros de plata, co­lumnas de oro y puertas de diamantes. Te acostarás cuando quieras, al son de una música celestial, sin re­zar tu oración. Cuando por la mañana el sol muestre sus rayos resplandecientes y la alegre alondra arrastre consigo por los aires su grito hasta perderse de vis­ta, tú podrás continuar aún en la cama hasta que te canses. Caminarás sobre las alfombras más preciosas y estarás envuelto constantemente en una atmósfera compuesta de esencias perfumadas de las más aromá­ticas flores.
-Ya es hora de que descanse el cuerpo y el espíritu. Levántate, madre de familia, sobre tus musculosos to­billos. Es justo que tus rígidos dedos abandonen la agu­ja del trabajo en exceso. Los extremos no tienen nada de bueno.
-¡Oh que apacible será tu existencial. Te daré un anillo encantado; cuando le des la vuelta al rubí, te vol­veras invisible, como los príncipes en los cuentos de hadas.
-Guarda tus armas cotidianas en el armario pro­tector, mientras, por mi parte, yo arreglo mis asuntos.
-Cuando lo vuelvas a la posición habitual reapa­recerás tal como la naturaleza te formó, oh joven ma­go. Hago esto porque te quiero y aspiro a hacer tu felicidad.
-Vete, quienquiera que seas, no me sujetes por los hombros.
-Hijo mío, no te duermas mecido por los sueños de la infancia: la oración en común no ha comenzado y tus ropas tampoco están cuidadosamente colocadas sobre la silla... ¡De rodillas! ~ Eterno creador del uni­verso, muestras tu inagotable bondad hasta en las co­sas más pequeñas.
-¿No te gustan los arroyos límpidos, donde se des­lizan millares de pececillos rojos, azules y plateados? Los cogerás con una nasa tan bella que los atraerá por sí sola, hasta que esté repleta. Desde la superficie ve­rás brillantes guijarros, más pulidos que el mármol.
-Madre, mira esas garras; desconfió de él; pero mi conciencia está tranquila, pues no tengo nada que reprocharme.
-Nos ves postrados a tus pies, abrumados por el sentimiento de tu grandeza. Si algún pensamiento altivo se insinúa en nuestra imaginación, lo rechazamos en seguida con la saliva del desdén y te lo ofrecemos como sacrificio irremisible.
-Te bañarás con muchachas que te estrecharán en sus brazos. Una vez fuera del baño, te tejerán coronas de rosas y claveles. Tendrán transparentes alas de ma­riposa y largos cabellos ondulados y flotarán alrede­dor de la gentileza de su frente.
-Aunque tu palacio fuera más bello que el cristal, jamás saldría esta casa para seguirte. Creo que no eres más que un impostor, ya que hablas tan bajo, temero­so de que te oigan. Abandonar a los padres es una ma­la acción. No seré yo un hijo ingrato. En cuanto a tus muchachas, no son tan bellas como los ojos de mi madre.
-Toda nuestra vida se ha consumido en cántico a tu gloria. Tal como hemos sido hasta ahora, seguire­mos siéndolo, hasta el momento en que recibamos de ti la orden de abandonar esta tierra.
-Ellas te obedecerán a la menor señal y sólo pensa­rán en agradarte. Si deseas el pájaro que nunca des­cansa, ellas te lo traerán. Si deseas el coche de nieve, que te transporta hasta el sol en un abrir y cerrar de ojos, ellas te lo traerán. ¡Qué no te traerían ellas! Te traerían incluso la cometa, grande como una torre, que se ha escondido en la luna, y de cuya cola están sus­pendidos, por lazos de seda, pájaros de todas las espe­cies. Cuídate de ti... escucha mis consejos.
-Haz lo que quieras; no quiero interrumpir mi ora­ción para pedir socorro. Aunque tu cuerpo se evapo­re, cuando quiero apartarlo; has de saber que no te temo.
-Ante ti, si no es la llama exhalada de un corazón puro ~ nada es grande.
-Reflexiona en lo que te he dicho, si no quieres arrepentirte.
-Padre celestial, conjura, conjura las desgracias que puedan caer sobre nuestra familia.
-¿No quieres retirarte, espíritu maligno?
-Conserva a esta esposa querida, que me ha con­solado en mis abatimientos....
-Puesto que me rechazas, haré que llore y que re­chinen tus dientes como los de un ahorcado.
-Y este hijo amante, cuyos castos labios apenas se entreabren para los besos de la aurora de la vida.
-Madre, me estrangula... Padre, socórreme... Ya no puedo respirar... ¡Vuestra bendición!
Un grito de inmensa ironía se eleva por los aires. Ved cómo las águilas, aturdidas, caen desde lo alto de las nubes, dando vueltas sobre sí mismas, literalmente ful­minadas por la columna de aire.
-Su corazón no late ya... Y ella ha muerto al mis­mo tiempo que el fruto de sus entrañas, fruto que ya no reconozco, tan desfigurado está... ¡Esposa mía!... ¡Hijo mio!... Me acuerdo de un tiempo lejano en que fui esposo y padre.
Se había dicho, ante el cuadro que se ofreció a su vista, que no soportaría esta injusticia. Pero si es efi­caz el poder que le habían concedido los espíritus in­fernales, o más bien, que extrae de sí mismo, ese hijo no debía existir ya antes de transcurrida la noche.
Aquel no sabe llorar (pues siempre rechazó el senti­miento en su interior) observó que se encontraba en No­ruega. En las islas Feroe, asistió a la búsqueda de ni­dos de aves marinas entre las grietas cortadas a pico, y se asombró de que la cuerda de trescientos metros que sostiene al explorador por encima del precipicio, la hubiesen elegido de tal solidez. Vio en ello, se diga lo que se diga, un ejemplo sorprendente de la bondad humana, y no podía creer en la visión. Si él hubiera tenido que preparar la cuerda, le hubiera hecho unos cortes en distintos sitios, a fin de que se rompiera y pre­cipitara al cazador en el mar. Una noche se dirigió al cementerio, y los adolescentes que encuentran placer en violar los cadáveres de hermosas mujeres muertas, pudieron, silo hubieran querido, oír la conversación siguiente, perdida en el cuadro de una acción que se desarrollará al mismo tiempo.
-¿No es cierto, sepulturero, que te gustaría conver­sar conmigo? Un cachalote asciende poco a poco des­de el fondo del mar y muestra su cabeza por encima de las aguas para ver la nave que pasa por estos para­jes solitarios. La curiosidad nació en el universo.
-Amigo, me es imposible cambiar ideas contigo. Hace mucho tiempo que los dulces rayos de la luna ha­cen brillar el mármol de las tumbas. Es la hora silen­ciosa en que más de un ser humano sueña que ve apa­recer mujeres encadenadas, que arrastran sus morta­jas cubiertas de manchas de sangre, como estrellas en un cielo negro. El que duerme emite gemidos semejan­tes a los de un condenado a muerte, hasta que se des­pierta y percibe que la realidad es tres veces peor que el sueño. Debo terminar de abrir esta fosa con mi pala infatigable, a fin de que esté dispuesta para mañana por la mañana. No hay que hacer dos cosas al mismo tiempo, si se quiere hacer un trabajo serio.
-¡Cree que abrir una fosa es un trabajo serio! ¿Crees que abrir una fosa es un trabajo serio?
-Cuando el salvaje pelicano se resuelve a dar su pe­cho para que lo devoren sus pequeños, sin tener otro testigo que aquel que supo crear un amor semejante, para vergüenza de los hombres, por muy grande que sea el sacrificio, ese acto es comprensible. Cuando un hombre joven ve en los brazos de un amigo a una mu­jer que idolatraba, se pone a fumar un cigarro, no sale de la casa y se une en idisoluble amistad con el dolor, ese acto es comprensible. Cuando un alumno interno en un liceo es gobernado durante años, que son siglos, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana si­guiente, por un paria de la civilización que tiene cons­tantemente los ojos sobre él, siente el oleaje tumultuo­so de un odio subir como un humo espeso a su cere­bro, que parece a punto de estallar. Desde el momen­to en que fue arrojado en la prisión hasta aquel, que se acerca, en que saldrá, una intensa fiebre le amari­llea el rostro, aproxima sus cejas y le hunde los ojos. De noche, reflexiona, porque no quiere dormir. De día, su pensamiento se precipita por encima de los muros de la mansión del embrutecimiento, hasta el instante en que se escapa o lo expulsa como un apestado de ese claustro eterno; ese acto es comprensible. Abrir una fosa supera a menudo a las fuerzas de la naturale­za. Cómo quieres tú, extranjero, que la piocha re­mueva esta tierra, que primero nos alimenta y luego nos da un lecho cómodo, preservado del viento del invierno que sopla con furia en estas frías regiones, cuando el que maneja la piocha con manos temblo­rosas, después de haber palpado convulsivamente.du­rante toda la jornada las mejillas de los antiguos vivientes que retornan su reino, vea, de noche, ante sí, escrito con letras de fuego, sobre cada cruz de madera, el enunciado del espantoso problema que la humanidad todavía ~o ha resuelto: la mortalidad o la inmortali­dad del alma. Siempre he conservado mi amor por el creador del universo, pero si después de la muerte no debemos ya existir, ¿por qué veo, la mayor parte de las noches, abrirse cada tumba, y a sus habitantes le­vantar suavemente las tapas de plomo para ir a respi­rar el aire fresco?
-¡Detente en tu trabajo! La emoción te quita fuer­zas; me pareces débil como una caña; sería una gran locura continuar. Yo soy fuerte, tomaré tu sitio. Tú, apártate; me aconsejarás si no lo hago bien.
- ¡ Qué musculosos son sus brazos y qué placer verlo cavar la tierra con tanta facilidad!
-No es necesario que una duda inútil atormente tu pensamiento: todas estas tumbas, esparcidas en un ce­menterio como las flores de un prado, comparación que carece de veracidad, son dignas de ser medidas con el compás sereno del filósofo. Las alucinaciones peligro-sas pueden originarse de día, pero se originan sobre to­do de noche. Por lo tanto, no te extrañes de las fan­tásticas visiones, que parecen percibir tus ojos. Durante el día, cuando el espíritu está en reposo, pregunta a tu conciencia: ella te dirá, seguramente, que el Dios que ha creado al hombre con una parcela de su propia in­teligencia posee una bondad sin límites, y recibirá, tras la muerte terrestre, a esa obra maestra en su seno. Se­pultureró, ¿por qué lloras? ¿Por qué esas lágrimas, se­mejantes a las de una mujer? Recuérdalo bien, estamos en este barco desmantelado para sufrir. Es un mé­rito para el hombre que Dios lo haya juzgado capaz de vencer los sufrimientos más graves. Habla, y pues­to que, según tus más queridos deseos, no se debiera sufrir más, di en qué consistiría entonces la virtud, el ideal que cada uno se esfuerza en alcanzar, si tu len­gua está hecha como la de los demás hombres.
-¿Dónde estoy? ¿No he cambiado de carácter? Siento que un poderoso hálito de consuelo roza mi fren­te serenada, igual que la brisa de la primavera reani­ma la esperanza de los ancianos. ¿Qué es este hombre que con su lenguaje sublime ha dicho cosas que no hu­biera pronunciado ningún recién llegado?. ¡ Qué be­lleza musical en la melodía incomparable de su voz! Prefiero oírle hablar a él en vez de cantar a otros. Sin embargo, cuanto más lo observo, menos franco me pa­rece su rostro. La expresión general de sus rasgos con­trasta singularmente con esas palabras que sólo el amor de Dios ha podido inspirar. Su frente, arrugada por algunos pliegues, está marcada por un estigma in­deleble. Este estigma, que lo ha envejecido prema­turamente, ¿es honorable o infamante? Sus arrugas, ¿deben ser contempladas con veneración? Lo ignoro, y temo saberlo. Aunque diga lo que no piensa, creo, por lo menos, que tiene razones para proceder como lo ha hecho, excitado por los restos hechos jirones de una caridad destruida en él. Esta absorbido por medi­taciones desconocidas para mí, y su actividad se acre­cienta en un trabajo arduo que no tiene costumbre em­prender. El sudor moja su piel, pero no se da cuenta de ello. Se halla más triste que los sentimientos que ins­pira la vista de un niño en su cuna. ¡Oh, qué sombrío es! ¿De dónde sales?... Extranjero, permíteme que te toque, y que mis manos, que raramente estrechan las de los vivos, se impongan sobre la nobleza de tu cuer­po. Ocurra lo que ocurra, sabré a qué atenerme. Esos cabellos son los más hermosos que he tocado en mi vi­da. ¿Quién sería tan audaz como para poner en duda que no conozco la calidad de los cabellos?
-¿Qué quieres de mí, cuando cavo una tumba? Al león no le gusta que se le moleste cuando se alimenta. Si no lo sabes, te lo digo. Vamos, apresúrate, cumple con tus deseos.
-Lo que se estremece a mi contacto, haciendo que me estremezca yo mismo, es carne, no hay duda. Es verdad... no sueño. ¿Quién eres tú, que te inclinas ahí para cavar una tumba, mientras yo, como un hol­gazán que se come el pan de los demás, no hago nada? Es hora de dormir, o de sacrificar el reposo a la cien­cia. En todo caso, nadie está ausente de su casa, y se guarda de dejar la puerta abierta para evitar que entre los ladrones. Se encierra en su cuarto lo mejor que pue­de, mientras las cenizas de la vieja chimenea saben to­davía caldear la sala con un resto de calor. Tú no te comportas como los demás; tus vestidos denuncian al habitante de algún país lejano.
-Aunque no estoy cansado, es inútil ahondar más la fosa. Ahora, desnúdame; luego, me meterás dentro.
-La conversación que mantenemos desde hace unos instantes es tan extraña que no sé qué responderte... Creo que quieres reírte.
-Si, sí, es verdad, quería reírme; no hagas caso de lo que te dije.
Se tambaleó, y el sepulturero se apresuró a sostenerlo.
-¿Qué te ocurre?
-Sí, sí, es verdad, mentí... estaba cansado cuando dejé la piocha... es la primera vez que realizo este tra­bajo... no hagas caso de lo que dije.
-Mi opinión se hace cada vez más consistente: es alguien que sufre de espantosos pesares. Que el cielo me quite la idea de interrogarle. Me inspira tanta pie­dad, que prefiero quedar en la incertidumbre. Además, estoy seguro, tampoco querría responderme: entregar el corazón en este estado anormal es sufrir dos veces.
-Déjame salir de este cementerio; seguiré mi camino.
-Tus piernas ya no te sostienen; te perderías mien­tras caminas. Mi deber es ofrecerte un tosco lecho; no tengo otro. Ten confianza en mí, pues la hospitalidad no exigirá en modo alguno la violación de tus secretos.
-Oh piojo venerable, tú, cuyo cuerpo está desprovisto de élitros, un día me reprochaste con acritud no amar suficientemente tu sublime inteligencia, que no se deja leer; acaso tuvieras razón, puesto que no siento el menor reconocimiento hacia ésta. Fanal de Maldoror, ¿adónde conduces sus pasos?
-A mi casa. Aunque seas un criminal que no ha te­nido la precaución de lavarse la mano derecha con ja­bón después de haber cometido su delito, cosa que es facilmente deducible de la inspección de esa mano, o un hermano que ha perdido a su hermana, o algún mo­narca destituido que huye de su reino, mi palacio ver­daderamente grandioso es digno de recibirte. No fue construido con diamantes y piedras preciosas, pues no es más que una pobre choza mal edificada; pero esta célebre choza tiene un pasado histórico que el presen­te renueva y continúa sin cesar. Si ella pudiera ha­blar, te asombrarías, tú, que me parece que no te asom­bras por nada. Cuantas veces, al mismo tiempo que ella, he visto desfilar, ante mí, ataúdes que contenían huesos, más pronto apolillados que el reverso de la puerta contra la cual me apoyaba. Mis innumerables súb­ditos aumentan cada día. No tengo necesidad de ha­cer, en períodos fijos, ningún censo para darme cuen­ta. Aquí, como entre los vivos, cada uno paga un im­puesto, proporcional a la riqueza de la mansión que ha elegido; y si. algún avaro se negara a entregar su cuo­ta, tengo orden, hablándole personalmente, de hacer como los alguaciles: no faltan chacales y buitres que desearían hacer una buena comida. He visto ordenarse, bajo las banderas de la muerte, al que fue hermo­so, al que acabada su vida no se había afeado, al hom­bre, a la mujer, al mendigo, al hijo de los reyes, a las ilusiones de la juventud, a los esqueletos de los ancia­nos, al genio, a la locura, a la pereza y su contraria, al que fue falso, al que fue veraz, a la máscara del or­gulloso, a la modestia del humilde, al vicio coronado de flores y a la inocencia traicionada.
-No, en verdad no rechazo tu cama, que es digna de mí, hasta que llegue la aurora, que ya no tardará. Agradezco tu benevolencia... Sepulturero, es hermo­so contemplar las ruinas de las ciudades, pero es más hermoso todavía contemplar las ruinas de los hombres.
El hermano de la sanguijuela camina lentamente por el bosque. Se detiene a intervalos, abriendo la boca para hablar. Pero su garganta siempre se cierra y rechaza hacia atrás el esfuerzo abortado. Por fin exclama:
«Hombre, cuando encuentres un perro muerto boca arriba, apoyado contra una esclusa que le impide par­tir, no vayas, como los demás, a coger los gusanos que salen de su vientre hinchado, observarlos con asom­bro, abrir una navaja y después despedazar un gran nú­mero de ellos, diciéndote que también tú no serás más que ese perro. ¿Qué misterio buscas? Ni yo, ni las cua­tro patas natatorias del oso marino en el océano bo­real, hemos podido resolver el problema de la vida. Ten cuidado, la noche se acerca, y tú estás ahí desde por la mañana. ¿Qué dirá tu familia, tu pequeña her­mana, al verte llegar tan tarde? Lávate las manos, to­ma de nuevo el camino que te lleva donde duermes... ¿Quién es ese ser, allá en el horizonte, que se atreve a acercarse a mí, sin temor, dando saltos oblicuos y violentos, con una majestad mezclada a una serena dul­zura? Su miráda, aunque dulce, es profunda. Sus enor­mes párpados juegan con la brisa y parecen vivir. Es un desconocido para mí. Al fijar sus ojos monstruo­sos, mi cuerpo tiembla; es la primera vez desde que succioné de las secas tetas de lo que se llama una ma­dre. Hay como una aureola de luz deslumbrante a su alrededor. Cuando habló, todo en la naturaleza enmu­deció y sintió un gran escalofrío. Puesto que te gusta venir a mí, como atraído por un imán, yo no me opon­dré. ¡Qué hermoso es! Me cuesta trabajo decirlo. De­bes ser poderoso, pues tienes un rostro más que hu­mano, triste como el universo, bello como el suicidio. Te aborrezco con todas mis fuerzas, y antes prefiero ver una serpiente alrededor de mi cuello desde el co­mienzo de los siglos que ver tus ojos... ¡Cómo!... ¡eres tú, sapo!... ¡sapo inmenso!... ¡sapo desgraciado!... ¡Perdóname!... ¡perdóname!... ¿Qué vienes a hacer a esta tierra en donde están los malditos? Pero, ¿qué has hecho de tus pústulas viscosas y fétidas para tener un as­pecto tan dulce? Cuando descendiste de lo alto, por una orden superior, con la misión de consolar a las diversas razas de seres existentes, te precipitaste sobre la tierra con la rapidez del milano, sin que las alas se cansaran por esa larga y magnífica carrera; te vi. ¡Pobre sapo! ¡Có­mo pensaba yo entonces en el infinito, al mismo tiem­po que en mi debilidad! «Uno más que es superior a los seres de la tierra, me decía yo, por voluntad divi­na. ¿Por qué yo no? ¿Por qué la injusticia, en los de­cretos supremos? El Creador es un insensato, aunque sea el más fuerte, y su cólera terrible». Desde que ante mí apareciste, monarca de los estanques y los pantanos, cubierto de una gloria que sólo a Dios pertenece, tú me has consolado en parte, pero mi vacilante razón se derrumba ante tanta grandeza. ¿Quién eres? Quédate... ¡oh!, ¡Quédate en esta tierra! Repliega tus blancas alas y no mires hacia lo alto con párpados inquietos... Si te vas, vayámonos juntos». El sapo se sentó sobre sus patas traseras (que tanto se parecen a las del hombre), y mientras las babosas, las cochinillas y los caracoles huían a la vista de su mortal enemigo, tomó la palabra en estos términos: «Maldo­ror, escúchame. Escucha mi semblante, sereno como un espejo; creo tener una inteligencia igual a la tuya. Un día me llamaste el sostén de tu vida. Desde enton­ces no he desmentido la confianza que en mí deposi­taste. No soy más que un simple habitante de los ca­ñaverales, es verdad, pero gracias a mi relación contigo, que sólo ha tomado de ti lo que era bello, mi razón se ha engrandecido, y por ello puedo hablar­te. He llegado hasta ti para sacarte del abismo. Los que se llaman tus amigos te miran, llenos de consternación, cada vez que te encuentran, pálido y encorvado, en los teatros, en las plazas públicas, en las iglesias, u opri­miendo con tus dos nerviosas piernas ese caballo que sólo galopa de noche, llevando a su amo-fantasma en­vuelto en un amplio manto negro. Abandona esos pen­samientos que dejan a tu corazón vacío como un de­sierto, pues son más abrasadores que el fuego. Tu es­píritu está tan enfermo que ni siguieras lo percibes, y crees hallarte en tu estado natural cada vez que de tu boca salen insensatas palabras, aunque llenas de una infernal grandeza. ¡Desgraciado!, ¿qué palabras has di­cho desde el día de tu nacimiento? ¡ Oh triste residuo de una inteligencia inmortal creada con tanto amor por Dios! ¡Tú sólo has engendrado maldiciones más ho­rrendas que la mirada de las panteras hambrientas! ¡Preferiría tener los párpados pegados, un cuerpo sin piernas ni brazos, haber asesinado a un hombre, antes que ser tú! Porque te odio. ¿Para qué poseer ese ca­rácter que me asombra? ¿Con qué derecho vienes a esta tierra para burlarte de los que la habitan, podrido des­pojo, agitado por el escepticismo? Si no te gusta, re­gresa a las esferas de donde has venido. Un habitan­te de la ciudad no debe residir en una aldea, como un extranjero. Sabemos que en los espacios existen esfe­ras más vastas que la nuestra, en donde los espíritus tienen una inteligencia que nosotros no podemos siquie­ra concebir. Bueno, ¡vete!... ¡retírate de este suelo mó­vil!... muestra al fin esa esencia divina que hasta aho­ra has ocultado, y, lo más aprisa posible, dirige tu vuelo ascendente hacia tu esfera, que no envidiamos, por muy orgulloso que estés de ella. Pues nunca he logrado sa­ber si eres un hombre o más que un hombre. Adiós, entonces, no esperes volver a encontrar al sapo en tu travesía. Has sido la causa de mi muerte. ¡Yo parto para la eternidad a fin de implorar tu perdón!.
Si algunas veces es lógico atenerse a la apariencia de los fenómenos, este primer canto termina aquí. No seáis severos con el que no ha hecho sino probar su li­ra: ¡de ella sale tan extraño sonido! Sin embargo, si queréis ser imparciales, habréis de reconocer ya una fuerte impronta en medio de las imperfecciones. En cuanto a mí, voy a ponerme a trabajar de nuevo para que aparezca un segundo canto en un lapso de tiempo que no sea demasiado grande. El final del siglo dieci­nueve verá a su poeta (sin embargo, al principio, no debe comenzar con una obra maestra, sino seguir la ley de la naturaleza); nació en las costas americanas, en la desembocadura del Plata, allí donde dos pueblos, antaño rivales, se esfuerzan actualmente en superarse por medio del progreso material y moral. Buenos Aires, la reina del sur, y Montevideo, la coqueta, se tienden una mano amiga a través de las aguas plateadas del gran estuario. Pero la guerra eterna ha situado su imperio destructor sobre los campos y cosecha numerosas vic­timas. Adiós, anciano, y piensa en mí, si me has leído. Tú, muchacho, no te desesperes, pues tienes un amigo en el vampiro, aunque pienses lo contrario. Y contan­do con el acaro sarcoptes que produce la sarna, ten­drás dos amigos.
CANTO SEGUNDO

¿ADÓNDE ha ido ese primer canto de Maldoror des­de que su boca, llena de hojas de belladona, lo dejó escapar a través de los reinos de la cólera, en un mo­mento de reflexión? Dónde ha ido ese canto... No sé sabe con precisión. Ni los árboles ni los vientos lo conservaron. Y la moral, que pasaba por ese sitio, sin pre­sagiar que tenía en esas páginas incandescentes un enér­gico defensor, lo vio dirigirse con paso firme y recto hacia los rincones oscuros y las fibras secretas de las conciencias. Por. lo menos, la ciencia da por sabido que desde ese tiempo el hombre de figura de sapo no se re­conoce a sí mismo, y cae con frecuencia en accesos de furor que le hacen parecerse a una bestia de los bos­ques. No es culpa suya. En todos los tiempos él creyó, con los párpados plegados bajo las resedas de la mo­destia, que no estaba compuesto más que de bien y una mínima cantidad de mal. De pronto, yo le hice saber, descubriendo a pleno día su corazón y sus tramas, que, por el contrario, sólo estaba compuesto de una míni­ma cantidad de bien, que los legisladores tratan a toda costa de no dejar evaporar. A mí, que no le he enseña­do nada nuevo, me gustaría que no sintiera una vergüenza eterna a causa de mis amargas verdades; pero la realización de este deseo no estaría conforme con las leyes de la naturaleza. En efecto, arranco la máscara de su rostro traidor y lleno de fango, y hago caer, una a una, como bolas de marfil sobre una fuente de pla­ta, las mentiras sublimes con las cuales se engaña a sí mismo: es, por tanto, comprensible que no ordene a la calma imponer las manos sobre su rostro, incluso cuando la razón dispersa las tinieblas del orgullo. Por eso el héroe que pongo en escena ha atraído sobre si un odio irreconciliable, atacando a la humanidad, que se creía invulnerable, por la brecha de absurdas tira­das filantrópicas, que están amontonadas, como gra­nos de arena, en sus libros, cuyo ridículo lado cómico, aunque aburrido, algunas veces estoy a punto de apre­ciar, cuando la razón me abandona. El lo había pre­visto. No basta con esculpir la estatua de la bondad sobre el frontis de los pergaminos que contiene las bi­bliotecas. ¡Oh ser humano, hete ahí, ahora, desnudo como un gusano, en presencia de mi espada de diaman­te! Abandona tu método, no es tiempo ya de hacerse el orgulloso: hacia ti dirijo mi plegaria, en actitud de prosternación. Hay alguien que observa los menores movimientos de tu vida culpable; estás envuelto en las redes sutiles de su perspicacia encarnizada. No te fíes de él cuando se vuelva de espalda, pues te mira; no te fíes de él cuando cierre los ojos, pues te sigue miran­do. Es difícil suponer que, en cuanto a astucia y per­versidad, tu terrible resolución pueda superar al hijo de mi imaginación. Sus menores golpes aciertan. Con algunas precauciones, es posible hacerle saber al que cree ignorarlo, que los lobos y los bandidos no se de­voran entre sí: acaso no sea su costumbre. Por consi­guiente, entrega sin temor a sus manos el cuidado de tu existencia: él la conducirá de la manera que sabe. No creas en la intención que hace relucir al sol, de co­rregirte, pues le interesas muy poco, por no decir na­da; aunque aún no he aproximado a la verdad total la benevolente medida de mi verificación. Pero a él le gus­ta hacerte daño, por la legítima persuasión de que te volverás tan malo como él, y así cuando llegue la hora le acompañarás hasta la honda gruta del infierno. Su lugar está marcado desde hace mucho tiempo en un paraje donde se distingue una horca de hierro, de la cual están suspendidas unas cadenas y unas argollas. Cuan­do el destino lo conduzca allá, el fúnebre embudo ja­más habrá saboreado una presa más sabrosa, ni él con­templado una mansión más conveniente. Me parece que hablo de una manera intencionadamente paternal, y que la humanidad no tiene derecho a quejarse.

He tomado la pluma que va a construir el segundo canto... instrumento arrancado a las alas de algún pi­gargo rojo. Pero... ¿qué tienen mis dedos? Las articu­laciones permanecen quietas desde el momento en que comienzo mi trabajo. Sin embargo, tengo necesidad de escribir... ¡Es imposible! Bien, repito que tengo nece­sidad de escribir mi pensamiento: tengo derecho, co­mo cualquier otro, a someterme a esa ley natural... Pe­ro no, no, ¡la pluma permanece inerte!... Mirad, a tra­vés de los campos como brilla el relámpago a lo lejos. La tormenta recorre el espacio. Llueve... Sigue llovien­do... ¡Cómo llueve!... El rayo estalla... se abata sobre mi ventana entreabierta y me derriba al suelo de un gol­pe en la frente. ¡Pobre muchacho! ¡Tu rostro estaba ya demasiado maquillado por las precoces arrugas y por la deformación de nacimiento, para necesitar ade­más esa larga cicatriz sulfurosa! (Acabo de suponer que la herida está curada, cosa que no sucederá tan pron­to). ¿Por qué esta tormenta y por qué la parálisis de mis dedos? ¿Es una advertencia de las alturas para im­pedirme que escriba y para que considere mejor a lo que me expongo, al destilar la baba de mi boca cua­drada? Pero esta tormenta no me ha causado temor. ¡Qué me importa a mí una legión de tormentas! Esos agentes de la policía celeste cumplen con celo su peno­so deber, si he de juzgar brevemente por mi frente herida. No tengo que agradecer al Todopoderoso su no­table destreza; envió el rayo con objeto de cortar mi rostro en dos, precisamente a partir de la frente, sitio en donde la herida ha sido más peligrosa: ¡que otro le felicite! Pero las tormentas atacan siempre a alguien más fuerte que ellas. Así, pues, horrible Eterno con faz de víbora, no contento con haber colocado mi alma en­tre las fronteras de la locura y los pensamientos furio­sos que matan de un modo lento, ¿era preciso que cre­yéras además conveniente para tu majestad, después de un maduro examen, hacer brotar de mi frente una copa de sangre?... Pero, en fin, ¿quién te dice nada? Sabes que no te amo, y que, por el contrario, te odio: ¿por qué insistes? ¿Cuándo dejará tu conducta de adoptar las apariencias más extravagantes? Háblame con franqueza, como a un amigo: ¿no dudas acaso de que en tu odiosa persecución muestras un apresura­miento ingenuo cuyo ridículo más completo no se atre­vería a hacer resaltar ninguno de tus serafines? ¿Qué clase de cólera te posee? Has de saber que si me dejas vivir lejos de tus persecuciones, tendrás mi reconoci­miento... Vamos, Sultán, líbrame con tu lengua de es­ta sangre que mancha el pavimento. El vendaje está ter­minado: mi frente restañada ha sido lavada con agua y sal y he cruzado las vendas a través de mi rostro. El resultado no es excesivo: cuatro camisas y dos pañue­los llenos de sangre. No se creería, a primera vista, que Maldoror contuviera tanta sangre en sus arterias, pues en su rostro sólo relucen los resplandores de un cadá­ver. Pero, en fin, ese es el asunto. Tal vez se trate de casi toda la sangre que pudo contener su cuerpo, y es probable que no le quede ya nada. Basta, basta, perro ávido, deja el pavimento como está, tienes el vientre lleno. No es preciso que continúes bebiendo, pues no tardarías en vomitar. Estás convenientemente repleto, vete a dormir a la perrera, hazte cuenta que nadas en la felicidad, pues no tendrás que pensar en el hambre durante tres inmensos días, gracias a los glóbulos que has hecho descender por tu gaznante, con una satis­facción solemnemente visible. Tú, Lemán, coge una escoba, yo también quisiera coger otra, pero no tengo fuerzas. ¿Es verdad que comprendes que no tengo fuer­zas? Vuelve tus lágrimas a su funda; si no, creeré que no tienes el coraje de contemplar con sangre fría la gran cicatriz, consecuencia de un suplicio ya perdido para mí en la noche de los tiempos. Irás a la fuente a buscar dos cubos de agua. Una vez lavado el pavimento, pon­drás esa ropa interior en la habitación próxima. Si la lavandera viene esta noche, como debe hacer, se la en­tregarás; Pero como ha llovido mucho desde hace una hora, y sigue lloviendo, no creo que salga de su casa; Entonces vendrá mañana por la mañana. Si te pregun­ta de donde procede toda esa sangre, no estás obliga­do a responderlé. ¡Oh qué débil estoy! No importa; ten­dré no obstante la fuerza de levantar la pluma y el co­raje para profundizar en mi pensamiento. ¿Qué le ha reportado al Creador atormentarme, como si yo fuera un niño, con una tormenta que lanza rayos? No per­sisto menos por ello en mi resolución de escribir. Es­tas vendas me atontan, y la atmósfera de mi habita­ción respira sangre...

¡Qué no llegue el día en qué Lohengrin y yo pase­mos por la calle uno al lado del otro sin mirarnos, ro­zándonos los codos como dos transeúntes que tienen prisa! ¡Oh, que me dejen huir para siempre lejos de esta suposición! El Eterno ha creado el mundo tal co­mo es: demostrará mucha sabiduría si durante el tiem­po estrictamente necesario para romper de un marti­llazo la cabeza de una mujer, olvida su majestad side­ral, a fin de revelarnos los misterios en medio de los cuales nuestra existencia se asfixia, lo mismo que un pez en el fondo de una barca. Pero él es grande y no­ble; nos supera por la fuerza de sus concepciones; si parlamentara con los hombres, todas las vergüenzas le salpicarían hasta el rostro. Pero... ¡qué miserable eres! ¿Por qué no enrojeces? No basta con que el ejército de dolores físicos y morales que nos rodea haya sido engendrado: el secreto de nuestro destino de andrajos no se nos ha señalado. Conozco al Todopoderoso... y él también debe conocerme a mí. Si, por azar, cami­namos por el mismo sendero, su vista penetrante me ve llegar desde lejos: entonces toma por un camino transversal a fin de evitar el triple dardo de platino con que la naturaleza me ha dotado a modo de lengua. Tú me concederás el placer, oh Creador, de dejar que difunda mis sentimientos. Manejando la terrible ironía con mano fría y firme, te advierto que mi corazón la contendrá en cantidad suficiente como para atacarte hasta el fin de mi existencia. Golpearé tu hueco arma­zón, con tal fuerza que me propongo hacer salir de él las restantes parcelas de inteligencia que no quisiste dar al hombre -porque habrías estado celoso al hacerlo igual a ti-, y que habías escondido desvergonzadamente en tus tripas, astuto bandido, como si no supieras que un día u otro las habría descubierto yo con mi ojo siem­pre avizor y te las habría arrebatado para compartir­las con mis semejantes. Lo he hecho como te digo, y ahora ya no te temen, tratan contigo de poder a po­der. Dame la muerte para que me arrepienta de mi audacia: descubro mi pecho y espero con humildad. ¡Apareced, irrisorias envergaduras de los castigos eter­nos!... ¡ despliegues enfáticos de atributos demasiado envanecidos! Ha manifestado su incapacidad para de­tener la circulación de mi sangre que lo provoca. Sin embargo, tengo pruebas de que no vacila en hacer ex­tinguir, en la flor de la edad, el hálito de otros seres humanos, cuando apenas si han saboreado los goces de la vida. Lo que es sencillamente atroz, aunque so­lamente desde el punto de vista de la debilidad de mi opinión. He visto al Creador, estimulando su crueldad inútil, provocar incendios en los que perecían ancia­nos y niños. No soy el que comienza el ataque; es él quien me obliga a hacerle girar como un trompo con el látigo de cuerdas de acero. ¿No es él quien me sumí­nistra las acusaciones contra él mismo? ¡No agotará mi verbo temible! Mi verbo se nutre de las insensatas pesadillas que atormentan mis insomnios. Pero si ha sido a causa de Lohengrin el que se escribiera lo que antecede, volvamos entonces a él. Por temor de que más tarde no llegara a ser, yo había resuelto de ante­mano matarlo a cuchilladas, una vez que hubiera pa­sado la edad de la inocencia. Pero he reflexionado y sensatamente he abandonado mi resolución a tiempo. Él no sospecha que su vida ha estado en peligro du­rante un cuarto de hora. Todo estaba preparado y el cuchillo había sido comprado. Era un estilete precioso-pues me gusta la gracia y la elegancia hasta en los aparatos de la muerte-, aunque muy largo y puntia­gudo. Una sola herida en el cuello, atravesando con precisión una de las arterias carótidas, creo que hubie­ra bastado. Estoy contento de mi conducta; más tarde me hubiera arrepentido. Por lo tanto, Lohengrin, haz lo que quieras, obra como te plazca, enciérrame toda la vida en una prisión oscura, con escorpiones como compañeros de mi cautividad, o arráncame un ojo y déjalo caer en el suelo, nunca te haré el menor repro­che; soy tuyo, te pertenezco, ya no vivo para mí. El dolor que me causes no será comparable a la dicha de saber que aquel que me hiere con sus manos asesinas está impregnado de una esencia más divina que la de sus semejantes. Sí, todavía es hermoso dar la vida por un ser humano y conservar la esperanza de que todos los hombres no son malos, ya que al fin hay uno que ha sabido atraer con toda su fuerza hacia sí las repug­nancias desconfiadas de mi amarga simpatía...

Es medianoche; no se ve un sólo ómnibus desde la Bastilla a la Magdalena. Me equivoco: aquí aparece uno como si de súbito surgiera de debajo de la tierra. Los escasos transeúntes rezagados lo miran atentamente, pues no se asemeja a ningún otro. Hombres que tie­nen la mirada inmóvil, como la de un pez muerto, es­tán sentados en la imperial. Se hallan apretujados unos contra otros y parece que hubieran perdido la vida; por lo demás, no sobrepasan el número reglamentario. Cuando el cochero da un latigazo a sus caballos, se di­ría que el látigo hace mover su brazo y no su brazo al látigo. ¿Qué representa este conjunto de seres extra-ños y mudos? ¿Son habitantes de la luna? Hay momen­tos en que uno se siente tentado de creerlo, pero más bien se asemejan a cadáveres. El ómnibus, con prisa por llegar a la última estación, devora el espacio y ha­ce crujir el pavimento... ¡Se aleja!... Pero una masa informe lo persigue encarnizadamente, siguiendo sus huellas, en medio del polvo. «Deteneos, os lo ruego, deteneos... mis piernas están hinchadas por haber ca­minado durante toda la jornada... no he comido des­de ayer... mis padres me han abandonado... ya no sé qué hacer... he decidido regresar a mi casa y podría llegar pronto si me concedierais una plaza... soy un ni-ño de ocho años y confío en vosotros...» ¡Se aleja!... ¡Se aleja! Pero una masa informe lo persigue encarni­zadamente, siguiendo sus huellas, en medio del polvo. Uno de aquellos hombres de mirada fría le da un co­dazo a su vecino, y parece expresarle su descontento por esos gemidos, de timbre argentino, que llegan hasta sus oídos. El otro baja la cabeza de manera impercep­tible, a modo de asentimiento, y se hunde de nuevo en la inmovilidad de su egoísmo, como una tortuga en su caparazón. Todo indica en los rasgos de los demás via­jeros el mismo sentimiento que en los dos primeros. Durante dos o tres minutos todavía se oyen los gritos, más penetrantes de segundo en segundo. Se ven abrir-se algunas ventanas sobre el bulevar, y una figura asus­tada con una luz en la mano, después de arrojar una mirada sobre la calzada, vuelve a cerrar los postigos con ímpetu, para no reaparecer más... ¡Se aleja!... ¡Se aleja!... Pero una masa informe lo persigue encarni­zadamente, siguiendo sus huellas, en medio del polvo. Sólo un muchacho, sumergido en sus sueños entre to­dos esos personajes de piedra, parece sentir piedad por la desgracia. No se atreve a elevar la voz en favor del niño, que cree poder alcanzarlo con sus piernecitas do­loridas, pues los demás hombres le lanzan autoritarias y despreciativas miradas, y sabe que no puede hacer nada contra todos. Con los codos apoyados en las ro­dillas y la cabeza entre las manos, se pregunta, estupe­facto, si es en verdad eso lo que se llama caridad hu­mana. Reconoce entonces que no es más que una pa­labra vacía, que ya ni siquiera se encuentra en el dic­cionario de la poesía, y confiesa con sinceridad su error. Se dice para sí: «En verdad, ¿por qué preocuparse por un niño? Démosle de lado». Sin embargo, una lágri­ma ardiente rueda por las mejillas del adolescente, que acaba de blasfemar. Se pasa penosamente la mano por la frente como para apartar una nube cuya opacidad oscurece su inteligencia. Se agita, aunque en vano, en ese siglo en el que ha sido arrojado; siente que no se halla en su lugar, y sin embargo no puede salir de él. ¡Prisión terrible! ¡Fatalidad horrorosa! Lombano, des­de esa día estoy contento contigo. No dejaba de ob­servarte, mientras mi rostro respiraba la misma indi­ferencia que el de los otros viajeros. El adolescente se levanta, con un movimiento de indignación, y quiere retirarse, para no participar, ni siquiera involuntariamente, en una mala acción. Le hago una seña y vuelve a mi lado... ¡Se aleja!... ¡Se aleja!... Pero una masa informe lo persigue encarnizadamente, siguiendo sus huellas, en medio del polvo. Los gritos cesan súbita­mente, pues el niño ha pegado con el pie contra un ado­quín saliente y se ha hecho una herida en la cabeza al caer. El ómnibus ha desaparecido en el horizonte, y ya no se ve más que la calle silenciosa... ¡Se aleja!... ¡Se aleja!... Pero una masa informe lo persigue encarni­zadamente, siguiendo sus huellas, en medio del polvo. Mirad ese trapero que pasa, encorvado sobre su farol mortecino; hay en él más corazón que en todos sus se­mejantes del ómnibus. Acaba de recoger al niño; es­tad seguros de que lo curará, y no lo abandonará, co­mo hicieron sus padres. ¡Se aleja!... ¡Se aleja!... Pe­ro, desde el lugar en que se encuentra, la mirada pene­trante del trapero lo persigue encarnizadamente, si­guiendo sus huellas, en medio del polvo... ¡Raza estú­pida e idiota! Te arrepentirás de conducirte así. Te lo digo yo. Te arrepentirás, sí, te arrepentirás. Mi poesía sólo consistirá en atacar por todos los medios al hom­bre, esa bestia salvaje, y al Creador, que no debería haber engendrado semejante canalla. Los volúmenes se amontonarán sobre los volúmenes, hasta el fin de mi vida, y, sin embargo, en todos ellos no se verá más que esta única idea, siempre presente en mi conciencia.

Al dar mi paseo cotidiano, todos los días pasaba por una calle estrecha, y todos los días una esbelta mucha­cha de diez años me seguía a distancia, respetuosamen­te, a lo largo de esa calle, mirándome con ojos simpá­ticos y curiosos. Era muy alta para su edad y tenía el talle delgado. Abundantes cabellos negros, separados por una raya en medio de la cabeza, caían en forma de trenzas independientes sobre sus hombros marmó­reos. Un día que me seguía como de costumbre, los bra­zos musculosos de una mujer la cogieron por los cabe-líos, lo mismo que un torbellino coge a una hoja, le administró dos brutales bofetadas sobre la mejilla al­tiva y muda, y se llevó a su casa a aquella conciencia extraviada. Aunque yo manifestara indiferencia, ella jamás dejaba de perseguirme con su presencia siempre inoportuna. Cuando a buen paso me metía por otra calle para continuar mi camino, ella se detenía, hacien­do un violento esfuerzo sobre si misma, al final de aquella estrecha calle, inmóvil como la estatua del Si­lencio, y no dejaba de mirar hasta que yo desaparecía. Una vez, la muchacha me precedió en la calle y, de­lante de mí, acompasó su paso con el mío. Si yo me apresuraba, ella casi echaba a correr para mantener la misma distancia; pero si yo disminuía el paso, para que hubiera un intervalo mayor entre ella y yo, ella lo dis­minuía también, poniendo en ello la gracia de la in­fancia. Cuando hubo llegado el final de la calle, se vol­vió lentamente, de manera que me obstruía el paso. No tuve tiempo de esquivarla, y me encontré frente a su rostro. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos. Fácil­mente me di cuenta de que quería hablarme, pero no sabía cómo hacerlo. Poniéndose súbitamente pálida co­mo un cadáver, me pregunto: «¿Tendría la bondad de decirme qué hora es?» Le dije que no llevaba reloj, y me alejé rápidamente. Desde ese día, niña de imagina­ción inquieta y precoz, no has vuelto a ver, en la calle estrecha, al joven misterioso que deambulaba arrastran­do penosamente sus pesadas sandalias por las encruci­jadas tortuosas. La aparición de ese cometa inflama­do no brillará más, como un triste motivo de curiosi­dad fanática, sobre la fachada de tu observación de­cepcionada, y pensará a menudo, demasiado a menu­do, quizás siempre, en aquel ser que no parecía inquie­tarse por los males ni por los bienes de la vida presen­te, y vagaba al azar, con un rostro horriblemente muer­to, los cabellos erizados, el andar vacilante, y agitan­do los brazos ciegamente en las aguas irónicas del éter, como para buscar en ellas la presa sangrante de la es­peranza, que hace rebotar continuamente, a través de las inmensas regiones del espacio, el quitanieves impla­cable de la fatalidad. ¡No me verás ni yo te veré más!... ¿Quién sabe? Acaso esa niña no fuera lo que parecía. Bajo una apariencia ingenua, es posible que ella escon­diera una inmensa astucia, el peso de dieciocho años, y el encanto del vicio. Se ha visto a vendedoras de amor expatriarse con alegría de las Islas Británicas, atrave­sando el estrecho. Hacían brillar sus alas, girando en dorados enjambres, ante la luz parisiense, y cuando eran advertidas, os decíais: «Pero si son todavía niñas; no tienen más que diez o doce años». En realidad te­nían veinte. ¡Oh, bajo esta suposición, malditos sean los meandros de esta calle oscura! ¡Horrible! ¡Horri­ble lo que pasa aquí! Creo que su madre le golpeó por­que no ejercía su oficio con bastante habilidad. Es po­sible también que no fuera más que una niña, y enton­ces su madre sería aún más culpable. No quiero creer en esta suposición, que sólo es una hipótesis, y prefie­ro amar, en su carácter novelesco, a un alma que se revela prematuramente... ¡Ah!, lo ves, muchacha, te aconsejo que no vuelvas a aparecer ante mi vista, si al­guna vez paso por esa calle estrecha. ¡Podría costarte caro! La sangre y el odio se me suben a la cabeza, en oleadas ardientes. ¡Que sea yo tan generoso como pa­ra amar a mis semejantes! ¡No, no! Lo he resuelto des­de el día de mi nacimiento. ¡Ellos no me aman! Se ve­rá a los mundos destruirse, y al granito deslizarse, co­mo un cormorán, sobre la superficie del oleaje, antes de que yo estreche la mano infame de un ser humano. ¡Atrás... atrás esa mano!... Muchacha no eres un án­gel, y llegarás a ser, en resumen, como las demás mu­jeres. No, no, te lo suplico, no vuelvas a aparecer ante mis cejas fruncidas y turbias. En un momento de ex­travío, podría cogerte los brazos, retorcerlos como ro­pa lavada a la que se exprime el agua, o quebrarlos con intrépido como dos ramas secas, y hacertelos comer a continuación, empleando la fuerza. Podría, tomando tu cabeza entre mis manos, con un aire dulce y acari­ciador, hundir mis dedos ávidos en los lóbulos de tu cerebro inocente, para extraer de él, con la sonrisa en los labios, una grasa eficaz que limpie mis ojos, dolo­ridos por el insomnio eterno de la vida. Podría, cosien­do tus párpados con una aguja, privarte del espectá­culo del universo, ponerte en la imposibilidad de en­contrar tu camino, y no ser yo quien te sirviera de guía. Podría, levantando tu cuerpo virgen con férreo brazo, asirte por las piernas, hacerte girar a mi alrededor co­mo una honda, concentrar mis fuerzas al describir la última circunferencia, y arrojarte contra el muro. Ca­da gota de sangre salpicará sobre un pecho humano, para asombrar a los hombres, y poner ante ellos el ejemplo de mi perversidad. Se arrancarán sin tregua jirones y jirones de carne, pero la gota de sangre per­manecerá imborrable, en el mismo sitio, y brillará co­mo un diamante. Quédate tranquila, daré a media do­cena de criados la orden de guardar los restos venera­dos de tu cuerpo, y de preservarlos del hambre de los perros voraces. Sin duda, el cuerpo ha permanecido pe­gado al muro como una pera madura, y no ha caído al suelo; pero los perros saben dar saltos elevados, si no se toman precauciones.

¡Qué encantador es este niño que está sentado en un banco del jardín de las Tullerías! Sus audaces ojos ta­ladran algún objeto invisible, allá lejos en el espacio. No debe tener más de ocho años, y, sin embargo, no se divierte como sería conveniente. Por lo menos debería reír y pasear con algún camarada, en lugar de que­darse solo, pero no es ése su carácter.
¡Qué encantador es ese niño que está sentado en un banco del jardín de las Tullerias! Un hombre, movido por un deseo oculto, acaba de sentarse a sñ lado en el mismo banco, con actitudes equívocas. ¿Quién es? No tengo necesidad de decíroslo, pues lo reconoceréis por su conversación tortuosa. Escuchémosles, no les molestemos:
-¿En qué pensabas, niño?
-Pensaba en el cielo.
-No es necesario que pienses en el cielo; ya es bas­tante con pensar en la tierra. ¿Estás cansado de vivir, tú que acabas apenas de nacer?
-No, pero todos prefieren el cielo a la tierra.
-Yo no. Y puesto que el cielo ha sido hecho por Dios, lo mismo que la tierra, ten por seguro que allí encontrarás los mismos males que aquí. Después de tu muerte, no tendrás ninguna recompensa por tus méri­tos, pues si se cometen injusticias en esta tierra (como comprobarás por experiencia más tarde), no hay ra­zón para que en la otra vida no se cometan más. Lo mejor que puedes hacer es no pensar en Dios, y hacer­te justicia tu mismo, puesto que te la niegan. Si uno de tus camaradas te ofendiera, ¿acaso no te haría feliz matarlo?

-Pero eso está prohibido.
-No está tan prohibido como crees. Se trata sola­mente de no dejarse atrapar. La justicia que suminis­tran las leyes no vale nada; es la jurisprudencia del ofen­dido lo que cuenta. Si detestaras a uno de tus camara­das, ¿no serías desgraciado al pensar que erí cada ins­tante tienes su pensamiento ante tus ojos?
-Es verdad.
-He ahí entonces a un camarada que te haría desgraciado toda tu vida, pues, viendo que tu odio es só­lo pasivo, no dejará de burlarse de ti y de causarte daño impunemente. No hay más que un medio de poner fin a ese situación: Desembarazarte del enemigo. Y aquí es a donde quería llegar, para hacerte comprender so­bre qué bases está fundada la sociedad actual. Cada uno debe hacerse justicia por sí mismo, a no ser que sea un imbécil. El que obtiene la victoria sobre sus se­mejantes es el más astuto y el más fuerte. ¿Acaso no querrías un día dominar a tus semejantes?
-Sí, si.
-Entonces sé el más fuerte y el más astuto. Toda­vía eres demasiado joven para ser el más fuerte, pero desde hoy puedes emplear la astucia, el más bello ins­trumento de los hombres de genio. Cuando el pastor David alcanzó en la frente al gigante Goliath con una piedra lanzada con su honda, ¿no es admirable com­probar que solamente por la astucia David venció a su adversario,.y que, por el contrario, si hubiesen lucha­do cuerpo a cuerpo, el gigante lo hubiera aplastado co­mo a una mosca? Igual hubiera sido contigo. En gue­rra abierta, jamás podrías vencer a los hombres, sobre los cuales deseas imponer tu voluntad; pero con la as­tucia, podrás luchar tú solo contra todos. ¿Deseas ri­quezas, hermosos palacios y gloria? ¿O me has enga­ñado cuando me afirmaste esas nobles pretensiones?
-No, no, no te engañaba. Pero quisiera adquirir lo que deseo por otros medios.
-Entonces no conseguirás nada. Los medios vir­tuosos y bonachones no conducen a nada. Hay que po­ner en acción palancas más enérgicas y tramas más in­teligentes. Antes de que llegues a ser célebre por tu vir­tud y alcances la meta, cientos de otros tendrán tiem­po de hacer cabriolas encima de tu espalda y llegar al final de la carrera antes que tú, de tal manera que ya no habrá lugar para tus ideas limitadas. Hay que saber abarcar con más grandeza el horizonte del tiempo presente. ¿No has oído hablar nunca, por ejemplo, de la gloria inmensa que aportan las victorias? Y, sin em­bargo, las victorias no se realizan solas. Es preciso de­rramar sangre, mucha sangre, para engendrarías y de­positarías a los pies de los conquistadores. Sin los ca­dáveres y los miembros esparcidos que observas en la llanura, donde se ha llevado a cabo sabiamente la car­nicería, no habría guerra, y sin guerra no habría victo­ria. Ya ves que, cuando quiere uno hacerse célebre, es necesario sumergirse con gracia en los ríos de sangre alimentados por la carne de cañón. El fin justifica los medios. Para llegar a ser célebre, lo primero que hay que tener es dinero. Ahora bien, como tú no lo tienes, tendrías que asesinar para conseguirlo, pero como no eres lo bastante fuerte como para manejar el puñal, hazte ladrón, en espera de que tus miembros se desa­rrollen. Y para que se desarrollen más de prisa, te acon­sejo que hagas gimnasia dos veces al día, una hora por la mañana y otra hora por la tarde. De este modo po­drás intentar el crimen con cierto éxito, desde la edad de quince años, en lugar de esperar hasta los veinte. El amor por la gloria lo excusa todo, y acaso, más tar­de, dueño de tus semejantes, puedas hacerle casi tanto bien como mal le has hecho al comienzo...
Maldoror se da cuenta de que la sangre hierve en la cabeza de su joven interlocutor; sus narices están hin­chadas y sus labios arrojan una leve espuma blanca. Le toma el pulso: las pulsaciones están aceleradas. La fiebre domina su delicado cuerpo. Teme las consecuen­cias de sus palabras; el infeliz se separa, contrariado por no haber podido conversar durante más tiempo con ese niño. Cuando en la edad madura es tan difícil do­minar las pasiones, vacilando entre el bien y el mal, ¿qué no será en un espíritu todavía colmado de inex­periencia?, ¿y qué cantidad de energía relativa no ha de necesitar cada vez más? Al niño le bastará con guar­dar tres días de cama. ¡Ruego al cielo para que el con­tacto materno lleve la paz a esa flor sensible, frágil en­voltura de un alma hermosa!

Allí, en un bosquecillo rodeado de flores, con pro­fundo sopor, duerme el hermafrodita, sobre el césped mojado por sus lágrimas. La luna ha desprendido su disco de la masa de nubes, y acaricia con sus pálidos rayos el suave rostro de adolescente. Sus rasgos expre­san la energía más viril, al mismo tiempo que la gracia de una virgen celestial. Nada parece natural en él, ni siquiera los músculos de su cuerpo, que se abren paso a través de los armoniosos contornos de formas feme­ninas. Tiene el brazo curvado sobre la frente, y la ma­no apoyada sobre el pecho, como para contener los la­tidos de un corazón cerrado a todas las confidencias y abrumado por él pesado fardo de un secreto eterno. Cansado de la vida y avergonzado de caminar entre se­res que no se le asemejan, la desesperación ha alcan­zado su alma, y va solo, como el mendigo del valle. ¿Cómo se procura los medios de existencia? Almas compasivas velan de cerca por él, sin que sospeche es­ta vigilancia, y no lo abandonan: ¡es tan bueno! ¡tan resignado! Con gusto habla a veces con aquellos que tienen un carácter sensible, sin estrecharles la mano, manteniéndose a distancia, temeroso de un peligro ima­ginario. Si se le pregunta por qué ha escogido la sole­dad por compañera, sus ojos se elevan al cielo, rete­niendo con dificultad una lágrima de reproche a la Pro­videncia; pero no responde a esa pregunta imprudente que esparce por la nieve de sus párpados el rubor de la rosa matinal. Si la conversación se prolonga, se vuel­ve inquieto, gira los ojos hacia los cuatro puntos del horizonte, como buscando la forma de huir de la pre­sencia de un enemigo invisible que se aproxima, dice con la mano un adiós brusco, se aleja sobre las alas de su pudor en alerta, y desaparece en el bosque. Ge­neralmente lo toman por un loco. Un día, cuatro hom­bres enmascarados que habían recibido órdenes, se arrojaron sobre él y lo sujetaron sólidamente, de ma­nera que no pudiese mover más que las piernas. El lá­tigo dejó caer sus rudas cuerdas sobre su espalda, y le dijeron que se encaminara sin dilación sobre la ruta que conduce a Bicetre. Cuando recibía los golpes, se puso a reir y a hablar con tanto sentimiento e inteligencia sobre las muchas ciencias humanas que había estudia­do, demostrando una gran instrucción en quien no ha­bía traspasado aún el umbral de la juventud, y sobre los destinos de la humanidad, revelando totalmente la nobleza poética de su alma, que sus guardianes, terri­blemente espantados por la acción que acababan de co­meter, soltaron sus miembros heridos, se arrastraron a sus pies, rogándole un perdón que les fue concedido, y se alejaron con el testimonio de una veneración que no se concede habitualmente a los hombres. Después de este acontecimiento, del que se habló mucho, su secre­to fue adivinado por todos, aunque aparentaban igno­rarlo para no aumentar sus sufrimientos; y el gobier­no le concedió una pensión honorable para hacerle ol­vidar que por un momento se le quiso internar por la fuerza, sin previa verificación, en un hospicio de alie­nados. El emplea la mitad de su dinero, el resto se lo da a los pobres. Cuando ve a un hombre y una mujer paseando por alguna avenida de plátanos, siente que su cuerpo se parte en dos de arriba a abajo, y cada una de las nuevas partes va a abrazar a uno de los pasean­tes; pero no es más que una alucinación, y la razón no tarda en recobrar su imperio. Esta es la causa por la cual no mezcla su presencia ni con los hombres ni con las mujeres, pues su pudor excesivo, que ha nacido con la idea de que sólo es un monstruo, le impide conceder su simpatía abrasadora a quienquiera que sea. Creería profanarse y profanar a los demás. Su orgullo le repite este axioma: «Que cada cual persista en su na­turaleza». Su orgullo, dije, porque teme que uniendo su vida a un hombre o a una mujer, le reprochen tarde o temprano, como una falta enorme, la conformación de su organismo. Entonces se retrae en su amor pro­pio, ofendido por esta suposición impía, que sólo vienen de él, y persevera en permanecer solo en medio de los tormentos, sin consuelo. Allí, en un bosquecillo rodea­do de flores, con profundo sopor, duerme el hermafro­dita, sobre el césped mojado por sus lágrimas. Los pá­jaros, despiertos, contemplan encantados esa figura me­lancólica, a través de las ramas de los árboles, y el rui­señor no quiere hacer oir sus cavatinas de cristal. El bos­que se ha tornado augusto como una tumba por la pre­sencia nocturna. del infortunado hermafrodita. ¡Oh via­jero perdido!, por tu espíritu aventurero, que te ha he­cho abandonar a tu padre y a tu madre desde la más tierna edad; por los sufrimientos que te ha causado la sed en el desierto; por tu patria que acaso buscas, después de haber vagado proscrito largo tiempo, entre las comarcas extranjeras; por tu corcel, tu fiel amigo, que ha soportado contigo el exilio y la intemperie de los cli­mas que te hacía recorrer tu humor vagabundo; por la dignidad que dan al hombre los viajes por tierras leja­nas y mares inexplorados, en medio de los témpanos po­lares o bajo la influencia de un sol tórrido, no toques con tu mano, como si fuera un estremecimiento de la brisa, esos bucles esparcidos por el suelo que se mezclan con la verde hierba. Apártate unos pasos y será mejor. Esa cabellera es sagrada; el hermafrodita mismo así lo ha querido. No desea que unos labios humanos besen re­ligiosamente sus cabellos perfumados por el aire de la montaña, ni tampoco su frente, que en ese momento resplandece como las estrellas del firmamento. Pero más vale creer que es una estrella que ha descendido de su órbita, atravesando el espacio, hasta su frente ma­jestuosa, a la que rodea con su luminosidad de diaman­te como una aureola. La noche, apartando con sus de­dos la tristeza, se reviste de sus encantos para festejar el sueño de esa encarnación del pudor, de esa imagen perfecta de la inocencia de los ángeles: el ruido de los insectos es menos perceptible. Las ramas inclinan so­bre él sus altas frondas, a fin de protegerlo del rocío, y la brisa, haciendo sonar las cuerdas de su arpa melo­diosa, envía sus alegres acordes a través del silencio uni­versal hacia sus párpados cerrados, que creen asistir inmóviles al concierto cadencioso de los mundos sus­pendidos. Sueña que es dichoso, que su naturaleza cor­poral ha cambiado, o que, por lo menos, vuela en una nube púrpura hacia otra esfera habitada por seres de su misma naturaleza. ¡Ay! ¡Que su ilusión se prolon­gue hasta el despertar de la aurora! Sueñas que las flo­res danzan en corro a su alrededor, como inmensas gúirnaldas enloquecidas, y lo impregnan con sus per­fumes suaves, mientras él canta un himno de amor en­tre los brazos de un ser humano de mágica belleza. Pero sus brazos sólo estrechan un vapor crepuscular, y cuan­do se despierte sus brazos no estrecharán nada. No te despiertes, hermafrodita, no te despiertes todavía, te lo suplico. ¿Por qué no quieres creerme? Duerme... duerme todavía. Que tu pecho se dilate, persiguiendo la quimérica esperanza de la dicha, te lo permito, pero no abras los ojos. ¡Ah, no abras los ojos! Quiero de­jarte así, para no ser testigo de tu despertar. Acaso un día, con la ayuda de un libro voluminoso, en conmo­vedoras páginas, cuente tu historia, asombrado de lo que ella contiene y de las enseñanzas que de ella se des­prenden. Hasta aquí no lo he podido hacer, pues cada vez que lo he intentado abundantes lágrimas caían so­bre el papel y mis dedos temblaban, sin que fuera por vejez. Pero quiero tener por fin ese valor. Estoy indig­nado por no tener más nervios que una mujer, y por desmayarme como una damisela cada vez que reflexio­no en tu enorme miseria. Duerme... duerme siempre; pero no abras tus ojos. ¡Ah, no abras tus ojos! ¡Adiós hermafrodita! Ningún día dejaré de rogar al cielo por ti (si fuese por mí, no rogaría). ¡Qué la paz sea en tu seno!
Cuando una mujer con voz de soprano emite sus no­tas vibrantes y melodiosas, ante la audición de esa ar­monía humana mis ojos se colman de una llama laten­te y despiden chispas dolorosas, mientras en mis oídos parece resonar el tronar de los cañones. ¿De dónde pue­de venir esa profunda repugnancia por todo lo que se refiere al hombre? Si los acordes se desprenden de las cuerdas de un instrumento, escucho con voluptuosidad esas notas perladas que se escapan cadenciosas a tra­vés de las ondas elásticas de la atmósfera. La percep­ción no transmite a mi oído más que la impresión de una dulzura capaz de derretir los nervios y el pensa­miento; un adormecimiento inefable envuelve con sus adormideras mágicas, como por un velo que tamiza la luz del día, la potencia activa de mis sentidos y las fuer­zas vivas de mi imaginación. ¡Cuentan que nací entre los brazos de la so era! En las primeras épocas de mi infancia no oía lo que me decían. Cuando, con las más grandes dificultades consiguieron enseñarme a hablar, solamente después de haber leído en una hoja lo que alguien escribió, podía yo comunicar a mi vez el hilo de mis razonamientos. Un día, día nefasto, crecí en be­lleza y en inocencia, y todos admiraron la inteligencia y la bondad del divino adolescente. Muchas concien­cias enrojecían cuando contemplaban los rasgos lím­pidos en donde el alma había colocado su trono. Se aproximaban a él con veneración, porque descubrían en sus ojos la mirada de un ángel. Pero no, yo sabía muy bien que las rosas felices de la adolescencia no podían florecer perpetuamente, trenzadas en caprichosas guirnaldas, sobre su frente modesta y noble que besa­ban con frenesí todas las madres. Comenzaba a apa­recerme que el universo, con su bóveda estrellada de globos impasibles y molestos, no era acaso lo que yo había soñado como más grandioso. De modo que un día, cansado de marcar el paso por el sendero abrupto del viaje terrestre, y de alejarme, tambaleándome co­mo un hombre ebrio, a través de las catacumbas oscu­ras de la vida, alcé con lentitud mis ojos esplénicos, rodeados de un cerco azulado, hacia la concavidad del firmamento, y me atrevía a penetrar, yo, tan joven, en los misterios del cielo. Al no encontrar lo que busca­ba, levanté mis párpados asustados más arriba, aún más arriba, hasta que percibí un trono formado de ex­crementos humanos y de oro, sobre el cual se pavo­neaba, con idiota orgullo, el cuerpo, envuelto en un sudario hecho con sábanas sin lavar de hospital, de aquel que se denominaba a sí mismo el Creador. Te­nía en la mano el tronco podrido de un hombre muer­to, y lo llevaba, alternativamente, de los ojos a la na­riz y de la nariz a la boca; una vez en la boca, se adivi­na que hacía con él. Sus pies se hundían en un vasto charco de sangre en ebullición, en cuya superficie se alzaban bruscamente, como tenias a través del conte­nido de un orinal, dos o tres tímidas cabezas que vol­vían a sumergirse en seguida con la rapidez de una fle­cha: un puntapié bien aplicado en el hueso de la nariz era la conocida recompensa por incumplir el reglamen­to, dada la necesidad de respirar otro ambiente, pues, en modo alguno, esos hombres no eran peces. Anfi­bios, todo lo más, que nadaban entre dos aguas en ese líquido inmundo... hasta que, no teniendo ya nada en la mano, el Creador, con las dos primeras garras del pie, cogió a otro de los sumergidos por el cuello, co­mo con unas tenazas, y lo alzó en el aire, fuera del fan­go rojizo, ¡exquisita salsa! Con éste hizo igual que con el otro. Le devoró primero la cabeza, las piernas y los brazos, y en último lugar el tronco, hasta que nó le que­dó nada, pues roía los huesos. Y así a continuación du­rante las demás horas de la eternidad. Algunas veces exclamaba: «Os he creado, y por lo tanto puedo hacer con vosotros lo que quiera. No me habéis hecho nada, no digo lo contrario. Os hago sufrir por mi propio pla­cer». Y continuaba con su comida cruel, moviendo la mandíbula inferior, la cual, a su vez, movía su barba manchada de sesos. Oh lector, este último detalle, ¿no te hace la boca agua? No come quien quiere un seso semejante, tan bueno, tan fresco y que acaba de ser pescado no hace un cuarto de hora en el lago de los peces. Con los miembros paralizados y la garganta mu­da contemplé durante algún tiempo ese espectáculo. Por tres veces poco faltó para que me cayera de espal­da, como un hombre que sufriera una emoción dema­siado fuerte; por tres veces conseguí mantenerme de pie. Ni una fibra de mi cuerpo permaneció inmóvil, pues temblaba como tiembla la lava interior de un vol­cán. Por fin, no pudiendo mi pecho oprimido expul­sar con bastante rapidez el aire que da vida, los labios de mi boca se entreabrieron y lancé un grito... un grito tan desgarrador... ¡que yo mismo lo oí! Los obstácu­los de mi oído se deshicieron de una manera brusca, el tímpano crujió por el choque de esa masa de aire sonoro expulsada con energía por mí, y se produjo un fenómeno nuevo en el órgano condenado por la natu­raleza. ¡Acababa de oír un sonido! ¡Un quinto senti­do se revelaba en mí! Pero ¿qué placer podría yo en­contrar en semejante descubrimiento? Desde entonces el sonido humano no llegó a mi oído más que como el sentimiento del dolor que engendra la piedad por una gran injusticia. Cuando alguien me hablaba, yo recor­daba lo que había visto un día por encima de las esferas visibles, y la traducción de mis sentimientos repri­midos en un grito impetuoso cuya timbre era idéntico al de mis semejantes. No podía responderle, pues los suplicios ejercidos sobre la debilidad del hombre en ese horroroso mar de púrpura, pasaban ante mi frente ru­giendo como elefantes desollados, y rozaban con sús alas de fuego mis cabellos calcinados. Más tarde, cuando conocí mejor a la humanidad, a ese sentimiento de piedad se unió un furor intenso contra esa tigresa ma­drastra, cuyos hijos endurecidos no saben sino malde­cir y hacer el mal. ¡Audacia de la mentira! ¡Dicen que entre ellos él mal es sólo una excepción!... Ahora todo acabó desde hace largo tiempo; desde hace largo tiem­po no dirijo la palabra a nadie. Oh tú, quienquiera qúe seas, cuando estés a mi lado, qúe las cuerdas de tu glo­tis no dejen escapar ninguna entonación; que tu larin­ge inmóvil no tenga que esforzarse para superar al rui­señor: y tú mismo no intentes inútilmente hacerme co­nocer tú alma con la ayuda del lenguaje. Guarda tu Si­lencio religioso que nada interrumpa; cruza humilde­mente tus manos sobre mi pecho, y dirige tus párpa­dos hacia abajo. Ya os lo dije, desde aquella visión que me hizo conocer la suprema verdad, demasiado pesa­dillas me han chupado ávidamente la garganta, durante noches y días, para tener todavía el valor de renovar, siquiera por el pensamiento, los sufrimientos que pa­decí en aquella hora infernal, que sin cesar me persi­gue con su recuerdo. Oh, cuando oigas la avalancha de nieve caer desde la cima de la fría montaña, lamen­tarse a la leona en el árido desierto por la desaparición de sus cachorros, cumplir su destino a la tempestad, mugir al condenado en la prisión la víspera de que lo guillotinen, y relatar al pulpo feroz, entre las olas del mar, sus victorias sobre los nadadores y los naúfragos, di, esas voces majestuosas, ¿no son más hermosas que la risa sarcástica del hombre?
Hay un insecto que los hombres alimentan a su cos­ta. No le deben nada, pero le temen. Este insecto, a quien no le gusta el vino, sino que prefiere la sangre, si no se les satisfacen sus legítimas necesidades, sería capaz, gracias a un poder oculto, de hacerse tan gran­de como un elefante y aplastar a los hombres como es­pigas. Hay que ver cómo se le respeta, cómo se le ro­dea de una veneración canina, cómo se le coloca en la más alta estima por encima de los demás animales de la creación. Sé le otorga la cabeza como trono, y él se aferra con sus garras a la raíz de los cabellos, con dig­nidad. Luego, cuando está gordo y entra en una edad avanzada, imitando la costumbre de un pueblo anti­guo, se le mata, a fin de que no tenga que sufrir los ataques de la vejez. Se le hace grandiosos funerales, como a un héroe, y el ataúd que le conduce directa­mente hacia la tumba es llevado a hombros por los prin­cipales ciudadanos. Sobre la tierra húmeda que el se­pulturero remueve con su diestra pala, se combinan fra­ses multicolores sobre la inmortalidad del alma, sobre la inutilidad de la vida, sobre la voluntad inexplicable de la Providencia, y el mármol se cierra para siempre sobre esa existencia, laboriosamente cumplida, que ya no es más que un cadáver. La multitud se dispersa, y la noche no tarda en cubrir con sus sombras los muros del cementerio.
Pero consolaos, humanos, de su dolorosa pérdida. Ahí está su innumerable familia que avanza y con la cual os ha liberalmente gratificado, a fin de que vues­tra desesperación sea menos amarga y se halle aliviada por la agradable presencia de esos engendros agresi­vos, que se convertirán más tarde en magníficos pío­jos, adornados de una notable belleza, monstruos con aspecto de sabios. Incubó infinitas docenas de queri­dos huevos, con su ala maternal, en vuestros cabellos, secos por la succión encarnizada de esos temibles forasteros. En seguida viene el período en el que los hue­vos estallan. No temáis nada, no tardarán en crecer esos adolescentes filósofos, a través de esta vida efímera. Crecerán de tal modo que os lo harán sentir con sus garras y su succiones.
Vosotros no sabéis por qué no devoran los huesos de vuestra cabeza y sólo se contentan con extraer, con su bomba, la quintaesencia de vuestra sangre. Espe­rad un instante y os lo diré: porque no tienen fuerza. Estad seguros de que si su mandíbula estuviera con­forme con la medida de sus ansias infinitas, el cerebro, la retina de vuestros ojos, la columna vertebral, todo vuestro cuerpo desaparecería. Sobre la cabeza de al­gún joven mendigo de la calle, observad, con un mi­croscopio, a un piojo que trabaja, y ya me lo conta­réis. Desgraciadamente esos bandidos de larga cabellera son pequeños. No serían buenos para ser reclu­tas, pues no dán la talla exigida por la ley. Pertenecen al mundo liliputiense de los paticortos, y los ciegos no vacilan en colocarlos entre los infinitamente pequeños. Desgraciado el cachalote que se batiera con un piojo. Sería devorado en un abrir y cerrar de ojos, a pesar de su talla. No quedaría ni la cola para ir a dar la noti­cia. El elefante se deja acariciar. El piojo no. No os aconsejo intentar esa prueba peligrosa. Tened cuida­do si vuestra mano es peluda o se compone solamente de carne y huesos. No quedarán ni los dedos. Crujirán como si sufrieran la tortura. La piel desaparece como por un extraño encantamiento. Los piojos son incapa­ces de cometer tanto mal como su imaginación le inci­ta. Si encontráis un piojo en vuestro camino, conti­nuad, y no le lamáis las papilas de la lengua. Os suce­dería algún incidente. Está visto. Pero no importa, es­toy contento por la cantidad de mal que te hace, oh raza humana, aunque me gustaría que te hiciera toda­vía más.
¿Hasta cuándo conservarás el culto carcomido de ese Dios insensible a las oraciones y a las ofrendas gene­rosas que le ofreces en holocausto expiatorio? Mira, el horrible manitú no te agradece las grandes copas de sangre y de seso que tú derramas por sus altares, pia­dosamente adornados con guirnaldas de flores. No te lo agradece... pues los temblores de tierra y las tem­pestades continúan haciendo estragos desde el comienzo de las cosas. Y sin embargo, espectáculo digno de ser observado, mientras más indiferente se muestra, más lo admiras. Se ve que desconfías de los atributos que ocul­ta, y tu razonamiento se apoya sobre esta considera­ción: que sólo una divinidad de una potencia extrema puede mostrar tanto desprecio hacia los fieles que obe­decen a su religión. Por eso, en cada país, existen dio­ses distintos -aquí el cocodrilo, allá la vendedora de amor-, pero cuando se trata de un piojo, ante este nombre sagrado, inclinando universalmente las cade­nas de su esclavitud, todos los pueblos se arrodillan jun­tos sobre el atrio augusto, ante el pedestal del ídolo de­forme y sanguinario. El pueblo que no obedeciera a sus propios instintos de arrastrarse y diera señales de rebeldía, desaparecería tarde o temprano de la tierra, como hoja de otoño, aniquilado por la venganza del Dios inexorable.
Oh piojo de pupila torcida, en tanto que los ríos vier­tan la pendiente de sus aguas en los abismos del mar, en tanto que los astros graviten sobre el sendero de su órbita, en tanto que el mudo vacío carezca de hori­zonte; en tanto que la humanidad desgarre sus pro­píos costados en guerras funestas, en tanto que la jus­ticia divina vierta sus rayos vengadores sobre este glo­bo egoísta, en tanto que el hombre desconozca a su creador y se burle de él, no sin razón, mezclando con ello su desprecio, tu reino estará asegurado sobre el un ­verso, y tu dinastía extenderá sus anillos de siglo en siglos. Yo te saludo, sol naciente, liberador celeste, a ti, enemigo invisible del hombre. Continúa diciendo a la suciedad que se una con él en impuros abrazos, y que le jure, con promesas no escritas en el polvo, que se­guirá siendo su amante fiel hasta la eternidad. Besa de vez en cuando la túnica de esa gran impúdica, en me­moria de los servicios importantes que nunca deja de prestarte. Si ella no sedujera al hombre con sus pechos lascivos, es probable que tú no podrías existir, tú, el producto de ese acoplamiento razonable y consecuen­te. ¡Oh hijo de la suciedad!, di a tu madre que si ella no se aparta del lecho del hombre, caminando por las rutas solitarias, sola y sin apoyo, verá su existencia comprometida. Que sus entrañas, que te llevaron nue­ve meses entre sus perfumadas paredes, se conmuevan un instante con el pensamiento de los peligros que co­rre, por lo demás, su tierno fruto, tan gentil y tranqui­lo, pero ya frío y feroz. Suciedad, reina de los impe­rios, conserva para los ojos de mi odio el espectáculo del crecimiento insensible de los músculos de tu prole hambrienta. Para alcanzar ese fin, sabes que sólo tie­nes que unirte estrechamente al costado del hombre. Puedes hacerlo, sin que el pudor sea un inconvenien­te, puesto que los dos estáis casados desde hace largo tiempo.
Por mi parte, si me está permitido agregar unas pa­labras a este himno de glorificación, diré que he hecho construir una fosa de cuarenta leguas cuadradas, y de relativa profundidad. Ahí yace, en su inmunda virgi­nidad, una mina viviente de piojos. Colma el fondo de la fosa, y después serpentea en anchas y densas vetas en todas direcciones. He aquí cómo he construido esta mina artificial. Arranqué un piojo hembra de los ca­bellos de la humanidad. Me han visto acostarme con él durante tres noches consecutivas, y luego lo arrojé a la fosa. La fecundación humana, que hubiera sido nula en otros casos parecidos, fue aceptada esta vez por la fatalidad, y, al cabo de algunos días, millares de monstruos, bullendo en un nudo compacto de mate­ria, nacieron a la luz. Ese nudo horroroso se hizo con el tiempo cada vez más inmenso, adquiriendo la pro­piedad líquida del mercurio y ramificándose en nume­rosos ramales, que se nutren, en la actualidad, devó­ranse entre ellos mismos (el nacimiento es mayor que la mortalidad), cuando no le arrojo como pasto un bas­tardo recién nacido cuya madre desea que muera, o un brazo que consigo cortar a alguna muchacha durante la noche, gracias al cloroformo. Cada quince años, las generaciones de piojos que se nutren del hombre dis­minuyen de una manera notable, y ellas mismas predi­cen, infaliblemente, la época cercana de su completa destrucción. Pues el hombre, más inteligente que su enemigo, llega a vencerlo. Entonces, con una pala in­fernal que aumenta mis fuerzas, extraigo de esta mina inagotables bloques de piojos, grandes como monta­ñas, los corto a hachazos y los trasporto, durante las noches profundas, a las arterias de las ciudades. Allí, en contacto con la temperatura humana, se disuelven como en los primeros días de su formación en las gale­rías tortuosas de la mina subterránea, se fraguan un lecho en la grava, y se diseminan en arroyos por las habitaciones, como espíritus nocivos. El guardián de la casa ladra sordamente, pues le parece que una le­gión de seres desconocidos penetra por los poros de los muros y lleva el terror a la cabecera del sueño. Quizás hayáis oído, al menos una vez que la vida, esa clase de ladridos dolorosos y prolongados. Con sus ojos im­potentes trata de traspasar la oscuridad de la noche, pues su cerebro de perro no comprende nada. Ese mur­mullo le irrita, y se siente traicionado. Millones de ene­migos se abaten así, sobre cada ciudad, como nubes de langostas. Helos ahí por quince años. Combatirán al hombre, produciéndole heridas dolorosas. Después de ese lapso de tiempo, enviaré otros. Cuando triture los bloques de materia animada, puede suceder que un fragmento sea más denso que otro. Sus átomos se es­fuerzan con rabia por separar su aglomeración para ir a atormentar a la humanidad, pero la cohesión resiste en su dureza. En una suprema convulsión, engendran tal esfuerzo, que la piedra, no pudiendo dispersar sus principios vivientes, se lanza ella misma hacia la altu­ra en el aire, como por el efecto de la pólvora, y vuel­ve a caer, hundiéndose profundamente en el suelo. A veces, el campesino soñador percibe un aerolito que corta verticalmente el espacio y se dirige al caer hacia un campo de maíz. No sabe de dónde viene la piedra. Vosotros tenéis ahora, clara y sucinta, la explicación del fenómeno.
Si la tierra estuviera cubierta de piojos, como de gra­nos de arena la orilla del mar, la raza humana sería aniquilada, presa de dolores terribles. ¡Qué espectácu­lo! Y yo, con alas de ángel, inmóvil en el aire, para contemplarlo.

Oh matemáticas severas, nunca os he olvidado, des­de que vuestras sabias lecciones, más dulces que la miel, se filtraron en mi corazón, como una ola refrescante. Instintivamente aspiraba, desde la cuna, a beber en nuestra fuente, más antigua que el sol, y todavía con­migo, yo, el más fiel de vuestros iniciados, pisando el atrio sagrado de vuestro templo. Había algo vago en mi espíritu, un no sé qué denso como el humo, pero supe ascender los peldaños que conducen a vuestro al­tar, y habéis alejado ese velo oscuro, lo mismo que el viento aleja al petrel. Habéis puesto en su lugar una frialdad excesiva, una prudencia consumada y una ló­gica implacable. Con ayuda de vuestra leche fortifican­te, mi inteligencia se ha desarrollado rápidamente y ha adquirido proporciones inmensas en medio de esa cla­ridad encantadora de la que hacéis regalo con prodi­galidad a los que os aman con sincero amor. ¡ Aritmé­tica! ¡Algebra! ¡ Geometría! ¡ Trinidad grandiosa! ¡Triangulo luminoso! ¡El que no os ha conocido es un insensato! Merece que sufra los más grandes suplicios, pues en su descuido ignorante hay un ciego despre­cio; pero aquel que os conoce y os aprecia, no quie­re ya nada de los bienes de la tierra; se contenta con vuestros goces mágicos, y, llevado por vuestras alas sombrías, no desea más que elevarse, con un vuelo ligero, construyendo una hélice ascendente, hacia la bóveda esférica de los cielos. La tierra sólo le mues­tra ilusiones y fantasmagorías morales, pero vosotras, oh matemáticas concisas, por el encadenamiento rigu­roso de vuestras proporciones tenaces y la constan­cia de vuestras férreas leyes, hacéis brillar, en los ojos deslumbrados; un reflejo poderoso de esa verdad su­prema cuya huella se advierte en el orden del univer­so. Pero el orden que os circunda, representado sobre todo por la regularidad perfecta del cuadrado, amigo de Pitágoras, es todavía más grande, pues el Todopo­deroso se reveló completamente, él y sus atributos, en este trabajo memorable que consistió en hacer salir de las entrañas del caos los tesoros de vuestros teoremas y vuestros magníficos esplendores. En las épocas anti­guas y en los tiempos modernos, más de una gran ima­ginación humana, con asombro vio a su genio contem­plando vuestras figuras simbólicas trazadas sobre el pa­pel ardiendo, como otros tantos signos misteriosos que anima un hálito latente, que no comprende el vulgar profano y que no eran más que las revelaciones resplan­decientes de axiomas y jeroglíficos eternos, que exis­tieron antes del universo y que subsistirán después de él. Ella se pregunta, inclinada sobre el precipicio de un punto de interrogación fatal, por qjié las matemáticas contienen tantas imponentes grandezas y tanta verdad incontestable, en tanto que, si las compara con el hom­bre, en éste sólo encuentra mentira y falso orgullo. En­tonces, ese espíritu superior entristecido, al que la no­ble familiaridad de vuestros consejos hace sentir aún más la pequeñez de la humanidad y su locura incom­parable, hunde su cabeza encanecida sobre una mano descarnada y permanece absorto en meditaciones so­brenaturales. Dobla sus rodillas ante vosotras, y su ve­neración rinde homenaje a vuestro divino rostro, co­mo a la propia imagen del Todopoderoso. Durante mi infancia, os aparecisteis a mí una noche de mayo, a la luz de la luna, en una pradera verdeante, a orillas de un límpido arroyo, las tres iguales en gracia y en pu­dor, las tres llenas de majestad, como reinas. Disteis algunos pasos hacia mí, con vuestros largos vestidos, flotantes como vapor, y me atrajisteis hacia vosotros al­tivos pechos, como un hijo bendito. Entonces, acudí apresurado y mis manos se crisparon sobre vuestra blanca garganta. Me nutrí, con reconocimiento, de vuestro maná fecundo, y sentí que la humanidad cre­cía en mí y se volvía mejor. Desde entonces, ¡cuántos proyectos enérgicos, cuántas simpatías que yo creí ha­ber grabado en las páginas de mi corazón como sobre mármol, no han borrado lentamente de mi razón de­sengañada sus líneas configurativas, lo mismo que el alba naciente borra las sombras de la noche! Desde en­tonces he visto la muerte, con la intención, evidente­mente, de poblar las tumbas, asolar los campos de ba­talla, cebados con sangre humana, y hacer crecer las flores matutinas por encima de las fúnebres osamen­tas. Desde entonces he asistido a las revoluciones de nuestro globo; los temblores de tierra, los volcanes con su lava abrasante, el simún del desierto y los naufra­gios por la tempestad han tenido mi presencia como espectador impasible. Desde entonces he visto a nume­rosas generaciones humanas elevar por la mañana sus alas y sus ojos hacia el espacio, con la alegría inexper­ta de la crisálida que saluda a su última metamorfosis, y morir al atardecer, antes de la puesta de sol, con la cabeza inclinada, como flores marchitas que el silbido quejumbroso del viento balancea. Pero vosotras, vo­sotras permanecéis siempre iguales. Ningún cambio, ningún aire pestilente roza las rocas escarpadas y los valles inmensos de vuestra identidad. Vuestras modes­tas pirámides durarán más que las pirámides de Egip­to, hormigueros elevados por la estupidez y de la es­clavitud. El fin de los siglos verá, todavía de pie sobre las ruinas de los tiempos, vuestras cifras cabalísticas, vuestras ecuaciones lacónicas y vuestras lineas escul­turales sentarse a la derecha vengadora del Todopode­roso, en tanto que las estrellas se hundirán, con deses­peración, como trombas, en la eternidad de una no-che horrible y universal, y la humanidad, gesticulante, pensará en ajustar sus cuentas con el juicio final. Gra­cias por los innumerables servicios que me habéis pres­tado. Gracias por las extrañas cualidades con que ha­béis enriquecido mi inteligencia. Sin vosotras, en mi lucha contra el hombre, quizás hubiera sido vencido. Sin vosotras, él me hubiera hecho rodar por la arena y besar el polvo de sus pies. Sin vosotras, una pérfida garra hubiera lacerado mis carnes y mis huesos. Pero siempre me he mantenido en guardia, como un atleta experimentado. Vosotras me disteis la frialdad que sur­ge de vuestras concepciones sublimes, exentas de pasión. Me he servido de ella para rechazar con desdén los go­ces efimeros de mi corto viaje y para arrojar de mi puerta los ofrecimientos simpáticos, aunque engañosos, de mis semejantes. Vosotras me disteis la prudencia tenaz que se descifra a cada paso en vuestros admirables métodos de análisis, de síntesis y de deducción. Me serví de ella para desconcertar a las perniciosas astucias de mi enemigo mortal, para atacarlo a mi vez con destreza y hundir en las vísceras del hombre un agudo puñal que permane­cerá para siempre clavado en su cuerpo, pues es una he­rida de la que nunca se recuperará. Vosotras me disteis la lógica, que es como el alma misma de vuestras ense­ñanzas, llena de sabiduría; con sus silogismos, cuyo complicado laberinto se hace más comprensible, mi in­teligencia sintió duplicarse sus audaces fuerzas. Con la ayuda de este terrible auxiliar, descubrí en la humani­dad, nadando hacia los bajos fondos, frente a los es­collos del odio, la maldad negra y horrorosa que se co­rrompía en medio de los miasmas deletéreos, de los que se admiraban el ombligo. Fue el primero que descubrió en las tinieblas de sus entrañas ese vicio nefasto, ¡el mal!, superior en él al bien. Con ese arma envenenada que me prestasteis, hice descender de su pedestal, cons­truido por la cobardía del hombre, ¡al Creador mis­mo! Rechinó sus dientes y sintió esa injuria ignominio­sa, pues tenía por adversario a alguien más fuerte que él. Pero lo dejaré a un lado, como un rollo de cuerdas, a fin de rebajar mi vuelo... El pensador Descartes ha­cía una vez la reflexión de que nada sólido se había edi­ficado sobre vosotras. Era una manera ingeniosa de ha­cer comprender que el primero que llega no puede, por las buenas, descubrir vuestro inestimable valor. En efecto, ¿qué hay más sólido que las tres cualidades prin­cipales, ya mencionadas, que se elevan, entrelazadas como una corona única, sobre la cima augusta de vues­tra arquitectura colosal? Monumento que crece sin ce­sar con los cotidianos descubrimientos en vuestras mi­nas de diamante y con las exploraciones científicas en vuestros soberbios dominios. ¡Oh santas matemáticas, que podáis, con vuestro comercio perpetuo, consolar el resto de mis días de la maldad del hombre y de la injusticia del Gran Todo!
«Oh lámpara de mechero de plata, mis ojos te per­ciben en los aires, compañera de la bóveda de las cate­drales, y buscan la razón de esa colgadura. Se dice que tus fulgores iluminan, durante la noche, la turba de los que llegan para adorar al Todopoderoso, y que mues­tras a los arrepentidos el camino que conduce al altar. Escucha, es muy posible... pero ¿acaso tienes necesi­dad de prestar semejantes servicios a quienes nada les debes? Deja hundidas en las tinieblas a las columnas de las basílicas, y, cuando una bocanada de la tempes­tad, sobre la cual el demonio, llevado por el espacio en forma de remolino, penetre con él en el sagrado lu­gar diseminando el terror, en lugar de luchar valiente­mente contra la ráfaga pestífera del príncipe del mal, extínguete de súbito bajo su hálito febril, para que él pueda, sin ser visto, escoger sus víctimas entre los cre­yentes arrodillados. Si haces eso, puedes decir que te deberé toda mi felicidad. Cuando brillas de esa mane­ra, diseminando tus claridades indecisas, aunque sufi­cientes, no me atrevo a entregarme a las sugestiones de mi carácter, y permanezco, bajo el pórtico sagra­do, contemplando a través de la puerta entreabierta a los que se escapan a mi venganza, en el seno del Se­ñor. ¡Oh lámpara poética!, tú que serías mi amigo si pudieras comprenderme, cuando mis pies pisan el ba­salto de las iglesias, en las horas nocturnas, ¿por qué te pones a brillar de un modo que, lo confieso, me pa­rece extraordinario? Tus reflejos se colorean entonces con las blancas tonalidades de la luz eléctrica; el ojo no puede mirarte con fijeza; y tú iluminas con una lla­ma nueva y poderosa los menores detalles de la pocil­ga del Creador, como si estuviera preso de una santa cólera. Y cuando me retiro después de haber blasfe­mado, te haces de nuevo imperceptible, modesta y pá­lida, segura de haber cumplido un acto de justicia. Di­me, ¿será porque conoces los recodos de mi corazón que, cuando aparezco yo donde tú velas, te apresuras a señalar mi presencia perniciosa y a atraer la atención de los adoradores hacia el lugar donde acaba de mos­trarse el enemigo de los hombres? Me inclino hacia es­ta opinión, pues yo también comienzo a conocerte, y sé quién eres, vieja hechicera que velas también en las sagradas mezquitas, donde se pavonea, como la cresta de un gallo, tu curioso dueño. Vigilante guardiana, te has concedido una loca misión. Te advierto que la pri­mera vez que me señales la prudencia de mis semejan­tes por el aumento de tus fulgores resplandecientes, co­mo no me gusta ese fenómeno de óptica, que por otra parte no es mencionado en ningún libro de física, te agarraré por la piel de tu pecho, y clavando mis garras en las costras de tu nuca tiñosa, te arrojaré al Sena. No pretendo, cuando no te haga nada, que te compor­tes a sabiendas de una manera que me sea perjudicial. Allí te permitiré que brilles mientras me sea agradable; allí te burlarás de mí con una sonrisa inextinguible; allí convencida de la incapacidad de tu aceite criminal, lo orinarás con amargura». Después de haber hablado así, Maldoror no sale del templo, y permanece con los ojos fijos en la lámpara del santo lugar... Cree ver una es­pecie de provocación en la actitud de esa lámpara, cu­ya presencia inoportuna le irrita en el más alto grado. Se dice que, si hay un alma encerrada en la lámpara, es cobarde al no responder con sinceridad a un ataque leal. Golpea el aire con sus brazos nerviosos y desearía que la lámpara se transformara en hombre; se prome­te que le haría pasar un mal rato. Pero no es natural que una lámpara se convierta en hombre. No se resig­na, y va a buscar, en el atrio de la miserable pagoda, una piedra plana, de canto afilado. La lanza al aire con fuerza... la cadena se corta por la mitad, como la hier­ba por la guadaña, y el instrumento de culto cae al sue­lo, derramando su aceite sobre las losas... Coge la lám­para para llevarla fuera, pero ella se resiste y empieza a crecer. Le parece ver alas en sus costados y adquirir la parte superior la forma de un busto de ángel. El con­junto quiere elevarse en el aire para emprender su vue­lo, pero él lo retiene con mano firme. Una lámpara y un ángel que forman un mismo cuerpo no se ve con frecuencia. Reconoce la forma de la lámpara, recono­ce la forma del ángel, pero no los puede separar en su espíritu; en efecto, en realidad una y otra están pega­das, formando un sólo cuerpo independiente y libre, pero él cree que alguna nube ha velado sus ojos, ha­ciéndole perder algo de su excelente vista. A pesar de todo, se prepara con valentía para la lucha, pues su ad­versario no tiene miedo. La gente sencilla cuenta, a quienes quieren creerlo, que la puerta sagrada se cerró por si misma, girando sobre sus afligidos goznes, para que nadie pudiera asistir a esa lucha impía, cuyas peri­pecias habrían de desarrollarse en el recinto del san­tuario violado. El hombre del manto, mientras recibe crueles heridas con una espada invisible, se esfuerza por aproximar su boca a la cara del ángel, sólo piensa en eso, y todos sus esfuerzos se dirigen a tal fm. Éste pierde su energía y parece presentir su destino. Lucha sólo dé­bilmente y ve el momento en que su adversario podrá besarlo a su antojo, si es que quiere hacerlo. Bien, ha llegado el momento. Con sus músculos oprime la gar­ganta del ángel, que ya no puede respirar, y le vuelve la cara, apoyándola sobre su odioso pecho. Por un ins­tante se siente conmovido por la suerte que le espera a ese ser celestial, al que con gusto hubiera hecho su amigo. Pero cree que es el enviado del Señor, y no puede contener su ira. Todo se acabó, ¡ algo horrible va a en­trar en la jaula del tiempo! Se inclina y lleva la lengua empapada de saliva sobre esa mejilla angélica, que arro­ja miradas suplicantes. Pasea algún tiempo su lengua por esa mejilla. ¡Oh!... ¡Mirad!... ¡Mirad!... ¡La mejilla blanca y rosa se ha vuelto negra como el carbón! Exhala miasmas pútridos. Tiene gangrena, no se pue­de dudar. El mal corrosivo se extiende por toda su ca­ra, y, desde allí, ejerce su furia sobre las partes bajas; en seguida todo el cuerpo no es sino una extensa haga inmunda. Él mismo, horrorizado (pues no creía que su lengua contuviera un veneno de tal violencia), reco­ge la lámpara y huye de la iglesia. Una vez fuera, per­cibe en el aire una forma negruzca, con las alas que­madas, que penosamente dirige su vuelo hacia las re­giones celestes. Se miran los dos, mientras el ángel as­ciende hacia las alturas serenas del bien, y él, Maldo­ror, por el contrario, desciende hacia los abismos ver­tiginosos del mal... ¡Qué mirada! ¡Todo lo que la hu­manidad ha pensado durante sesenta siglos, y pensará durante los siglos venideros, podría estar fácilmente contenida en ella, tantas cosas se dijeron en ese adiós supremo! Se comprende que eran pensamientos más elevados que los que surgen de la inteligencia huma­na; primero a causa de los dos personajes, y luego a causa de la circunstancia. Esa mirada les unió en una amistad eterna. Se extraña de que el Creador pueda te­ner misioneros de alma tan noble. Por un momento cree haberse engañado, y se pregunta si debió seguir la ru­ta del mal, como hizo. Pero el desconcierto ha pasa­do, persevera en su resolución, pues es glorioso, pien­sa, vencer tarde o temprano al Gran Todo, a fin de rei­nar en su lugar sobre el universo entero y sobre legiones de ángeles tan bellos. Este le ha hecho comprender sin hablar que recobrará su forma primitiva a medida que asciende hacia el cielo; deja caer una lágrima, que refresca la frente de aquel que le produjo la gangrena, y desaparece poco a poco, como un buitre, elevándose en­tre las nubes. El culpable mira la lámpara, causa de to­do lo que precede. Corre como un loco por las calles, se dirige hacia el Sena, y arroja la lámpara por encima del barandal. La lámpara forma un remolino durante unos instantes y se hunde definitivamente en las aguas cenagosas. Desde ese día, cada noche, desde la caída de la tarde, se ve una lámpara brillante que surge y se man­tiene, graciosamente, sobre la superficie del río, a la al­tura del puente Napoleón, llevando, en vez de asas, dos pequeñas alas de ángel. Avanza lentamente sobre las aguas, pasa bajo los arcos del puente de la Estación y del puente de Austerlitz, y continúa su estela silenciosa sobre el Sena hasta el puente del Alma. Una vez en este lugar, remonta con facilidad el curso del río, y regresa al cabo de cuatro horas a su punto de partida. Y así sucesivamente durante toda la noche. Sus destellos, blancos como la luz eléctrica, anulan los de las farolas que bordean las dos orillas, entre los que avanza co­mo una reina solitaria, impenetrable, con una sonrisa inextinguible, sin que su aceite se derrame con amar­gura. En un principio los barcos la perseguían, pero ella frustraba esos vanos esfuerzos, escapaba de todas las persecuciones sumergiéndose, como una coqueta, y reapareciendo más lejos, a una gran distancia. Aho­ra, los marinos supersticiosos, cuando la ven, reman en dirección contraria y reprimen sus canciones. Cuan­do paséis por un puente, durante la noche, prestad mu­cha atención: con seguridad veréis brillar la lámpara, aquí o allá, aunque se dice que no se le aparece a todo el mundo. Cuando pasa por el puente un ser humano que tiene cualquier cosa sobre la conciencia, ella apa­ga súbitamente sus reflejos, y el caminante, asombra­do, registra en vano, con una mirada desesperada, la superficie y el légamo del río. Sabe lo que eso signifi­ca. Quisiera creer que ha visto el celeste resplandor, pe­ro se dice que la luz venía de la proa de los barcos o del reflejo de las farolas, tiene razón... Sabe que esa desaparación la motiva él, y, hundido en tristes refle­xiones, apresura el paso para llegar a su casa. Enton­ces la lámpara de mechero de plata reaparece en la su­perficie y prosigue su marcha a través de los arabescos elegantes y caprichosos.
Escuchad los pensamientos de mi infancia, cuando me despertaba, humanos, con la verga roja: «Acabo de despertarme, pero mi pensamiento está todavía en­tumecido. Todas las mañanas siento un peso en la ca­beza. Es raro que halle reposo por la noche, pues unos sueños horrorosos me atormentan en cuanto logro dor­mirme. De día, mi pensamiento se fatiga en medita­ciones estrafalarias, mientras mis ojos vagan al azar por el espacio, y de noche no puedo dormir. ¿Cuándo es preciso entonces que duerma? Sin embargo, la na­turaleza tiene necesidad de reclamar sus derechos. Co­mo la desdeño, ella hace que mi rostro palidezca y mis ojos brillen con la llama agria de la fiebre. Por lo de­más, únicamente deseo agotar mi espíritu en una re­flexión continua, pero, aunque yo no lo quisiera, mis sentimientos consternados me arrastran invenciblemen­te hacia esa pendiente. He advertido que los demás niños son como yo, aunque todavía más pálidos, y sus cejas están fruncidas, como las de los hombres, nues­tros mayores. Oh Creador del universo, no dejaré de ofrecerte esta mañana el incienso de mi oración infan­til. A veces la olvido, y he observado que, esos días me siento más feliz que de ordinario; mi pecho se en­sancha, libre de toda sujeción, y respiro más fácilmente el aire perfumado de los campos; por el contrario, cuando cumplo con el penoso deber, ordenado por mis padres, de dirigirte cotidianamente un cántico de ala­banza, acompañado del tedio inseparable que me cau­sa su laboriosa invención, entonces estoy triste e irri­do todo el día, porque no me parece lógico y natural decir lo que no pienso, y busco el retiro de las inmen­sas soledades. Si les pido la explicación de ese extraño estado de mi alma, no me contestan. Quisiera amarte y adorarte, pero tú eres demasiado poderoso, y hay te­mor en mis himnos. Si con una sola manifestación de tu pensamiento puedes destruir o crear mundo, mis dé­biles oraciones no te serán útiles; si cuando te place en­vías el cólera para devastar las ciudades, o la muerte para llevar en sus garras, sin ninguna distinción, las cuatro edades de la vida, no quiero unirme con un ami­go tan temible. No es que el odio conduzca el hilo de mis pensamientos, sino que tengo miedo, por el con­trario de tu propio odio, que, por una orden capricho­sa, puede salir de tu corazón y.hacerse enorme, como la envergadura del cóndor de los Andes. Tus equívo­cas diversiones no están a mi alcance, y probablemen­te sería yo la primera víctima. Tú eres el Todopodero­so, no te discuto el título, puesto que tú solo tienes de­recho a llevarlo y porque tus deseos, de consecuencias funestas o felices, sólo en ti tienen término. He ahí por qué precisamente me sería doloroso marchar al lado de tu cruel túnica de zafiro, sin ser tu esclavo, aunque pudiendo serlo de un momento a otro. Es verdad que cuando desciendas en ti mismo, para escrutar tu con­ducta soberana, si el fantasma de una injusticia pasa­da, cometida contra esa desgraciada humanidad que siempre te ha obedecido, como tu amiga más fiel, yer­gue ante ti las vértebras inmóviles de una espina dor­sal vengadora, tu ojo huraño deja caer la lágrima ate­rrada del remordimiento tardío, y entonces, con los ca­bellos erizados, tú mismo crees tomar sinceramente la resolución de suspender para siempre, en las malezas de la nada, los juegos inconcebibles de tu imaginación de tigre, que sería grotesca si no fuera lamentable; pe­ro también sé que la constancia no ha clavado en tus huesos, como una médula tenaz, el arpón de su mora­da eterna, y que caes a menudo, tú y tus pensamien­tos, recubiertos por la lepra negra del error, en el lago fúnebre de las sombrías maldiciones. Quiero creer que éstas son inconscientes (aunque por ello no ocultan me­nos su veneno fatal), y que el bien y el mal, unidos los dos, se derraman en saltos impetuosos de tu real pe­cho gangrenado, como el torrente de las rocas, por el encanto secreto de una fuerza ciega; pero nada me sir­ve de prueba. He visto demasiado a menudo tus dien­tes inmundos rechinar de rabia, y tu augusto rostro, recubierto por el musgo de los tiempos, enrojecer co­mo el carbón encendido, a causa de cualquier futili­dad microscópica que los hombres habían cometido, para poder detenerme por más tiempo delante del poste indicador de esa hipótesis bonachona. Todos los días, con las manos unidas, elevaré hacia ti los acentos de mi humilde oración, puesto que es preciso, pero, te lo suplico, que tu providencia no piense en mí, déjame a un lado, como el gusanillo que se arrastra bajo tie­rra. Debes saber que antes preferiría alimentarme con avidez de las plantas marinas de las islas salvajes y des­conocidas, que las olas tropicales arrastran en su seno espumoso en medio de esos parajes, que saber que me observas e introduces en mi conciencia tu sarcástico es­calpelo. Ella acaba de revelarte la totalidad de mis pen­samientos, y espero que tu prudencia aplauda fácilmen­te el buen sentido cuya huella imborrable conservan. Aparte de estas reservas hechas sobre el género de re­laciones más o menos intimas que debo mantener con­tigo, mi boca está dispuesta, en no importa qué hora del día, a exhalar, como un soplo artificial, el raudal de mentiras que tu vanagloria exige severamente de ca­da hombre, desde que nace la aurora azulada, buscan­do la luz en los repliegues de satén del crepúsculo, lo mismo que yo busco la bondad impulsado por el amor al bien. Mis años no son muchos, y, sin embargo, siento ya que la bondad no es más que una ensambladura de sílabas sonoras, pues no la encontré en ninguna parte. Dejas descubrir demasiado tu carácter, y es preciso que lo ocultes con más destreza. Por lo demás, acaso me equivoque y lo hagas a propósito, pues tú sabes mejor que nadie cómo debes conducirte. Los hombres espe­ran hallar su gloria al imitarte; por eso la santa bon­dad no reconoce su tabernáculo en sus ojos feroces: de tal padre, tal hijo. Se piense lo que se piense de tu inteligencia, yo sólo hablo de ella como critico impar­cial. No pido nada más que haber sido introducido al error. No deseo mostrarte el odio que siento por ti y que cultivo con amor, como a un hijo querido, pues vale más ocultarlo a tus ojos y adoptar ante ti solamente el aspecto de un censor severo, encargado de contro­lar tus actos impuros. Dejarás así todo comercio acti­vo con él, lo olvidarás, y destruirás completamente esa chinche ávida que roe tu higado. Prefiero más bien ha­certe oír palabras soñadas y dulces... Sí, tú eres quien ha creado el mundo y todo lo que el encierra. Eres per­fecto. No te falta ninguna virtud. Eres muy poderoso, todo el mundo lo sabe. ¡Que el universo entero ento­ne, a cada hora del tiempo, tu cántico eterno! Los pája­ros te bendicen cuando emprenden su vuelo en el campo. Las estrellas te pertenecen... ¡Así sea!» ¡ Después de estos comienzos, asombraos de encontrarme tal cual soy!

Yo buscaba un alma que se me asemejara, pero no pude encontrarla. Registré todos los rincones de la tie­rra; mi perseverancia fue inútil. Sin embargo, no po­día permanecer solo. Necesitaba a alguien que apro­bara mi carácter, necesitaba a alguien que tuviera las mismas ideas que yo. Era por la mañana, el sol se ele­vó en el horizonte con toda su magnificencia, y he aquí que ante mis ojos apareció también un joven cuya pre­sencia engendraba flores a su paso. Se aproximó a mí y tendiéndome la mano: «He venido hasta ti, que me buscas. Bendigamos este día feliz». Pero yo: «Vete, no te he llamado, no necesito tu amistad...» Era al atardecer, la noche comenzaba a extender la negrura de su velo sobre la naturaleza. Una hermosa mujer, a la que apenas si podía distinguir, extendía también sobre mí su influencia encantadora, y me miraba con compa­sión; sin embargo, no se atrevía a hablarme. Yo dije: «Aproximate para que pueda distinguir claramente los rasgos de tu rostro, pues la luz de las estrellas no basta para iluminarlo a esta distancia. Entonces, con paso lento y los ojos bajos, caminó sobre la hierba del cés­ped, en dirección a mí. Cuando la pude ver: «Ya veo que la bondad y la inteligencia han hecho su residen­cia en tu corazón: no podríamos vivir juntos. Ahora admiras mi belleza, que ha trastornado a más de una, pero tarde o temprano te arrepentirás de haberme con­sagrado tu amor, pues no conoces mi alma. No es que jamás te fuera infiel: a la que se entrega a mí con tanta confianza y abandono, con la misma confianza y aban­dono me entrego yo; pero métete esto en la cabeza y nunca lo olvides: los lobos y los corderos no se miran con buenos ojos». ¡Qué me hacia falta entonces a mí, que rechazaba con tanta aversión lo que existía de más hermoso en la humanidad! Lo que me hacía falta nunca hubiera sabido decirlo. No estaba todavía acostumbra­do a darme cuenta rigurosamente de los fenómenos de mi espíritu por medio de los métodos que recomienda la filosofía. Me senté en una roca, cerca del mar. Un navío acababa de desplegar todas sus velas para ale­jarse del lugar: un punto imperceptible acababa de apa­recer en el horizonte, y se aproximaba poco a poco, impulsado por el viento, agradándose con rapidez. La tempestad iba a comenzar sus ataques, y el cielo se os­curecía, volviéndose de un color negro casi tan horrible como el corazón del hombre. El navío, que era un gran barco de guerra, acababa de echar todas sus anclas, pa­ra no ser barrido hacia las rocas de la costa. El viento silbaba con furor desde los cuatro puntos cardinales, y convertía a las velas en hilachas. Los truenos estalla­ban en medio de los relámpagos, pero no podían so­brepasar al ruido de los lamentos que se oían en la casa sin cimientos, sepulcro móvil. El bamboleo de las masas acuosas no había llegado a romper las cadenas de las anclas, pero sus golpes habían abierto una vía de agua en los flancos del navío. Brecha enorme, pues las bombas no eran suficientes para achicar las espu­mosas masas de agua salada que se abatían sobre el puente. El navío en peligro dispara unos cañonazos de alarma, pero zozobra con lentitud... con majestad. El que no haya visto zozobrar un barco en medio del hu­racán, de la intermitencia de los relámpagos y de la os­curidad más profunda, mientras los que están en él se sienten abrumados por esa desesperación que ya sabéis, ése no conoce los accidentes de la vida. Por último, se escapa un grito universal de inmenso dolor de entre los flancos del barco, mientras el mar redobla sus temi­bles ataques. Es el grito que ha hecho brotar el aban­dono de las fuerzas humanas. Cada uno se envuelve en el manto de la resignación y pone su suerte en las manos de Dios. Se acorralan como un rebaño de bo­rregos. El navío en peligro dispara unos cañonazos de alarma, pero zozobra con lentitud... con majestad. Han hecho funcionar las bombas durante todo el día. Es­fuerzos inútiles. La noche llegó, densa, implacable, pa­ra colmar ese espectáculo gracioso. Cada uno se dice que, una vez en el agua, ya no podrá respirar, pues, por muy lejos que haga regresar a su memoria, no re­conoce a ningún pez como antepasado; pero se exhor­ta a contener la respiración el mayor tiempo posible, a fin de prolongar su vida dos o tres segundos más; es la ironía vengadora que quiere enviar a la muerte... El navío en peligro dispara unos cañonazos de alarma, pero zozobra con lentitud... con majestad. No sabe que el barco, al hundirse, ocasiona una poderosa circun­volución de olas en torno a sí mismas, que el limo ce­nagoso se mezcla con las aguas turbias, y que una fuer­za que viene de abajo, contragolpe de la tempestad que hace sus estragos arriba, imprime al elemento unos mo­vimientos bruscos y nerviosos. Así, a pesar del acopio de sangre fría que previamente ha reunido el futuro ahogado, tras una reflexión más amplia, deberá sen­tirse feliz si prolonga su vida en los torbellinos del abis­mo, la mitad de una respiración normal, a fin de ha­cer un buen cálculo. Le será imposible, pues, burlarse de la muerte, su deseo supremo. El navío en peligro dispara unos cañonazos de alarma, pero zozobra con lentitud... con majestad. Es un error. No dispara ya cañonazos, no zozobra. La cáscara de nuez se hundió por completo. ¡Oh cielo!, ¡cómo se puede vivir después de haber experimentado tantas voluptuosidades! Aca­baba de ser testigo de las agonías mortales de muchos de mis semejantes. Minuto a minuto había seguido las peripecias de sus angustias. A veces, el bramido de al­guna vieja, enloquecida de miedo, prevalecía en aquel mercado. Otras veces, sólo el gemido de un niño de pe­cho impedía oír las órdenes para las maniobras. El bar­co estaba demasiado lejos para percibir distintamente los gemidós que me atraían las ráfagas, pero yo los aproximaba por medio de la voluntad, y la ilusión óp­tica era completa. Cada cuarto de hora, cuando un gol­pe de viento, más fuerte que los demás, entregando sus lúgubres acentos a través del grito de los petreles asus­tados, dislocaba al navío con un crujido longitudinal, y aumentaban los lamentos de aquellos que iban a ser ofrecidos en holocausto a la muerte, yo me hundía en la mejilla la punta aguda de un hierro, y pensaba en mi interior: «¡Sufren aún más!» De esta manera tenía, al menos, un término de comparación. Desde la orilla los apostrofaba, lanzándole imprecaciones y amenazas. Me parecía que debían oírme. Me parecía que mi odio y mis palabras, superando la distancia, anulaban las leyes físicas del sonido, y llegaban, inteligibles, a sus oídos, ensordecidos por los bramidos del océano en­colerizado. Me parecía que debían estar pensando en mi, y exhalaban su venganza con una rabia impoten­te. De vez en cuando, echaba una mirada hacia las ciu­dades, dormidas en tierra firme, y al ver que nadie sos­pechaba que un barco iba a zozobrar a algunas millas de la costa, con una corona de aves de presa y un pe­destal de gigantes acuáticos con el vientre vacío, yo re­cobraba el ánimo y volvía a tener esperanza: ¡estaba seguro de su pérdida! ¡No podrían escapar! Para aumentar la precaución, había ido a buscar mi esco­peta de dos tiros, a fin de que, si algún náúfrago in­tentara alcanzar las rocas a nado, para librarse de una muerte inminente, una bala en el hombro le destroza­ría el brazo, impidiéndole cumplir su intención. En el momento más fúrioso de la tempestad, vi, sobrenadan­do en las aguas, con esfuerzos desesperados, una ca­beza enérgica, con los cabellos erizados. Tragaba litros de agua y se hundía en el abismo, balanceándose co­mo un corcho. Pero en seguida aparecía de nuevo, con los cabellos chorreantes, y, fijando la mirada en la orilla, parecía desafiar a la muerte. Era admirable su san­gre fría. Una ancha herida sangrante, ocasionada por la arista de algún escollo oculto, cruzaba su rostro in­trépido y noble. No debía tener más de dieciséis años, pues a través de los relámpagos que iluminaba la no­che, apenas se notaba un vello de melocotón sobre su labio. Ahora se hallaba a doscientos metros del acan­tilado, y yo lo divisaba fácilmente. ¡Qué coraje! ¡Qué espíritu indomable! ¡ Cómo la estabilidad de su cabeza parecía burlarse del destino, hendiendo con vigor las olas, cuyos surcos se abrían con dificultad ante él!... Lo había decidido con anticipación. Debía mantener­me en mi promesa: la última hora había sonado para todos, nadie debía escapar. Esta era mi resolución, na­da la cambiaría... Se oyó un seco sonido, e inmediata­mente después la cabeza se hundió para no reaparecer más. Esa muerte no me produjo tanto placer como po­dría creerse, precisamente porque estaba ya saciado de matar de continuo, lo que hacía de ahora en adelante por un simple hábito que uno no puede pasar por al­to, pero que sólo procura un goce muy leve. Los senti­dos se embotan, se endurecen. ¿Qué voluptuosidad po­dría sentir con la muerte de este ser humano, cuando había más de un centenar que iban a ofrecerme el es­pectáculo de su última lucha con las olas, una vez hun­dido el navío? Esta muerte no tenía para mí ni siquie­ra el atractivo del peligro, pues la justicia humana, me­cida por el huracán de esta noche espantosa, dormita­ba en las casas, a unos pasos de mí. Hoy que los años pesan sobre mi cuerpo, digo con sinceridad, como una verdad suprema y solemne: yo no era tan cruel como se ha dicho después entre los hombres; pero, a veces, la maldad ejercitaba sus perseverantes estragos duran­te años enteros. Entonces no conocía limites a mi fu­ror, sufría accesos de crueldad, y me volvía terrible para aquel que se acercaba a mi mirada huraña, aunque per­teneciera a mi raza. Si se trataba de un caballo o un perro, los dejaba ir: ¿habéis oído lo que acabo de de­cir? Desgraciadamente, la noche de esa tempestad yo me hallaba en uno de esos accesos, mi razón había vo­lado (pues, de ordinario, yo era tan cruel, aunque mas prudente), y todo lo que en aquella ocasión cayera en mis manos debía perecer; no pretendo excusarme de mis errores. Tampoco toda la culpa es de mis seme­jantes. No hago más que constatar el hecho, en espera del juicio final, que me hace rascar la nuca por antici­pado... Pero, ¡qué me importa el juicio final! Mi ra­zón no vuela nunca, como he dicho para engañaros. Y cuando cometo un crimen, sé lo que hago: ¡no quería hacer otra cosa! De pie sobre la roca, mientras el huracán azotaba mis cabellos y mi manto, yo expiaba extasiado esa fuerza de la tempestad, encarnizándose con un navío, bajo un cielo sin estrellas. Seguí, con ac­titud triunfante, todas las peripecias de ese drama, des­de el instante en que el barco echó anclas hasta el ins­tante en que se hundió, hábito fatal que arrastró hacia las entrañas del mar a todos aquellos a quienes reves­tía como un manto. Pero se acercaba el instante en que yo mismo tenía que mezclarme como actor en aque­llas escenas de la naturaleza trastornada. Cuando el lu­gar donde el barco había sostenido el combate mostró claramente que éste había ido a pasar el resto de sus días en el piso bajo del mar, entonces, una parte de los que habían sido arrastrados por las olas reapare­cieron en la superficie. Disputaban cuerpo a cuerpo, dos a dos, tres a tres; era el medio de no salvar su vi-da, pues sus movimientos se hacían embarazosos y se iban al fondo como cántaros agujereados... ¿Qué es ese ejército de monstruos marinos que hiende las olas raudamente? Son seis, sus aletas son vigorosas, y se abren paso a través de las olas embravecidas. Con to­dos esos seres humanos, que mueven los cuatro miem­bros de ese continente tan poco estable, los tiburones hacen muy pronto una tortilla sin huevos, y se la re­parten de acuerdo con la ley del más fuerte. La sangre se mezcla con las aguas y las aguas se mezclan con la sangre. Sus ojos feroces iluminan suficientemente el es­cenario de la carnicería... Pero, ¿qué es ese tumulto de las aguas, allá lejos, en el horizonte? Se diría una tromba que se acerca. ¡Qué golpes de remo! Percibo lo que es: una enorme hembra de tiburones que viene a tomar parte del pastel de hígado de pato y a comer el cocido frío. Llega furiosa, pues está hambrienta. Se entabla una lucha entre ella y los tiburones entonces, se disputan algunos miembros palpitantes que flotan por aquí y por allá, en silencio, sobre la superficie de la crema roja. A derecha e izquierda, lanza dentella­das que producen heridas mortales. Pero tres tiburo­nes vivos le rodean y ella se ve obligada a girar en to­dos los sentidos para hacer fracasar su maniobra. Con creciente emoción, hasta entonces desconocida, el es­pectador, situado en la orilla, sigue esa batalla naval de nuevo género. Tiene la mirada clavada sobre esa va­lerosa hembra de tiburón, de dientes tan fuertes. No vacila más, se echa la escopeta al hombro, y, con su habitual destreza, aloja la segunda bala en las agallas de un tiburón, en el momento en que se mostraba por encima de una ola. Quedan dos tiburones que dan tes­timonio de un encarnizamiento mayor. Desde lo alto de la roca, el hombre de la saliva salobre se arroja al mar y nada hacia la alfombra agradablemente colorea­da, sosteniendo en la mano ese cuchillo de acero que no le abandona jamás. Desde ahora, cada tiburón tie­ne que habérselas con un enemigo. Avanza hacia su ad­versario cansado, y, sin apresurarse, le hunde en el vien­tre la afilada hoja. La móvil ciudadela se desembara­za fácilmente del último adversario... Se encuentran ca­ra a cara el nadador y la hembra del tiburón salvada por él. Se miran a los ojos durante unos minutos, y cada uno se asombra de encontrar tanta ferocidad en la mirada del otro. Dan vueltas en redondo nadando, sin perderse de vista, diciéndose para sí: «He estado engañado hasta ahora; he aquí uno que me gana en maldad». Entonces, de común acuerdo, entre dos aguas, se deslizaron uno hacia el otro, con mucha ad­miración, la hembra de tiburón separando las aguas con sus aletas, Maldoror agitando las olas con sús brazos, y retuvieron su aliento con una veneración profunda, cada uno deseoso de contemplar, por primera vez, su vivo retrato. Cuando estaban a tres metros de distan­cia, súbitamente, cayeron el uno sobre el otro, como dos amantes, y se abrazaron con dignidad y reconoci­miento, un abrazo tan tierno como el de un hermano o una hermana. Los deseos carnales siguieron de cer­ca a esa demostración de amistad. Dos muslos ner­viosos se unieron estrechamente a la piel viscosa del monstruo como dos sanguijuelas, y con los brazos y las aletas entrelazadas alrededor del cuerpo del objeto amado, al que rodeaban con amor, mientras sus gar­gantas y sus pechos no formaban más que una masa glauca con las exhalaciones de las algas, en medio de la tempestad que continuaba haciendo estragos, a la luz de los relámpagos, teniendo por lecho nupcial las olas espumosas, llevados por una corriente submarina como en una cuna, y rodando sobre sí mismos hacia las profundidades desconocidas del abismo, ¡se unie­ron en una cópula larga, casta y horrible!... ¡Por fin acababa de encontrar a alguien que se asemejara!
¡Desde ahora ya no estaría solo en la vida!... ¡Ella te­nía las mismas ideas que yo!... ¡Estaba frente a mi pri­mer amor!

El Sena arrastra un cuerpo humano. En esas circuns­tancias, adquiere una andadura solemne. El cadáver hinchado se mantiene sobre el agua, desaparece bajo el arco de un puente, para reaparecer de nuevo más le­jos, girando lentamente sobre si mismo, como una rue­da de molino, y hundiéndose a intervalos. El dueño de un barco, con ayuda de una pértiga, lo engancha al pa­sar y lo lleva a tierra. Antes de transportar el cuerpo al depósito de cadáveres, se le deja algún tiempo en la orilla, para intentar hacerle volver a la vida. La multi­tud compacta se reúne alrededor del cuerpo. Los que no pueden ver, por que están detrás, empujan todo lo que pueden a los que están delante. Cada uno se dice: «No soy yo quien se ahogaría». Al muchacho que se ha suicidado se le compadece, se le admira, pero no se le imita. Y, sin embargo, él ha encontrado muy na­tural haberse dado la muerte, al juzgar que no existe nada en la tierra capaz de contentarlo, pues aspira a algo más elevado. Su rostro es distinguido, y rica su vestimenta. ¿Tiene ya diecisiete años? ¡Eso es morir joven! La multitud paralizada continúa con los ojos clavados en él... Está anocheciendo. Cada uno se retí­ra silenciosamente. Nadie se atreve a darle la vuelta al ahogado, para hacerle arrojar el agua que llena su cuer­po. Tienen miedo a pasar por sensibles, y nadie se mue­ve, atrincherado en el cuello de su camisa. Uno se va silbando una absurda canción tirolesa; otro hace res­tallar los dedos como castañuelas... Hostigado por sus sombríos pensamientos, Maldoror, sobre su caballo, pasa cerca del lugar, con la velocidad el relámpago. Per­cibe al ahogado; eso basta. En seguida detiene su cor­cel y echa pie a tierra. Levanta al muchacho sin asco, y le hace expulsar el agua con abundancia. El pensa­miento de que ese cuerpo inerte pudiera volver a vivir bajo su mano, hace que sienta el corazón saltar, y, ba­jo esa excelente impresión, redobla su ánimo. ¡Vanos esfuerzos! Vanos esfuerzos, he dicho, y esa es la ver­dad. El cadáver sigue inerte, y se deja girar en todos los sentidos. Él frota sus sienes, fricciona este o aquel miembro, sopla durante una hora en la boca, apretan­do sus labios contra los labios del desconocido. Por fin le parece sentir bajo su mano, aplicada contra el pe­cho, un ligero latido. ¡El ahogado vive! En ese instan-te supremo no pudo notar que numerosas arrugas de­saparecieron de la frente del caballero y lo rejuvene­cieron diez años. Pero ¡ay!, las arrugas volverán, qui­zás mañana, quizás en seguida, en cuanto se aleje de la orilla del Sena. Mientras tanto, el ahogado abre unos ojos turbios, y, con una sonrisa descolorida, da las gra­cias a su bienhechor; pero todavía está débil y no pue­de hacer ningún movimiento. Salvar la vida a alguien, ¡qué hermoso! ¡Y cómo esta acción redime de las cul­pas! El hombre de labios de bronce, ocupado hasta en­tonces en arrancárselo a la muerte, mira al muchacho con más atención y sus rasgos no le parecen descono­cidos. Piensa que entre el ahogado de rubios cabellos y Holzer, no hay mucha diferencia. ¡Vedlos como se abrazan efusivamente! ¡No importa! El hombre de la pupila de jaspe quiere conservar la apariencia de una actitud severa. Sin decir nada, coloca a su amigo en la grupa, y el corcel se aleja al galope. Oh tú, Holzer, que te creías tan razonable y fuerte, ¿no has visto, en tu propio ejemplo, lo difícil que es, en un acceso de desesperación, conservar esa sangre fría de la que te vanaglorias? Espero que no me causes más semejante disgusto, y yo, p9r mi parte, te prometo no atentar nun­ca contra mi vida.

Hay horas en la vida en que hombre de la cabellera piojosa lanza, con los ojos fijos, miradas salvajes so­bre las membranas verdes del espacio, pues le parece oír ante silos irónicos abucheos de un fantasma. Mueve y baja la cabeza: lo que ha oído es la voz de la con­ciencia. Entonces sale de la casa con la velocidad de un loco, toma la primera dirección que se ofrece a su estupor, y devora las llanuras rugosas del campo. Pe­ro el fantasma amarillo no le pierde de vista y lo persi­gue con la misma velocidad. Algunas veces, en una no­che de tormenta, mientras legiones de pulpos alados, que desde lejos se parecen a cuervos, planean por encima de las nubes, dirigiéndose con inflexible remada hacia las ciudades de los hombres, con la misión de ad­vertirles que cambien de conducta, el guijarro de mi­rada sombría ve pasar, uno tras otro, dos seres entre el resplandor del relámpago, y, enjugando una furtiva lágrima de compasión que se desliza de su párpado he­lado, exclama: «Ciertamente, lo merece, es de justicia». Después de haber dicho esto, recobra su actitud feroz, y continúa mirando, con un temblor nervioso, la caza del hombre, y los grandes labios de la vagina sombría, de donde se desprenden sin cesar, como un río, inmen­sos espermatozoides tenebrosos que toman su ímpetu en el éter lúgubre, escondiendo, con el vasto desplie­gue de sus alas de murciélago, la naturaleza entera, y las legiones solitarias de pulpos que se han vuelto taci­turnos ante el aspecto de esas fulguraciones sordas e inexpresables. Pero durante ese tiempo el steeple-chase continúa entre los dos infatigables corredores, y el fan­tasma arroja por su boca torrentes de fuego sobre la espalda calcinada del antílope humano. Si, en el cum­plimento de ese deber, encuentra en el camino a la pie­dad que quiere cerrarle el paso, cede a sus súplicas con repugnancia, y deja que el hombre se escape. El fan­tasma hace chasquear su lengua, como para decirse a sí mismo que va a dejar la persecusión, y regresa a su pocilga hasta nueva orden. Su voz de condenado se ex­tiende hasta el interior de los lechos más lejanos del espacio, y cuando su aullido espantoso penetra en el corazón humano, éste preferiría tener, se dice, a la muerte por madre antes que al remordimiento por hi­jo. Hunde la cabeza hasta los hombros en la compli­caciones terrosas de un agujero, pero la conciencia vo­latiza esta astucia de avestruz. La excavación se eva­pora, gota de éter, la luz aparece con su cortejo de ra­yos, como una bandada de chorlitos que cae sobre el espliego, y el hombre se encuentra frente a sí mismo con los turbios ojos abiertos. Lo he visto dirigirse ha­cia el mar, subir a un promontorio destrozado y batido por la ceja de la espuma, y, como una flecha, pre­cipitarse en las olas. He aquí el milagro: el cadáver rea­parecía al día siguiente en la superficie del océano, el cual devolvía a su vez el despojo de carne a la orilla. El hombre se despojaba del molde que su cuerpo ha­bía fraguado en la arena, exprimía el agua de sus ca­bellos mojados, y volvía a emprender, con la frente mu­da e inclinada, el camino de la vida. La conciencia juzga severamente nuestros pensamientos y nuestros actos más secretos, y no se engaña. Como es a menudo im­potente para prevenir el mal, no cesa de acosar al hom­bre, como a un zorro, sobre todo durante la oscuri­dad. Ojos vengadores, que la ciencia ignorante llama meteoros, esparcen una llama lívida, pasan girando so­bre sí mismos, y articulan palabras de misterio... ¡que él comprende! Entonces su cabezal queda triturado por las sacudidas de su cuerpo, abrumado por el peso del insomnio, y oye la siniestra respiración de los vagos ru­mores de la noche. El ángel del sueño mismo, mortal­mente alcanzado en la frente por una piedra descono­cida, abandona su tarea y asciende hacia los cielos. Pues bien, esta vez me presento para defender al hombre, yo, el censor de todas las virtudes, yo, el que no ha po­dido olvidar al Creador, desde el día glorioso en que, derribando de su pedestal los anales del cielo, donde no sé por medio de qué infame embrollo estaban con­signados su dominio y su eternidad, le apliqué mis cua­trocientas ventosas debajo de la axila y le hice dar gri­tos terribles... Se convirtieron en víboras al salir de su boca y, fueron a esconderse entre las malezas, entre las murallas ruinosas, al acecho del día, al acecho de la noche. Esos gritos, que volvieron rampantes y dota­dos de innumerables anillos, con una cabeza pequeña y aplastada y ojos pérfidos, han jurado detener a la inocencia humana, y cuando ésta se pasea entre la ma­raña de los bosques, o al dorso de los taludes, o sobre las arenas de las dunas, no tarda en cambiar de idea. Sin embargo, siempre que esté a tiempo, pues en oca­siones el hombre percibe la penetración del veneno en las venas de su pierna, por una mordedura casi imper­ceptible, antes de que tenga tiempo de retroceder y lar­garse. Así es como el Creador, conservando una san­gre fría admirable, hasta en los sufrimientos más atro­ces, sabe extraer de su propio seno gérmenes nocivos para los habitantes de la tierra. Cuál no sería su asom­bro cuando vio a Maldoror, convertido en pulpo, avan­zar hacia su cuerpo con sus ocho patas monstruosas, cada una de las cuales, sólida correa, habría podido rodear fácilmente la circunferencia de un planeta. Co­gido de sorpresa, se debatió algunos instantes contra ese abrazo viscoso, que se estrechaba cada vez más... Yo temía algún golpe dañino por su parte; después de haberme nutrido abundantemente con los glóbulos de esa sangre sagráda, me separé bruscamente de su cuer­po majestuoso, y me escondí en una caverna que des­de entonces se convirtió en mi morada. Tras infructuo­sas búsquedas, no pudo encontrarme. Hace mucho tiempo de eso, pero creo que ahora ya sabe dónde está mi morada, aunque se guarda de entrar en ella; vivi­mos como dos monarcas vecinos que conocen sus res­pectivas fuerzas, y no pudiendo vencer uno a otro, es­tán cansados de las batallas inútiles del pasado. El me teme y yo le temo; cada uno, sin haber sido vencido, hemos sentido los rudos golpes de su adversario, y así estamos. Sin embargo, estoy dispuesto a comenzar de nuevo la lucha cuando él quiera. Pero que no espere ningún momento favorable para sus ocultos designios. Estaré siempre en guardia, con la vista fija en él. Que no envíe más a la tierra la conciencia y sus torturas. He enseñado a los hombres las armas con que puede combatirla con ventaja. Todavía no están familiariza­dos con ella, pero sabes que para mí es como la paja que se lleva el viento. No le hago ningún caso. Si qui­siera aprovechar la ocasión que se presenta de sutili­zar estas discusiones poéticas, añadiría que incluso hago más caso de la paja que de la conciencia, pues la paja es útil para el buey que la rumia, mientras que, la con­ciencia sólo sabe mostrar sus garras de acero. Estas su­frieron un penoso descalabro el día que se plantaron ante mí. Como la conciencia había sido enviada por el Creador, creí conveniente no dejarme cerrar el paso por ella. Si se hubiera presentado con la modestia y la humildad propias de su rango, y de las que jamás hu­biera debido apartarse, yo la habría escuchado. No me gustaba su orgullo. Extendí una mano y con mis de­dos trituré sus garras, que cayeron pulverizadas bajo la presión creciente de esa nueva clase de mortero. Ex­tendí la otra mano y le arranqué la cabeza. A conti­nuación arrojé de mi casa a latigazos a aquella mujer y no la volví a ver más. Conservé su cabeza en recuer­do de mi victoria... Con una cabeza en la mano, cuyo cráneo roía, me mantuvo sobre un pie, como la garza, al borde del precipicio fraguado en las laderas de la montaña. Me han visto descender al valle, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y serena como la lápi­da de una tumba. Con una cabeza en la mano, cuyo cráneo roía, nadé entre los remolinos más peligrosos, atravesé los escollos mortales, y me sumergí bajo las corrientes para asistir, como un ser ajeno, a los com­bates de los monstruos marinos; me alejé de la costa hasta perderla de mi vista penetrante; y los horribles calambres, con su magnetismo paralizante, rondaban alrededor de mis miembros, que hendían las olas con movimientos vigorosos, sin atreverse a aproximarse. Me han visto regresar, sano y salvo, a la playa, mien­tras la piel de mi pecho estaba inmóvil y serena como la lápida de una tumba. Con una cabeza en la mano, cuyo cráneo roía, subí los peldaños que ascendían a una elevada torre. Llegué, con las piernas cansadas, a la plataforma vertiginosa. Contemplé el campo, el mar; contemplé el sol, el firmamento; empujando con el pie el granito, que no cedió, desafié a la muerte y a la ven­ganza divina con un supremo abucheo, y me precipi­té, como un adoquín, en la boca del espacio. Los hom­bres oyeron el choque doloroso y resonante que resul­tó del encuentro del suelo con la cabeza de la concien­cia, que había abandonado en mi caída. Me han visto descender, con la lentitud de un pájaro, llevado por una nube invisible, y recoger la cabeza, para forzarla a ser testigo de un triple crimen que yo debía cometer ese día, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y se­rena como la lápida de una tumba. Con una cabeza en la mano, cuyo cráneo roía, me dirigí hacia el lugar donde se elevan los postes que sostienen la guillotina. Coloqué la gracia suave del cuello de tres muchachas bajo la cuchilla. Como verdugo, solté el cordón con la aparente experiencia de toda la vida, y el hierro trian­gular, cayendo oblicuamente, cortó las tres cabezas que me miraban con dulzura. Puse en seguida la mía bajo la pesada navaja, y el verdugo se dispuso a cumplir con su deber. Tres veces la cuchilla descendió entre las ra­nuras con un renovado vigor, tres veces mi armazón material, sobre todo en el sitio del cuello, fue sacudi­do hasta sus cimientos, como cuando en sueños uno se figura ser aplastado por una casa que se desploma. El pueblo estupefacto me deja pasar para que me aleje de la fúnebre plaza; me ha visto abrir a codazos sus olas ondulantes, y desplazarme, lleno de vida, avan­zando con la cabeza alta, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y serena como la lápida de una tumba. Dije que quería defender al hombre esta vez, pero te­mo que mi apología no sea expresión de la verdad, y, en consecuencia, prefiero callarme. La humanidad aplaudirá esta medida con agradecimiento.
Es hora de poner freno a mi inspiración y de que me detenga un instante en mi camino, como cuando se contempla la vagina de una mujer; es bueno exami­nar el espacio recorrido, para a continuación, con los miembros descansados, dar un salto impetuoso. Dar un giro sin tomar aliento no es fácil, pues las alas se cansan mucho, en un vuelo elevado, sin esperanza y sin remordimiento. No... no conduzcamos a más pro­fundidad la huraña jauría de las piochas y las explora­ciones a través de las minas explosivas de este canto impío. El cocodrilo no cambiará una palabra del vó­mito salido del interior de su cráneo. Tanto peor, si alguna sombra furtiva, estimulada por el loable fin de vengar a la humanidad, injustamente atacada por mi, abre subrepticiamente la puerta de mi cuarto, y, rozan­do la pared como el ala de una gaviota, hunde su pu­ñal en las costillas del saqueador de despojos celestia­les. Lo mismo da que la arcilla disuelva sus átomos de esa manera que de otra.
CANTO TERCERO

RECORDEMOS los nombres de esos seres imagina­rios, de naturaleza angelical, que mi pluma, durante el segundo canto, ha extraído de un cerebro que brilla con un fulgor emanado de ellos mismos. Mueren, des­de su nacimiento, como esas chispas que, por su rápi­da desaparición, el ojo apenas puede seguir sobre el pa­pel ardiendo. ¡ Leman!... ¡ Lohengrin!... ¡ Lombano!
¡Holzer!... Aparecisteis un momento, recubiertos por las insignias de la juventud, en mi horizonte encanta­do, pero os dejé caer en el caos, como campanas de buzo. No saldréis más. Me basta con haber conserva­do vuestro recuerdo, pero tenéis que dejar el sitio a otras sustancias, acaso menos bellas, que dará a luz el desbordamiento tormentoso de un amor que ha resuelto no calmar su sed junto a la raza humana. Amor ávi­do que se devoraría a sí mismo si no buscara su ali­mento en las ficciones celestiales: creando, a la larga, una pirámide de serafines, más numerosos que los gér­menes que hormiguean en una gota de agua, para en­trelazarlos en una elipse que hará arremolinar a su al-rededor. Durante ese tiempo, el viajero, detenido frente al espectáculo de una catarata, si alza el rostro, verá, en la lejanía, a un ser humano arrastrado hacia la ca­verna del infierno por una guirnalda de camelias vivas. Pero... ¡silencio!,la imagen flotante del quinto ideal, sc dibuja lentamente, como los indecisos repliegues de una aurora boreal, sobre el plano vaporoso de mi in­teligencia y toma una consistencia cada vez más deter­minada... Mario y yo íbamos por la orilla de la costa.
Nuestros caballos, con los cuellos estirados, hendían las membranas del espacio y arrancaban chispas a los guijarros de la playa. El cierzo, que nos golpeaba en pleno rostro, se metía en nuestros mantos y hacía vol­tear hacia atrás los cabellos de nuestras cabezas geme­las. La gaviota, con sus gritos y sus aletazos, se esfor­zaba en vano por advertirnos de la posible proximidad de la tempestad, y exclamaba: «¿Adónde van con ese galope insensato?» No decíamos nada; sumergidos en el sueño, nos dejábamos llevar en alas de esa carrera furiosa; el pescador, al vernos pasar, veloces como el albatros, y creyendo percibir, huyendo ante él, a los dos hermanos misteriosos, como se les llamaba por­que estaban siempre juntos, se apresuraba a persignarse, y se escondía, con su perro paralítico, bajo alguna roca profunda. Los habitantes de la costa habían oído contar cosas extrañas de estos dos personajes, que apa­recían sobre la tierra, en medio de las grandes nubes, en las épocas de grandes calamidades, cuando una gue­rra horrorosa amenazaba plantar su arpón en el pecho de dos países enemigos, o cuando el cólera se disponía a lanzar con su honda la podredumbre y la muerte so­bre ciudades enteras. Los más viejos saqueadores de restos de naufragios fruncían el ceño con aire grave, afirmando que los dos fantasmas, de quienes habían observado la vasta envergadura de sus alas negras, du­rante los huracanes, por encima de los bancos de are­na y de los escollos, eran el genio de la tierra y el genio del mar que paseaban su majestad en medio de los aires, durante las grandes revoluciones de la naturaleza, uni­dos por una amistad eterna cuya rareza y gloria ha en­gendrado el asombro de la cadena indefinida de las ge­neraciones. Se decía que, volando uno al lado del otro como dos cóndores de los Andes, les gustaba planear, en circulos concéntricos, entre las capas de la atmós­fera más próximas al sol, que se nutrían en esos parajes de las más puras esencias de la luz, y que sólo se decidían de mala gana a cambiar la inclinación de su vuelo vertical hacia la órbita aterrorizada en donde gi­ra el globo humano en su delirio, habitado por espíri­tus crueles que se matan entre ellos en los campos donde ruge la batalla (cuando no se matan pérfidamente, en secreto, en el centro de las ciudades, con el puñal del odio y de la ambición), y que se alimentan de seres lle­nos de vida como ellos, colocados algunos grados más bajo en la escala de la existencia. O bien, cuando to­maban la firme resolución, a fin de animar a los hom­bres al arrepentimiento por las estrofas de sus profe­cías, de nadar, dirigiéndose a grandes brazadas hacia las regiones siderales en donde un planeta se desplaza­ba en medio de las espesas exhalaciones de avaricia, de orgullo, de imprecación y de burla que se despren­dían como vapores pestilentes de su superficie horri­ble, y parecía pequeño como una bola, siendo casi in­visible a causa de la distancia, no dejaban de encon­trar ocasiones en que se arrepentían amargamente de su benevolencia desconocida y menospreciada, e iban a ocultarse en el fondo de los volcanes para conversar con el fuego vivo que hierve en las cubas de los subte­rráneos centrales, o en el fondo del mar, para descan­sar agradablemente su vista desilusionadora sobre los monstruos más feroces del abismo, que les parecían modelos de dulzura, en comparación con los bastardos de la humanidad. Cuando llegaba la noche, con su propicia oscuridad, se lanzaban desde los cráteres con cresta de pórfido y desde las corrientes submari­nas, dejando tras ellos, muy lejos, el orinal rocoso don­de se menea el ano estreñido de las cacatúas humanas, hasta que no pudiesen distinguir ya la silueta suspen­dida del planeta inmundo. Entonces, apenados por su infructuosa tentativa, en medio de las estrellas que se compadecían de su dolor, y bajo la mirada de Dios, se abrazaban llorando el ángel de la tierra y el ángel del mar... Mario y el que galopaba a su lado no igno­raba los vagos y supersticiosos rumores que propaga­ban los pescadores de la costa, durante las veladas, cu­chicheando en torno al hogar con las puertas y las ven­tanas cerradas, mientras el viento de la noche, que de­seaba calentarse, hacia oír sus silbidos alrededor de la cabaña de paja, y conmovía, por su vigor, esas frági­les paredes rodeadas en su base por fragmentos de con­chas transportados por las ondulaciones moribundas de las olas. No hablábamos. ¿Qué pueden decirse dos corazones que se aman? Nada. Pero nuestros ojos lo expresaban todo. Le advertí que se ciñera más el man­to alrededor de sí, y él me hizo observar que mi caba­llo se separaba demasiado del suyo: cada uno toma tan­to interés por la vida del otro como por la propia vida; no nos reíamos. Se esfuerza por sonreirme, pero per­cibo que su rostro lleva el peso de las terribles impre­siones que en él grabó la reflexión, constantemente pen­diente de las esfinges que desconciertan con su mirada obiicua las grandes angustias de la inteligencia de los mortales. Viendo inútiles sus maniobras, desvía los ojos, muerde su freno terrestre babeando de rabia, y mira el horizonte que huye al aproximarnos. A mi vez, me esfuerzo en recordarle su dorada juventud, que só­lo pide entrar en los palacios de los placeres como una reina, pero él nota que mis palabras salen con dificul­tad de mi boca demacrada, y que los años de mi pro­pia primavera han pasado, tristes y glaciales, como un sueño implacable que pasea, sobre las mesas de los ban­quetes y sobre los lechos de satén, donde dormita la pálida sacerdotisa del amor, pagada con los reflejos del oro, las voluptuosidades amargas del desencanto, las arrugas pestilentes de la vejez, las turbaciones de la so­ledad y las llamaradas del dolor. Viendo inútiles mis maniobras, no me extraño de no poder hacerle feliz; el Todopoderoso se me aparece revestido de sus ins­trumentos de tortura, con toda la aureola resplande­ciente de su horror; desvío los ojos, y miro el horizon­te que huye al aproximarnos... Nuestros caballos ga­lopaban a lo largo de la costa, como si huyeran de la mirada humana... Mario es más joven que yo; la hu­medad del tiempo y la espuma salada que nos salpica, llevan el contacto del frío a sus labios. Le digo: «¡Ten cuidado!... ¡Ten cuidado!... Cierra tus labios, ¿no ves las garras afiladas de la grieta que surca tu piel de do­lorosas heridas?» Mira con fijeza mi frente y me repli­ca con los movimientos de su lengua: «Sí, veo esas ga­rras verdes, pero no descompondré la situación natu­ral de mi boca para hacerlas huir. Mira si miento. Pues­to que parece es voluntad de la Providencia, quiero someterme a ella. Su voluntad podría haber sido me­jor». Y yo exclamé: «Admiro esa noble venganza». Quise arrancarme los cabellos, pero me lo prohibió con una mirada severa, y le obedecí con respeto. Se hacia tarde, y el águila regresaba a su nido, excavado en las anfractuosidades de la roca. Me dijo: «Voy a prestar­te mi manto para preservarte del frío: yo no lo necesi­to». Le repliqué: «Desdichado de ti si haces lo que di­ces. No quiero que otro sufra por mí, y sobre todo tú». No me respondió porque yo tenía razón pero me puse a consolarle a causa del acento demasiado imperioso de mis palabras... Nuestros caballos galopaban a lo lar­go de la costa, como si huyeran de la mirada humana. Levanté la cabeza como la proa de un barco levantada por una ola enorme, y le dije: «¿Estás llorando? Te lo pregunto, rey de las nieves y de las nieblas. No veo lágrimas en tu rostro, bello como la flor del cactus, y tus párpados están secos como el lecho del torrente, pero distingo en el fondo de tus ojos una tina llena de sangre donde burbujea tu inocencia, mordida en el cue­llo por un escorpión gigante. Un fuerte viento se arroja sobre el fuego que calienta la caldera y esparce las llamas oscuras hasta el exterior de tu órbita sagrada. He aproximado mis cabellos a tu frente rosada y he sentido un olor a chamusquina, porque se me quema­ron. Cierra los ojos, pues de otro modo tu rostro, cal­cinado como la lava de un volcán, caerá hecho ceniza en el hueco de mis manos». Se volvió hacia mí, sin pres­tarle atención a las riendas que sostenía en su mano, y me contempló con tristeza, mientras lentamente abría y cerraba sus párpados de lirio, igual que el flujo y el reflujo del mar. Quiso responder a mi audaz pregun­ta, y he aquí como lo hizo: «No te preocupes por mi. Lo mismo que las brumas de los ríos escalan a lo largo de las laderas de la colina, y, una vez alcanzada la ci­ma, se lanzan a la atmósfera en forma de nubes, lo mis­mo tus inquietudes sobre mí han crecido insensiblemen­te, sin motivo razonable, y forman por encima de tu imaginación el cuerpo engañoso de un desolado espe­jismo. Te aseguro que no hay fuego en mis ojos, aun­que sienta la misma impresión que si mi cráneo estu­viera metido dentro de un casco de carbón ardiendo. ¿Cómo quieres que las carnes de mi inocencia burbu­jeen en la tina si sólo oigo unos gritos muy débiles y confusos que para mí no son más que los gemidos del viento que pasa por encima de nuestras cabezas? Es im­posible que un escorpión haya fijado su residencia y sus agudas pinzas en el fondo de mi órbita destroza­da; creo más bien que son vigorosas tenazas lo que pul­verizan los nervios ópticos. Sin embargo, estoy de acuerdo contigo en que la sangre que colma la tina ha sido extraída de mis venas por un verdugo invisible, mientras dormía la última noche. Te he esperado mu­cho tiempo, hijo amado del océano, y mis brazos en­tumecidos han entablado un vano combate con Aquel que se había introducido en el vestíbulo de mi casa... Si siento que mi alma se halla asegurada con candado en el cerrojo de mi cuerpo, y no puede desprenderse para huir lejos de las costas que azota el mar humano y así dejar de ser testigo del espectáculo de la lívida jau­ría de las desgracias que persiguen sin tregua, a través de los barrancos y precipicios de la inmensa desolación, a las gamuzas humanas. Pero no me quejaré. He recibido la vida como una herida y he prohibido al suici­dio que cure la cicatriz. Quiero que el Creador contem­ple, en cada hora de su eternidad, la grieta abierta. Es el castigo que le inflijo. Nuestros corceles disminuyen la velocidad de sus pies de bronce; sus cuerpos tiem­blan como el cazador sorprendido por una manada de jabalíes. No es necesario que se pongan a escuchar lo que decimos. A fuerza de prestar atención su inteligen­cia se desarrollaría y podría tal vez comprendernos. ¡Desgraciados de ellos, pues sufrirían mucho más! Sólo tienes que pensar en los jabatos de la humanidad: el grado de inteligencia que les separa de los demás seres de la creación, ¿no parece que se les ha otorgado al precio irremediable de incalculables sufrimientos? Imita mi ejemplo, y que tu espuela de plata se hunda en los costados de tu corcel...» Nuestro caballos galopaban a lo largo de la costa, como si huyeran de la mirada humana.

He ahí a la loca que pasa bailando, mientras recuer­da vagamente algo. Los niños la persiguen a pedradas como si fuera un mirlo. Blande un bastón y hace el si­mulacro de correr tras ellos, pero continúa su camino. Ha perdido un zapato en el recorrido, aunque no se da cuenta. Largas patas de araña corren por su nuca: no son otra cosa que sus cabellos. Su rostro no se pa­rece ya a un rostro humano y lanza carcajadas como la hiena. Deja escapar fragmentos de frases en las cua­les aun ordenadas, muy pocos entrarían una clara significación. Su vestido, agujereado en más de un sitio, ejecuta bruscos movimientos en torno a sus piernas huesudas y llenas de barro. Marcha adelante, como la hoja del álamo, llevada -ella, la juventud, sus ilusio­nes y su felicidad pasada que vuelve a ver a través de las brumas de una inteligencia destruida- por el tor­bellino de sus facultades inconscientes. Ha perdido su gracia y su belleza primitivas, su andar es innoble y su aliento huele a aguardiente. Si los hombres fueran fe­lices en esta tierra, habría que extrañarse. La loca no hace ningún reproche, es demasiado orgullosa para quejarse, y morirá sin haber revelado su secreto a los que se interesan por ella, aunque les ha prohibido pa­ra siempre que le dirijan la palabra. Los niños la per­sigue a pedradas como si fuera un mirlo. Ha dejado caer de su seno un rollo de papel. Un desconocido lo recoge, se encierra en su casa toda la noche, y lee el manuscrito, que contiene lo que sigue: «Después de mu­chos años estériles, la Providencia me envió una hija. Durante tres días me arrodillé en las iglesias y no cesé de dar las gracias al nombre de Aquel que al fin había atendido mis súplicas. Con mi propia leche alimenté a aquella que era más que mi vida y que yo veía crecer rápidamente, dotada de todas las cualidades del alma y del cuerpo. Ella me decía: "Quisiera tener una her­manita para jugar con ella, pídele a Dios que me envíe una, y para recompensarlo tej eré para él una guirnalda de violetas, mentas y geranios". Por cada respuesta, yo la alcé hasta mi seno y la besé con amor. Ella, que ha­bía aprendido ya a interesarse por los animales, me pre­guntaba por qué la golondrina se contenta sólo con ro­zar con su ala las chozas de los hombres, sin atreverse a entrar. Pero yo ponía un dedo en mi boca, como pa­ra decirle que guardara silencio sobre esa grave cues­tión, cuyos fundamentos no quería aún hacerle com­prender, a fin de no herir con una impresión desmedi­da su imaginación infantil, y me apresuraba a desviar la conversación sobre ese asunto, penoso de tratar para todo ser perteneciente a la raza que ha desplegado una dominación injusta sobre los demás animales de la crea­ción. Cuando ella me hablaba de las tumbas del cemen­terio, diciéndome que en esa atmósfera se respiraba los agradables perfumes de los cipreses y de las simprevivas, me guardaba de contradecirla, pero le decía que era la ciudad de los pájaros, que allí cantaban desde la aurora hasta el crepúsculo, y que las tumbas eran sus nidos, don­de descansaban de noche con sus familias, levantando la lápida. Todos los bonitos vestidos que llevaba, los ha­bía cosido yo, así como los encajes de mil arabescos que reservaba para el domingo. En invierno, tenía su sitio fijo alrededor de la gran chimenea, pues se creía una persona seria, y en verano, la pradera reconocía la suave presión de sus pasos, cuando se aventuraba, con su red de seda atada al extremo de un junco, tras los colibríes, plenos de independencia, y las maripo­sas, de sesgos molestos. "¿Qué haces, pequeña vaga­bunda, cuando la sopa te espera, desde hace una ho­ra, con la cuchara que se impacienta?". Pero ella, sal­tando a mi cuello, exclamaba que no volvería a suce­der más. Al día siguiente se escapaba de nuevo a tra­vés de las margaritas y las resedas, entre los rayos del sol y el vuelo atolondrado de los insectos efímeros; só­lo conocía la copa prismática de la vida, pero no la hiel; era feliz de ser mayor que el abejarruco; se burlaba de la curruca que no canta tan bien como el ruiseñor; le sa­caba solapadamente la lengua al villano cuervo, que la miraba paternalmente; y era graciosa como un gatito. Po­co tiempo habría yo de gozar de su presencia; se aproxi­maba la hora en que debía, de una manera inesperada, decir adiós a los encantos de la vida, abandonando para siempre la compañía de las tórtolas, de las gallinetas y de los verderones, el parloteo del tulipán y de la anémo­na, los consejos de las hierbas del pantano, el espíritu incisivo de las ranas y el frescor de los arroyos. Me con­taron lo que había sucedido, pues no estuve en el suceso que tuvo como consecuencia la muerte de mi hija. Si lo hubiese estado habría defendido a aquel ángel a costa de mi sangre... Maldoror pasaba con su alano, ve a una muchacha que duerme a la sombra de un plátano, y la confunde con una rosa. No podría decirse qué sur­gió primero en su espíritu, si la vista de aquella niña o si la resolución que tomó luego. Se desnuda rápida­mente, como un hombre que sabe lo que va a hacer. Desnudo como una piedra, se arroja sobre el cuerpo de la muchacha y le levanta el vestido para cometer un atentado al pudor... ¡a la luz del sol! ¡No se anda por las ramas, vamos!... No insistamos sobre esa acción impura. Con el espíritu descontento, se vuelve a vestir precipitadamente, arroja una mirada de cautela sobre el camino polvoriento, por donde nadie pasa, y orde­na al dogo que estrangule con un movimiento de sus quijadas a la muchacha sangrante. Indica al perro de la montaña el lugar por donde respira y grita la víctima su­friente, y se aparta para no ser testigo de la penetración de los dientes puntiagudos en las venas rosadas. El cum­plimiento de esa orden pudo parecerle severo al dogo. Creyó que le pedían lo que ya había hecho, y se limitó, ese lobo de hocico monstruoso, a violar a su vez la virgi­nidad de la delicada niña. Desde su vientre desgarrado, la sangre corre de nuevo a lo largo de sus piernas, a tra­vés de la pradera. Sus lamentos se unen a los aullidos del animal. La muchacha le presenta la cruz de oro que adorna su cuello, a fin de que se aparte; ella no se había atrevido a ponerlas ante los salvajes ojos de aquel que en primer lugar había tenido la intención de aprove­charse de la debilidad de sus años. Pero el perro no ignoraba que, si desobedecía a su dueño, un cuchillo sacado de debajo de una manga le abriría repentina­mente las entrañas sin decir ni Pío. Maldoror (¡cómo repugna pronunciar este nombre!) oía los dolores la agonía y se asombraba de que la víctima resistiera tanto y no estuviera muerta. Se aproxima al altar de sacrificio y ve la conducta de su dogo que, entregado a sus bajos instintos, levantaba la cabeza por encima de la muchacha, igual que náufrago eleva la suya por encima de las olas encolerizadas. Le da un puntapié y le salta un ojo. El perro, lleno de ira, huye hacia el cam­po, arrastrando tras sí durante un espacio que siempre es demasiado largo, por corto que sea, el cuerpo de la muchacha suspendido, que sólo se desprende gracias a las sacudidas de la fuga, pero teme atacar a su due­ño, que no volverá a verle. Éste saca de su bolsillo un cortaplumas americano, compuesto de diez o doce ho­jas que sirven para distintos usos. Abre las patas angulosas de esa hidra de acero, y, armado de semejante escalpelo, viendo que el césped no había aún desapa­ recido bajo el color de tanta sangre vertida, se dispo­ne, sin palidecer, a registrar animosamente la vagina de la desgraciada niña. Desde ese orificio, ampliado, extrae sucesivamente los órganos internos: los intesti­nos, los pulmones, el hígado, y, finalmente, el cora­zón mismo, son arrancados de sus ligamentos y lleva­dos a la luz del día a través de la espantosa abertura. El sacrificador percibe que la muchacha, pollo vacia­ do, ha muerto hace tiempo, cesa en la perseverancia creciente de sus estragos y deja al cadáver dormir a la sombra del plátano. El cortaplumas abandonado se encontró a unos pasos de distancia. Un pastor, testigo del crimen cuyo autor no había sido descubierto, lo re­lató mucho tiempo después, cuando estuvo seguro de que el criminal se encontraba a salvo tras la frontera y no tenía que temer la evidente venganza proferida contra él, en caso de revelarlo. Me compadecí del in­sensato que había cometido ese delito, que no había previsto el legislador, y carecía de precedentes. Me com­padecí porque es probable que hubiera perdido la razón cuando manejó el puñal de hoja cuatro veces triple, lace­rando de arriba a abajo las paredes de las vísceras. Me compadecí porque, si no estaba loco, su conducta ver­gonzosa debía abrigar un odio muy grande contra sus semejantes, para ensañarse de esa manera con las carnes y las arterias de la niña inofensiva que fue mi hija. Asis­ti al entierro de esos escombros humanos con muda re­signación, y todos los días voy a rezar ante la tumba». Al terminar esta lectura, el desconocido no puede con­servar sus fuerzas y se desmaya. Recobra sus sentidos y quema el manuscrito. Había olvidado ese recuerdo de su juventud (la costumbre embota la memoria), y, después de veinte años de ausencia, regresaba a aquel país fatal. ¡No comprará dogos!... ¡No conversará con los pastores!... ¡No se dormirá bajo la sombra de los plátanos!... Los niños la persiguen a pedradas como si fuera un mirlo.

Tremdall ha estrechado por última vez la mano de aquel que se ausenta voluntariamente, siempre huyen­do hacia adelante, siempre con la imagen del hombre que le persigue. El judío errante piensa que si el cetro de la tierra perteneciera a la raza de los cocodrilos no huiría de esa manera. Tremdall, de pie en el valle, ha puesto una mano ante sus ojos, para concentrar los ra­yos solares y hacer su vista más penetrante, mientras la otra palpa el seno del espacio, con el brazo horizon­tal e inmóvil. Inclinado hacia adelante, estatua de la amistad, mira con ojos misteriosos como el mar como escalan por la pendiente de la costa las polainas del via­jero, que se ayuda de su férreo bastón. Le parece que le falta la tierra bajo los pies, y, aunque lo quisiera, no podría contener sus lágrimas y sus sentimientos: «Él se halla lejos, veo su silueta caminar por un es­trecho sendero. ¿Adónde va con ese paso tan lento? Ni él mismo lo sabe... Sin embargo, estoy persuadido de que no sueño: ¿qué se acerca y va al encuentro de Maldoror? ¡Qué grande es el dragón... mucho más que un roble! Se diría que sus alas blancuzcas, fijadas por fuertes ligaduras, tienen nervios de acero, por la sol­tura con que hienden el aire. Su cuerpo comienza con un busto de tigre y termina con una larga cola de ser­piente. Yo no estaba habituado a ver esas cosas. ¿Qué tiene en la frente? Veo escrito en ella en una lengua simbólica, una palabra que no puedo descifrar. Con un último aletazo, se traslada junto aquel cuyo timbre de voz conozco. Le ha dicho: "Te esperaba, y tú tam­bién a mi. Ha llegado la hora, aquí estoy. Lee en mi frente mi nombre escrito con signos jeroglíficos". Pe­ro él, apenas ha visto llegar al enemigo, se ha conver­tido en una inmensa águila y se prepara para el com­bate haciendo chasquear de contento su pico encorva­do, queriendo decir con ello que él solo se encarga de devorar la parte posterior del dragón. Ahí están, tra­zando círculos concéntricos que disminuyen cada vez más, espiando sus recíprocos medios, antes del com­bate, y hacen bien. El dragón me parece más fuerte, y me gustaría que consiguiera la victoria sobre el águi­la. Voy a sentir grandes emociones con este espectáculo en el que una parte de mi ser está comprometida. Po­deroso dragón, te animaré con mis gritos si es necesa­rio, pues es de interés que el águila sea vencida. ¿Qué esperan para atacarse? Siento una angustia mortal. Veamos, dragón, comienza, tú el primero, el ataque. Acabas de darle un golpe seco con tu garra: no está demasiado mal. Te aseguro que el águila lo habrá sen­tido: el viento se lleva la belleza de sus plumas mancha­das de sangre. ¡Ah!, el águila te arranca un ojo con su pico, y tú, tú no le arrancaste más que piel; debiste poner cuidado en eso. Bravo, tómate la revancha y rómpele un ala; no hay nada que decir, tus dientes de tigre son muy buenos. ¡Si pudieras acercarte al águila, mientras da vueltas en el espacio, lanzado en picado sobre el campo! Observo que este águila te inspira pre­caución, incluso cuando cae. Ya está en tierra, no po­drá elevarse. El aspecto de todas esas heridas abiertas me embriaga. Vuela a ras de tierra a su alrededor, y, con los golpes de tu cola escamosa de serpiente, remá­tala, si puedes. Ánimo, hermoso dragón, húndele tus garras vigorosas, y que la sangre se mezcle con la san­gre para formar arroyos que no contengan agua. Es fácil decirlo, pero no hacerlo. El águila acaba de pre­parar un nuevo plan estratégico de defensa, condicio­nado por la suerte aciaga de esa lucha memorable; es prudente. Se ha sentado sólidamente, en una posición inmutable, sobre el ala restante, sus dos muslos y su cola, que antes le servía de timón. Desafía esfuerzos más extraordinarios que los que hasta ahora se le han opuesto. Tan pronto gira con la rapidez del tigre, sin dar muestras de cansancio, tan pronto se acuesta so­bre el lomo, con sus dos fuertes patas en el aire, y, con sangre fría, mira irónicamente a su adversario. Será preciso, a fin de cuentas, que yo sepa quién será el ven­cedor, pues el combate no puede eternizarse. ¡Pienso en las consecuencias del resultado! El águila es terri­ble, y da enormes saltos que hacen temblar la tierra, como si fuera a emprender su vuelo, aunque sabe que eso es imposible. El dragón no se fía, cree a cada ins­tante que el águila le va a atacar por el lado en que le falta el ojo. ¡Qué desgraciado soy! Esto es lo que me sucede. ¿Cómo se ha dejado el dragón agarrar por el pecho? Es en vano que use la fuerza y la astucia: veo que el águila, pegada a él con todos sus miembros, co­mo una sanguijuela, a pesar de las nuevas heridas que recibe, hunde cada vez más su pico, hasta la raíz del cuello en el vientre del dragón. No se le ve más que el cuerpo. Parece estar cómoda y no tiene prisa en salir. Busca sin duda algo, mientras el dragón con cabeza de tigre lanza bramidos que despiertan los bosques. Y he ahí al águila, que sale de esa caverna. ¡Águila, qué ho­rrible eres! ¡Eres más roja que un charco de sangre! Aunque tienes en tu pico un corazón palpitante, estás tan cubierta de heridas que apenas puedes sostenerte sobre tus patas emplumadas y sin abrir el pico te ba­lanceas, al lado del dragón que muere en medio de una horrorosa agonía. La victoria ha sido difícil, no im­porta, pero tú la has logrado: al menos hay que decir la verdad... De acuerdo con las normas de la razón, procede a despojarte de la forma de águila, mientras te alejas del cadáver del dragón. Así pues, Maldoror, ¡fuiste vencedor! Así pues, Maldoror, ¡venciste a la Es­peranza! ¡De ahora en adelante, la desesperación se nu­trirá de tu substancia más pura! A pesar de que estoy, por así decirlo, extenuado por el sufrimiento, el últi­mo golpe que has dado al dragón no he dejado de sen­tirlo yo. ¡Juzga tú mismo si sufro! Pero me das mie­do. Mirad, mirad en la lejanía a ese hombre que huye. Sobre él, tierra excelente, la maldición ha hecho bro­tar su espeso follaje: está maldito y maldice. ¿Adónde llevas tus sandalias? ¿Adónde vas, vacilante como un sonámbulo, por encima del tejado? ¡Qué tu perverso destino se cumpla! ¡Adiós Maldoror! ¡Adiós, hasta la eternidad, donde no volveremos a encontrarnos!».

Era un día de primavera. Los pájaros derramaban sus cánticos en trinos, y los seres humanos, entrega­dos a sus diferentes deberes, se bañaban en la santi­dad del cansancio. Todo trabajaba en su destino: los árboles, los planetas, los escualos. ¡Todo, excepto el Creador! Estaba tendido en el camino con los vestidos destrozados. Su labio inferior colgaba como una cuer­da somnífera, sus dientes no estaban lavados y el pol­vo se mezclaba con las ondas rubias de sus cabellos. Amodorrado por un denso sopor, machacado por los guijarros, su cuerpo hacía inútiles esfuerzos para le­vantarse. Sus fuerzas le había abandonado, y yacía allí, débil como la lombriz de tierra, impasible como la cor­teza. Oleadas de vino llenaban las huellas creadas por los sobresaltos nerviosos de sus hombros. La brutali­dad de jeta de cerdo lo cubría con sus alas protectoras y le arrojaba una mirada amorosa. Sus piernas, con los músculos relajados, barrían el suelo, como dos más­tiles ciegos. La sangre manaba de sus narices: en su caí­da el rostro se había golpeado contra un poste... ¡Es­taba borracho! ¡ Horriblemente borracho! ¡Borracho como una chinche que ha chupado durante la noche tres toneles de sangre! Llenaba el eco de palabras in­coherentes, que me guardaré de repetir aquí; si no se respeta al borracho supremo, yo debo respetar a los hombres. ¿Sabíais que el Creador... se emborrachaba? ¡Piedad para ese labio manchado en las copas de la or­gía! El erizo que pasaba le hundió sus púas en la es­palda y dijo: «Eso para ti. El sol está en la mitad de su carrera; trabaja, holgazán, y no te comas el pan de los demás. Espera un poco y me vas a ver, si llamo a la cacatúa de pico ganchudo». El picoverde y la lechu­za que pasaban le hundieron el pico entero en el vien­tre y dijeron: «Eso para ti. ¿Qué vienes a hacer a esta tierra? ¿Es para ofrecer esta lúgubre comedia a los ani­males? Ni el topo, ni el castor, ni el flamenco te imita­rán, te lo juro». El asno que pasaba le dio una cez en la sien y dijo: «Eso para ti. ¿Qué te hice yo para me dieras unas orejas tan largas? Hasta el grillo me des­precia». El sapo que pasaba le lanzó un chorro de ba­ba a la frente y dijo: «Eso para ti. Si no me hubieras hecho el ojo tan grande, no te hubiera visto en el esta­do en que estás, y habría ocultado castamente la belle­za de tus miembros bajo una lluvia de ranúnculos, de nomeolvides y de camelias, para que nadie te viera». El león que pasaba inclinó su real rostro y dijo: «Yo lo respeto, aunque su esplendor nos parezca por el mo­mento eclipsado. Vosotros, que pasáis por orgullosos y no sois más que cobardes, puesto que lo habéis ata­cado mientras dormía, ¿os alegraría si puestos en su lugar tuviérais que soportar, por parte de los que pa­san, las injurias que no le habéis ahorrado?». El hom­bre que pasaba se detuvo ante el Creador desconoci­do, y, con los aplausos de la ladilla y de la víbora, ¡de­fecó durante tres días sobre su rostro augusto! ¡ Des­graciado sea el hombre a causa de esta injuria, pues no ha respetado al enemigo caído en la mezcla de ba­rro, sangre y vino, indefenso y casi inanimado!... En­tonces, el Dios soberano, despertado al fin por todos estos mezquinos insultos, se levantó como pudo; tam­baleándose, fue a sentarse en una piedra, con los bra­zos colgando como los dos testículos de un tuberculo­so, y lanzó una mirada vidriosa, apagada, sobre toda la naturaleza, que le pertenecía. Oh humanos, sois niños terribles, pero os lo suplico, perdonemos a esta gran existencia que aún no ha terminado de incubar el licor inmundo, y no habiendo conservado suficiente fuerza para mantenerse erguido, ha vuelto a caer pesadamente sobre esta roca en la que está sentado, como un viaje­ro Prestad atención a ese mendigo que pasa: ha visto que el faquir extendía un brazo hambriento, y, sin sa­ber a quien daba limosna, ha dejado un trozo de pan en esa mano que implora misericordia. El Creador le ha expresado su agradecimiento con un movimiento de cabeza. ¡Oh, nunca sabréis qué difícil es sostener cons­tantemente las riendas del universo! A veces la sangre se sube a la cabeza cuando uno se dedica a sacar de la nada un último cometa con una nueva raza de al­mas. La inteligencia, demasiado removida de arriba abajo, se retira como un vencido, y puede caer, una vez en la vida, en los delirios de que habéis sido testigos.

Un farol rojo, bandera del vicio, suspendido del ex­tremo de un listón, balanceaba su armadura, azotada por todos los vientos, sobre una puerta maciza y car­comida. Un corredor sucio, que olía a nalga humana, daba sobre un patio, donde algunos gallos y gallinas, más flacos que sus propias alas, buscaban su comida. Sobre el muro que servía de cerco al patio, en el lado oeste, se había practicado pacientemente diversas aber­turas, cerradas por ventanillas enrejadas. El musgo re­cubría ese cuerpo de edificio que, sin duda, había sido un convento y servia en la hora actual, con el resto del caserón, como vivienda de todas esas mujeres que muestran día a día, a los que entran, el interior de su vagina, a cambio de un poco de dinero. Yo estaba so­bre un puente cuyos pilares se hundían en el agua fan­gosa de un foso circular. Desde su superficie elevada, contemplaba aquella construcción agobiada por la ve­jez en medio del campo y los más pequeños detalles de su arquitectura interior. A veces, la reja de la ven­tanilla se alzaba rechinando, como por el impulso as­cendente de una mano que violentaba la naturaleza del hierro: un hombre asomaba la cabeza por la abertura despejada a medias, sacaba sus hombros, sobre los que caía el yeso desconchado, y, tras esa extracción, hacía salir su cuerpo cubierto de telarañas. Poniendo sus ma­nos como una corona sobre las inmundicias de toda clase que comprimían el suelo con su peso, mientras tenía aún una pierna enganchada en los hierros retorcidos de la reja, recobraba su posición natural e iba a mojar sus manos en un balde rojo, cuya agua jabonosa ha­bía visto levantarse y caer a generaciones enteras, pa­ra alejarse después lo más aprisa posible de esas calle­juelas de suburbio e ir a respirar el aire puro en el cen­tro de la ciudad. Cuando el cliente había salido, una mujer completamente desnuda salía a su vez de la mis­ma manera y se dirigía hacia el mismo balde. Enton­ces, los gallos y gallinas acudían a bandadas desde di­versos puntos del patio, atraídos por el olor seminal, la tiraban al suelo, a pesar de sus vigorosos esfuerzos, pisoteaban la superficie de su cuerpo como un ester­colero, y despedazaban a picotazos, hasta hacer bro­tar sangre, los labios fláccidos de su hinchada vagina. Las gallinas y los gallos, con el buche saciado, volvían a escarbar en la hierba del patio; la mujer, ya lim­pia, se levantaba, temblorosa, cubierta de heridas, co­mo el que se despierta de una pesadilla. Dejaba caer el estropajo que había llevado para enjuagar sus pier­nas, y no teniendo ya necesidad del balde común, se volvía a su guardia de la misma manera que había sa­lido, a la espera de otro cliente. ¡Ante ese espectáculo yo también quise penetrar en la casa! Iba a descender del puente cuando vi en la cornisa de un pilar esta ins­cripción en caracteres hebreos: «Tú, que pasas por es­te puente, no vayas a ese lugar. El crimen y el vicio tie­nen en él su morada. Un día en vano esperaron sus ami­gos a un muchacho que había franqueado la puerta fa­tal». La curiosidad se impuso sobre el temor, y al ca­bo de unos instantes llegué ante la ventanilla cuya reja poseía unos sólidos barrotes que se entrecruzaban es­trechamente. Quise mirar al interior a través de este es­peso tamiz. Al principio no pude ver nada, pero no tar­dé en distinguir los objetos que había en la habitación oscura, gracias a los rayos del sol que aminoraba su luz, pues pronto iba a desaparecer por el horizonte. La primera y única cosa que atrajo mi vista fue un bastón rubio, compuesto de cuernos que penetraban unos en otros. ¡Ese bastón se movía! ¡Andaba por la habita­ción! Sus sacudidas eran tan fuertes que el piso tem­blaba, y con sus dos extremos producía enormes bo­quetes en la pared, a semejanza de un ariete que se lanza contra la puerta de una ciudad sitiada. Sus esfuerzos eran inútiles, los muros estaba construidos con piedra tallada, y, cuando chocaba con la pared, lo veía en­corvarse como una lámina de acero y rebotar como una pelota. ¡Ese bastón no era por lo tanto de madera! Noté a continuación que se enrollaba y se desenrollaba con facilidad, lo mismo que una anguila. Aunque tenía la altura de un hombre no se mantenía erguido. A veces lo intentaba y mostraba uno de sus extremos delante de la reja de la ventanilla. Daba imperiosos saltos y vol­vía a caer en tierra sin que pudiera vencer el obstácu­lo. Me puse a mirarlo cada vez con mayor atención y vi que era ¡ un cabello! Tras una gran lucha con la ma­teria que lo rodeaba como una cárcel, fue a apoyarse en la cama que había en la habitación, con la raíz des­cansando sobre una alfombra y la punta adosada a la cabecera. Después de algunos instantes de silencio, du­rante los cuales oí unos sollozos entrecortados, alzó la voz y dijo así: «Mi dueño me ha olvidado en esta ha­bitación y no viene a buscarme. Se levantó de esta ca­ma en la que estoy apoyado, se peinó la perfumada ca­bellera y no se acordó más de que yo había caído al suelo. Sin embargo, si me hubiera recogido, yo no ha­bría encontrado extraño ese sencillo acto de justicia. Me abandonó en esta habitación emparedada, después de haberse envuelto en los brazos de una mujer. ¡Y qué mujer! Las sábanas están todavía húmedas de su cáli­do contacto y conservan en su desorden la huella de una noche de amor...» ¡Y yo me preguntaba quién po­dría ser su dueño! ¡Y mis ojos se pegaban a la reja ca­da vez con más energía!... «Mientras la naturaleza entera dormitaba en su castidad, él se acopló con una mu­jer degradada, entre abrazos lascivos e impuros. Se rebajó hasta dejar que aproximara a su augusta faz unas mejillas marchitas despreciables por su habitual impu­dicia. El no se avergonzaba, pero yo me avergonzaba por él. Es cierto que se sentía feliz por dormir con se­mejante esposa de una noche. La mujer extrañada del aspecto majestuoso del huésped, parecía sentir volup­tuosidades incomparables y le besaba en el cuello con frenesí». ¡ Y yo me preguntaba quién podía ser su due­ño! ¡Y mis ojos se pegaban a la reja cada vez con más energía!... «Yo, durante ese tiempo, sentía que unas pústulas venenosas, cuyo número crecía en razón de su insólito ardor por los goces de la carne, rodeaban mi raíz con su hiel mortal y absorbían con sus ventosas la sustancia generatriz de mi vida. Mientras más se ol­vidaban ellos entre sus insensatos movimientos, más sen­tía yo decaer mis fuerzas. En el momento en que los deseos corporales alcanzaron el paroxismo del furor, me di cuenta de que mi raíz se retorcía sobre sí misma, co­mo un soldado herido por una bala. Habiéndose apa­gado en mí la antorcha de la vida, me desprendí de su cabeza ilustre como una rama seca y caí al suelo sin ra­bia, sin fuerza, sin vitalidad, pero con una profunda pie­dad por aquel a quien pertenecía y con un eterno dolor por su voluntario extravío...» ¡ Y yo preguntaba quién podía ser su dueño! ¡Y mis ojos se pegaban a la reja cada vez con más energía... «¡Si al menos hubiera ro­deado con su alma el seno inocente de una virgen! Ella hubiera sido más digna de él, y la degradación habría sido menos grande. ¡Sus labios besan esa frente cubierta de barro, que los hombres han pisoteado con su tacón lleno de polvo!... ¡Aspira con su desvergonzada nariz las emanaciones de esas dos axilas húmedas!... Vi contraerse de vergüenza la piel de esas últimas, mientras, por su lado, la nariz se negaba a esa aspiración infame. Pero ni él ni ella prestaban la menor atención a las adverten­cias solemnes de las axilas, a la repulsa lúgubre y páli­da de la nariz. Ella levantaba cada vez más los brazos, y él, con mayor empuje, hundía su rostro en sus oque­dades. Estaba obligado a ser cómplice de esa profana­ción. Estaba obligado a ser espectador de ese contor­neo inaudito, a asitir a la forzada alianza de esos dos seres cuyas distintas naturalezas estaban separadas por un abismo inconmensurable...» ¡Y yo me preguntaba quién podía ser su dueño! ¡ Y mis ojos se pegaban a la reja cada vez con más energía!... «Cuando se sació de aspirar a esa mujer, quiso arrancarle los músculos uno a uno, pero como era una mujer, la perdonó, y prefirió hacer sufrir a un ser de su mismo sexo. Lla­mó, en la celda vecina, a un muchacho que había lle­gado a aquella casa para pasar algunos momentos de indiferencia con una de aquellas mujeres y le ordenó que viniera a colocarse a un paso de sus ojos. Hacía mucho tiempo que yo yacía en el suelo. Al no tener fuerzas para incorporarme sobre mi raíz abrasadora, no pude ver lo que hicieron. Sólo sé que apenas el mu­chacho estuvo al alcance de su mano, unos jirones de carne cayeron a los pies del lecho y vinieron a colo­carse a mi lado. Me contaron en voz baja que las garras de mi dueño los había arrancado de los hombros del adolescente. Éste, al cabo de algunas horas, durante las cuales había luchado contra una fuerza muy supe­rior, se levantó del lecho y se retiró majestuosamente. Estaba literalmente desollado de los pies a la cabeza y arrastraba por las losas de la habitación su piel des­prendida. Se decía que su carácter estaba lleno de bon­dad, que le gustaba creer que sus semejantes eran tam­h6n buenos, y que por eso había accedido al deseo del distinguido extranjero que lo había llamado a su lado, pero que nunca, nunca hubiera esperado ser torturado por un verdugo. Por un verdugo semejante, añadió después de una pausa. Por último, se dirigió hacia la ventanilla, que se hundió con piedad hasta el nivel del suelo, en presencia de ese cuerpo desprovisto de epi­dermis. Sin abandonar su piel, que todavía podía ser­virle, tal vez como manto, intentó desaparecer de ese sitio peligroso, y, una vez lejos de la habitación, yo no pude ver ya si había tenido fuerzas para llegar a la puer­ta de salida. ¡Oh, con cuánto respeto se apartaban los gallos y gallinas, a pesar de su hambre, de ese largo rastro de sangre que empapaba la tierra!» ¡ Y yo me preguntaba quién podía ser su dueño! ¡Y mis ojos se pegaban a la reja cada vez con más energía!... «En­tonces, aquel que hubiera debido pensar más en su dig­nidad y en su justicia, se incorporó penosamente so­bre su codo cansado. ¡ Sólo, sombrío, asqueado y ho­rrible!... Se vistió lentamente. Las monjas, sepultadas desde hacía siglos en las catacumbas del convento, des­pués de haber sido despertadas de sobresalto por los ruidos de aquella horrible noche, que chocaban entre sí en una celda situada encima de las criptas, se cogie­ron de la mano para formar un corro fúnebre alrede­dor de él. Mientras él buscaba los escombros de su an­tiguo esplendor, y se lavaba las manos con gargajos, secándoselas a continuación en sus cabellos (es mejor lavarlas con gargajos que no lavarlas con nada, des­pués de pasar toda una noche entre el vicio y el crimen), las monjas entonaron las plegarias de lamento por los muertos cuando alguien es bajado a la tumba. En efec­to, el muchacho no debía sobrevivir a ese suplicio eje­cutado sobre él por una mano divina, y su agonía ter­minó durante el canto de las monjas...» Me acordé de la inscripción del pilar, y comprendí lo que había su­cedido con el púber soñador que todavía esperaban sus amigos todos los días desde el momento de su desapa­rición... ¡ Y yo me preguntaba quién podía ser su due­ño! ¡Y mis ojos se pegaban a la reja cada vez con más energía!... «Los muros se separaron para dejarlo pa­sar; las monjas, viéndole emprender el vuelo por los aires con alas que hasta entonces había ocultado entre sus ropas esmeralda, volvieron a introducirse en silen­cio bajo la lápida de la tumba. Él partió hacia su ce­lestial morada, dejándome aquí, lo que no es justo. Los demás cabellos continúan en su cabeza, y yo yazgo en esta habitación lúgubre, sobre el suelo cubierto de san­gre coagulada y jirones de carne seca; esta habitación ha quedado condenada desde que él penetró en ella; nadie entra ya, y por lo tanto yo sigo aquí encerrado. ¡Todo se acabó! Ya no volveré a ver las legiones de ángeles marchar formando densas falanges, ni a los as­tros pasearse por los jardines de la armonía. Bien, sea... sabré soportar mi desgracia con resignación. Pero no dejaré de decir a los hombres lo que ha sucedido en esta celda. Le daré permiso para rechazar su dignidad, como un vestido inútil, puesto que tienen el ejemplo de mi dueño; le aconsejaré que chupen la verga del cri­men, puesto que otro ya lo ha hecho...» El cabello se calló... ¡ Y yo me preguntaba quién podía ser su due­ño! ¡Y mis ojos se pegaban a la reja cada vez con más energía!... Muy pronto estalló el trueno y un destello fosfórico penetró en la habitación. Retrocedí, a pesar mío, por no sé qué instinto de advertencia, y, aunque estaba alejado de la ventanilla, percibí otra voz, pero lenta y baja por temor de que se le oyera: «¡No des esos saltos! ¡Cállate... cállate... si alguien te oyera! Te volveré a colocar entre mis otros cabellos, pero deja primero que el sol se duerma en el horizonte, a fin de que la noche encubra tus pasos... no te he olvidado, pero te hubieran visto salir, y yo me hubiera visto com­prometido. ¡Oh, si supieras como he sufrido desde aquel momento! De regreso al cielo, mis arcángeles me rodearon con curiosidad; no quisieron preguntarme el motivo de mi ausencia. Ellos, que no se habían atrevido nunca a levantar la vista sobre mí, esforzándose por descifrar el enigma, echaban miradas estupefactas a mi rostro abatido, aunque no percibían el fondo del mis­terio, y se comunicaban en voz baja pensamientos que dudaban de algún cambio desacostumbrado en mí. De­rramaban silenciosas lágrimas; vagamente sentían que yo no era ya el mismo, que me había vuelto inferior a mi identidad. Hubiesen querido conocer qué funes­ta resolución me había hecho franquear las fronteras del cielo, para luego bajar a la tierra y gozar de las vo­luptuosidades efímeras que ellos mismos despreciaban profundamente. Notaron en mi frente una gota de es­perma, una gota de sangre. ¡ La primera había saltado desde las nalgas de la cortesana! ¡La segunda había sal­tado desde las venas de los mártires! ¡ Odiosos estig­mas! ¡ Rosetones inquebrantables! Mis ángeles encon­traron, colgados en los matorrales del espacio, los restos resplandecientes de mi túnica de ópalo que flota­ban sobre los pueblos atónicos. No pudieron recons­truirla, y mi cuerpo permanece desnudo ante su ino­cencia, memorable castigo por la virtud abandonada. Mira los surcos que se han trazado un lecho en mis des­coloridas mejillas: son la gota de esperma y la gota de sangre que se filtran lentamente a lo largo de mis secas arrugas. Llegadas al labio superior, hacen un esfuerzo inmenso y penetran en el santuario de mi boca, atraí­das como por un imán, por las fauces irresistibles. Me ahogan esas dos gotas implacables. Yo, hasta ahora, me había creído el Todopoderoso, pero no, tengo que bajar la cabeza ante el remordimiento que me grita: ¡Sólo eres un miserable! ¡No des esos saltos! ¡Cálla­te, cállate... si alguien te oyera! Te volveré a colocar entre mis otros cabellos, pero deja primero que el sol se duerma en el horizonte, a fin de que la noche encu­bra tus pasos... Vi a Satán, el gran enemigo, recom­poner el enredo óseo del esqueleto, por encima de su letargo de larva, y de pie, triunfante, sublime, arengar a sus tropas reunidas, y, como me merezco, hacer que se burlaran de mí. Dijo que se asombraba mucho de que su orgulloso rival, sorprendido en flagrante delito por el éxito, al fin realizado, de un espionaje perpe­tuo, hubiera podido rebajarse hasta el punto de besar el vestido de la corrupción humana, tras un largo via­je a través de los arrecifes del éter, y hacer peligrar en­tre sufrimientos a un miembro de la humanidad. Dijo que ese muchacho, triturado en el engranaje de mis re­finados suplicios, acaso hubiera llegado a ser una in­teligencia genial y consolar así a los hombres en esta tierra por medio de admirable cánticos de poesía y de ánimo contra los golpes del infortunio. Dijo que las monjas del convento-lupanar no pueden recobrar el sueño, vagan por el patio, gesticulando como autóma­tas, aplastando con el pie los ranúnculos y las lilas, se han vuelto locas de indignación, pero no lo bastante como para no recordar la causa que engendra esa en­fermedad de su cerebro... (Vedlas ahí avanzar revestidas de un blanco sudario, sin hablar, cogidas de la ma­no. Sus cabellos caen en desorden sobre los hombros desnudos, y llevan un ramillete de flores negras incli­nado sobre el seno. Monjas, volved a vuestras criptas, aún no ha llegado del todo la noche, sólo es el crepús­culo de la tarde... ¡Oh cabello, lo ves tú mismo, desde todos lados me asalta el desatado sentimiento de mi de­pravación!) Dijo que el Creador, que se vanagloriaba de ser la Providencia de todo lo que existe, se ha con­ducido con mucha ligereza, por no decir otra cosa, al ofrecer un espectáculo semejante a los mundos estela­res, y afirmó claramente su deseo de ir a relatar a los planetas orbiculares cómo mantengo, con mi propio ejemplo, la virtud y la bondad en la vastedad de mis reinos. Dijo que la gran estima que sentía por un ene­migo tan noble, se había desvanecido de su imaginación, y que prefería llevar la mano al seno de una mu­chacha, aunque éste fuera un acto de execrable mal­dad, antes que esculpir sobre mi rostro, recubierto de tres capas de sangre y esperma mezclados, a fin de no ensuciar su baboso gargajo. Dijo que se consideraba, con justo título, superior a mí, no por el vicio, sino por la virtud y el pudor; no por el crimen, sino por la justicia. Dijo que habría que arrastrarme por el lodo, a causa de mis innumerables faltas; hacerme quemar a fuego lento en un brasero encendido, para arrojar­me luego al mar, siempre que el mar quisiera recibir­me. Que, puesto que me vanagloriaba de ser justo, yo, que lo había condenado a las penas eternas por una ligera rebeldía que no había tenido consecuencias gra­ves, debía dictar una justicia severa contra mí mismo, y juzgar imparcialmente mi conciencia cargada de ini­quidades... ¡No des esos saltos! ¡Cállate... cállate... si alguien te oyera! Te volveré a colocar entre mis otros cabellos, pero deja primero que el sol se duerma en el horizonte, a fin de que la noche encubra tus pasos...» Se detuvo un instante, y aunque no lo viese, compren­dí, por esa parada necesaria, que una oleada de emo­ción levantaba su pecho igual que un ciclón giratorio levanta a una familia de ballenas. ¡ Pecho divino un día manchado por el amargo contacto de las tetas de una mujer impúdica! ¡Alma regia entregada en un momento de olvido al cangrejo del libertinaje, al pulpo de la de­bilidad de carácter, al tiburón de la abyección indivi­dual, a la boa de la inmoralidad, y al caracol mons­truoso de la idiotez! El cabello y su dueño se abrazaron estrechamente como dos amigos que se vuelven a ver después de una larga ausencia. El Creador prosi­guió, como un acusado que reaparece ante su propio tribunal: «Y los hombres, ¡qué pensarán de mí, ellos que tenían una opinión tan elevada, cuando lleguen a saber los yerros de mi conducta, la marcha vacilante de mi sandalia por los laberintos fangosos de la mate­ria, y la dirección de mi ruta tenebrosa a través de las aguas estancadas y de los húmedos juncos de la char­ca donde, envuelto en niebla, azulea y ruge el crimen de pata sombría!... Comprendo que es preciso que en el futuro trabaje mucho en mi rehabilitación, a fin de reconquistar su estima. Soy el Gran Todo, y sin em­bargo, por un lado, permanezco inferior a los hombres que he creado con un poco de arena! Cuéntale una mentira audaz y diles que nunca he salido del cielo, donde estoy constantemente encerrado con las preocupa­ciones del trono, entre los mármoles, las estátuas y los mosaicos de mi palacio. Me presenté ante los hijos ce­lestiales de la humanidad y les dije: 'Arrojad el mal de vuestras chozas y dejad que entre en vuestro hogar el manto del bien. Aquel que lleve la mano sobre uno de sus semejantes, haciéndole en el seno una herida mor­tal con el hierro homicida, que no espere lós efectos de mi misericordia y que tema los balances de la justi­cia. Irá a ocultar su tristeza en los bosques, pero el mur­mullo de las hojas a través de los calveros cantará en sus oídos la balada del remordimiento, y huirá de esos parajes pinchado en la cadera por la zarza, el espino y el cardo azul, entorpecidos sus rápidos pasos por la flexibilidad de las lianas y las mordeduras de los es­corpiones. Se dirigirá hacia los guijarros de la playa, pero la marea ascendente, con sus salpicaduras y su aproximación peligrosa, le contará que no ignora su pasado y se precipitará en su ciega carrera hacia la ci­ma del acantilado, mientras los vientos estridentes del equinoccio, al penetrar en las grutas naturales del gol­fo y en las canteras excavadas en la muralla de las ro­cas resonantes, mugirán como las inmensas manadas de búfalos en las pampas. Los faros de la costa lo per­seguirán con sus destellos sarcásticos hasta los límites del septentrión y los fuegos fatuos de las marismas, simples vapores en combustión, con sus danzas fantásti­cas, harán estremecer los pelos de sus poros y verdecer el iris de sus ojos. Que el pudor asiente en vuestras ca­bañas y esté seguro a la sombra de vuestros campos. De esa manera vuestros hijos serán hermosos y se in­clinarán ante sus padres con reconocimiento; si no, en­fermizos y encogidos como el pergamino de las biblio­tecas, avanzarán a grandes pasos, conducidos por la rebeldía, contra el día de su nacimiento y el clítoris de su madre impura'. ¿Cómo los hombres van a obede­cer a esas leyes severas, si es el legislador mismo cl pri­mero que se niega a ceñirse a ellas?... ¡Y mi vergüenza es inmensa como la eternidad!» Oí al cabello que le per­donaba humildemente su secuestro, puesto que su due­ño había procedido con prudencia y no con ligereza, y el último pálido rayo de sol que iluminaba mis pár­pados se retiró de los barrancos de la montaña. Vuel­to hacia él, le vi plegarse como un sudario... ¡No des esos saltos! ¡Cállate... cállate... si alguien te oyera! Te volveré a colocar entre mis otros cabellos. Y ahora que el sol ya se ha ocultado en el horizonte, viejo cínico y cabello afable, arrastraos los dos muy lejos del lupa­nar, mientras la noche, extendiendo su sombra sobre el convento, encubre el alargamiento de vuestros pa­sos furtivos por la llanura... Entonces, el piojo, salien­do súbitamente de detrás de un promontorio, me dijo, erizando sus garras: «¿Qué piensas tú de esto?» Pero yo no quise responderle. Me alejé de allí y llegué al puente. Borré la inscripción que había y la reemplacé por esta: «Doloroso es guardar, como un puñal, un se­creto en el corazón, pero juro no revelar jamás aque­llo de lo que fui testigo cuando penetré por primera vez en ese temible torreón». Arrojé por encima del ba­randal el cortaplumas que me había servido para gra­bar las letras, y, haciendo algunas rápidas reflexiones sobre el carácter del Creador que chocheaba, el cual, ¡ay!, debía aún durante mucho tiempo hacer sufrir a la humanidad (la eternidad es larga), sea por las cruel­dades ejercidas, sea por el espectáculo innoble de los chancros que ocasiona un gran vicio, cerré los ojos, co­mo un hombre ebrio, ante el pensamiento de tener a semejante ser por enemigo, y proseguir con tristeza mi camino, a través del dédalo de calles.
CANTO CUARTO

Es un hombre o una piedra o un árbol el que va a comenzar el cuarto canto. Cuando el pie resbala sobre una rana, se tiene una sensación de repugnancia, pero cuando se roza apenas el cuerpo humano con la mano, la piel de los dedos se agrieta, como las escamas de un bloque de mica que se rompe a martillazos; y lo mismo que el corazón de un tiburón que ha muerto hace una hora palpita todavía con tenaz vitalidad so­bre el puente, lo mismo nuestras entrañas se agitan en su totalidad mucho tiempo después del contacto. ¡Tan­to horror le inspira el hombre a sus propios semejan­tes! Puede ser que al decir esto me equivoque, pero pue­de ser también que diga la verdad. Conozco, concibo una enfermedad más terrible que los ojos hinchados por largas meditaciones sobre el extraño carácter del hombre, pero aunque la busco todavía... ¡no he podi­do encontrarla! No me creo menos inteligente que otros, y sin embargo, ¿quién se atrevería a afirmar que he acertado en mis investigaciones? ¡Qué mentira sal-dna de su boca! El antiguo templo de Denderah está situado a hora y media de la orilla izquierda del Nilo. Hoy innumerables talanges de avispas se han apropia­do de las atarjeas y de las cornisas. Revolotean alrede­dor de las columnas como densas ondas de una negra cabellera. Unicos habitantes del frío pórtico, vigilan la entrada de los vestíbulos, tal un derecho hereditario. Comparo el bordoneo de sus alas metálicas con el cho­que incesante de los témpanos que se precipitan unos contra otros durante el deshielo de los mares polares.
Pero si considero la conducta de aquel a quien la pro­videncia concedió el trono en esta tierra, ¡ las tres ale­tas de mi dolor hacen oír un murmullo más intenso! Cuando durante la noche un cometa aparece súbitamente en una región del cielo, después de ochenta años de ausencia, muestra a los habitantes terrestres y a los grillos su cola brillante y vaporosa. Sin duda no tiene conciencia de ese largo viaje; no sucede lo mismo con­migo: acodado en la cabecera de mi cama, mientras los dentículos de un horizonte árido y lúgubre se elevan con vigor sobre el fondo de mi alma, me abstraigo en sueños de compasión y me avergüenzo por el hombre. Partido en dos por el cierzo, el marinero, después de haber hecho su guardia nocturna, se apresura a regre­sar a su hamaca: ¿por qué no se me ha ofrecido a mí este consuelo? La idea de que he caído voluntariamente tan bajo como mis semejantes, y de que tengo menos derecho que cualquier otro a lamentarse sobre la suer­te que nos mantiene encadenados a la corteza endure­cida de un planeta, y sobre la esencia de nuestra alma perversa, me penetra como un clavo de herradura. Se ha visto que explosiones de grisú han aniquilado fami­lias enteras, pero sólo conocieron una corta agonía, porque la muerte es casi súbita, en medio de los escom­bros y de los gases deletéreos: yo... ¡ existo siempre co­mo el basalto! Tanto al comienzo como a la mitad de la vida los ángeles se parecen a sí mismos; yo, en cam­bio, hace mucho tiempo que no me parezco! El hom­bre y yo, emparedados en los límites de nuestra inteli­gencia, como a menudo un lago en un cinturón de is­las de coral, en lugar de unir nuestras fuerzas respecti­vas para defendernos del azar y del infortunio, nos se­paramos con el estremecimiento del odio, tomando dos caminos opuestos, como si nos hubiéramos recíprocamente herido con la punta de una daga. Se diría que uno comprende el desprecio que le inspira el otro; em­pujados por el móvil de una relativa dignidad, nos apre­suramos a no inducir a error a nuestro adversario; ca­da uno permanece en su sitio y no ignora que la paz proclamada será imposible conservar. Bien, ¡sea!, que mi guerra contra el hombre se eternice, ya que cada uno reconoce en el otro su propia degradación... ya que los dos somos enemigos mortales. Y lo mismo si alcan­zo una victoria desastrosa como si sucumbo, el com­bate será hermoso: yo solo contra la humanidad. No me serviré de armas construidas con madera o hierro; rechazaré con el pie las capas de minerales extraídas de la tierra: la sonoridad poderosa y seráfica del arpa se convertirá bajo mis dedos en un talismán terrible. En más de una emboscada, el hombre, ese mono su­blime, ha atravesado ya mi pecho con su lanza de pór­fido, pero un soldado no muestra sus heridas, por muy gloriosas que sean. Esta guerra terrible arrojará el do­lor sobre las dos partes: dos amigos que intentan obs­tinadamente destruirse, ¡qué drama!

Dos pilares, que no era difícil y aún menos imposi­ble tomar por baobabs, se distinguían en el valle, algo mayores que dos alfileres. En efecto, eran dos torres enormes. Y aunque dos baobabs, al primer golpe de vista, no se parecen a dos alfileres, ni incluso a dos torres, Sin embargo, empleando con habilidad los hilos de la prudencia, se puede afirmar, sin temor a equivo­carse (pues si esta afirmación estuviera acompañada de una mínima parcela de temor, ya no sería una afirma­ción; aunque un mismo nombre exprese esos dos fe­nómenos del alma que presentan caracteres bastante nítidos para que se les pueda confundir ligeramente), que un baobab no difiere tanto de un pilar como para que la comparación sea inconcebible entre esas formas arquitecturales... o geométricas... o una y otra... o ni una ni otra... o más bien formas elevadas y masivas. Acabo de encontrar, no tengo la pretensión de decir lo contrario, los epítetos propios para los sustantivos pilar y baobab: entiéndase bien que es con una alegría mezclada de orgullo como hago la observación a aque­llos que, después de haber abierto sus párpados, han tomado la muy loable resolución de recorrer estas pá­ginas, mientras la vela arde, si es de noche, o mientras brilla el sol, si es de día. Y aún más, incluso cuando una potencia superior nos ordenara, en los términos más claramente precisos, arrojar a los abismos del caos, la juiciosa comparación que cada uno ciertamente ha podido saborear con impunidad, incluso entonces, y sobre todo entonces, no hay que perder de vista este axioma principal, los hábitos adquiridos por los años, los libros, el contacto con sus semejantes y el carácter inherente a cada uno que se desarrolla en una rápida florescencia, impondría al espíritu humano el irrepa­rable estigma de la recidiva en el empleo criminal (cri­minal, colocándose momentáneamente y espontánea­mente en el punto de vista de la potencia superior) de una figura retórica que muchos desprecian pero que otros muchos alaban. Si el lector encuentra esta frase demasiado larga, que acepte mis excusas, pero que no espere bajezas por mi parte. Puedo confesar mis fal­tas, pero no las agravaré con mi cobardía. Mis razo­namientos chocan a veces contra los cascabeles de la locura y la apariencia seria de lo que en resumen sólo es grotesco (aunque, según ciertos filósofos, sea muy difícil distinguir al bufón del melancólico, ya que la vi­da misma es un drama cómico o una comedia dramá­tica); sin embargo, a todo el mundo le está permitido matar moscas, e incluso rinocerontes, a fin de descan­sar de vez en cuando de un trabajo demasiado esca­broso. Para matar moscas, he aquí la manera más ex­peditiva, aunque no sea la mejor: se les aplasta entre los dos primeros dedos de la mano. La mayor parte de los escritores que han tratado este asunto a fondo, han calculado, con mucha verosimilitud, que es prefe­rible, en muchos casos, cortarle la cabeza. Si alguien me reprocha el hablar de alfileres como de un asunto radicalmente frívolo, que observe, sin prejuicios, que los más grandes efectos han sido a menudo produci­dos por las causas más pequeñas. Y para no alejarme demasiado del marco de esta hoja de papel, ¿no se ve que el laborioso fragmento de literatura que estoy por componer, desde el comienzo de esta estrofa, sería aca­so menos gustado si tomara su punto de apoyo en una cuestión espinosa de química o de patología interna? Por lo demás, todos los gustos están en la naturaleza, y, cuando al principio comparé los pilares a los alfile­res con tanta precisión (la verdad, no creí que llegaría un día en que se me reprochara), me basé en las leyes de la óptica, las cuales establecen que mientras más ale­jado esté el rayo visual de un objeto, más diminuta es la imagen que se refleja en la retina.
De esta manera ocurre que la inclinación de nuestro espíritu a la farsa toma por una agudeza lo que no es la mayor parte de las veces, en el pensamiento del autor, más que una verdad importante proclamada majestuo­samente. ¡Oh, ese filósofo insensato que estalla de ri­sa al ver un asno comiéndose un higo! No invento na­da: los libros antiguos han contado, con los más am­plios detalles, ese voluntario y vergonzoso despojo de la nobleza humana. Yo no sé reír. Jamás he podido reír, aunque algunas veces he intentado hacerlo. Es muy difícil aprender a reír. O más bien, creo que un senti­miento de repugnancia a esa monstruosidad forma una marca esencial de mi carácter. Pues bien, he sido testi­go de algo más fuerte: ¡he visto a un higo comerse a un asno! Y, sin embargo, no me he reído; francamen­te, ninguna parte de mi boca se ha movido. La necesidad de llorar se apoderó de mí con tanta fuerza que mis ojos dejaron caer una lágrima. «¡Naturaleza, na­turaleza!», exclamaba yo sollozando, «¡el gavilán des-garra al gorrión, el higo se come al asno y la tenia de­vora al hombre!» Sin tomar la resolución de ir más le­jos, me pregunto a mí mismo si he hablado ya de la manera de cómo se matan las moscas. Sí, ¿no es cier­to? ¡ No es menos cierto que no he hablado de la des­trucción de los rinocerontes! Si algunos amigos preten­diesen lo contrario, no les escucharía, y recordaría que la alabanza y la adulación son dos grandes obstáculos. Sin embargo, a fin de contentar en lo posible a mi con­ciencia, no puedo negarme a hacer notar que esta di­sertación sobre el rinoceronte me arrastraría fuera de las fronteras de la paciencia y de la sangre fría, y, por otro lado, desanimaría probablemente (tengamos in­cluso la audacia de decir ciertamente) a las generacio­nes presentes. ¡No haber hablado del rinoceronte des­pués de la mosca! Por lo menos, como excusa media­na, debería haber mencionado rápidamente (¡y no lo he hecho!) esa omisión no premeditada que no asom­brará a aquellos que han estudiado a fondo las con­tradicciones reales e inexplicables que habitan en los lóbulos del cerebro humano. Nada es indigno para una inteligencia grande y sencilla: el más mínimo fenóme­no de la naturaleza, si en él hay misterio, se convertirá para el sabio en inagotable materia de reflexión. Si alguien ve a un asno comerse un higo o a un higo co­merse a un asno (estas dos circunstancias no se presen­tan a menudo, a no ser en poesía), ¡estad seguros que después de haber reflexionado dos o tres minutos, pa­ra saber qué conducta adoptar, abandonará el sende­ro de la virtud y se pondrá a reír como un gallo! Ade­más, no está completamente probado que los gallos abran expresamente el pico para imitar al hombre y ha­cer una mueca atormentada. ¡Llamo mueca en las aves a lo que lleva el mismo nombre que en los humanos! El gallo no escapa a su naturaleza, menos por incapa­cidad que por orgullo. Enseñadles a leer y se subleva­rán. ¡No es un loro quien se extasiaría así ante su de­bilidad, ignorante o imperdonable! ¡ Oh execrable en­vilecimiento!, ¡cómo se asemeja uno a la cabra cuan­do ríe! La serenidad de la frente ha desaparecido para hacer espacio a dos enormes ojos de pez que (¿no es deplorable?)... que... que se ponen a brillar como faros. A menudo, cuando se me ocurre anunciar, con solem­nidad, las proposiciones más bufonescas... no encuen­tro que eso se convierta en un motivo perentoriamente suficiente como para ensanchar la boca. No puedo con­tener la risa, me responderéis, y acepto esa explicación absurda, en tanto sea una risa melancólica. Reíd, pero llorad al mismo tiempo. Si no podéis llorar con los ojos, llorad con la boca. Y si es todavía imposible, orinad, pues he advertido que un líquido cualquiera es aquí ne­cesario para atenuar la sequía que lleva en sus flancos la risa, de rasgos hendidos hacia atrás. En cuanto a mi, no me dejaré desconcertar por los ridículos cloqueos y los originales mugidos de quienes encuentran siem­pre algo que rechazar en un carácter que no se aseme­ja a ellos, porque es una de las innumerables modifi­caciones intelectuales que Dios, sin apartarse de un tipo primordial, creó para gobernar el armazón óseo. Hasta nuestros tiempos, la poesía hizo una falsa ruta; elevándose hasta el cielo o arrastrándose por la tierra, ha desconocido los principios de su existencia, y ha si­do no sin razón, constantemente encanecida por la gente honesta. No ha sido humilde... ¡la más bella cua­lidad que debe existir en un ser imperfecto! ¡Yo quie­ro mostrar mis cualidades, pero no soy lo bastante hi­pócrita para ocultar mis vicios! La risa, el mal, el or­gullo la locura, aparecerán, alternativamente, con la sensibilidad y el amor a la justicia, y servirán de ejem­p1o a la estupefacción humana: cada uno se reconoce­rá, no tal como debería ser, sino tal como es. Y quizás esa sencilla idea, concebida por mi imaginación, sobre­pase sin embargo todo lo que la poesía ha encontrado hasta ahora de más grandioso y sagrado. Pues si dejo a mis vicios transpirar en estas páginas, se creerá más en las virtudes que hago resplandecer, y cuya aureola colocaré a tanta altura que los más grandes genios del futuro me testimoniarán un sincero reconocimiento. Así, pues, la hipocresía será expulsada sin titubeos de mi morada. En mis cantos existirá una imponente prue­ba de fortaleza, al despreciar de esa manera las opi­niones aceptadas. El canta para él solo, y no para sus semejantes. El no coloca la medida de su inspiración en la balanza humana. Libre como la tempestad, ha venido a encallar, un día, en las playas indómitas de su terrible voluntad. ¡No teme a nada, sino a si mis­mo! En sus combates sobrenaturales, atacará con ven­taja al hombre y al Creador, como cuando el pez es­pada hunde su estoque en el vientre de la ballena: ¡mal­dito sea, por sus hijos y por mi mano descarnada, aquel que persiste en no comprender los canguros implaca­bles de la risa y los piojos audaces de la caricatura!
Dos torres enormes se percibían en el valle, ya lo dije al principio. Multiplicándolas por dos, el producto era cuatro... pero yo no distinguía bien la necesidad de esa operación aritmética. Continué mi camino, con fiebre en el rostro, y exclamé sin cesar: «¡No... no... no dis­tingo muy bien la necesidad de esa operación aritméti­ca!» Había oído un rechinar de cadenas y unos gemi­dos dolorosos. ¡Que nadie, cuando pase por estos lu­gares, encuentre posible multiplicar las torres por dos para que el producto sea cuatro! Algunos sospechan que amo a la humanidad como si yo fuera su propia madre y la hubiese llevado nueve meses en mis perfu­madas entrañas; ¡por eso no volveré a pasar más por el valle donde se alzan las dos unidades del multiplicando!

Una horca se levantaba sobre el suelo; a un metro de éste, estaba suspendido por los cabellos un hombre, con los brazos atados a la espalda. Sus piernas habían sido dejadas libres para acrecentar sus torturas y ha­cerle desear más no importa qué si era contrario a la atadura de los brazos. La piel de la frente estaba de tal forma tirante por el peso de la colgadura, que su rostro, condenado por la circunstancia a la ausencia de expresión natural, se asemejaba a la concreción pé­trea de una estalactita. Desde hacía tres días sufría ese suplicio. Gritaba «¿Quién me desatará los brazos? ¿Quién me desatará los cabellos? Me disloco con mo­vimientos que sólo hacen separar más de mi cabeza las raíces de los cabellos; ni la sed ni el hambre son las prin­cipales causas que me impiden dormir. Es imposible que mi existencia se prolongue más allá de los límites de una hora. ¡ Que alguien me abra la garganta con un guijarro acerado!» Cada palabra era precedida y se­guida de intensos aullidos. Me lancé desde el matorral tras el cual estaba oculto y me dirigí hacia el bufón o trozo de tocino que se hallaba atado al madero. Pero he aquí que desde el lado opuesto llegaron bailando dos mujeres borrachas. Una sostenía un saco y dos látigos con cuerdas de plomo, y la otra, un barril lleno de brea y dos pinceles. Los cabellos grisáceos de la más vieja flotaban al viento, como los jirones de una vela desga­rrada, y los tobillos de la otra crujían entre si como los coletazos de un atún en la toldilla de un barco. Sus ojos brillaban con una llama tan negra y tan fuerte, que al principio no creí que esas dos mujeres pertene­cieran a mi especie. Se reían con un aplomo tan egoís­ta y sus rasgos inspiraban tanta repugnancia, que no du­dé un solo instante de que me hallaba ante los ojos de los dos especimenes más horribles de la raza humana. Me escondí de nuevo tras el matorral, y me mantuve inmóvil, como el acantophorus serraticornis, que sólo muestra la cabeza fuera de su nido. Ellas se acercaban con la celeridad de la marea, y, aplicando la oreja con­tra el suelo, el sonido, claramente percibido, me traía la lírica conmoción de su marcha. Cuando las dos hem­bras de orangután llegaron bajo la horca, resoplaron durante unos segundos, y mostraron, por sus gestos ab­surdos, la cantidad verdaderamente notable de estupe­facción que resultó de su experiencia, al apercibirse de que nada había cambiado en esos lugares: el desenlace de la muerte, conforme a sus deseos, no había sobre­venido. Ellas ni se dignaron en alzar la cabeza para sa­ber si la mortadela estaba aún en el mismo lugar. Una dijo: «¿Es posible que todavía respires? Tienes la vida dura, querido esposo». Lo mismo que cuando dos chantres en una catedral entonan alternativamente los versículos de un salmo, la segunda respondió: «¿No quieres entonces morir, oh hijo amable? ¿Dime qué has hecho (seguramente a causa de algún maleficio) para ahuyentar a los buitres? ¡ En verdad tu osamenta se ha vuelto tan escuálida! El céfiro la balancea como un fa­ról». Cada una de ellas cogió un pincel y untó de alqui­trán el cuerpo del colgado... cada una de ellas cogió un látigo y levantó el brazo... Yo admiraba (era abso­lutamente imposible no hacer como yo) con qué enér­gica exactitud las tiras de metal, en vez de resbalar por la superficie, como cuando se lucha con un negro y se hacen inútiles esfuerzos, propios de una pesadilla, pa­ra cogerlo por los cabellos, penetraban gracias al al­quitrán hasta el interior de su carne, marcada por sur­cos tan hondos como el impedimento de los huesos po­dían razonablemente permitir. Evité la tentación de en­contrar voluptuosidad en ese espectáculo excesivamente curioso, pero menos profundamente cómico de lo que era posible esperar. Y, sin embargo, a pesar de las bue­nas decisiones tomadas de antemano, ¿cómo no reco­nocer la fuerza de esas mujeres, los músculos de sus brazos? Su destreza, que consistía en golpear las par­tes más sensibles, como el rostro y el bajo vientre, no será mencionada por mi, a no ser que aspire a la ambi­ción de narrar toda la verdad. A menos que, aplican­do mis labios uno contra otro, sobre todo en dirección horizontal (nadie ignora que es la manera ordinaria de engendrar esta presión), prefiera guardar un silencio lleno de lágrimas y de misterios, cuya penosa manifes­tación sería impotente para esconder, no solamente tan bien sino mejor que mis palabras (pues no creo enga­ñarme, aunque no sea en verdad conveniente negar en principio, so pena de faltar a las reglas más elementa­les de la habilidad, las posibilidades hipotéticas de error), los funestos resultados ocasionados por el fu­ror que determinan los secos metacarpos y las robus­tas articulaciones: incluso cuando no se colocara en el punto de vista del observador imparcial y del moralis­ta experimentado (es casi tan importante que yo sepa que no admito, al menos totalmente, esa restricción más o menos falaz), la duda, a este respecto, no tendría la fácultad de extender sus raíces, pues, por el momento, no la supongo entre las manos de una potencia sobre­natural, y perecería seguramente, acaso no de forma repentina, por falta de una savia que colme las condi­ciones simultáneas de nutrición y de ausencia de mate­rias venenosas. Ya se sabe, si no, no me leáis, que sólo pongo en escena la tímida personalidad de mi opinión: lejos de mí, sin embargo, el pensamiento de renunciar a derechos que son incontestables. En verdad, mi in­tención no es combatir esa afirmación, en donde brilla el criterio de la certeza, de que existe un medio más sen­cillo de entenderse; consistiría, lo traduzco con algu­nas palabras solamente, aunque valen más de mil, en no discutir: es mucho más difícil de poner en práctica de lo que pueda creer generalmente el común de los mortales. Discutir es la palabra gramatical, y muchas personas encontrarán que no habría que contradecir, sin un voluminoso dosier de pruebas, lo que acabo de sentar en el papel; pero la cosa difiere notablemente, si está permitido conceder que el instinto propio em­plea una rara sagacidad al servicio de la circunspección, cuando formula juicios que parecerían de otro modo, estad persuadidos, de una osadía que roza las orillas de la fanfarronada. Para cerrar este pequeño inciden­te, que se ha despojado a si mismo de su ganga por una ligereza tan irremediablemente deplorable como fa­talmente llena de interés (lo que cada uno no habrá de­jado de verificar, a condición de que haya auscultado los recuerdos más recientes), es bueno, si posee facul­tades en equilibrio perfecto, o mejor, si la balanza del idiotismo no cede mucho en el platillo donde descan­san los nobles y magníficos atributos de la razón, es decir, para ser más claros (pues hasta aquí he sido só­lo conciso, lo que muchos no admitirán a causa de mi prolijidad, que es únicamente imaginaria, puesto que cumplen con su finalidad de perseguir, con el escalpe­lo del análisis, a las fugitivas apariciones de la verdad, hasta en sus últimas trincheras), si la inteligencia pre­domina suficientemente sobre los defectos bajo el pe­so de los cuales se han reprimido en parte la costum­bre, la naturaleza y la educación, es bueno, repito por segunda y última vez, pues, a fuerza de repetir, se aca­baría, lo que a menudo no es falso, por no extenderse más, regresar con la cola baja (si es verdad que tengo una cola) al asunto dramático cimentado en esa estrofa. Es útil beber un vaso de agua antes de emprender la con­tinuación de mi trabajo. Prefiero beber dos, en vez de ninguno. Así, en la caza de un negro cimarrón, a través de la selva, en un momento convenido, cada miem­bro de la banda cuelga su fusil en las lianas, y se reú­nen en común, a la sombra de un macizo, para apagar la sed y calmar el hambre. Pero la parada sólo dura unos segundos, la persecusión se reanuda con encarni­zamiento y el toque de caza no tarde en resonar. Y lo mismo que el oxígeno es reconocible por la propiedad que posee, sin orgullo, de avivar una cerilla que pre­senta algunos puntos de ignición, así se reconocerá el cumplimiento de mi deber en la prisa que muestro por volver a la cuestión. Cuando las mujeres se vieron en la imposibilidad de sostener el látigo, que el cansancio hacía caer de sus manos, pusieron juiciosamente fin al trabajo gimnástico que habían emprendido durante cer­ca de dos horas, y se retiraron con una alegría que no estaba desprovista de amenazas para el porvenir. Yo me dirigí hacia aquel que me pedía socorro con un ojo glacial (pues la pérdida de su sangre era tan grande que la debilidad le impedía hablar, y mi opinión era, aun­que no soy médico, que la hemorragia se había decla­rado en el rostro y en el bajo vientre) y corté sus cabe-líos con unas tijeras, después de haber librado sus bra­zos. Me contó que su madre, una noche, le llamó a su habitación y le ordenó que se desnudara para pasar la noche con ella en la cama, y que, sin esperar ninguna respuesta, la maternidad se despojó de todos sus vesti­dos, combinando ante ellos gestos más impúdicos. Que entonces él se retiró y que, además, por sus negativas constantes, se había atraído la cólera de su mujer, que tenía la esperanza de una recompensa, si hubiera po­dido conseguir que su marido prestara su cuerpo para las pasiones de la vieja. Ellas resolvieron, conjurándose, colgarlo de una horca, preparada de antemano, en al­gún paraje no frecuentado, y dejarlo perecer insensi­blemente, expuesto a todas las miserias y a todos los peligros. Después de numerosas y maduras reflexiones, llenas de dificultades casi insuperables, llegaron por fin a dirigir su elección hacia el refinado suplicio que sólo encontró su término en el socorro inesperado de mi in­tervención. Las más vivas señales de agradecimiento subrayaban cada gesto y no daban a sus confidencias el menor valor. Lo lleve a la choza más próxima, pues acababa de desmayarse, y no abandoné a los labrado­res hasta que les dejé mi bolsa para que cuidaran al herido, haciéndoles prometer que prodigarían al des­graciado, como a su propio hijo, las muestras de una simpatía perseverante. A mi vez, les conté el suceso y me acerqué a la puerta para regresar al camino, pero he aquí que tras haber andado un centenar de metros, volví maquinalmente mis pasos, entré de nuevo en la choza, y dirigiéndome a sus ingenuos propietarios, ex­clamé: «¡No, no... no creáis que todo esto me sorpren­de¡» Luego, esta vez si, me alejé definitivamente; Pero la planta del pie no podía apoyarla de una manera segura: ¡otro ni siquiera lo habría advertido! El lobo ya no pasa bajo la horca que levantaron, un día de pri­mavera, las manos coordinadas de una esposa y de una madre, como cuando él hacia tomar, en su imagina­ción encantada, el camino de una comida ilusoria. Cuando ve en el horizonte esa cabellera negra, balan­ceaba por el viento, no estimula su fuerza de inercia, y emprende la huida con una velocidad incomparable. ¿Es necesario ver, en ese fenómeno psicológico, una inteligencia superior al instinto ordinario de los mamí­feros? Sin certificar nada e incluso sin prever nada, me parece que el animal ha comprendido lo que es el cri­men. ¡Cómo no habría de comprenderlo, silos seres humanos mismos han rechazado, hasta un punto in­descriptible, el imperio de la razón, para no dejar sub­sistir, en lugar de esa reina destronada, más que una venganza feroz!
Soy sucio. Los piojos me corroen. Los cerdos cuan­do me miran vomitan. Las costras y las escaras de la lepra han descamado mi piel, cubierta de pus amari­llento. No conozco el agua de los nos ni el rocío de las nubes. En mi nuca, como en un estercolero, crece un enorme hongo, de pedúnculos umbelíferos. Senta­do en un mueble deforme, no he movido mis miem­bros desde hace cuatro siglos. Mis pies han echado raí­ces en el suelo, y componen, hasta la altura de mi vien­tre, una especie de vegetación vivaz, llena de innobles parásitos, que no deriva aún de la planta, y tampoco es ya carne. Sin embargo mi corazón late. Pero ¿cómo latiría si la podredumbre y las exhalaciones de mi ca­dáver (no me atrevo a decir cuerpo) no lo nutrieran abundantemente? Bajo mi axila izquierda una familia de sapos ha fijado su residencia, y, cuando uno de ellos se mueve, me hace cosquillas. Tened cuidado de que no se escape uno y vaya a arañar con su boca el inte­rior de vuestro oído: sería capaz de penetrar a conti­nuación en vuestro cerebro. Bajo mi axila derecha hay un camaleón que les da caza perpetuamente para no morirse de hambre: es preciso que cada uno viva. Pe­ro cuando una parte hace que fracase la astucia de la otra, al no encontrar nada mejor con que molestarse, chupan la grasa delicada que recubre mis costillas: ya estoy acostumbrado. Una víbora perversa ha devora­do mi verga y ha ocupado su lugar: la infame me ha convertido en un eunuco. Oh, si hubiera podido de­fenderme con mis brazos paralíticos; aunque creo más bien que se han transformado en dos leños. Sea lo que sea, lo que importa es constatar que la sangre ya no llega hasta ellos para pasear su rubor. Dos pequeños erizos, que no crecen más, arrojaron a un perro, que no lo rechazó, el interior de mis testículos: lavada cui­dadosamente la epidermis, ellos se alojaron dentro. El ano ha sido obstruido por un cangrejo; animado por mi inercia, custodia la entrada con sus pinzas y me ha­ce mucho daño. Dos medusas atravesaron los mares, súbitamente atraídas por una esperanza que no les ha defraudado. Examinaron con cuidado las dos partes carnosas que forman el trasero humano, y, asiéndose con fuerza a su contorno convexo, las han aplastado de tal forma por medio de una presión constante, que los dos trozos de carne han desaparecido, quedando dos monstruos surgidos del reino de la viscosidad, igua­les en color, forma y ferocidad. ¡ De mi columna vér­tebral no habléis, pues es una espada! Sí, si... no le pres­taba atención... vuestra demanda es justa. ¿Deseáis sa­ber, no es cierto, cómo se encuentra implantada verti­calmente entre mis riñones? Yo mismo no lo recuerdo muy bien; sin embargo, si me decido a tomar por un recuerdo lo que acaso no es más que un sueño, sabed que el hombre, cuando supo que yo había hecho votos de vivir enfermo e inmóvil hasta haber vencido al Crea­dor, caminó detrás de mi, de puntillas, pero no tan sua­vemente como para que yo no lo oyese. Después no percibía nada durante un breve instante. El agudo es­toque se hundió hasta la empeñadura entre las paleti­llas del toro de la fiesta, y su osamenta se estremeció lo mismo que un temblor de tierra. La hoja quedó ad­herida tan fuertemente al cuerpo que nadie, hasta aho­ra, ha podido extraería. Los atletas, los mecánicos, los filósofos, los médicos han intentado sucesivamente los procedimientos más diversos. ¡ No sabían que el daño que hace el hombre no puede deshacerse! Les perdoné la profundidad de su innata ignorancia y les saludé con mis párpados. Viajero, cuando pases cerca de mí, no me dirijas, te lo ruego, ni una palabra de consuelo: de­bilitarías mi audacia. Déjame avivar mi tenacidad en la llama del martirio voluntario. Vete... que no te ins­pire ninguna piedad. El odio es más altivo de lo que crees; su conducta es inexplicable, como la aparente quebradura de un bastón sumergido en el agua. Tal co­mo me ves, yo puedo hacer todavía excursiones hasta las murallas del cielo, a la cabeza de una legión de ase­sinos, y regresar para adquirir esta postura y meditar de nuevo sobre los nobles proyectos de la venganza. Adiós, no te retendré por más tiempo, y, para instruirte y preservarte, reflexiona en la suerte fatal que me ha conducido a la rebeldía, cuando acaso yo había naci­do siendo bueno. Contarás a tu hijo lo que has visto, y, tomándolo de la mano, hazle admirar la belleza de las estrellas y las maravillas del universo, el nido del petirrojo y los templos del Señor. Te extrañarás de verlo tan dócil a los consejos de la paternidad, y lo recom­pensarás con una sonrisa. Pero, cuando él crea que no es observado, échale una mirada, y lo verás escupir su baba sobre la virtud; te ha engañado el que es descen­diente de la raza humana, pero no te engañará más: tú sabrás en adelante lo que llegará a ser. Oh padre in­fortunado, prepara, para acompañar los pasos de tu vejez, el cadalso indeleble que cortará la cabeza de un criminal precoz, y el dolor que te mostrará el camino que conduce a la tumba.

En la pared de mi cuarto, ¿qué sombra dibuja, con una fuerza incomparable, la fantasmagórica proyección de su silueta encogida? Cuando coloco sobre mi cora­zón esta pregunta delirante y muda, menos por la ma­jestad de la forma que por el cuadro de la realidad, la sobriedad del estilo se conduce de esa manera. Quien­quiera que seas, defiéndete, pues voy a dirigir hacia ti la honda de una terrible acusación: esos ojos no te per­tenecen... ¿dónde los has cogido? Un día vi pasar ante mi una mujer rubia; ella los tenía parecidos a los tu­yos: tú se los has arrancado. Veo que quieres hacer creer en tu belleza, pero a nadie engañarás, y a mí menos que a nadie. Te lo digo para que no me tomes por ton­to. Toda una serie de aves de rapiña, aficionadas a la carne ajena y defensoras de la utilidad de la persecu­ción, bellas como esqueletos que deshojan panoccos del Akansas, revolotean alrededor de tu frente, como ser­vidores sumisos y aceptados. Pero ¿es una frente? No es difícil tener mucha vacilación en creerlo. Es tan es­trecha, que resulta imposible verificar las pruebas, nu­méricamente exiguas, de su existencia equívoca. Si te digo esto no es para divertirme. Puede ser que no ten­gas frente, tú, que paseas por la pared, como el sím­bolo mal reflejado de una danza fantástica, el febril balanceo de tus vértebras lumbares. ¿Quién te ha arran­cado el cuero cabelludo? Si fue un ser humano, por­que lo encerraste durante veinte años en una prisión, de la que se ha escapado para preparar una venganza digna de sus represalias, hizo lo que debía, y lo aplau­do; solamente, hay un solamente, no fue bastante se­vero. Ahora te pareces a un piel roja prisionero, al me­nos (señalémoslo previamente) por la falta expresiva de cabellera. No es que no pueda brotar de nuevo, pues­to que los fisiólogos han descubierto que incluso los cerebros extirpados reaparecen a la larga en los anima­les; pero mi pensamiento, deteniéndose en una senci­lla constatación, que no está desprovista, según lo po­co que percibo, de una enorme voluptuosidad, no lle­ga, aún en sus consecuencias más osadas, hasta las fronteras de un voto por tu curación, y queda, por el contrario, resuelta por el uso de una neutralidad más que sospechosa, a contemplar (o al menos desear) co­mo presagio de desgracias mayores, lo que no puede ser para ti más que una privación momentánea de la piel que recubre la parte superior de tu cabeza. Espero que me hayas comprendido. E incluso, si el azar te per­mitiese, por un milagro absurdo, pero que algunas ve­ces es razonable, volver a encontrar esa preciosa piel que ha conservado la religiosa vigilancia de tu enemi­go, como recuerdo embriagador de su victoria, es casi extremadamente posible que, aunque no se hubiera es­tudiado la ley de las probabilidades más que bajo el aspecto de las matemáticas (se sabe que la analogía transporta fácilmente la aplicación de esta ley a los de­más dominios de la inteligencia), tu legítimo temor, aunque un poco exagerado, de un resfriado parcial o total, no rechazaría la ocasión importante y hasta úni­ca, que se presentaría de manera tan oportuna, si bien de forma brusca, de preservar las diversas partes de tu cerebro del contacto con la atmósfera, sobre todo durante el invierno, por medio de un peinado que, con todo derecho, te pertenece, puesto que es natural, y que te seria permitido además (sería incomprensible que lo negaras) conservar constantemente en la cabeza, sin co­rrer los riesgos, siempre desagradables, de infringir las reglas más simples de una elemental conveniencia. ¿No es verdad que me escuchas con atención? Si me escu­chas por más tiempo, no podrá desprenderse tu triste­za del interior de tus rojas narices. Pero como soy muy imparcial, y no te detesto tanto como debería (si me equivoco, dímelo), prestas, a pesar tuyo, oídos a mis discursos, como empujado por una fuerza superior. No soy tan malo como tú: he aquí por qué tu genio se in­dina ante el mío... En efecto, ¡no soy tan malo como tú! Acabas de arrojar una mirada sobre la ciudad edi­ficada en la falda de la montaña. Y ahora ¿qué veo?... ¡Tus habitantes están muertos! Tengo tanto orgullo co­mo cualquier otro, y es un vicio más tenerlo acaso de­masiado. Pues bien, escucha... escucha, si la confen­sión de un hombre que recuerda haber vivido medio siglo bajo la forma de un tiburón en las corrientes sub­marinas que bañan las costas de Africa, te interesa tan vivamente como para que le prestes tu atención, si no con amargura, por lo menos sin el error irreparable demostrar el asco que te inspiro. No arrojaré a tus pies la máscara de la virtud, para aparecer ante tus ojos tal como soy, pues nunca la he llevado (en todo caso esto es una excusa), y, desde los primeros momentos, si exa­minas mis rasgos atentamente, me reconocerás como un respetuoso discipulo en la perversidad, pero no co­mo un temible rival. Puesto que no te disputo la pal­ma del mal, no creo que ningún otro lo haga: antes ten­dría que igualarse a mí, lo que no es fácil... Escucha, a menos que no seas la débil condensación de una nie­bla (ocultas tu cuerpo en alguna parte y no puedo en­contrarlo): una mañana vi a una niña que se inclinaba sobre un lago para coger un loto rosa, aseguraba sus pies con una experiencia precoz, se inclinaba sobre las aguas cuando sus ojos encontraron mi mirada (es ver­dad que por mi parte fue una premeditación). Inme­diatamente vaciló, como el remolino que engendra la marea en torno a una roca, sus piernas cedieron, y, cosa maravillosa de ver, fenómeno que se cumplió con la misma veracidad con que hablo contigo, cayó al fon­do del lago: extraña consecuencia, no cogió ninguna ninfácea más. ¿Qué hace ella ahí abajo? Nunca me he enterado. ¡Sin duda, su voluntad, enrolada bajo las banderas de la redención, libra encarnizados comba­tes con la podredumbre! Respecto a ti, oh dueño mio, bajo tu mirada, los habitantes de las ciudades son sú­bitamente destruidos, como un túmulo de hormigas que aplasta el talón de un elefante. ¿No acabo de ser testi­go de un ejemplo que lo demuestra? Mira... la monta­ña ya no éstá alegre... se qúeda sola como un anciano. Es verdad, las casas existen, pero no es una paradoja afirmar, en voz baja, que no podría decir otro tanto de aquellos que ya no existen en ellas. Las emanacio­nes de los cadáveres llegan hasta mí. ¿No las hueles? Contempla a esas aves de presa, que esperan que nos alejemos para empezar su gigantesco banquete; llegan en interminables nublados desde las cuatro esquinas del horizonte. ¡Ay!, ya habían llegado, puesto que había visto sus alas rapaces trazar, por encima de ti, el mo­numento de espirales, como incitándote a apresurar el crimen. ¿No recibe tu olfato el menor efluvio? No eres más que un impostor... Tus nervios olfativos al fin es­tán trastornados por la percepción de los átomos aro­máticos: éstos ascienden desde la ciudad aniquilada, aunque no tenga necesidad de decírtelo... Quisiera be­sar tus pies, pero mis brazos sólo abrazan un vapor transparente. Busquemos ese cuerpo inencontrable, que sin embargo mis ojos perciben: merece, por mi parte, las mayores muestras de una admiración sincera. El fantasma se burla de mí: me ayuda a buscar su propio cuerpo. Si le hago señas para que se quede en su lugar, he aquí que me devuelve las mismas señas... El secreto está descubierto, pero, y lo digo con franqueza, no a mi entera satisfacción. Todo está explicado, lo mismo los grandes que los pequeños detalles, y muestran in­diferencia en poner ante el espíritu, por ejemplo, el arrancamiento de los ojos de la mujer rubia: ¡es tan poca cosa!... ¿No recordaba yo que también había su­frido el arrancamiento de la cabellera, aunque sólo fue durante cinco años (el número exacto de años lo había olvidado), que encerré a un ser humano en una prisión, para ser testigo del espectáculo de sus sufrimientos, por­que me había rechazado con justo título, una amistad que no se concede a seres como yo? Puesto que si­mulo ignorar que mi mirada puede causar la muerte, incluso a los planetas que giran en el espacio, no se equi­vocará aquel que pretenda que no poseo la facultad de recordar. Sólo me queda romper este espejo con os­tentación, con la ayuda de una piedra... No es la pri­mera vez que la pesadilla de la pérdida momentánea de la memoria establece su morada en mi imaginación, cuando, por las inflexibles leyes de la óptica, sucede que me encuentro situado frente al desconocimiento de mi propia imagen.

Me había dormido en el acantilado. Aquel que du­rante todo el día persiguió al avestruz a través del de­sierto, sin poderle alcanzar, no tuvo tiempo de tomar alimento ni de cerrar los ojos. Si es él quien me lee, será capaz de adivinar, con exactitud, qué sueño hizo hincapié en mí. Pero cuando la tempestad empuja verti­calmente un barco, con la palma de la mano, hasta el fondo del mar, y, sobre la balsa, no queda más que un hombre de toda la tripulación, agotado por la fatiga y las privaciones de toda clase; si el oleaje lo bambolea, como un despojo, durante horas más prolongadas que la vida humana; y, si una fragata, que surca más tarde esos parajes de desolación con el casco partido, percibe al desgraciado que pasea por el océano su osamenta des­carnada, y le presta un socorro que ha faltado poco pa­ra ser tardío, creo que ese náufrago adivinará mejor aún a qué grado llegó el adormecimiento de mis sentidos. El magnetismo y el cloroformo, cuando se toman la pena, saben a veces engendrar semejantes catalepsias letárgi­cas. No tienen ningún parecido con la muerte: sería una gran mentira decirlo. Pero vayamos en seguida al sue­ño, a fin de que los impacientes, hambrientos de esta clase de lecturas, no se pongan a rugir, como un ban­co de cachalotes macrocéfalos que combaten entre sí por una hembra preñada. Yo soñaba que había pene­trado en el cuerpo de un cerdo, que no me resultaba fácil salir de él, y que revolcaba mi pelo en los panta­nos más fangosos. ¿Era como una recompensa? ¡Ob­jeto de mis deseos, ya no pertencia a la humanidad! En ese sentido hice la interpretación, y sentí una ale­gría mucho más que profunda. Sin embargo, yo bus­caba diligentemente qué acto de virtud había realizado para merecer, por parte de la Providencia, este in­signe favor. Ahora que he repasado en mi memoria las diversas fases de aquel aplanamiento espantoso con­tra el vientre de granito, durante el cual la marea, sin que yo lo advirtiera, pasó dos veces sobre aquella mez­cla irreductible de materia muerta y de carne viva, no carece tal vez de utilidad proclamar que esa degrada­ción sólo fue, probablemente, un castigo que me im­puso la justicia divina. Pero ¿quién conoce sus necesi­dades intimas o la causa de sus pestilenciales alegrías? La metamorfosis no pareció nunca a mis ojos sino co­mo el alto y magnánimo estruendo de una dicha per­fecta, que esperaba desde hacia mucho tiempo. ¡Al fin había llegado el día eñ que era un cerdo! Probaba mis dientes en la corteza de los árboles y contemplaba a mi hocico con delicadeza. No quedaba ya en mí la más minima partícula de divinidad: supe elevar mi alma has­ta la excelsa altura de esa inefable voluptuosidad. Es­cuchadme, pues, y no os avergonzéis, inagotables ca­ricaturas de lo bello, que tomáis en serio el risible re­buzno de vuestra alma, soberanamente despreciable, y que no comprendéis por qué el Todopoderoso, en un extraño momento de excelente bufonería, que por cierto no alcanza a las grandes leyes generales de lo grotes­co; se dio un día el mirífico placer de que un planeta sea habitado por seres singulares y microscópicos, a los que se llama humanos, y cuya materia es semejante a la del coral bermejo. En verdad tenéis razón para aver­gonzáos, hueso y grasa, pero escuchadme. No invoco a vuestra inteligencia, pues le haríais vomitar sangre por el horror que os testimonia: olvidadla, y sed con­secuentes con vosotros mismos... Vamos, basta ya de apuros. Cuando quería matar, mataba, lo cual me su­cedía a menudo, y nadie me lo impedía. Las leyes hu­manas me perseguían con su venganza, aunque yo ata­case a la raza que había abandonado tan tranquilamen­te; pero mi conciencia no me hacía ningún reproche. Durante la jornada yo me batía con mis nuevos seme­jantes, y el suelo quedaba sembrado de numerosas ca­pas de sangre coagulada. Yo era el más fuerte y conse­guía todas las victorias. Heridas penetrantes cubrían mi cuerpo, aunque aparentaba no darme cuenta. Los ani­males terrestres se alejaban de mí, y me quedé solo en medio de mi resplandeciente grandeza. ¡Cuál no sería mi asombro, cuando, tras haber atravesado un río a na­do, para alejarme de las comarcas que mi cólera había despoblado, y alcanzar otros campos para implantar en ellos mis costumbres de asesinato y matanza, intenté ca­minar por esa florida ribera! Mis pies estaban paraliza­dos; ningún movimiento llegaba a traicionar la verdad de esa inmovilidad forzada. En medio de esfuerzos so­brenaturales para continuar mi camino, me desperté, y sentí que volvía a ser hombre. La Providencia me hacia así comprender, de una manera que no es inexplicable, que ella no quería que, ni siquiera en sueños, mis proyec­tos sublimes se cumplieran. Regresar a mi forma pri­mitiva supuso para mí un dolor tan grande que por las noches lloro todavía. Mis sábanas están constantemente mojadas, como si las hubiera metido en agua, y todos los días necesito cambiarlas. Si no lo creéis, venid a verme, y controlaréis, con vuestra propia experiencia, no la verosimilitud, sino, además, la verdad misma de mi aserción. ¡Cuántas veces, después de aquella noche pa­sada al raso en un acantilado, me he mezclado con pia­ras de cerdos para recobrar, como un derecho, mi me­tamorfosis destruida! Ya es hora de abandonar esos gloriosos recuerdos que sólo dejan tras sí la pálida vía láctea de los eternos lamentos.

No es imposible ser testigo de una desviación anor­mal en el funcionamiento latente o visible de las leyes de la naturaleza. Efectivamente, si cada uno se toma­ra la ingeniosa molestia de interrogar a las diversas fa­ses de su existencia (sin olvidar una sola, pues esa po­dría ser acaso la que estaba destinada a suministrar la prueba de lo que adelanto), recordaría, sin cierta ex­trañeza, que en otras circunstancias, sería cómico que, un día concreto, por hablar en primer lugar de cosas objetivas, fue testigo de algún fenómeno que parecía sobrepasar, y sobrepasaba positivamente, las conoci­das nociones suministradas por la observación y la ex­periencia, como por ejemplo la lluvia de sapos, espec­táculo mágico que no debió ser al principio compren­dido por los sabios. Y que otro día concreto, por ha­blar en segundo y último lugar de las cosas subjetivas, su alma presentó a la mirada investigadora de la sicología, no voy a decir una aberración de la razón (que, sin embargo, no. sería menos curioso, sino al contra­rio, lo sería mucho más), pero al menos, por no ser considerado difícil ante ciertas personas frías, que no me perdonarían nunca las lucubraciones flagrantes de mi exageración, un estado inhabitual, bastante a me­nudo muy grave, que indica que el límite concedido por el buen sentido a la imaginación es a veces, a pesar del pacto efímero convenido entre esas dos potencias, des­graciadamente sobrepasado por la presión enérgica de la voluntad, pero también, la mayor parte del tiempo, por la ausencia de su colaboración efectiva: citemos en su apoyo algunos ejemplos, cuya oportunidad no es di­fícil apreciar, si en todo caso se toma por compañera una atenta moderación. Presento dos: los arrebatos de cólera y las enfermedades del orgullo. Advierto al que me lee que tenga cuidado con no formarse una idea va­ga, y, con mayor razón, falsa, de las bellezas literarias que deshoje en el desarrollo excesivamente rápido de mis frases. ¡Ay! quisiera exponer mis razonamientos y mis comparaciones lentamente y con mucha magni­ficencia (pero ¿quién dispone de tanto tiempo?), para que todos comprendiesen mejor, si no mi espanto, por lo menos mi estupefacción, cuando, una tarde de ve­rano, como el sol parecía descender por el horizonte, vi nadar en el mar, con anchas patas de ánade en vez de extremidades, brazos y piernas, y portador de una aleta dorsal, proporcionalmente tan larga y tan afila­da como la de los delfines, a un ser humano, de mús­culos vigorosos, al que numerosos bancos de peces (vi, en ese cortejo, entre otros habitantes de las aguas, el torpedo, el anarnak groenlandés y la horrible escorpe­na) seguían con muestras muy ostensibles de la mayor admiración. Algunas veces se sumergía, y su cuerpo vis­coso reaparecía casi de inmediato a doscientos metros de distancia. Las marsopas, que no han robado, según mi opinión, su reputación de buenas nadadoras, ape­nas podían seguir de lejos a ese anfibio de nueva espe­cie. Yo no creo que el lector tenga ocasión de arrepen­tirse si presta a mi narración, no el nocivo obstáculo de una credulidad estúpida, sino el supremo favor de una confianza profunda, que discuta legalmente, con secreta simpatía, los misterios poéticos, demasiado po­co numerosos, según su propia opinión, que me encar­go de revelarle, cada vez que se presenta la oportuni­dad, como la que hoy inopidamente se ha presentado, íntimamente impregnada por los tonificantes olores de las plantas acuáticas, que la brisa refrescante transporta a esta estrofa, que encierra a un monstruo que se ha apropiado de los signos distintivos de la familia de las palmípedas. ¿Quién habla aquí de apropiación? Sépa­se bien que el hombre, por su naturaleza múltiple y compleja, no desconoce los medios de ensanchar aún más las fronteras: vive en el agua como el hipocampo, en las capas superiores del aire como el quebrantahue­sos, y bajo la tierra como el topo, la cochinilla y la hu­milde lombriz. Tal es en su forma, más o menos concisa (mejor más que menos), el exacto criterio del consuelo extremadamente fortificante que me esforzaba a ha­cer surgir dé mi espíritu, cuando pensé que el ser hu­mano que percibía a una gran distancia nadar con sus cuatro miembros en la superficie de las olas, como ja­más lo hizo el más soberbio cormorán, no había acaso adquirido el nuevo cambio de las extremidades, de sus brazos y de sus piernas, sino como castigo expiatorio de algún crimen desconocido. No era necesario que me atormentase la cabeza para fabricar de antemano las melancólicas pildoras de la piedad, pues no sabia que ese hombre, cuyos brazos golpeaban alternativamente la onda amarga, mientras sus piernas, con una fuerza semejante a la que poseen las retorcidas defensas del narval, engendraban el retroceso de las capas acuáti­cas, no se había apropiado voluntariamente de esas ex­traordinarias formas, y tampoco le habían sido impues­tas como suplicio. Según lo que supe más tarde, he aquí la simple verdad: la prolongación de la existencia, en ese fluido elemento, había insensiblemente aportado al ser humano, exilado él mismo de los continentes pe­dregrosos, los cambios importantes, aunque no esen­ciales, que había observado en un objeto, que una mi­rada medianamente confusa me había hecho tomar en los momentos primordiales de su aparición (por una incalificable ligereza cuyos desvaríos engendran ese sen­timiento tan penoso que fácilmente comprenderán los psicólogos y los amantes de la prudencia) por un pez de forma extraña, aún no descrito en las clasificacio­nes de los naturalistas, pero acaso descrito en sus obras póstumas, aunque no tenga la excusable pretensión de inclinarme hacia esta última suposición, imaginada en condiciones demasiado hipotéticas. En efecto, ese an­fibio (puesto que era anfibio, sin que se pueda afirmar lo contrario) sólo era visible para mí, abstracción he­cha de los peces y de los cetáceos, pues percibí que algunos campesinos que se habían detenido a contem­plar mi rostro, turbado por ese fenómeno natural, y que inútilmente intentaban explicarse por qué mis ojos estaban constantemente fijos, con una perseverancia que parecía invencible, y que en realidad no lo era, en un lugar del mar donde ellos no distinguían más que una cantidad apreciable y limitada de bancos de peces de todas las especies, distendían la abertura de sus gran­des bocas, casi tanto como las de las ballenas. «Eso les hacia sonreír, pero no, como a mi, palidecer», de­cían ellos en su pintoresco lenguaje, «y no eran tan bes­tias como para no darse cuenta de que yo precisamen­te no miraba las evoluciones campestres de los peces, sino que mi vista alcanzaba mucho más lejos». De tal manera que, en lo que a mí concierne, girando maqui­nalmente los ojos hacia el lado de la notable enverga­dura de esas potentes bocas, me decía a mi mismo que, a menos que se encontrara en la totalidad del universo un pelicano grande como una montaña o por lo me­nos como un promotorio (admirad, os lo ruego, la fi­nura de la restricción que no pierde una pulgada de te­rreno), ningún pico de ave de presa o quijada dé ani­mal salvaje sería nunca capaz de superar, ni siquiera igualar, cada uno de esos cráteres abiertos, pero de­masiado lúgubres. Y, sin embargo, aunque reserve una buena parte al simpático empleo de la atmósfera (esta figura retórica presta muchos más servicios a las aspi­raciones humanas hacia el infinito de lo que ordina­riamente puedan figurarse aquellos que están imbui­dos de prejuicios o de ideas falsas, lo que es una mis­ma cosa), no es menos cierto que la boca risible de esos campesinos resultaba bastante grande como para tra­garse tres cachalotes. Achiquemos más nuestro pensa­miento, seamos serios, y conformémonos con tres pe­queños elefantes que apenas acaban de nacer. De una sola brazada, el anfibio dejaba atrás un kilómetro de estela espumosa. Durante el cortísimo momento en que el brazo extendido hacia adelante quedaba suspendi­do en el aire, antes de hundirse de nuevo, con sus de­dos separados y unidos por un repliegue de la piel en forma de membrana, parecía lanzarse hacia las altu­ras del espacio y coger las estrellas. De pie en la roca, me serví de mis manos de bocina y grité, mientras los cangrejos de mar y de río huían hacia la oscuridad de las grietas más profundas: «Oh tú, cuya natación aven­taja al vuelo de las largas alas de la fragata, si com­prendes todavía la significación de los grandes clamo­res que, como fiel interpretación de su pensamiento ín­timo, lanza con fuerza la humanidad, dignate detenerte un instante en tu veloz marcha y cuéntame sumaria­mente las fases de tu verídica historia. Pero te advier­to de que no tienes necesidad de dirigirme la palabra, si tu audaz deseo es hacer que nazca en mí la amistad y la veneración que sentí por ti desde que te vi por pri­mera vez cumpliendo, con la gracia y la fuerza del ti­burón, tu peregrinación indómita y rectilínea». Un sus­piro, que me heló los huesos e hizo tambalear la roca sobre la cual descansaba la planta de mis pies (a me­nos que fuese yo mismo quien me tambaleara por la ruda penetración de las ondas sonoras que llevaban a mi oído semejante grito de desesperación), se oyó has­ta en las entrañas de la tierra: los peces se sumergieron bajo las olas con el ruido de una avalancha. El anfibio no se atrevió a avanzar demasiado hacia la orilla, pero cuando estuvo seguro de que su voz llegaba bastante clara hasta mis timpanos, redujo el movimiento de sus miembros palmeados, de forma que pudiera sostener su busto, cubierto de algas, por encima de las olas mu­gientes. Le vi inclinar su frente, como para invocar, por una orden solemne, la jauría errante de los recuerdos. No me atrevía a interrumpirle en esa ocupación santa­mente arqueológica: sumergido en el pasado, se asemejaba a un escollo. Tomó al fin la palabra en estos térmi­nos: «La escolopendra no carece de enemigos, y la fan­tástica belleza de sus innumerables patas, en vez de atraer la simpatía de los animales, no es quizás para ellos más que el poderoso estímulo de una celosa exasperación. Y no me asombraría saber que ese insecto es el blanco de los odios más intensos. Te ocultaré el lugar de mi naci­miento, que no importa para mi relato, pues la vergüenza que recae sobre mi familia sólo me importa a mí. Mi padre y mi madre (¡qué Dios les perdone!), después de un año de espera, vieron que el cielo atendió sus súpli­cas: dos gemelos, mi hermano y yo, vieron la luz. Ra­zón de más para amarse. Pero no fue de la manera que digo. Porque como yo era el más bello y el más inteli­gente de los dos, mi hermano me tomó odio y no se molestó en ocultar sus sentimientos: por eso, mi padre y mi madre hicieron recaer sobre mi la mayor parte de su amor, mientras que, por mi amistad sincera y cons­tante, me forzaba por apaciguar un alma que no tenía derecho a rebelarse contra quien había sido extraído de la misma carne. Entonces, mi hermano no puso lí­mites a su furor, y me mató, en el corazón de nuestros comunes padres, por medio de las calumnias más in­verosímiles. Viví durante quince años en un calabozo, con larvas y agua fangosa por todo alimento. No te contaré con detalles los inauditos tormentos que sufrí en ese largo secuestro injusto. Algunas veces, en un mo­mento de la jornada, uno de los tres verdugos, según su turno, entraba bruscamente, cargado de pinzas, de tenazas y de diversos instrumentos de suplicio. Los gri­tos que me arrancaban las torturas les dejaban inmu­tables, y la pérdida abundante de mi sangre les hacía sonreír. ¡Oh hermano mio, tú, causa primera de todos mis males, ya te he perdonado! ¡Es posible que una ciega rabia no pueda al fin abrirle sus ojos! Mucho he refle­xionado en mi prisión eterna. Adivina en qué se convirtió mi odio contra toda la humanidad. La progresi­va caquexia y la soledad del cuerpo y del alma no me llevaron a perder toda la razón, hasta el punto de sen­tir resentimiento contra aquellos a quienes no había de­jado de amar: triple argolla de quien era esclavo. ¡Con­seguí, por medio de la astucia, recobrar mi libertad! Asqueado de los habitantes del continente, que, aun­que se llamasen mis semejantes, no parecía asemejar­se a mí en nada hasta el momento (si ellos me conside­raban su semejante, ¿por qué me hacían daño?), diri­gí mis pasos hacia los guijarros de la playa, con la fir­me resolución de darme la muerte, si el mar llegaba a ofrecerme las anteriores reminiscencias de una existen­cia fatalmente vivida. ¿Creerás a tus propios ojos? Des­de el día que huí de la casa paterna, no me lamento tanto como crees de habitar el mar y sus grutas de cris­tal. La Providencia, como ves, me ha concedido, en parte, un organismo de cisne. Vivo en paz con los pe­ces, y ellos me procuran el alimento que necesito, co­mo si yo fuera su monarca. Voy a lanzar un silbido particular, en caso de que te contraríe, y verás cómo ellos reaparecen». Sucedió como él predijo. Reanudó su regia natación, rodeado de su cortejo de súbditos. Y, aunque al cabo de algunos segundos hubo desapa­recido completamente de mi vista, con un anteojo pu­de todavía distinguirlo en los últimos límites del hori­zonte. Nadaba con una mano y con la otra se enjuaga­ba los ojos, que estaban inyectados de sangre por la violencia de haberse aproximado a la tierra firme. Ha­bía obrado así para complacerme. Arrojé el instrumento revelador contra el escarpe cortado a pico; rebotó de ro­ca en roca y sus fragmentos dispersos fueron recibidos por las olas: tales fueron la última demostración y el su­premo adiós, con los que me incliné, como en un sueño, ante una noble e infortunada inteligencia. Sin embargo, fue real todo lo que pasó durante esa tarde de verano.
Todas las noches, sumergiendo la envergadura de mis alas en mi memoria agonizante, evocaba el recuerdo de Falmer... todas las noches. Sus cabellos rubios, su rostro oval, sus rasgos majestuosos estaban aún impre­sos en mi imaginación... indestructiblemente... sobre todo sus cabellos rubios. Alejad, alejad por tanto esa cabeza sin cabellera, lisa como el caparazón de la tor­tuga. El tenía catorce años, y yo sólo tenía un año más. Que se calle esa lúgubre voz. ¿Por qué viene a denun­ciarme? Pero soy yo mismo quien habla. Sirviéndome de mi propia lengua para emitir mi pensamiento, com­pruebo que mis labios se mueven y que soy yo mismo quien habla. Y soy yo mismo quien está relatando una historia de mi propia juventud y sintiendo el remordi­miento penetrar en mi corazón... soy yo mismo, a me­nos que me engañe... soy yo mismo quien habla. Yo sólo tenía un año más. ¿Quién es ése al que hago alu­sión? Es un amigo que tenía en los tiempos pasados, creo. Sí, sí, ya he dicho cómo se llama... No quiero deletrear de nuevo esas seis letras, no, no. Tampoco es útil repetir que yo tenía un año más. ¿Quién lo sa­be? Repitámoslo, sin embargo, pero con un penoso murmullo: yo sólo tenía un año más. Aún entonces, la preeminencia de mi fuerza física era más un motivo para sostener, a través del rudo sendero de la vida, a aquel que se había entregado a mi, que para maltratar a un ser visiblemente más débil. Pues, en efecto, creo que era más débil... Incluso entonces. Es un amigo que tuve en los tiempos pasados, creo. La preeminencia de mi fuerza física... cada noche... Sobre todo sus cabellos rubios. Existe más de un ser humano que ha visto cabezas calvas: la vejez, la enfermedad, el dolor (los tres juntos o separados), explican ese fenómeno nega­tivo de una manera satisfactoria. Tal es, al menos, la respuesta que me daría un sabio, si le preguntara so­bre el asunto. La vejez, la enfermedad, el dolor. Pero no ignoro (yo también soy un sabio) que un día, por­que había detenido mi mano en el momento en que le­vantaba mi puñal para clavarlo en el seno de una mu­jer, lo cogí por los cabellos con brazo de hierro y lo hice girar en el aíre con tal velocidad que su cabellera se quedó en mi mano, y su cuerpo, lanzado por la fuer­za centrífuga, fue a estrellarse contra el tronco de un roble... No ignoro que un día su cabellera se quedó en mi mano. Yo también soy un sabio. Sí, sí, ya he dicho cómo se llama. No ignoro que un día realicé un acto infame, mientras su cuerpo era lanzado por la fuerza centrífuga. Tenía catorce años. Cuando, en un acceso de alienación mental, corro a través de los campos, lle­vando, comprimido contra mi corazón, una cosa san­grante que conservo desde hace mucho tiempo como una reliquia venerada, los chiquillos que me persi­guen... los chiquillos y las viejas que me persiguen a pedradas, lanzan estos gemidos lamentables: «Esa es la cabellera de Falmer». Alejad, alejad esa cabeza cal-va, lisa como el caparazón de la tortuga... Una cosa sangrante. Pero soy yo quien habla. Su rostro oval, sus rasgos majestuosos. Pues, en efecto, creo que era más débil. Las viejas y los chiquillos. Pues, en efecto, creo... ¿qué quería decir?... pues, en efecto, creo que era más débil. Con brazo de hierro. Ese choque, ese choque, ¿lo mató? ¿Sus huesos se destrozaron contra el árbol... irremediablemente? ¿Lo mató ese choque engendrado por el vigor de un atleta? ¿Ha conservado la vida, aun­que sus huesos se hayan destrozado irremediablemen­te... irremediablemente? Ese choque, ¿lo mató? Temo saber aquello de lo que mis ojos cerrados no fueron testigos. En efecto... Sobre todos sus cabellos rubios. En efecto, huí lejos con una conciencia desde entonces implacable. Tenía catorce anos. Con una conciencia desde entonces implacable. Todas las noches. Cuando un mu­chacho, que aspira a la gloria, en un quinto piso, inclinado sobre la mesa de trabajo, a la hora silenciosa de la media noche, percibe un murmullo que no sabe a qué atribuir, vuelve hacia todos los lados su cabeza, ago­biada por la meditación y los polvorientos manuscri­tos; pero nada, ningún indicio sorprendido le revela la causa de lo que oye tan débilmente, aun que sin embar­go lo oye. Percibe, al final, que el humo de su vela, emprendiendo su vuelo hacia el techo, ocasiona, a tra­vés del aire ambiente, las vibraciones casi impercepti­bles de una hoja de papel colgada de un clavo fijado en la pared. En un quinto piso. Lo mismo que un mu­chacho, que aspira a la gloria, oye un murmullo que no sabe a qué atribuir, lo mismo yo oigo una voz me­lodiosa que pronuncia en mi oído: «¡ Maldoror!» Pe­ro antes de poner fin a su desprecio, creía oír las alas de un mosquito... inclinado sobre su mesa de trabajo. Sin embargo, no sueño. ¿Qué importa que esté acos­tado en mi lecho de satén? Con sangre fría, hago la perspicaz observación de que tengo los ojos abiertos, aunque sea la hora de los dominós rosa y de los bailes de máscaras. ¡Jamás!... ¡oh! no, ¡jamás!... ¡una voz mortal hizo oír esos acentos seráficos, pronunciando, con tan dolorosa elegancia, las sílabas de mi nombre! Las alas de un mosquito... ¡Qué benevolente es su voz! ¿Entonces me ha perdonado? Su cuerpo fue a estre­llarse contra el tronco de un roble... «¡ Maldoror!»
CANTO QUINTO

QUE el lector no se enfade conmigo si mi prosa no tiene la dicha de agradarle. Por lo menos mantienes que mis ideas son singulares. Lo que dices, hombre respe­table, es la verdad, pero es una verdad parcial. Por otra parte, ¡qué fuente abundante de errores y de despre­cios no es una verdad parcial! Las bandadas de estor­ninos tienen una manera de volar que es propia, y pa­rece estar sometida a una táctica uniforme y regular, como sería la de una tropa disciplinada que obedece con precisión a la voz de un sólo jefe. Es la voz del instinto a quien obedecen los estorninos, y su instinto les lleva a aproximarse siempre al centro del pelotón, mientras que la rapidez de su vuelo les lleva sin ce­sar a alejarse de él, de manera que es multitud de pájaros, reunidos por una tendencia común hacia el mismo punto inmantado, al ir y venir de continuo, al circular y cruzarse y cruzarse en todos los sentidos, for­ma una especie de torbellino agitadísimo, cuya masa completa, sin seguir una dirección muy determina­da parece tener un movimiento general de evolución sobre sí misma, resultante de los movimientos par­ticulares de circulación propios de cada una de sus partes, y en el cual el centro, tendiendo perpetua­mente a amplificarse, pero sin cesar presionado, em­pujado por el esfuerzo contrario de las líneas en­volventes que pesan sobre él, se halla constantemen­te más apretado que ninguna de esas líneas, las cuales lo son más cuanto más próximas están del centro. A pesar de esa singular manera de formar remoli­nos, los estorninos no dejan por eso de hendir menos, con una velocidad rara, el aire ambiente, y de ganar sensiblemente, en cada segundo, un terreno pre­ciso para el término de sus fatigas y el fin de su pere­grinación. Tú, por lo mismo, no prestes atención a la manera extraña en que canto cada una de estas estro­fas. Pero persuádete de que los acentos fundamenta­les de la poesía no por eso conservan menos su intrín­seco derecho sobre mi inteligencia. No generalizemos hechos excepcionales, no pido nada mejor: sin embar­go mi carácter se halla dentro del orden de las cosas posibles. Sin duda, entre los dos términos de tu literatura, tal como tú la entiendes, y de la mía, existe una infinidad de intermediarios y sería fácil multiplicar las divisiones; pero carecería de toda utilidad y existiría el peligro de conferir algo estrecho y falso a una concepción eminentemente filosófica, que deja de ser ra­cional, desde el momento en que no es comprendida como ha sido imaginada, es decir, con amplitud. Sa­bes aliar el entusiasmo y la frialdad interior, observa­dor de un humor concentrado; en fin, por mí, te en­cuentro perfecto... ¡ Y tú no quieres comprenderme! Si no tienes buena salud, sigue mi consejo (lo mejor que poseo, a tu disposición), y vete a dar un paseo por el campo. Triste compensación, ¿qué dices? Cuando ha­yas tomado el aire, ven de nuevo a buscarme: tus sen­tidos se habrán ya calmado. No llores más, no quería causarte pena. ¿No es verdad, amigo mio, que hasta cierto punto mis cantos han despertado tu simpatía? ¿Quién te impide entonces salvar los otros escalones? La frontera entre tu gusto y el mío es invisible, jamás podrás encontrarla: lo que prueba que esa frontera no existe. Reflexiona entonces (no hago más que rozar la cuestión) que no seria imposible que hubieras firmado un tratado de alianza con la obstinación, esa agrada­ble hija del mulo, fuente tan rica de intolerancia. Si yo no supiera que no eres un necio, no te haría seme­jante reproche. No es útil para ti que te enquistes en el cartilaginoso caparazón de un axioma que crees in­conmovible. Hay otros axiomas inconmovibles que ca­minan paralelamente al tuyo. Si tienes una inclinación marcada por los caramelos (admirable farsa de la na­turaleza), nadie lo concebirá como un crimen, pero aquellos cuya inteligencia, más enérgica y más capaz de grandes cosas, prefiere la pimienta y el arsénico, tie­nen buenas razones para obrar de esa forma, sin tener la intención de imponer su pacífica dominación a los que tiemblan de miedo ante una musaraña o ante la expresión parlante de las caras de un cubo. Hablo por experiencia, y no vengo a representar aquí el papel de provocador. Pues así como los rotíferos y los tardígra­dos pueden ser calentados hasta una temperatura pró­xima a la ebullición, sin que pierdan necesariamente su vitalidad, así sucederá contigo, si sabes asimilar, con precaución, la áspera serosidad purulenta que se des­prende lentamente de la irritación que causan mis intere­santes lucubraciones. ¡Y qué! ¿No se ha conseguido injertar en el lomo de una rata viva la cola separada del cuerpo de otra rata? Prueba, pues, de forma pare­cida a transportar a tu imaginación las diversas modi­ficaciones de mi razón cadavérica. Pero sé prudente. A la hora en que escribo, nuevos estremecimientos re­corren la atmósfera intelectual: no se trata sino de te­ner el valor de mirarlos de frente. ¿Por qué haces esa mueca? E incluso la acompañas de un gesto que sólo podría imitar después de un largo aprendizaje. Persuá­dete de que el hábito es necesario en todo, y, puesto que la repulsión instintiva que se había declarado des­de las primeras páginas, ha disminuido notablemente de profundidad, en razón inversa de la aplicación a la lectura, como un forúnculo que se saja, es preciso es­perar, aunque tu cabeza se halle todavía enferma, que tú curación no tarde en entrar con seguridad en su úl­timo periodo. Para mí es indudable que ya bogas en plena convalecencia; sin embargo tu rostro ha queda­do muy delgado, ¡ay! Pero... ¡ánimo!, hay en ti un es­píritu poco común, te amo, y no desespero de tu com­pleta liberación, con tal de que tomes algunas substan­cias medicamentosas que no harán más que apresurar la desaparición de los últimos síntomas del mal. Co­mo alimento astringente y tónico, arrancarás primero los brazos a tu madre (si vive todavía), la despedaza­rás en pequeños trozos y te los comerás a continuación, en un sólo día, sin que ningún rasgo de tu cara traicione tu emoción. Si tu madre fuera demasiado vieja, eli­ge Otro personaje quirúrgico más joven y más tierno, sobre el cual pueda obrar la legra, y cuyos huesos tar­sianos, cuando camine, encuentren fácilmente un punto de apoyo para hacer de palanca: tu hermana, por ejem­plo. No puedo dejar de compadecer su suerte, y no soy de aquellos en los cuales un entusiasmo muy frío no hace sino atacar a la bondad. Tú y yo vertiremos por ella, por esa virgen amada (aunque no tenga pruebas para establecer que sea virgen), dos lágrimas incoerci­bles, dos lágrimas de plomo. Eso será todo. La por­ción más lenitiva, que te aconsejo, es un bacin lleno de pus blenorrágico con nódulos, en el cual se haya pre­viamente disuelto un quiste piloso de ovario, un chan­cro folicular, un prepucio inflamado, reinvertido ha­cia atrás del glande por una parafimosis, y tres babo­sas rojas. Si sigues mis prescripciones, mi poesía te re­cibirá con los brazos abiertos, como un piojo reseco recibe con sus besos a la raíz de un cabello.

Veía delante de mí un objeto de pie sobre un Otero. No distinguía con claridad su cabeza, pero, pese a ello, adivinaba que no tenía una forma corriente, sin preci­sar desde luego la proporción exacta de sus contornos. No me atrevía a acercarme a esa columna inmóvil, y, aun cuando hubiera tenido a mi disposición las patas ambulatorias de más de tres mil cangrejos (no hablo siquiera de las que sirven para la aprehensión y para la masticación de los alimentos), hubiera permaneci­do en el mismo lugar, si un acontecimiento, muy ni­mio en sí, no hubiese inferido un pesado tributo a mi curiosidad, que hacía estallar sus diques. Un escara­bajo, que hacía rodar por el suelo con sus mandíbulas y sus antenas una bola, cuyos principales elementos es­taban compuestos por materias excrementicias, avan­zaba con rápido paso hacia el Otero señalado, poniendo gran empeño en hacer evidente su voluntad de to­mar aquella dirección. ¡El animal articulado no era mu­cho mayor que una vaca! Si alguien duda de lo que di­go, que venga a mí, y haré que quede satisfecho el más incrédulo con la aseveración de buenos testigos. Lo se­guí de lejos, ostensiblemente intrigado. ¿Qué quería ha­cer con aquella enorme bola negra? Oh lector, tú que te vanaglorias continuamente de tu perspicacia (y sin razón), ¿serías capaz de decírmelo? Pero no quiero so­meter a una ruda prueba tu conocida pasión por los enigmas. Bástete saber que el más suave castigo que puedo inflingirte es hacerte observar que ese misterio no te será revelado (te será revelado) sino más tarde, al final de tu vida, cuando entables discusiones filosó­ficas con la agonía al borde de tu cabecera... e inclu­so, tal vez, al final de esta estrofa. El escarabajo había llegado a la base del otero. Yo había adelantado mi pa­so a sus huellas y me hallaba todavía a una gran dis­tancia del lugar de la escena, pues así como los ester­corarios, aves inquietas como si estuvieran siempre hambrientas, lo pasan bien en los mares que bañan los dos polos, y no penetran sino accidentalmente en las zonas templadas, así yo tampoco estaba tranquilo y hacía avanzar mis piernas con mucha lentitud. Pero ¿hacia qué sustancia corporal avanzaba yo? Sabía que la familia de los pelícanos comprende cuatro géneros distintos: el pájaro bobo, el pelícano, el cormorán y la fragata. La forma grisácea que se hallaba ante mí no era un bobo. El bloque plástico que percibía no era una fragata. La carne cristalizada que observaba no era un cormorán. ¡Veía ahora al hombre con encéfalo desprovisto de protuberancia anular! Buscaba vaga­mente, entre los repliegues de mi memoria, en qué co­marca tórrida o helada había visto ya ese pico larguí­simo, ancho, convexo, abovedado, de arista marcada, unguiculado, abultado y muy ganchudo en su extre­midad; esos bordes dentados, rectos; esa mandíbula in­ferior, de ramas separadas hasta cerca de la punta; ese intervalo relleno por una piel membranosa; esa ancha bolsa, amarilla y sacciforme, que ocupa toda la gar­ganta y puede distenderse considerablemente; y esas na­rices tan estrechas, longitudinales, casi imperceptibles, abiertas en un surco basal ~ Si ese ser viviente, de res­piración pulmonar simple, de cuerpo guarnecido de pe­los, hubiera sido un pájaro completo hasta la planta de los pies, y no solamente hasta los hombros, no me hubiera sido tan difícil reconocerlo: cosa muy fácil de hacer, como vais a ver vosotros mismos. Sólo que esta vez me dispenso de ello, pues para la claridad de mi demostración necesitaría que uno de esos pájaros se ha­llara sobre mi mesa de trabajo, aunque fuera diseca­do. Pero no soy lo bastante rico como para procurár­melo. Siguiendo paso a paso una hipótesis anterior, ha­bría citado en seguida su verdadera naturaleza, y lue­go encontrado un Sitio en los cuadros de la historia na­tural, a aquel cuya nobleza de aspecto enfermizo ad­miraba. ¡Con qué satisfacción, de no ser del todo ig­norante de los secretos de su doble organismo, y con qué avidez por saber aún más, lo contemplaba yo en su perdurable metamorfosis! ¡Aunque no poseía un rostro humano, me parecía bello como dos largos fila­mentos tentaculiformes de un insecto, o mejor, como una inhumación precipitada, o mejor todavía, como la ley de la reconstitución de los órganos mutilados, y, sobre todo, como un líquido eminentemente putres­cible! Pero sin prestar ninguna atención a lo que suce­día a su alrededor, el extranjero miraba siempre ante sí, con su cabeza de pelicano. Otro día contaré el final de esta historia. Sin embargo, continuaré mi narración con triste apresuramiento, pues si por parte vuestra os impacientáis por saber adónde quiere ir mi imagina­ción (¡ruego al cielo que en efecto esto no sea más que imaginación!), por la mía he tomado la resolución de terminar de una vez (¡y no de dos!) lo que tenía que decir. No obstante nadie tiene derecho a acusarme de falta de valor. Porque cuando se halle en presencia de semejantes circunstancias, más de uno sentirá latir en la palma de la mano las pulsaciones de su corazón. Aca­ba de morir, casi desconocido, en un pequeño puerto de Bretaña, un patrón de cabotaje, viejo marino que fue héroe de una terrible historia. Por entonces era ca­pitán de largas travesías y viajaba para un armador de Saint-Malo. Después de una ausencia de trece meses, regresó al hogar conyugal en el momento en que su mujer, todavía en cama, acababa de darle un heredero, al cual no se consideraba con ningún derecho a reco­nocer. El capitán no hizo el menor gesto de sorpresa ni de cólera; rogó friamente a su mujer que se vistiera y que le acompañara a dar un paseo por la murallas de la ciudad. Era el mes de enero. Las murallas de Saint-Malo son elevadas, y, cuando sopla el viento del norte, los más intrépidos retroceden. La desdichada obedeció, tranquila y resignada; al volver, deliraba. Ex­piró esa misma noche. No era más que una mujer. Mientras que yo, que soy un hombre, en presencia de un drama no menos grande, no sé si conservaré bas­tante dominio sobre mí mismo como para que los mús­culos de mi rostro permanezcan inmóviles. En cuanto al escarabajo llegó a la base del Otero, el hombre elevó sus brazos hacia el Oeste (precisamente en esa dirección un buitre de corderos y un buho de Virginia entabla­ban un combate en el aire), enjugó en su pico una lar­ga lágrima que presentaba un sistema de coloración dia­mantino, y dijo al escarabajo: «¡Desgraciada bola!, ¿no la has hecho rodar bastante tiempo? Tu venganza no está aún saciada, y ya, esa mujer, a quien habías ata­do con collares de perlas las piernas y los brazos, de manera que formara un poliedro amorfo, a fin de arras-traía con tus patas a través de los valles y los caminos, sobre las zarzas y las piedras (¡déjame que me aproxi­me a ver si es todavía ella!), ha visto sus huesos llenar-se de heridas, sus miembros pulirse por la ley mecáni­ca del frotamiento rotatorio, confundirse en la unidad de la coagulación, y su cuerpo presentar, en vez de las delineaciones primordiales y de las curvas naturales, la apariencia monótona de un todo homogéneo que se parece demasiado, por la confusión de sus diversos ele­mentos triturados, a la masa de una esfera. Hace mu­cho tiempo que está muerta; deja esos despojos a la tierra y ten cuidado de aumentar, en proporciones irre­parables, la rabia que te consume: eso no es ya justi­cia, pues el egoísmo escondido en los tegumentos de tu frente, levanta lentamente, como un fantasma, los paños que lo cubren». El buitre de corderos y el buho de Virginia, llevados insensiblemente por las peripecias de su lucha, se había aproximado a nosotros. El esca­rabajo tembló ante esas palabras inesperadas, y, lo que en Otra ocasión hubiera sido un movimiento insignifi­cante, esa vez se convirtió en la señal distintiva de un furor que no conocía límites, pues frotó terriblemente sus patas traseras contra el borde de los élitros, hacien­do oír un ruido agudo: «¿Quién eres tú, ser pusiláni­me? Parece que has olvidado ciertos acontecimientos extraños de los tiempos pasados; no los conservas en tu memoria, hermano. Esa mujer nos ha traicionado, a uno después de otro. A ti primero, y a mí después. Me parece que esa injuria no debe (¡no debe!) desapa­recer del recuerdo tan fácilmente. ¡Tan fácilmente! A ti, tu magnánima naturaleza te permite perdonar. Pe­ro ¿sabes tú si a pesar de la situación anormal de los átomos de esa mujer, reducida a pasta de amasado (no es cuestión ahora de saber si no se creería, a la prime­ra investigación, que ese cuerpo haya aumentado su densidad en una cantidad notable más bien por el en­granaje de dos fuertes ruedas que por los efectos de mi fogosa pasión), existe todavía? Cállate, y permite-me vengarme». Reanudó sus maniobras, y se alejó, em­pujando la bola hacia adelante. Cuando estuvo lejos, el pelicano exclamó: «Esa mujer, por sú poder mági­co, me ha dado una cabeza de palmípedo, y ha con­vertido a mi hermano en un escarabajo: puede ser que merezca incluso peores tratamientos que los que aca­bo de enumerar». Y yo, que no estaba seguro de so­ñar, al adivinar, por lo que había oído, la naturaleza de las relaciones hostiles que unían, por encima de mí, en un combate sangriento, al buitre de corderos y al buho de Virginia, eché atrás mi cabeza, como un ca­puchón, a fin de dar al juego de mis pulmones la sol­tura y la elasticidad susceptibles, y, dirigiendo mi vis­ta hacia lo alto, les grité: «Vosotros, cesad en vuestra discordia. Tenéis razón los dos, pues ella había prome­tido su amor a ambos, y por lo tanto os ha engañado a los dos. Pero no sois los únicos. Además, os despojó de vuestra forma humana, realizando un juego cruel con vuestros dolores más sagrados. ¡ Y vacilaríais en creerme! Por otra parte, ella está muerta, y el escara­bajo le ha hecho sufrir un castigo de rastro imborra­ble, a pesar de la piedad del primer traicionado». Es­tas palabras pusieron fin a su querella y no se arranca­ron más plumas ni más trozos de carne: tenían razón de obrar así. El buho de Virginia, bello como un re­cuerdo sobre la curva que describe un perro al correr tras su dueño, se introdujo en las grietas de un con­vento en ruinas. El buitre de corderos, bello como la ley que detiene el desarrollo del pecho de los adultos cuya propensión al crecimiento no está en relación con la cantidad de moléculas que su organismo asimila, se perdió en las altas capas de la atmósfera. El pelícano, cuyo generoso perdón me había impresionado mucho, porque no lo encontraba natural, recobrando en su ote­ro la impasibilidad majestuosa de un faro, como para advertir a los navegantes humanos de que presten aten­ción a su ejemplo, y preservarlos del amor de las he­chiceras sombrías, miraba siempre ante si. El escara­bajo, bello como el temblor de las manos en el alcoho­lismo, desapareció en el horizonte. Cuatro existencias más que se podían tachar del libro de la vida. Me arran­qué un músculo entero del brazo izquierdo, pues no sabía lo que hacía, de tan emocionado como me en­contraba ante ese cuádruple infortunio. Y yo que creía que eran materias excrementicias. ¡Qué necio más gran­de soy!
El aniquilamiento intermitente de las facultades hu­manas: cualquiera que sea vuestro pensamiento, no se trata sólo de palabras. Por lo menos, no se trata de palabras como las demás. Que levante la mano quien crea cumplir un acto justo al rogar a un verdugo que lo desuelle vivo. Que levante la cabeza, con la volup­tuosidad de la sonrisa, quien voluntariamente ofrezca su pecho a las balas de la muerte. Mis ojos buscarán la marca de las cicatrices; mis diez dedos concentrarán la totalidad de su atención en palpar cuidadosamente la carne de ese excéntrico; verificaré si las salpicadu­ras del cerebro han manchado el satén de mi frente. ¿No es verdad que un hombre, amante de semejante martirio, no se encontraría en todo el universo? No sé qué es la risa, cierto, pues no la he experimentado nunca por mí mismo. Sin embargo, ¿qué imprudencia no se­ría sostener que mis labios jamás se distenderán, si me fuera dado ver a quien pretendiera que existe en al­guna parte ese hombre? Lo que nadie desearía para su propia existencia, me ha tocado a mí por una suerte desigual. No es que mi cuerpo nade en el lago del do­lor; pudiera pasar. Pero el espíritu se deseca por una reflexión condensada y continuamente tensa; croa co­mo las ramas de un pantano, cuando una bandada de flamencos voraces y de garzas hambrientas se abate so­bre los juncos de las orillas. Dichoso aquel que duer­me apaciblemente en un lecho de plumas, arrancadas al pecho del eider, sin darse cuenta de que se traiciona a si mismo. He aquí que hace más de treinta años que no he dormido. Desde el impronunciable día de mi na­cimiento he consagrado a las tablas somníferas un odio irreconciliable. Soy yo quien lo ha querido; que no se acuse a nadie. Pronto, que se le despoje de la malo­grada sospecha. ¿Distinguías en mi frente esa pálida co­rona? La tejió la tenacidad con sus dedos delgados. En tanto que un resto de savia abrasadora corra por mis huesos, como un torrente de metal fundido, no dor­miré. Todas las noches obligo a mis ojos lívidos a mi­rar las estrellas, a través de los cristales de mi ventana. Para estar más seguro de mí, una astilla de madera se­para mis párpados hinchados. Cuando nace la auro­ra, me encuentra en la misma postura, con el cuerpo apoyado verticalmente y de pie contra el yeso de la fría pared. Sin embargo, algunas veces me sucede que sue­ño, pero sin perder un solo instante el vivo sentimien­to de mi personalidad y la libre facultad de moverme: sabed que a la pesadilla que se oculta en los ángulos fosfóricos de la sombra, a la fiebre que palpa mi ros­tro con su muñón, a cada animal impuro que levanta su garra sangrienta, pues bien, es mi voluntad quien, para dar un alimento estable a su actividad perpetua, les hace girar en corro. En efecto, átomo que se venga en su extrema debilidad, el libre albedrío no teme afir­mar, con enérgica autoridad, que el embrutecimiento no cuenta entre el número de sus hijos: aquel que duer­me es menos que un animal castrado la víspera. Aun­que el insomnio arrastre hacia la profundidad de la fosa a esos músculos que ya despiden un olor a ciprés, ja­más la blanca catacumba de mi inteligencia abrirá sus santuarios a los ojos del Creador. Una secreta y noble justicia, hacia cuyos brazos tendidos me arrojo por ins­tinto, me ordena perseguir sin tregua ese innoble cas­tigo. Enemigo temible de mi alma imprudente, a la hora en que se enciende un farol en la costa, prohíbo a mis infortunados costados que se tiendan sobre el rocío del césped. Vencedor, rechazo las emboscadas de la hipó­crita adormidera. En consecuencia, es cierto que a cau­sa de esa extraña lucha de mi corazón ha encerrado sus designios, como un hambriento que se come a sí mis­mo. Impenetrable como los gigantes, sin cesar he vivi­do con los ojos completamente abiertos. Por lo menos, está comprobado que, durante el día, todo el mundo puede oponer una resistencia eficaz al Gran Objeto Ex­terior (¿quién no conoce su nombre?) pues entonces la voluntad vigila en su propia defensa con notable te­nacidad. Pero en cuanto al velo de los vapores noctur­nos se extiende, incluso sobre los condenados a quie­nes se va a colgar, ¡oh, ver su intelecto entre las ma­nos sacrílegas de un extranjero! Un escalpelo impla­cable escudriña la espesa maleza. La conciencia exha­la un prolongado estertor de maldición, pues el velo de su pudor sufre crueles desgarraduras. ¡Humillación!, nuestra puerta está abierta a la curiosidad feroz del Ce­lestial Bandido. ¡No merecí ese suplicio infame, tú, ho­rrible espía de mi causalidad! Si existo, no soy otro. No admito en mi esa equívoca pluralidad. Quiero resi­dir sólo en mi íntimo razonamiento. La autonomía... o si no, que me conviertan en hipopótamo. Sumérgete bajo tierra, oh estigma anónimo, y no aparezcas ante mi huraña indignación. Mi subjetividad y el Creador es demasiado para un cerebro. Cuando la noche oscu­rece el curso de las horas, ¿quién no ha luchado con­tra la influencia del sueño en su lecho mojado por un sudor glacial? Ese lecho, que atrae a su seno las facul­tades que mueren, no es más que un sepulcro de tablas de pino hecho a escuadra. La voluntad se retira insen­siblemente, como en presencia de una fuerza invisible. Una pez viscosa enturbia el cristalino de los ojos. Los párpados se buscan como dos amigos. El cuerpo es sólo es cadáver que respira. Por último, cuatro enormes es­tacas clavan al colchón la totalidad de los miembros. Y observad, os lo ruego, cómo en suma las sábanas no son sino sudarios. He ahí el pebetero donde arde el incienso de las religiones. La eternidad brama como un mar lejano y se aproxima a grandes pasos. La mo­rada ha desaparecido: ¡prosternáos, humanos, en la ca­pilla ardiente! Algunas veces, esforzándose inútilmen­te por vencer las imperfecciones del organismo, en medio del sueño más profundo, el sentido magnetizado percibe con asombro que sólo es un bloque sepulcral, y, apoyado en una incomparable sutilidad, admirable­mente razona: «Salir de este lecho es un problema más difícil de lo que se piensa. Sentado en la carreta, me arrastran hacia la binaridad de los postes de la guillo­tina. Cosa curiosa, mi brazo inerte ha asimilado sabia­mente la rigidez de la cepa. Es muy molesto soñar que se marcha hacia el cadalso». La sangre corre a gran­des oleadas a través del rostro. El pecho sufre repeti­dos sobresaltos y se hincha con silbidos. El peso de un obelisco sofoca la expansión del delirio. ¡Lo real ha des­truido los sueños de la somnolencia! ¿Quién no sabe que cuando se prolonga la lucha entre el yo, pleno de soberbia, y el crecimiento terrible de la catalepsia, el espíritu alucinado pierde el juicio? Roído por la deses­peración, se complace en su mal, hasta que haya ven­cido a la naturaleza, y el sueño, viendo escaparse su presa, huya para no volver, lejos de su corazón, con un ala furiosa y avergonzada. Echad un poco de ceni­za en mi órbita en llamas. No miréis mis ojos que no se cierran jamás. ¿Comprendéis los sufrimientos que soporto (aun cuando el orgullo esté satisfecho)? Des­de que la noche exhorta a los humanos al reposo, un hombre que conozco camina a grandes pasos por el campo. Temo que mi determinación sucumba a los ata­ques de la vejez. ¡Que llegue el día fatal en que he dor­mirme! Cuando me despierte, mi navaja de afeitar, abriéndose paso a través del cuello, probará que nada era, en efecto, más real.
-¿Pero quién... quién se atreve aquí, como un cons­pirador, a arrastrar los anillos de su cuerpo hacia mi negro pecho? Quienquiera que seas, excéntrica pitón, ¿con qué pretexto disculpas tu ridícula presencia? ¿Te atormenta un vasto remordimiento? Pues mira, boa, tu majestad salvaje no tiene, supongo, la exhorbitante pretensión de sustraerse a la comparación que hago en­tre ella y los rasgos del criminal. Esa baba espumosa y blancuzca es para mi el signo de la rabia. Escúcha­me: ¿sabes que tu ojo está lejos de beber un rayo ce­leste? No olvides que si tu presuntuoso cerebro me ha creído capaz de ofrecerte algunas palabras de consue­lo, el motivo no puede ser otro que una ignorancia to­talmente desprovista de conocimientos fisiognomónicos. Durante un tiempo suficiente, entendámonos, dirige el fulgor de tus ojos hacia lo que tengo derecho a llamar, como cualquier otro, mi rostro. ¿No ves cómo llora? Te has engañado, basilisco. Es preciso que busques en otra parte la triste razón de alivio que mi impotencia radical te suprime, a pesar de las numerosas protestas de mi buena voluntad. ¡Oh!, ¿qué fuerza, expresable en frases, te arrastra fatalmente hacia tu perdición? Es casi imposible que me acostumbre a este razonamien­to que tú no comprendes, pues aplastando en el cés­ped enrojecido, de un taconazo, las curvas fugitivas de tu cabeza triangular, podría amasar una incalificable almáciga con la hierba de la llanura y la carne del aplastado.
- ¡ Desaparece lo más pronto posible de mi vista, cul­pable de rostro pálido! ¡ El espejismo falaz del horror te ha mostrado tu propio espectro! Disipa tus injurio­sas sospechas, si no quieres que te acuse a mi vez y pre­sente contra ti una recriminación que sería seguramente aprobada por el juicio del serpentario reptilívoro. ¡Qué monstruoso desvarío de la imaginación te impide re­conocer me! ¿No recuerdas ya los importantes servicios que te he prestado, al gratificarte con una existencia que hice emerger del caos, y, por tu parte, el voto para siempre inolvidable de no desertar de mi bandera y ser­me fiel hasta la muerte? Cuando eras niño (tu inteli­gencia se hallaba entonces en su más bella fase) esca­labas el primero por la colina, con la velocidad del re­beco, para saludar con un gesto de tu mano a los mul­ticolores rayos de la aurora naciente. Las notas de tu voz brotaban de tu laringe sonora lo mismo que perlas diamantinas, y resolvían sus personalidades colectivas en la adición vibrante de un largo himno de adoración. Ahora arrojas a tus pies, como un harapo sucio de ba­rro, la longanimidad de la que di prueba durante mu­cho tiempo. El reconocimiento ha visto secarse sus raí­ces como el lecho de un pantano, pero en su lugar ha crecido la ambición en unas proyecciones que me seria penoso calificar. ¿Quién es el que me escucha, para te­ner tanta confianza en el abuso de su propia debilidad?
-¿Y quién eres tú, tú misma, sustancia audaz? ¡No!... ¡No!... No me engaño, y, a pesar de las múlti­ples metamorfosis a que has recurrido, tu cabeza de serpiente siempre brillará ante mis ojos como un faro de eterna injusticia y de cruel dominación. Ha queri­do tomar las riendas del mando, pero no sabe reinar. Ha querido convertirse en objeto de horror para to­dos los seres de la creación, y ha fracasado. Ha queri­do probar que él sólo es el monarca del universo, y en eso se ha equivocado. ¡Oh miserable!, ¿has esperado hasta este momento para oir los murmullos y las cons­piraciones que, elevándose simultáneamente de la su­perficie de las esferas, vienen a rozar con ala feroz los bordes papiláceos de tu destructible timpano? No está lejos el día en que mi brazo te arroje al polvo, envene­nado por tu respiración, y, arrancando de tus entra­ñas una vida nociva, deje en el camino tu cadáver, acri­billado de contorsiones, para enseñar al viajero cons­ternado que esa carne palpitante, que llena su vista de asombro y clava en su palacio su munda lengua, no debe ser ya comparada, si conserva su sangre fría, más que con el tronco podrido de un roble que se desplo­mó de vejez. ¿Qué idea de piedad me retiene ante tu presencia? Tú mismo, retrocede ya ante mí, te lo digo, y ve a lavar tu incomensurable vergüenza en la sangre de un niño que acaba de nacer: he ahí cuáles son tus costumbres. Son dignas de ti.Vete... camina siempre hacia adelante. Te condeno a ser errante. Te condeno a permanecer solo y sin familia. Camina continuamen­te, a fin de que tus piernas te nieguen su sostén. Atra­viesa las arenas de los desiertos hasta que el fin del mun­do sumerja a las estrellas en la nada. Cuando pases cer­ca de la guarida del tigre, se apresurará a huir, por no ver, como en un espejo, su carácter enaltecido sobre el pedestal de la perversidad ideal. Pero cuando el im­perioso cansancio te ordene detener tu marcha ante las losas de mi palacio, recubiertas de zarzas y de cardos, presta atención a tus sandalias hechas jirones, y atra­viesa, de puntillas, la elegancia de los vestíbulos. No es una recomendación inútil. Podrías despertar a mi joven esposa y a mi hijo de corta edad, que duermen en los sótanos de plomo que se extienden a lo largo de los cimientos del antiguo castillo. Si no tomaras tus pre­cauciones de antemano, podrían hacerte palidecer con sus aullidos subterráneos. Cuando tu impenetrable vo­luntad les quitó la existencia, no ignoraban que tu po­der es temible, y no tenían dudas a este respecto, pero no esperaban en modo alguno (y su supremo adiós me confirmó su creencia) que tu Providencia se mostraría implacable hasta ese punto. Sea como sea, cruza rápi­damente esas salas abandonadas y silenciosas, de zó­calos de esmeralda, pero con armarios ajados, donde descansan las gloriosas estatuas de mis antepasados. Esos cuerpos de mármol están irritados contigo; evita sus vidriosas miradas. Es un consejo que te da la len­gua de su único y último descendiente. Mira cómo su brazo está levantado en actitud de provocativa defen­sa, la cabeza altivamente echada hacia atrás. Segura­mente han adivinado el mal que me has hecho, y, si pasas al alcance de los helados pedestales que sostie­nen esos bloques esculpidos, te espera la venganza. Si tu defensa tiene necesidad de objetarme algo, habla. Ahora es demasiado tarde para llorar. Habría que ha­ber llorado en momentos más convenientes, cuando la ocasión era propicia. Si por fin has abierto los ojos, juzga tú mismo cuáles han sido las consecuencias de tu conducta. ¡Adiós!, me voy a respirar la brisa de los acantilados, pues mis pulmones, medio ahogados, pi­den a gritos un espectáculo más tranquilo y más vir­tuoso que el tuyo.

¡ Oh pederastas incomprensibles!, no seré yo quien lance injurias contra vuestra gran degradación, no se­ré yo quien venga para arrojar mi desprecio sobre vues­tro ano infundibuliforme. Basta con que las enferme­dades vergonzosas y casi incurables que os asedian lle­ven consigo su infalible castigo. Legisladores de insti­tuciones estúpidas, inventores de una moral estrecha, alejaos de mi, pues soy un alma imparcial. Y vosotros, jóvenes adolescentes, o mejor, jóvenes muchachas, ex­plicadme cómo y por qué (pero manteneos a una con­veniente distancia, pues yo tampoco sé resistir a mis pasiones) germinó la venganza en vuestros corazones para haber prendido en el costado de la humanidad se­mejante corona de heridas. Habéis hecho enrojecer a vuestros hijos con vuestra conducta (que yo venero); vuestra prostitución, al ofreceros al primero que lle­ga, ejerce la lógica de los pensadores más profundos, mientras que vuestra exagerada sensibilidad colma la medida de la estupefacción de la mejor misma. ¿Sois de naturaleza menos o más terrestre que la de vuestros semejantes? ¿Poseéis un sexto sentido, que a nosotros nos falta? No mintáis, y decid lo que pensáis. No es un interrogatorio lo que os propongo, pues desde que frecuento como observador la sublimidad de vuestras grandiosas inteligencias, sé a qué atenerme. Que mi mano izquierda os bendiga, que mi mano derecha os bendiga, ángeles protegidos por mi amor universal. Be­so vuestro rostro, beso vuestro pecho, beso con mis la­bios suaves las diversas partes de vuestro cuerpo armo­nioso y perfumado. ¿Por qué no me dijisteis en segui­da que érais cristalizaciones de una belleza moral superior? Ha sido necesario que adivinara por mí mis­mo los innumerables tesoros de ternura y de castidad que encubrían los latidos de vuestro corazón oprimi­do. Pecho ornado de guirnaldas de rosas y de espicar­do. Ha sido necesario que entreabriese vuestras pier­nas para conoceros y que mi boca se suspendiera de las insignias de vuestro pudor. Pero (cosa importante de presentar) no olvidéis lavar todos los días la piel de vuestras partes con agua caliente, pues, de otro modo, los chancros venéreos brotarían infaliblemente en las comisuras hendidas de mis labios insaciables. ¡Oh!, si en lugar de ser un infierno, el universo no hubiera si­do más un inmenso ano celestial, mirad el gesto que hago con la parte de mi bajo vientre: si, yo hubiera me­tido mi verga a través de su esfinter sangrante, destro­zando, con mis movimientos impetuosos, las propias paredes de su bacín. La desgracia no habría soplado entonces, sobre mis ojos ciegos, dunas enteras de are­na movediza; habría descubierto el lugar subterráneo donde yace la verdad dormida, y los ríos de mi esper­ma viscoso habrían encontrado salida al océano don­de precipitarse. Pero, ¿por qué me sorprendo hasta el punto de lamentar un imaginario estado de cosas que nunca recibirá el sello para su ulterior cumplimiento? No nos demos el trabajo de construir fugitivas hipóte­sis. Mientras tanto, que aquel que arde en el deseo de compatir mi lecho venga a mi encuentro; pero pongo una condición rigurosa a mi hospitalidad: es necesario que no tengo más de quince años. Por su parte, que no crea que yo tengo treinta: ¿qué interés tiene eso? La edad no disminuye la intensidad de los sentimien­tos, lejos de ello, y aunque mis cabellos se han vuelto blancos como la nieve, no es a causa de la vejez: es, al contrario, por el motivo que ya sabéis. ¡A mí no me gustan las mujeres! ¡Ni siquiera los hermafroditas! Ne­cesito seres que se me parezcan, en cuya frente la no­bleza humana se haya grabado con los caracteres más nítidos e imborrables. ¿Estáis seguros de que aquellas que llevan largos cabellos son de una naturaleza igual a la mía? No lo creo, y no cambiaré de opinión. Una saliva salobre resbala de mi boca, no sé por qué. ¿Quién quiere succionaría, a fin de que me libre de ella? Cre­ce... crece de continuo. Sé lo que es. He observado que, cuando bebo sangre de la garganta de los que se acues­tan conmigo (es un error que me crean un vampiro, porque se les llama así a los muertos que salen de sus tumbas, y yo estoy vivo), al día siguiente devuelvo parte por la boca: he aquí la explicación de la saliva infecta. ¿Qué queréis que haga, silos órganos, debilitados por el vicio, se niegan a cumplir las funciones de la nutri­ción? Pero no reveléis mis confidencias a nadie. No es por mi por lo que digo esto, es por vosotros mismos y por los demás, a fin de que el prestigio del secreto se mantenga en los límites del deber y de la virtud de aquellos que, inmantado por la electricidad de lo des­conocido, tendrían la tentación de imitarme. Tened la bondad de mirar mi boca (por el momento, no tengo tiempo de emplear una fórmula de cortesía más larga); ella os llama la atención desde el primer instante por la apariencia de su estructura, sin acudir a la serpiente en vuestras comparaciones; se trata de que contraigo el tejido hasta su última reducción, a fin de hacer creer que poseo un carácter frío. Aunque vosotros no ig­noráis que es diametralmente opuesto. Siento no po­der mirar a través de estas páginas el rostro del que me lee. Si no ha pasado de la pubertad, que se aproxime. Apriétame contra ti y no temas hacerme daño; enco­geremos progresivamente los lazos de nuestros múscu­los. Todavía más. Siento que es inútil insistir; la opa­cidad, notable por más de un motivo, de esta hoja de papel, es uno de los impedimientos más considerables para nuestra completa conjunción. Yo he experimen­tado siempre un infame capricho por la pálida juven­tud de los colegios y por los niños descoloridos de los talleres. Mis palabras no son la reminiscencia de un sue­ño, y tendría que desenredar demasiados recuerdos, si se me impusiera la obligación de hacer pasar ante vues­tros ojos los acontecimientos que prodrian afirmar con su testimonio la veracidad de mi dolorosa aseveración. La justicia humana no me ha sorprendido en flagrante delito, a pesar de la incontestable habilidad de sus agen­tes. He incluso asesinado (¡no hace mucho tiempo!) a un pederasta que no se prestaba suficientemente a mi pa­sión; arrojé su cadáver a un pozo abandonado, y no exis­ten pruebas decisivas contra mi. ¿Por qué te estremeces de miedo, adolescente que me lees? ¿Crees que quiero hacer otro tanto contigo? Te muestras soberanamente in­justo... Tienes razón: desconfía de mi, sobre todo si eres hermoso. Mis partes ofrecen eternamente el espectáculo lúgubre de la turgescencia; nadie puede sostener (¡y cuántos no se han aproximado!) que los han visto en estado de tranquilidad normal, ni siquiera el limpiabotas que tiró una cuchillada en un momento de deli­rio. ¡ Ingrato! Me cambio de ropa dos veces por sema­na, aunque no sea la limpieza el principal motivo de mi determinación. Si no hiciera así, los miembros de la humanidad desaparecerían al cabo de algunos días en medio de prolongados combates. En efecto, en cual­quier comarca que me encuentre, ellos me molestan continuamente con su presencia y se acercan hasta la­mer la superficie de mis pies. ¡Pero qué potencia po­seen mis gotas seminales para atraer todo lo que respi­ra por medio de nervios olfativos! Vienen desde las ori­llas del Amazonas, atraviesan los valles que riegan el Ganges, abandonan el liquen polar, para realizar lar­gos viajes en mi busca, preguntando a las ciudades in­móviles si han visto pasar, un instante, a lo largo de sus murallas, a aquel cuyo esperma sagrado perfuma las montañas, los lagos, las malezas, las selvas, los pro­montorios y la vastedad de los mares. La desespera­ción por no poder encontrarme (me escondo secreta­mente en los lugares más inaccesible, a fin de alimen­tar su ardor) les lleva a los actos más deplorables. Se colocan trescientos mil a cada lado, y el bramido de los cañones sirve de preludio a la batalla. Todas las alas se mueven a la vez, como un sólo guerrero. Los cua­dros se forman y en seguida caen para no levantarse. Los caballos espantados huyen en todas las direccio­nes. Los obuses surcan el suelo, como meteoros impla­cables. El teatro del combate no es más que un vasto campo de matanza cuando la noche revela su presen­cia y la luna silenciosa aparece entre las desgarraduras de una nube. Mostrándome con el dedo un espacio de muchas leguas cubierto de cadáveres, el creciente va­poroso de ese astro me ordena meditar un instante, co­mo sujeto de meditabundas reflexiones, las consecuen­cias funestas que arrastra, tras sí, el inexplicable talis­mán que me concedió la Providencia. Desgraciadamente, ¡cuántos siglos no serán necesarios todavía antes de que la raza humana perezca completamente en mi pér­fida trampa! Es así como un espíritu hábil, que no se vanagloria, emplea, para alcanzar sus fines, los mis­mos medios que parecerían, en un principio, constituir un obstáculo invencible. Siempre mi inteligencia se ele­va hacia esa imponente cuestión y vosotros sois testi­gos de que ya no me es posible limitarme al modesto tema que al principio tenía intención de tratar. Una úl­tima palabra... era un noche de invierno. Mientras el viento silbaba entre los abetos, el Creador abrió su puerta en medio de las tinieblas e hizo que entrara un pederasta.
¡Silencio!, pasa un cortejo fúnebre a vuestro lado. Inclinad la binaridad de vuestras rótulas hacia la tie­rra y entonad un canto de ultratumba. (Si consideráis mis palabras más bien como una simple fórmula im­perativa que como una orden formal desplazada de su sitio, daréis una muestra de talento, y del mejor). Es posible que lleguéis de ese modo a gozar extremada­mente del alma del muerto que va a descansar de la vida en una fosa. Además, el hecho es, para mi, cier­to. Observad que no digo que vuestra opinión no pue­da hasta cierto punto ser contraria a la mía, pero lo que importa ante todo es poseer unas nociones justas sobre las bases de la moral, de tal manera que cada uno deba compenetrarse con el principio que manda hacer a otro lo que acaso quisiera que le hiciesen a él mismo. El sacerdote de las religiones abre en primer lugar la marcha, sosteniendo en una mano una bandera blan­ca, signo de paz, y en la otra en emblema de oro que representa las partes del hombre y de la mujer, como para indicar que esos miembros carnales son la mayor parte del tiempo, abstración hecha de toda metáfora, instrumentos muy peligrosos en las manos de quienes se sirven de ellos, cuando los manipulan ciegamente pa­ra fines diversos que se contradicen entre sí, en lugar de engendrar una Oportuna reacción contra la pasión conocida que causa casi todos nuestros males. Debajo de su espalda lleva adherida (artificialmente, claro) una cola de caballo de espesas crines, que barre el polvo del suelo. Significa que debemos tener cuidado de no rebajar con nuestra conducta el rango de los anima­les. El ataúd conoce su ruta y marcha tras la túnica flo­tante del consolador. Los padres y los amigos del di­funto, como manifiestan por su posición, han decidi­do cerrar la marcha del cortejo. Este avanza con ma­jestad, como un barco que surca el pleno mar y no te­me el fenómeno del hundimiento, pues en ese instante las tempestades y los escollos no se hacen notar por cosa alguna que no sea su explicable ausencia. Los grillos y los sapos siguen a algunos pasos la fiesta mortuoria; ellos tampoco ignoran que su modesta presencia en los funerales de alguien se le tendrá un día en cuenta. Ha­blan en voz baja en su pintoresco lenguaje (no seáis demasiado presuntuosos, permitidme daros un conse­jo desinteresado para creer que vosotros solos poseéis la preciosa facultad de traducir los juicios de vuestro pensamiento) de aquel que vieron más de una vez co­rrer a través de las reverdecidas praderas y sumergir el sudor de sus miembros en las azuladas olas de los golfos arenosos. Al comienzo, la vida parecía sonreír-le sin segundas intenciones, y, magníficamente, la co­ronó de flores; pero, puesto que vuestra inteligencia misma advierte, o mejor, adivina, que se ha detenido en los límites de la infancia, no tengo necesidad, hasta la aparición de una retractación verdaderamente im­prescindible, de continuar los prolegómenos de mi ri­gurosa demostración. Diez años. Número exactamen­te calcado, hasta el punto de equivocarse, sobre el de los dedos de la mano. Es poco y es mucho. En el caso que nos preocupa, sin embargo, me apoyaré sobre vues­tro amor a la verdad para que digáis conmigo, sin tar­dar un segundo más, que es poco. Y cuando reflexio­no someramente sobre esos tenebrosos misterios por los cuales un ser humano desaparece de la tierra, tan fácilmente como una mosca o una líbelula, sin conser­var la esperanza de regresar a ella, me sorprendo incu­bando el vivo lamento de no poder probablemente vi­vir bastante tiempo como para explicaros bien lo que no tengo la pretensión de comprender yo mismo. Pe­ro, puesto que está probado que por un extraordina­rio azar aún no he perdido la vida desde el tiempo le­jano en que comencé, lleno de terror, la frase prece­dente, calculo mentalmente que no será inútil recons­truir la confesión completa de mi impotencia radical, cuando se trata sobre todo, como ahora, de esa impo­nente e inabordable cuestión. Resulta, hablando gene­ralmente, algo singular que la tendencia atractiva que nos empuja a buscar (para a continuación expresarlas) las semejanzas y las diferencias que ocultan, en sus na­turales propiedades, los objetos más opuestos entre sí, y a veces los menos aptos, en apariencia, para prestar-se a ese género de combinaciones simpáticamente cu­riosas, y que, mi palabra de honor, confieren benevo­lentemente al estilo del escritor, que se da esa personal satisfacción, el imposible e inolvidable aspecto de un búho serio hasta la eternidad. Sigamos en consecuen­cia la corriente que nos arrastra. El milano real tiene las alas proporcionalmente más largas que el cerníca­lo, y el vuelo más cómodo: por eso se pasa la vida en el aire. No descansa casi nunca y recorre cada día dis­tancias enormes; y ese gran movimiento no es en mo­do alguno un ejercicio de caza, ni la persecución de una presa, ni siquiera de exploración, pues no caza; parece como que el vuelo sea su estado natural, su situación favorita. No se puede evitar admirarle la manera de có­mo lo ejecuta. Sus largas y estrechas alas parecen in­móviles; la cola es quien parece dirigir todas las evolu­ciones, y la cola no se equivoca: se mueve sin cesar. Se eleva sin ningún esfuerzo, desciende como si se des­lizara por un plano inclinado, más bien parece nadar que volar, acelera su vuelo, lo aminora, se detiene y permanece suspendido o fijo en el mismo sitio duran­te horas enteras. No puede advertirse ningún movimien­to en sus alas: aunque abriérais los ojos como la puerta de un horno, seria inútil. Cada uno tiene el buen sentido de confesar sin dificultad (aunque un poco de mala gana) que no percibe, en un primer momento, la relación, por lejana que sea, que yo señalo entre la be­lleza del vuelo del milano real y la de la cara del niño que se eleva dulcemente, por encima del ataúd descu­bierto, como un nenúfar que horada la superficie del agua; y he ahí precisamente en qué consiste la imper­donable falta que arrastra a la inconmovible situación de una carencia de arrepentimiento, que impresiona a la ignorancia voluntaria en la cual uno se corrompe. Esa relación de serena majestad entre los dos términos de mi maliciosa comparación, es ya demasiado común,
y de un símbolo bastante comprensible como para que me asombre ante lo que no puede tener, como única excusa, más que ese mismo carácter de vulgaridad que hace llamar, sobre todo objeto o espectáculo que la su­fre, un profundo sentimiento de injusta indiferencia. ¡ Cómo silo que se ve a diario debiera despertar me­nos la solicitud de nuestra admiración! Cuando llega a la entrada del cementerio, el cortejo se apresura a de­tenerse; su intención no es ir más lejos. El sepulturero termina de excavar la fosa, y en ella se deposita el ataúd con todas las precauciones que vienen al caso; unas im­previstas paletadas de tierra acaban por recubrir el cuer­po del niño. El sacerdote de las religiones, en medio de los asistentes conmovidos, pronuncia unas palabras para enterrar más aún al muerto en la imaginación de los presentes. «Dice que le extraña mucho que derra­men tantas lágrimas por un acto tan insignificante. Tex­tual. Pero teme no calificar suficientemente lo que pre­tende debe ser una felicidad incuestionable. Si hubiera creído en su ingenuidad que la muerte era tan poco sim­pática, habría renunciado a su cometido, para no aumentar el legitimo dolor de los numerosos parientes y amigos del difunto; pero una secreta voz le advirtió de que les diera algunos consuelos, que no serían inú­tiles, aunque sólo fuera aquel que hiciera entrever la esperanza de un próximo encuentro en el cielo del que murió y de los que sobreviven». Maldoror huía a ga­lope, y al parecer dirigía su carrera hacia los muros del cementerio. Los cascos de su corcel levantaban alre­dedor de su dueño una falsa corona de polvo espeso. Vosotros no podéis saber el nombre del caballero, pe­ro yo lo sé. Se aproximaba cada vez más; su rostro de platino comenzaba a hacerse perceptible, aunque es­tuviese completamente envuelto en un manto que el lec­tor se abtuvo de borrar de su memoria y que sólo dejaba ver los ojos. En medio de su discurso, el sacerdote de las religiones se puso súbitamente pálido, pues su oído reconoció el galope irregular de ese célebre ca­ballo blanco que no abandonó jamás a su dueño. «Si, añadió de nuevo, mi confianza es grande en ese próxi­mo encuentro; entonces se comprenderá, mejor que ahora, qué sentido habría que conceder a la separación del alma y el cuerpo. Como quien cree vivir en esta tie­rra y se mece en una ilusión cuya evaporación le im­porta acelerar». El ruido del galope se acrecentaba ca­da vez más, y como el caballero, reduciendo la línea del horizonte, se hizo visible en el campo óptico que abarcaba la portada del cementerio, rápido como un ciclón giratorio, el sacerdote de las religiones continuó con más gravedad: «No parecéis dudar que éste, a quien la enfermedad forzó a no conocer más que las prime­ras fases de la vida, y a quien la fosa acaba de recibir en su seno, es indudablemente el vivo; pero sabed al menos que aquel cuya equívoca silueta percibís lleva­da por un nervioso caballo, y sobre el cual os aconsejo que fijéis lo más pronto posible los ojos, pues no es ya más que un punto y muy pronto desaparecerá entre los brezos, aunque haya vivido mucho, es el único ver­dadero muerto».

«Cada noche, a la hora en que el sueño alcanza su más alto grado de intensidad, una vieja araña de una es­pecie gigante saca lentamente su cabeza de un agujero situado en el suelo, en una de las intersecciones de los án­gulos de la habitación. Ella escucha atentamente si al­gún ruido mueve todavía sus mandíbulas en la atmós­fera. Vista su conformación de insecto, no puede ha­cer otra cosa, si pretende aumentar de brillantes per­sonificaciones los tesoros de la literatura, que atribuir mandíbulas al ruido. Cuando está segura de que el si­lencio reina a su alrededor, retira sucesivamente, de las profundidades de su nido, sin el socorro de la medita­ción, las diversas partes del cuerpo, y avanza muy des­pacio hacia mi cama. ¡Cosa notable!, yo, que hago re­troceder al sueño y a las pesadillas, siento que se me paraliza la totalidad del cuerpo, cuando trepa a lo lar­go de los pies de ébano de mi lecho de satén. Me aprie­ta la garganta con las patas y me chupa la sangre con su vientre. ¡Todo sencillamente! ¡Cuántos litros de un licor purpúreo, cuyo nombre no ignoráis, habrá bebi­do desde que cumple la misma maniobra con una per­sistencia digna de mejor causa! No sé qué le habré he­cho para que se conduzca de tal manera conmigo. ¿Le rompí una pata inadvertidamente? ¿Le arrebaté a sus hijos? Esas dos hipótesis, sujetas a caución, no son ca­paces de sostener un serio examen; ni siquiera mere­cen la pena de provocar un encogimiento de mis hom­bros o una sonrisa de mis labios, aunque uno no deba burlarse de nadie. Ten cuidado tú, tarántula negra; si tu conducta no tiene como excusa un silogismo irrefu­table, una noche me despertaré de un sobresalto, por un último esfuerzo de mi voluntad agonizante, romperé el encanto con que mantienes mis miembros inmovilízados, y te aplastaré entre los huesos de mis dedos, como un tro­zo de materia blanducha. Sin embargo, recuerdo vaga­mente que te he dado permiso para que permitieras a tus patas trepar sobre la abertura de mi pecho, y desde ahí hasta la piel que recubre mi rostro; por lo tanto, no ten­go derecho a reprimirte. ¡Oh, quién desenredará mis con­fusos recuerdos! Le doy como recompensa lo que me queda de sangre: contando incluso la última gota, hay para llenar por lo menos la mitad de una copa de or­gia». Mientras habla no deja de desnudarse. Apoya una pierna sobre el colchón, e impulsándose con otra sobre el suelo de zafiro para elevarse, termina acostado en una posición horizontal. Ha resuelto no cerrar los ojos, a fin de esperar a su enemigo a pie firme. Pero ¿no toma cada vez la misma resolución y no es siempre destruida por la inexplicable imagen de su fatal promesa? Ya no di­ce nada y se resigna con dolor, pues para él un jura­mento es sagrado. Se envuelve majestuosamente en los pliegues de seda, desdeña entrelazar las borlas dora­das de sus cortinas, y, apoyando los bucles ondulados de sus largos cabellos en las franjas del cojín de tercio­pelo, toca con las manos la ancha herida de su cuello, dentro de la cual la tarántula ha cogido la costumbre de alojarse, como en un segundo nido, mientras su ros­tro respira satisfacción. El espera que esa misma no­che (¡esperad con él!) verá la última representación de la succión inmensa, pues su único deseo seria que el verdugo acabara con su existencia: la muerte, y que­dará contento. Mirad a esa vieja araña de una especie gigante que saca lentamente su cabeza de un agujero situado en el suelo, en una de las intersecciones de los ángulos de la habitación. Ya no estamos en el rélato. Ella escucha atentamente si algún ruido mueve toda­vía sus mandibulas en la atmósfera. ¡Ay!, ahora he­mos llegado a lo real en lo que afecta a la tarántula, y, aunque podría romperse un signo de exclamación al final de cada frase, ¿no es acaso ésa una razón para no hacerlo? Cuando está segura de que el silencio rei­na a su alrededor, he aquí que retira sucesivamente de las profundidades de su nido, sin el socorro de la me­ditación, las diversas partes de su cuerpo, y avanza muy despacio hacia la cama del hombre solitario. Se detie­ne un instante, pero ese momento de vacilación es cor­to. Ella se dice que aún no es hora de dejar de torturar y que antes es preciso dar al condenado las posibles ra­zones que determinaron la perpetuidad del suplicio. Trepa hasta la oreja del dormido. Si no queréis perder una sola palabra de lo que va a decir, haced abstrac­ción de las extrañas ocupaciones que obstruyen el pór­tico de vuestro espíritu y sed por lo menos agradeci­dos por el interés que os manifiesto, al hacer acto de presencia en las escenas teatrales que me parecen dig­nas de producir una verdadera atención de vuestra parte, pues ¿quién me impediría guardar para mi sólo los acontecimientos que relato? «Despiértate, llama amo­rosa de los viejos días, esqueleto descarnado. Ha lle­gado el momento de detener la mano de la justicia. No te haremos esperar mucho tiempo la explicación que deseas. Nos escuchas, ¿no es verdad? Pero no muevas tus miembros, hoy estás aún bajo nuestro magnético poder, y la atonía encefálica persiste: es la última vez. ¿Qué impresión causa a tu entendimiento la figura de Elsenor? ¡ Lo has olvidado! Y aquel Reginaldo, de al­tivo caminar, ¿has grabado sus rasgos en tu fiel cere­bro? Miralo escondido entre los repliegues de las cor­tinas; su boca está inclinada hacia tu frente, pero no se atreve a hablarte, pues es más tímido que yo. Voy a contarte un episodio de tu juventud, para ponerte de nuevo en el camino de la memoria...» Hacía mu­cho tiempo que la araña había abierto su vientre, del que emergieron dos adolescentes vestidos de azul, con una espada resplandeciente en la mano, que se coloca­ron a los lados del lecho, como para custodiar en lo sucesivo el santuario del sueño. «Éste, que no ha deja­do de mirarte, pues te amó mucho, fue el primero de nosotros dos a quien diste tu amor. Pero lo hiciste su­frir a menudo por las brusquedades de tu carácter. El no cesaba de hacer esfuerzos para no darte ningún mo­tivo de queja: un ángel no lo hubiera conseguido. Un día le preguntaste si quería ir a bañarse contigo a la orilla del mar. Los dos, como dos cisnes, os lanzasteis al mismo tiempo desde una roca cortada a pico. Bu­ceadores excelentes, os deslizasteis en la masa acuosa con los brazos extendidos sobre la cabeza y las manos juntas. Durante algunos minutos nadasteis entre dos corrientes. Reaparecisteis a una gran distancia con los cabellos enredados y chorreando liquido salado. Pero ¿qué misterio había tenido lugar bajo el agua para que un largo rastro de sangre se percibiera entre las olas? De nuevo en la superficie, tú continuaste nadando y simu­laste no darte cuenta de la debilidad creciente de tu compañero. El perdía sus fuerzas rápidamente, y tú no reducías tus largas brazadas hacia el horizonte brumo­so, que se esfumaba ante ti. El herido lanzaba gritos de angustia y tú te hiciste el sordo. Reginaldo llamó tres veces al eco de las sílabas de tu nombre y las tres veces tú respondiste con un grito de voluptuosidad. Se encontraba demasiado lejos de la orilla para regresar y en vano se esforzaba por seguir la estela de tu paso, a fin de alcanzarte y posar un instante su mano sobre tu hombro. La persecución negativa se prolongó du­rante una hora, él perdiendo sus fuerzas y tú sintiendo aumentar las tuyas. Desesperando de igualar tu velo­cidad, dijo una breve plegaria al Señor para encomen­darle su alma, se colocó de espalda, como cuando se hace la plancha, de tal manera que se percibía al cora­zón latir violentamente bajo su pecho, y, sin otra es­peranza, aguardó la llegada de la muerte. En ese mo­mento, tus miembros vigorosos seguían alejándose y se perdían de vista, rápidos como una sonda que se deja ir. Una barca, que regresaba de echar sus redes en alta mar, pasó por el lugar. Los pescadores tomaron a Re­ginaldo por un náufrago y lo recogieron, desvanecido, en su embarcación. Constataron la existencia de una herida en el costado derecho; cada uno de aquellos ex­pertos marineros emitieron su opinión de que ninguna punta de escollo o fragmento de roca era suceptible de producir un orificio tan microscópico y al mismo tiem­po tan profundo. Una arma cortante, tal vez un estilete muy agudo, podía únicamente arrogarse los dere­chos a la paternidad de tan fina herida. El no quiso nunca relatar las diversas fases de la inmersión a tra­vés de las entrañas de las olas, y hasta ahora ha guar­dado el secreto. Unas lágrimas corren en este instante por sus mejillas un tanto descoloridas y caen sobre tus sábanas: el recuerdo es a veces más amargo que la rea­lidad. Pero no sentiré piedad: sería mostrarte dema­siado estima. No hagas girar en su órbita esos ojos fu­ribundos. Permanece más bien tranquilo. Sabes que no puedes moverte. Además, no he terminado mi narra­ción. -Recoge tu espada, Reginaldo, y no olvides con tanta facilidad tu venganza. ¿Quién sabe? Acaso lle­gue un día en que ella te haga reproches-. Más tarde, sentiste remordimientos cuya existencia debía ser efí­mera; decidiste redimir tu culpa con la elección de otro amigo a quien bendecir y honrar. Por ese medio expiatorio, borrabas las manchas del pasado, y hacías re­caer sobre el que vino a ser la segunda víctima la sim­patía que no habías sabido mostrar al otro. Vana es­peranza, el carácter no se modifica de un día para otro, y tu voluntad siguió siendo idéntica a sí misma. Yo, Elsenor, te vi por primera vez, y desde entonces no he podido olvidarte. Nos miramos unos instantes y tú son­reíste. Yo bajé los ojos porque vi en los tuyos una lla­ma sobrenatural. Me preguntaba si, al amparo de una noche oscura, te habrías dejado caer hasta nosotros des­de la superficie de alguna estrella, pues, lo confieso, hoy que no es necesario fingir, no te parecías a los jaba­tos de la humanidad, ya que una aureola resplandecien­te envolvía la periferia de tu frente. Hubiera deseado tener relaciones intimas contigo; mi presencia no se atrevía a aproximarse a la sorprendente novedad de esa nobleza extraña, y un obstinado terror vagaba a mi al­rededor. ¿Por qué no escuché las advertencias de la conciencia? Presentimientos fundados. Al darte cuen­ta de mi vacilación, enrojeciste y adelantaste el brazo. Mi mano, estrechó amistosamente la tuya, y, después de esta acción, me sentí más fuerte; un hálito de tu in­teligencia había penetrado en mi. Con los cabellos al viento y respirando el aliento de la brisa, caminamos unos instantes a través de los bosques espesos de len­tiscos, jazmines, granados y naranjos, cuyos aromas nos embriagaban. Un jabalí rozó nuestras ropas a to­do correr, y, cuando me vio contigo, dejó caer una lá­grima: no me explicaba su conducta. A la caída de la noche llegamos a las puertas de una ciudad populosa. Los perfiles de las cúpulas, las flechas de los minare­tes y las esferas de mármol de los belvederes recorta­ban vigorosamente sus perfiles, a través de las tinie­blas, sobre el azul intenso del cielo. Pero no quisiste descansar en aquel sitio, aunque estábamos agotados por la fatiga. Bordeamos la parte baja de las fortifica­ciones externas, como dos chacales nocturnos, evita­mos el encuentro de los centinelas, y conseguimos ale­jarnos, por la puerta posterior, de aquella reunión so­lemne de animales racionales, civilizados como los cas­tores. El vuelo de la portalinterna, el crujido de la hier­ba seca, el aullido intermitente de algún lobo lejano, acompañaban la oscuridad de nuestra marcha incierta a través del campo. ¿Qué válidos motivos tenias para huir de las colmenas humanas? Me hacia esta pregun­ta con cierta tubarción; por otra parte, mis piernas co­menzaban a negarme un servicio demasiado tiempo prolongado. Al final alcanzamos la orilla de un espe­so bosque, cuyos árboles se entrelazaban entre sí por medio de una maraña inextricable de altas lianas, plan­tas parásitas y cactus de monstruosas espinas. Te de­tuviste ante un abedul. Me dijiste que me arrodillara y me preparara a morir; me concedías un cuarto de hora para abandonar esta tierra. Algunas miradas furtivas durante nuestra larga marcha, arrojadas a hurtadillas sobre mí, cuando yo no te observaba, ciertos gestos que noté por la irregularidad de su medida y de su movimien­to, se presentaron de súbito ante su memoria, como las páginas de un libro abierto. Mis sospechas se habían confirmado. Demasiado débil para luchar contra ti, me ti­raste al suelo, como el huracán abate la hoja del álamo. Con una de tus rodillas sobre mi pecho y con la otra apo­yada en la hierba húmeda, mientras una de tus manos detenia la binaridad de mis brazos en su torno, vi cómo la otra sacaba un cuchillo de la vaina que colgaba de tu cinto. Mi resistencia era casi nula, y cerré los ojos: el pa­taleo de una manada de bueyes se escuchó en la distancia, traído por el viento. Avanzaba como una locomotora, azuzado por el cayado de un vaquero y las quijadas de un perro. No había tiempo que perder, y así lo com­prendiste; temiendo no poder cumplir tus fines, pues la proximidad de un socorro inesperado había dupli­cado mi potencia muscular, y dándote cuenta de que sólo podías inmovilizar uno de mis brazos, te confor­maste, imprimiendo un rápido movimiento a la lámi­na de acero, con cortarme el puño derecho. El trozo, limpiamente seccionado, cayo a tierra. Emprendiste la huida, mientras yo quedaba aturdido por el dolor. No te relataré cómo el vaquero vino en mi ayuda, ni cuán­to tiempo fue necesario para la curación. Confórmate con saber que esa traición, inesperada para mí, me dio el deseo de buscar la muerte. Llevé mi presencia al com­bate, para ofrecer mi pecho a las balas. Adquirí gloria en los campos de batalla; mi nombre se hizo temible incluso para los más intrépidos, por la matanza y la destrucción que mi artificial mano de hierro originaba en las filas enemigas. Sin embargo, un día en que los obuses tronaban mucho más fuerte que de costumbre y los escuadrones, sacados de su base, se arremolina­ban como pajas bajo la influencia del ciclón de la muer­te, un caballero, con audaz paso, avanzó hacia mi, para disputarme la palma de la victoria. Los dos ejércitos se detuvieron, inmóviles, para contemplarnos en silen­cio. Combatimos largo tiempo, acribillados de heridas, y con los cascos destrozados. De común acuerdo, hici­mos un alto en la lucha, para descansar, y reanudaría después con más energía. Lleno de admiración por su adversario, cada uno levantó su visera. ¡El señor!"... '¡ Reginaldo! '... tales fueron las simples palabras que pronunciaron al mismo tiempo nuestras gargantas ja­deantes. Este último, caído en la desesperación de una tristeza inconsolable, había abrazado, como yo, la ca­rrera de las armas, y las balas no le habían perdona­do. ¡En qué circunstancias volvíamos a encontrarnos! ¡ Pero tu nombre no fue pronunciado! Éí y yo nos ju­ramos amistad eterna, pero de distinto modo de aque­llas dos primeras veces en las que tú habías sido el ac­tor principal. Un arcángel, que bajó del cielo y era men­sajero del Señor, nos ordenó que nos convirtiéramos en una araña única y fuéramos a chuparte la sangre to­das las noches, hasta que una orden llegada de arriba detuviera el curso del castigo. Durante casi diez años hemos frecuentado tu cama. Desde hoy estás libre de nuestra persecución. La vaga promesa de que habla­bas no la hiciste a nosotros, sino al Ser que es más fuerte que tú: comprendiste tú mismo que valía más some­terse a ese decreto irrevocable. ¡Despiértate, Maldoror! El encanto magnético que ha pesado sobre tu sistema cerebroespinal, durante las noches de dos lustros, se evapora». El se despierta, como se le ha ordenado, y ve dos formas celestiales desaparecer en los aires con los brazos enlazados. No intenta volver a dormirse. Sa­ca lentamente, uno tras otro, sus miembros de la ca­ma. Va a calentar su piel helada en los tizones encen­didos de la chimenea gótica. Sólo la camisa cubre su cuerpo. Busca con los ojos la garrafa de cristal para humedecer su paladar reseco. Abre los postigos de la ventana. Se apoya en el alféizar. Contempla la luna que vuelca sobre su pecho un cono de rayos extáticos en los que palpitan, como falenas, átomos de plata de una dulzura inefable. Espera que el crepúsculo de la ma­ñana le traiga, con el cambio de decoración, un irriso­rio alivio a su corazón trastornado.

CANTO SEXTO

VOSOTROS, cuya envidiable calma sólo puede ha­cer que se embellezca vuestro aspecto, no creáis que se trata de seguir lanzando, en estrofas de catorce o quince líneas, como un alumno de cuarto curso, excla­maciones que se estimarán inoportunas, y cacareos so­noros de gallina conchinchinesa, tan grotescos como uno sea capaz de imaginar, por poca molestia que se tome; pero es preferible probar con hechos las propo­siciones que se adelantan. ¿Pretendíais quizás que por haber insultado, como jugando, al hombre, al Crea­dor y a mí mismo, en mis explicables hipérbolas, mi misión habría terminado? No: la parte más importan­te de mi trabajo no subsiste por ello menos, como ta­rea que falta por realizar. Desde ahora, las cuerdas de la novela moverán a los tres personajes más arriba ci­tados: se les comunicará así una fuerza menos abstrac­ta. La vitalidad se extenderá magníficamente en el to­rrente de su aparato circulatorio, y veréis cómo os asombrará encontrar, allí donde al principio sólo ha­bíais creído ver, por una parte, vagas entidades que per­tenecían al dominio de la especulación pura, el organis­mo corporal con sus ramificaciones de nervios y mem­branas mucosas, y por otra, el principio espiritual que preside las funciones fisiológicas de la carne. Son seres dotados de una enérgica vida que, con los brazos cruza­dos y el pecho quieto, posarán prosáicamente (aunque estoy seguro de que el efecto será muy poético) ante vues­tro rostro, situado solamente a algunos pasos de voso­tros, de manera que los rayos solares, golpeando primero las tejas de los tejados y las tapas de las chimeneas, irán luego a reflejarse visiblemente sobre sus cabellos te­rrestres y materiales. Pero ya no serán anatemas poseedores de la especialidad de provocar risa, ni personali­dades ficticias que hubiera sido mejor que permanecie­ran en el cerebro del autor, ni pesadillas situadas muy por encima de la existencia ordinaria. Daos cuenta de que por eso mismo mi poesía será más bella. Tocaréis con vuestras manos ramas ascendentes de la aorta y de las cápsulas adrenales, y, además, ¡sentimientos! Los cinco primeros relatos no han sido inútiles; eran el frontispi­cio de mi obra, el fundamento de la construcción, la ex­plicación previa de mi poética futura: y me debía a mi mismo, antes de cerrar mi maleta y ponerme en marcha por las comarcas de la imaginación, advertir a los sin­ceros amantes de la literatura, con el esbozo rápido de una generalización clara y precisa, del fin que me había propuesto perseguir. En consecuencia, mi opinión es que ahora la parte sintética de mi obra está completa y su­ficientemente parafraseada. Por ella habéis sabido que me he propuesto atacar al hombre y a Aquel que lo creó. Por el momento y para más adelante no tenéis necesidad de saber nada más. Nuevas consideraciones me parecen superfluas, pues no harían más que repe­tir, bajo una u otra forma, más amplia, es verdad, pe­ro idéntica, el enunciado de la tesis cuyo primer desa­rrollo verá el final de este día. Resulta entonces de las observaciones que preceden, que mi intención es em­prender, de ahora en adelante, la parte analítica; esto es tan cierto como que hace solamente unos minutos expresé el ardiente deseo de que fueseis apresados en las glándulas sudoríparas de mi piel, para comprobar la lealtad de lo que afirmo con conocimiento de cau­sa. Y sé que es preciso apuntalar con un gran número de pruebas el argumento incluido en mi teorema; pues bien, esas pruebas existen, y sabéis que no ataco a na­die sin tener serios motivos. Me río a carcajadas cuan­do pienso que me reprocháis difundir amargas acusa­ciones contra la humanidad, de la que soy uno de sus miembros (¡este reparo me daría la razón!), y contra la Providencia: no me retractaré de mis palabras, pero, contando lo que he visto, no me será difícil, sin otra ambición que la verdad, justificarlas. Hoy voy a hacer una novela corta, de unas treinta páginas, extensión que permanecerá en lo sucesivo más o menos estacio­naria. En espera de ver pronto, un día u otro, la con­sagración de mis teorías aceptadas por tal o cual for­ma literaria, creo haber encontrado al fin, después de algunos tanteos, mi fórmula definitiva. Es la mejor: ¡puesto que es la novela! Este prefacio híbrido ha sido expuesto de una manera que acaso no parezca muy na­tural, en el sentido de que sorprende, por así decirlo, al lector, que no ve claro a dónde se le quiere condu­cir; pero ese sentimiento de notable estupefacción, del cual uno debe generalmente intentar sustraer a aque­llos que pasan su tiempo leyendo libros o folletos, yo hice todos los esfuerzos por producirlo. En efecto, me era imposible hacer menos, a pesar de mi buena vo­luntad: será sólo más tarde, cuando algunas novelas hayan aparecido, cuando comprenderéis mejor el pre­facio del renegado de rostro fuliginoso.

Antes de entrar en materia, me parece estúpido que sea necesario (pienso que nadie compartirá mi opinión, si no me engaño) que coloque a mi lado un tintero abierto y algunas hojas de papel, no acartonado. De esa manera, me será posible empezar, con amor, por este canto sexto, la serie de poemas instructivos que me impaciento por producir. ¡Dramáticos episodios de una implacable utilidad! Nuestro héroe se dio cuenta de que frecuentando las cavernas y tomando como refugio los lugares inaccesibles, trasgredía las reglas de la lógica y se aventuraba a un círculo vicioso. Pues, si por un lado, favorecía así su repugnancia por los hombres, a causa de la indemnización de la soledad y del alejamien­to, y circunscribía pasivamente su horizonte limitado, entre arbustos enclenques, zarzas y labruscas, por el otro, su actividad no encontraba ningún alimento pa­ra nutrir al minotauro de sus perversos instintos. En consecuencia, resolvió aproximarse a las aglomeracio­nes humanas, persuadido de que entre tantas víctimas ya preparadas, sus distintas pasiones encontrarían ám­pliamente con qué satisfacerse. Sabía que la policía, ese escudo de la civilización, lo buscaba con perseve­rancia desde hacía muchos años, y que un verdadero ejército de agentes y de espías lo perseguían de conti­nuo. Sin llegar, sin embargo, a encontrarlo. Tanta era su asombrosa habilidad para, con suprema elegancia, despistar las mafias más indiscutibles desde el punto de vista del éxito, y la ordenanza de la meditación más sabia. Tenia la facultad especial de adoptar formas irre­conocibles por los ojos más adiestrados. ¡Disfraces ex­celentes, si hablo como artista! Vestimentas de un efec­to realmente mediocre, si pienso en lo moral. En este aspecto, casi rozaba. lo genial. ¿No habéis advertido la gracilidad de un bonito grillo, de movimientos ági­les, en las alcantarillas de París? ¡No podía ser otro que Maldoror! Magnetizando las florecientes capita­les con un fluido pernicioso, los lleva a un estado le­tárgico en donde son incapaces de la necesaria vigilan­cia. Estado tanto más peligroso cuanto que nadie lo sospecha. Ayer se encontraba en Pekín, hoy se halla en Madrid, mañana estará en San Petersburgo. Pero confirmar exactamente el lugar que en este momento llenan las hazañas de este poético Rocambole, es un trabajo superior a las posibles fuerzas de mi denso ra­ciocinio. Este bandido puede estar a setecientas leguas de este país o sólo a algunos pasos de vosotros. No es fácil hacer morir a la totalidad de los hombres, y ahí están las leyes, pero con paciencia se puede extermi­nar, una a una, a las hormigas humanitarias. Ahora bien, desde los días de mi nacimiento, en que yo vivía con los primeros abuelos de nuestra raza, todavía inex­perto en el tendido de mis emboscadas; desde los tiem­pos remotos, situados más allá de la historia, en que, por medio de sutiles metamorfosis, yo asolaba, en di­versas épocas, las comarcas del globo por las conquis­tas y las matanzas, y propagaba la guerra civil entre los ciudadanos ¿no he aplastado ya con mis tacones, miembro a miembro o colectivamente, generaciones en­teras, cuya cifra innumerable no sería difícil concebir? El radiante pasado ha hecho brillantes promesas al fu­turo: las mantendrá. Para el desbrozo de mis frases em­plearé forzosamente el método natural, retrocediendo hasta los salvajes, a fin de que me den lecciones. Sen­cillos y majestuosos gentlemen, su agraciada boca en­noblece todo lo que fluye de sus labios tatuados. Aca­bo de probar que nada es irrisorio en este planeta. Pla­neta ridículo, pero soberbio. Apoderándome de un es­tilo que algunos encontrarán ingenuo (cuando es tan profundo), lo utilizaré para interpretar ideas que, des­graciadamente, quizás no parezcan grandiosas. Por eso mismo, despojándome de los aspectos banales y excép­ticos de la conversación común, y bastante prudente para no darme importancia... ya no sé lo que intenta­ba decir, pues no recuerdo el comienzo de la frase. Pe­ro sabed que la poesía se encuentra en todas partes don­de no esté la sonrisa estúpidamente burlona del hom­bre con cara de pato. Antes quiero sonarme, porque tengo necesidad de ello, y después, poderosamente ayu­dado por mi mano, volveré a tomar el portaplumas que mis dedos habían dejado caer. ¡Cómo el puente del Carrusel pudo conservar la constancia de su neutralidad después de oír los desgarradores gritos que parecía lan­zar la bolsa!

I

Los comercios de la calle Vivienne muestran sus ri­quezas ante los ojos maravillados. Bajo la luz de los numerosos faroles de gas, los cofres de caoba y los re­loj es de oro esparcen a través de los escaparates haces de deslumbrante luminosidad. Han dado las ocho en el reloj de la Bolsa: ¡no es tarde! Apenas el último gol­pe de martillo se dejo oír, la calle cuyo nombre ha si­do citado se pone a temblar y sacude sus cimientos des­de la plaza Royal hasta el bulevar Montmartre. Los transeúntes apresuran el paso y se retiran pensativos a sus casas. Una mujer se desmaya y cae sobre el as­falto. Nadie la levanta: todos tienen prisa en alejarse del lugar. Los postigos se cierran con ímpetu y los ha­bitantes se sumergen bajo los cobertores. Se diría que la peste asiática ha hecho acto de presencia. Así, mien­tras la mayor parte de la ciudad se prepara a nadar en las diversiones de las fiestas nocturnas, la calle Vivien­ne se encuentra de súbito helada por una especie de pe­trificación. Lo mismo que un corazón que deja de amar, ve su vida apagada. Pero muy pronto la noticia del fenómeno se extiende a las otras capas de la pobla­ción y un silencio lúgubre se cierne sobre la augusta ca­pital. ¿Adónde han ido los faroles? ¿Qué se ha hecho de las vendedoras de amor? Nada... ¡ soledad y oscuri­dad! Una lechuza, volando en dirección rectilínea, con una pata quebrada, pasa por encima de la Magdalena y dirige su vuelo hacia la barrera del Trono, gritando: «Se acerca una desgracia». Ahora bien, en ese lugar que mi pluma (ese verdadero amigo que me sirve de compinche) acaba de hacer misterioso, si miráis hacia el lado donde la calle Colbert desemboca en la calle Vi­vienne, veréis, en el ángulo formado por el cruce de las dos vías, a un personaje que muestra su silueta y se dirige con paso apresurado hacia los bulevares. Pero si uno se acerca más, de manera que no atraiga sobre sí la atención de ese transeúnte, percibe, con agrada­ble sorpresa, que es joven. Desde lejos, en efecto, se le hubiera tomado por un hombre maduro. La suma de los días no cuenta cuando se trata de apreciar la ca­pacidad intelectual de un rostro serio. Yo sé leer la edad en las lineas fisionómicas de la frente: ¡tiene dieci­séis años y cuatro meses! Es bello como la retractili­dad de las garras de las aves rapaces, o también, como la incertidumbre de los movimientos musculares en las llagas de las partes blandas de la región cervical poste­rior; o mejor, como esa ratonera perpetua, siempre es­tirada por el animal apresado, que puede cazar sola in­finidad de roedores y funciona incluso escondida bajo la paja; y sobre todo, como el encuentro fortuito de una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas. Mervyn, ese hijo de la rubia Inglaterra, acaba de tomar en casa de su profesor una lección de esgri­ma, y, envuelto en su tartán escocés, regresa a casa de sus padres. Son las ocho y media y espera llegar a su casa a las nueve: por su parte, es una gran presunción fingir estar seguro de conocer el porvenir. ¿Qué obs­táculo imprevisto puede dificultarle su camino? Y esa circunstancia, ¿sería tan poco frecuente que debiera considerarla como una excepción? ¿Por qué no consi­dera mejor, como un hecho anormal, la posibilidad que ha tenido hasta ahora de sentirse desprovisto de inquie­tud y, por así decirlo, dichoso? ¿Con qué derecho, en efecto, pretende llegar indemne a su morada, cuando alguien lo espía y le sigue de cerca como a su futura presa? (Sería conocer muy poco la profesión de escritor de sensaciones, si al menos no pusiera de relieve las restrictivas preguntas tras las cuales llega inmedia­tamente la frase que estoy a punto de terminar). ¡Ha­bréis reconocido el héroe imaginario que desde hace mucho tiempo destroza con la presión de su individua­lidad mi desdichada inteligencia! En cuanto Maldoror se acerca a Mervyn, para grabar en su memoria los ras­gos de ese adolescente, él, con el cuerpo echado hacia atrás, retrocede sobre sí, como el boomerang de Aus­tralia, en el segundo período de su trayecto o más bien, como una máquina infernal. Está indeciso sobre lo que debe hacer. Pero su conciencia no sufre ninguno de los síntomas de una emoción embriogénica, como equivo­cadamente pudierais suponer. Le vi alejarse un instante en dirección opuesta; ¿estaba abrumado por el remor­dimiento? Pero regresó con renovada crueldad. Mervyn no sabe por qué sus arterias temporales laten con fuer­za, y apresurá el paso, atormentado por un terror cu­ya causa vosotros y él buscáis en vano. Es preciso te­nerle en cuenta por su aplicación en descubrir el enig­ma. ¿Por qué no se vuelve? Lo comprendería todo. Pe­ro ¿se piensa nunca en los medios más simples para ha­cer que cese un estado de alarma? Cuando un mero­deador atraviesa una barriada de suburbio, con una en­saladera de vino blanco en el gaznate y la blusa hecha jirones si en el hueco de un poste ve un viejo gato mus­culoso, contemporáneo de aquellas revoluciones a las que asistieron nuestros padres, contemplando melan­cólicamente los rayos de luna que descienden sobre la llanura dormida, avanza tortuosamente en línea curva y hace una señal a un perro patizambo, que se precipi­ta. El noble animal de la raza felina espera a su adver­sario con valentía y vende a muy alto precio su vida. Mañana algún trapero comprará una piel electrizable. ¿Por qué no huiría? ¡Era tan fácil! Pero en el caso que nos preocupa actualmente, Mervyn complica todavía más el peligro por su propia ignorancia. Tiene como unos destellos, excesivamente raros, es cierto, pero no me detendré a demostrar la vaguedad que los recubre, aunque le es imposible adivinar la realidad. No es pro­feta, no digo lo contrario, y no se reconoce la facultad de serlo. Cuando llega a la gran arteria, gira a la derecha y atraviesa el bulevar Poissonniére y el bulevar Bon­ne Nouvelle. En este punto de su camino, avanza por la calle del arrabal Saint-Denis, deja atrás el embarca­dero del ferrocarril de Estrasburgo y se detiene delan­te de una fachada elevada, antes de alcanzar la super­posición perpendicular de la calle Lafayette. Puesto que me aconsejáis que concluya en este sitio la primera es­trofa, quiero, por esta vez, acceder a vuestro deseo. ¿Sabéis que cuando pienso en la sortija de hierro ocul­ta bajo la piedra por la mano de un maniaco un inven­cible escalofrío me recorre el cabello?

II

Tira de la aldaba de cobre y el portón del moderno palacio gira sobre sus goznes. Atraviesa el patio, cu­bierto de fina arena, y sube los ocho peldaños de la es­calinata. Las dos estatuas, situadas a derecha e izquier­da como guardianes de la aristocrática mansión, no le cortan el paso. Aquel que ha renegado de todo, padre, madre, Providencia, amor, ideal, a fin de pensar sólo en sí mismo, se ha cuidado muy bien de no seguir los pasos que le precedían. Lo ha visto entrar en un am­plio salón del piso bajo, de paredes de ágata. El hijo de familia se arroja en un sofá, y la emoción le impide hablar. Su madre, con largo vestido de cola, se mues­tra afectuosa con él y lo rodea con sus brazos. Sus her­manos, más jóvenes, se agrupan en torno al mueble car­gado con un fardo; no conocen la vida de modo sufi­ciente como para hacerse una idea de la escena que se desarrolla. Por último, el padre alza su bastón y dirije a los asistentes una mirada llena de autoridad. Apo­yando el puño sobre el brazo del sillón, se levanta de su sitio habitual y avanza con inquietud, aunque debi­litado por los años, hacia el cuerpo inmóvil de su pri­mogénito. Habla una lengua extranjera y cada uno lo escucha con un recogimiento respetuoso: «¿Quién ha puesto al muchacho en este estado? El brumoso Támesis arrastrará todavía una gran cantidad de limo an­tes de que mis fuerzas estén del todo agotadas. En esa comarca inhóspita no parece que existan leyes protec­toras. Si llegara a conocer el culpable, probaría el vi­gor de mi brazo. Aunque me halle en situación de reti­ro, alejado de los combates marítimos, mi espada de comodoro, colgada de la pared, aún no está enmohe­cida. Por otra parte, es fácil afilaría. Mervyn, tranqul­lízate; daré órdenes a mis criados para que encuentren el rastro de aquel a quien desde ahora en adelante bus­caré para hacer que muera por mi propia mano. Mu­jer, quitate de ahí y ve a acurrucarte a un rincón; tus ojos me enternecen, y sería mejor que cerraras el con­ducto de tus glándulas lacrimales. Hijo mio, te lo su­plico, recobra tus sentidos y reconoce a tu familia; es tu padre quien te habla...». La madre se aparta, y, pa­ra obedecer las órdenes de su dueño, toma un libro en­tre las manos y se esfuerza en permanecer tranquila, en presencia del peligro que corre aquel que engendró su matriz. «... Hijos, id a jugar al parque, y tened cui­dado al admirar cómo nadan los cisnes de no caer en el estanque...». Los hermanos, con las manos caídas, permanecen mudos; con la gorra coronada por una plu­ma arranca al ala del chotacabras de la Carolina, el pantalón de terciopelo hasta las rodillas, y las medias de seda roja, se toman de la mano y salen del salón, teniendo cuidado de no pisar el suelo de ébano sino con la punta del pie. Estoy seguro de que no se divertirán y se pasearán con gesto serio por las avenidas de plá­tanos. Su inteligencia es precoz. Mejor para ellos. «... cuidados inútiles, te acuno en mis brazos y eres insen­sible a mis súplicas. ¿Quieres levantar la cabeza? Abra­zaré tus rodillas si es preciso. Pero no... vuelve a caer inerte». -«Dulce dueño mio, si se lo permites a tu es­clava, iré a mi cuarto a buscar un frasco de esencia de trementina, que uso habitualmente cuando la jaqueca invade mis sienes después de regresar del teatro, o cuan­do la lectura de un relato emocionante, consignado e~ los anales británicos de la historia caballeresca de nues­tros antepasados, arroja mi pensamiento soñador en las turberas del adormecimiento». -«Mujer, no te ha­bía concedido la palabra y no tenias derecho a tomar­la. Desde nuestra legítima unión, ninguna nube ha ve­nido a interponerse entre nosotros. Estoy satisfecho de ti, jamás he teñido que reprocharte nada: y recíproca­mente. Ve a tu cuarto a buscar el frasco de esencia de trementina. Sé que se halla en uno de los cajones de tu cómoda, y no acabas de hacérmelo saber. Apresú­rate en subir los peldaños de la escalera de caracol, y vuelve aquí con un rostro alegre». Pero apenas la sen­sible londinense ha llegado a los primeros escalones (no corre tan apresuradamente como una persona de las clases inferiores) cuando una de las doncellas de cámara desciende del primer piso, las mejillas enrojecidas y su­dorosas, con el frasco que tal vez contiene el vital licor entre sus paredes de cristal. La doncella se inclina con gracia al presentar el encargo, y la madre, con su paso real, se dirije hacia los flecos que guarnecen el sofá, único objetivo que preocupa a su ternura. El comodo­ro, con un gesto altivo, aunque afable, acepta el fras­co de las manos de su esposa. Moja en el líquido un pañuelo de la India y rodea la cabeza de Mervyn con los meandros orbiculares de la seda. Respira sales; mue­ve un brazo. La circulación se reanima, y se oyen los gritos jubilosos de una cacatúa de Filipinas, posada en el alféizar de la ventana. «¿Quién va ahí? No me de­tengáis... ¿Dónde estoy? ¿Es un ataúd lo que soporta mis torpes miembros?, las tablas me parecen gratas... El medallón que contiene el retrato de mi madre, ¿es­tá aún colgado de mi cuello?... Atrás, malhechor de cabeza desgrañada. No ha podido prenderme, y he dejado entre sus dedos un palmo de mi jubón. Sol­tad la cadena de los dogos, pues esta noche un re­conocido ladrón puede introducirse en nuestra casa mientras estamos sumergidos en el sueño. Padre mío y madre mía, os reconozco y os agradezco vuestros cuidados. Llamad a mis hermanitos. Para ellos había comprado garrapiñadas, y quiero abrazarlos». Des­pués de estas palabras cae en un profundo sueño letárgico. El médico, a quien se ha llamado a toda prisa, se frota las manos y exclama: «La crisis ha pasado. To­do va bien. Mañana vuestro hijo se despertará sano. Marchaos todos a vuestras respectivas camas, lo orde­no, a fin de que me quede solo con el enfermo hasta la aparición de la aurora y el canto del ruiseñor». Mal­doror, escondido tras la puerta, no ha perdido ni una palabra. Ahora conoce el carácter de los habitantes de la mansión y obrará en consecuencia. Sabe dónde re­side Mervyn y no desea saber más. Ha anotado en un cuadernillo el nombre de la calle y el número de la ca­sa. Es lo principal. Está seguro de que no lo olvidará. Avanza, como una hiena, sin ser vista, bordeando los lados del patio. Escala la verja con agilidad y se traba un instante en las puntas de hierro; de un salto se pone en la calzada. Se aleja son sigilo: «Me tomó por un mal­hechor, exclama, es un imbécil. Quisiera encontrar a un hombre exento de la acusación que el enfermo arro­jó sobre mí. No le arranqué un trozo de su jubón, co­mo ha dicho. Simple alucinación hipnagógica causada por el terror. Mi intención no era apoderarme hoy de él, pues tengo ulteriores proyectos sobre ese adolescente tímido». Dirigios al lugar donde se halla el lago de los cisnes, y os diré más tarde por qué hay uno completa­mente negro entre el grupo, cuyo cuerpo, sosteniendo un yunque, sobre el que hay el cadáver en putrefac­ción de un cangrejo ermitaño, inspira, con todo dere­cho, desconfianza a los otros camaradas acuáticos.

III

Mervyn está en su habitación; ha recibido una car­ta. ¿Quién le escribe una carta? Su inquietud le ha im­pedido dar las gracias al agente postal. El sobre tiene los bordes en negro, y las palabras han sido escritas de manera apresurada. ¿Le llevará esa carta a su pa­dre? ¿Y si el firmante se lo prohibe expresamente? Lle­no de angustia, abre la ventana para respirar los aro­mas de la atmósfera; los rayos de sol reflejan sus prig­máticas irradiaciones sobre los espejos de Venecia y las cortinas de damasco. Deja la misiva a un lado, entre los libros de cantos dorados y álbumes con cubierta de nácar esparcidos sobre el cuero repujado que recubre la superficie de su pupitre escolar. Abre el piano y ha­ce correr sus afilados dedos sobre las teclas de marfil. Las cuerdas de latón no suenan. Este aviso indirecto le induce a recoger el papel vitela: pero éste retrocede, como si hubiera sido ofendido por la vacilación del des­tinatario. Preso de esa trampa, la curiosidad de Mervyn crece y abre el trozo de papel preparado. Hasta ese mo­mento sólo había visto su propia escritura. «Mucha­cho, me intereso por usted, quiero hacer su felicidad. Le tomaré como compañero y realizaremos largas peregrinaciones a las islas de Oceanía. Mervyn, sabes que te amo y no tengo necesidad de probártelo. Me conce­deras tu amistad, estoy persuadido de ello. Cuando me conozcas más, no te arrepentirás de la confianza que me hayas testimoniado. Yo te preservaré de los peli­gros a que te lleve tu inexperiencia. Seré para ti un her­mano y no te faltarán los buenos consejos. Para más largas explicaciones, hállate pasado mañana por la ma­ñana, a las cinco, en el puente del Carrusel. Si no hu­biera llegado yo, espérame, aunque espero llegar a la hora exacta. Haz tú lo mismo. Un inglés no perderá fácilmente la ocasión de ver claro en sus asuntos. Mu­chacho, te saludo, y hasta pronto. No enseñes esta carta a nadie». -«Tres estrellas en vez de firma», exclama Mervyn, «y una mancha de sangre en la parte inferior de la hoja». Abundantes lágrimas corren sobre las cu­riosas frases que sus ojos han devorado y abren a su espíritu el campo ilimitado de los horizontes inciertos y nuevos. Le parece (sólo después de acabar la lectu­ra) que su padre es un tanto severo y su madre dema­siado majestuosa. Posee razones que no han llegado a mi conocimiento y, por lo tanto, no os podré trans­mitir, para insinuar que tampoco está de acuerdo con sus hermanos. Esconde la carta en su pecho. Sus pro­fesores observaron que ese día no parecía el mismo: sus ojos estaban desmesuradamente ensombrecidos, y el velo de la reflexión excesiva había descendido sobre la región periorbitaria. Cada una de los profesores en­rojeció, por miedo a no encontrarse a la altura intelec­tual de su alumno, y, sin embargo, éste, por primera vez, descuidó sus deberes y no trabajó. Por la noche, la familia se reunió en el comedor, decorado con re­tratos antiguos. Mervyn admira las fuentes repletas de viandas suculentas y las frutas aromáticas, pero no come; los chorros policromos de los vinos del Rhin y el espumoso rubí del champán, engastándose en las estrechas y altas copas de cristal de Bohemia, permane­cen incluso indiferentes a su vista. Apoya su codo en la mesa y queda absorto en sus pensamiento, como un sonámbulo. El comodoro, de rostro curtido por la es­puma de los mares, se inclina al oído de su esposa: «El mayor ha cambiado de carácter desde el día de la cri­sis, se dejaba llevar demasiado por las ideas absurdas; hoy está mucho más ensimismado que de costumbre. Desde luego, yo no era así cuando tenia su edad. Haz como si no te dieras cuenta de nada. Ahora es cuando un remedio eficaz, material o moral, sería de fácil em­pleo. Mervyn, tú que gustas de la lectura de libros de viaje y de historia natural, voy a leerte un relato que no te disgustará. Escuchadme con atención, y cada uno sacará provecho, yo el primero. Y vosotros, niños, por la atención que sabréis prestad a mis palabras, apren­ded a perfeccionar el diseño de vuestro estilo, y a da-ros cuentas de las menores intenciones de un autor». ¡ Cómo si aquella nidada de adorables chiquillos hu­biera podido comprender lo que era la retórica! Dice, y, a un gesto de su mano, uno de los hermanos se diri­ge hacia la biblioteca paterna y vuelve con un volumen bajo el brazo. Mientras tanto, habían quitado los cu­biertos y la platería, y el padre tomó el libro. A la pa­labra electrizante, viajes, Mervyn alzó la cabeza y se esforzó en poner término a sus meditaciones inopor­tunas. El libro fue abierto hacia la mitad, y la voz me­tálica del comodoro dio pruebas de que aún era capaz, como en los días de su gloriosa juventud, de dominar el furor de los hombres y de las tempestades. Mucho antes de que terminara la lectura, Mervyn recayó so­bre sus codos, ante la imposibilidad de seguir por más tiempo el razonado desarrollo de las frases de trámite y la saponificacion de las obligadas metáforas. El pa­dre exclama: «Esto no le interesa, leamos otra cosa. Lee tú, mujer, serás más feliz que yo si alejas la tristeza diaria de nuestro hijo». La madre ya no tiene espe­ranza; sin embargo, se apodera de otro libro, y el tim­bre de su voz de soprano suela melodiosamente en los oídos del producto de su concepción. Pero, después de algunas palabras, el desaliento le invade y, por sí mis­ma, deja la interpretación de la obra literaria. El pri­mogénito exclama: «Voy a acostarme». Se retira, los ojos bajos con una fría fijeza, sin añadir nada más. El perro comienza a lanzar un lúgubre ladrido, pues no encuentra esa conducta natural, y el viento del ex­terior, penetrando desigualmente por la fisura longi­tudinal de la ventana, hace vacilar la llama, disminui­da por las dos cúpulas de cristal rosado de la lámpara de bronce. La madre apoya las manos en su frente, y el padre eleva los ojos al cielo. Los hijos arrojan mira­das azoradas al viejo marino. Mervyn cierra la puerta de su cuarto con doble vuelta de llave y su mano res­bala rápidamente sobre el papel: «He recibido su car­ta a mediodía y espero me perdone si le he hecho espe­rar la respuesta. No tengo el honor de conocerle per­sonalmente y no sabia si debía escribirle. Pero como la descortesía no se aloja en esta casa, he resuelta to­mar la pluma para agradecerle calurosamente el inte­rés que se toma por un desconocido. Dios me guarde de no mostrar reconocimiento por la simpatía con que me colma. Conozco mis imperfecciones y eso no me hace ser más orgulloso. Pero si es conveniente aceptar la amistad de una persona mayor, también lo es ha­cerle comprender que nuestros caracteres no son igua­les. En efecto, usted parece ser de más edad que yo, puesto que me llama muchacho, pero aun así conser­vo dudas sobre su verdadera edad. Entonces ¿cómo conciliar la frialdad de sus silogismos con la pasión que de ellos se desprende? Es cierto que no abandonaré el lugar que me ha visto nacer para acompañarle por co­marcas lejanas; eso sería posible a condición de pedirle antes a los autores de mis días un permiso impacien­temente esperado. Pero como me ha ordenado que guarde secreto (en el sentido elevado al cubo de la pa­labra) sobre este asunto espiritualmente tenebroso, me apresuraré a obeceder su incontestable prudencia. Por lo que parece, no afrontaría con placer la claridad de la luz. Puesto que da a entender su deseo de que yo tenga confianza en su persona (deseo que no está fue­ra de lugar, me agrada confesarlo), le ruego que tenga la bondad de testimoniar, por lo que me toca, una con­fianza análoga, y de no tener la pretensión de creer que estoy tan alejado de su opinión como que para que pasa­do mañana por la mañana, a la hora indicada, no acuda puntualmente a la cita. Saltaré el muro que rodea el parque, pues la verja estará cerrada, y nadie será testi­go de mi partida. Para hablar con franqueza, qué no haría yo por usted, cuyo inexplicable afecto ha sabido en seguida revelarse ante mis deslumbrados ojos, so­bre todo asombrados de tal prueba de bondad, la cual estoy seguro nunca habría esperado. Porque no le co­nocía. Ahora le conozco. No olvide la promesa que me ha hecho de pasear por el puente del Carrusel. En el caso de que yo pase por allí, tengo la absoluta certeza de que le encontraré y le estrecharé la mano, con tal de que esa inocente manifestación de un adolescente que todavía ayer se inclinaba ante el altar del pudor no le ofenda con su respetuosa familiaridad. Por otra parte, ¿no es confesable la familiaridad en el caso de una fuerte y ardiente intimidad, cuando el extravío es serio y convicto? ¿Y qué mal existiría después de to­do, se lo pregunto, en que le diga adiós de paso, cuan­do pasado mañana, llueva o no, hayan dado las cin­co? Apreciará, gentleman, el tacto con que he conce­bido mi carta, pues no me permito, en una simple ho­ja, apta para perderse, decirle algo más. Su dirección al final de la página es un jeroglífico. He necesitado casi un cuarto de hora para descifrarlo. Creo que ha hecho bien en trazar las palabras de una manera mi­croscópica. Me dispenso de firmar, y en esto le imito: vivimos en un tiempo demasiado excéntrico como pa­ra asombrarse un instante de lo que podría ocurrir. Se­ría curioso saber cómo ha averiguado el lugar en don­de mora mi glacial inmovilidad, rodeada de una larga hilera de salas desiertas, inmundos osarios de mis ho­ras de hastío. ¿Cómo lo diría? Cuando pienso en us­ted, mi pecho se agita, resonante como el derrumbamiento de un imperio en decadencia, pues la sombra de su amor acusa una sonrisa que tal vez no exista: ¡es una sombra tan vaga y mueve sus escamas tan tortuo­samente! En sus manos dejo mis impetuosos sentimien­tos, piezas de mármol completamente nuevas, y virge­nes aún de todo contacto mortal. Tengamos paciencia hasta los primeros fulgores del crepúsculo matinal, y, en espera del momento que me arrojará en el entrete­jido horroroso de sus brazos pestíferos, me inclino hu­mildemente ante sus rodillas, que abrazo». Después de haber escrito esta carta culpable, Mervyn la lleva al co­rreo y vuelve a meterse en la cama. No penséis encon­trar en ella a su ángel guardián. La cola de pez sólo volará durante tres días, es verdad, pero, ¡ ay!, por eso la viga no estará menos quemada, y una bala cilindro­ cónica atravesará la piel del rinoceronte, a pesar de la muchacha de nieve y el mendigo. El loco coronado ha­brá dicho la verdad sobre la fidelidad de los catorce puñales.

IV

¡ Percibí que sólo tenía un ojo en medio de la frente! ¡Oh espejos de plata, incrustados en los paneles de los vestíbulos, cuántos servicios me habéis prestado con vuestro poder reflector! Desde el día en que un gato de angora me royó durante una hora la protuberancia parietal, lo mismo que un trépano que perfora un crá­neo, lanzándose bruscamente sobre mi espalda, por­que yo había hecho hervir a sus crías en un barreño lleno de alcohol, no he dejado de lanzar contra mí mis­mo la flecha del tormento. Hoy, bajo la impresión de las heridas que mi cuerpo ha recibido en diversas cir­cunstancias, sea por la fatalidad de mi nacimiento, sea por el hecho de mi propia culpa; abrumado por las con­secuencias de mi caída moral (algunas han sido cum­plidas, ¿quién preverá las demás?); espectador impa­sible de las monstruosidades adquiridas o naturales, que decoran las aponeurosis y el intelecto de quien habla, arrojo una larga mirada de satisfacción sobre la duali­dad que me compone... ¡y me encuentro hermoso! Her­moso como el vicio congénito de conformación de los órganos sexuales del hombre, consistente en la breve­dad relatival del canal de la uretra y la división o ausen­cia de su pared inferior, de tal manera que el canal se abre a una distancia variable del glande y por debajo del pene; o también como la carúncula carnosa, de for­ma cónica, surcada por arrugas transversales bastante profundas, que se eleva en la base del pico superior del pavo, o mejor como la verdad siguiente: «El siste­ma de las gamas, de los modos y de su encadenamien­to armónico no descansa sobre leyes naturales invaria­bles, sino, por el contrario, es la consecuencia de los principios estéticos que han cambiado con el desarro­llo progresivo de la humanidad, y que cambiarán to­davía»; y sobre todo, como una corbeta acorazada de torreones. Sí, mantengo la exactitud de mi aserción. Me vanaglorio de no sufrir ninguna ilusión presuntuo­sa, y no obtendría ningún provecho de la mentira; así que, sobre lo que he dicho, no debéis tener ninguna vacilación en creerlo. Pues, ¿por qué habría de inspi­rarme horror a mí mismo, frente a los testimonios elo­giosos que parten de mi conciencia? No le envidio na­da al Creador, pero que me deje descender por el río de mi destino, a través de una serie creciente de críme­nes gloriosos. Si no, elevando a la altura de su frente una mirada irritada de todo obstáculo, le haré com­prender que no es el único dueño del universo; que nu­merosos fenómenos que provienen directamente de un conocimiento más profundo de la naturaleza de las co­sas, declaran en favor de la opinión contraria, y opo­nen un formal desmentido a la viabilidad de la unidad del poder. Somos dos para contemplarnos las pesta­ñas de los párpados, ya lo ves... y sabes que más de una vez ha resonado, en mi boca sin labios, el clarín de la victoria. Adiós, guerrero ilustre; tu valor entre la desgracia inspira la estimación de tu enemigo más encarnizado; pero Maldoror te encontrará de nuevo muy pronto para disputarte la presa denominada Mervyn. Así se cumplirá la profecía del gallo, cuando vislumbró el porvenir en el fondo del candelabro. ¡Rue­go al cielo que el cangrejo ermitaño alcance a tiempo la caravana de peregrinos y le haga saber en cuatro pa­labras la narración del trapero del Clignancourt!

V

En un banco del Palais-Royal, al lado izquierdo y no lejos del estanque, un individuo que desembocó de la calle de Rívoli, vino a sentarse. Tenía el cabello en desorden, y sus ropas revelaban la acción corrosiva de una miseria prolongada. Hizo en el suelo un agujero con un trozo puntiagudo de madera y llenó de tierra el hueco de su mano. Se llevó ese alimento a la boca y la arrojó con precipitación. Se levantó, y, apoyando su cabeza contra el banco, dirigió las piernas hacia arri­ba. Pero como esta actitud funambulesca está fuera de las leyes de la gravitación que rigen el centro de grave­dad, volvió a caer pesadamente sobre el banco, con los brazos caídos, la gorra ocultándole la mitad del ros­tro, y las piernas golpeando la grava en una situación de equilibrio inestable, cada vez más inseguro. Perma­neció largo tiempo en esa posición. Hacia la entrada medianera del norte, junto a la rotonda que contiene un salón de café, el brazo de nuestro héroe se apoyó en la verja. Su mirada recorrió la superficie del rectán­gulo, a fin de no dejar escapar ninguna perspectiva. Sus ojos se volvieron sobre sí, después de acabada la investigación, y percibió, en medio del jardín, a un hombre que hacía gimnasia oscilante con un banco so­bre el cual se esforzaba por sostenerse, cumpliendo unos milagros de fuerza y de habilidad. Pero ¿qué pue­de hacer la mejor de las intenciones, llevada al servi­cio de una causa justa, contra los desarreglos de la alie­nación mental? Se dirigió hacia el loco, le ayudó béne­volamente a que su dignidad tomara de nuevo una po­sición normal, le tendió la mano y se sentó a su lado. Notó que la locura era sólo intermitente, el acceso ha­bía pasado, y su interlocutor respondía lógicamente a todas las preguntas. ¿Es preciso comunicar el sentido de las palabras? ¿Por qué volver a abrir, por una pá­gina cualquiera, con un apresuramiento blasfematorio, el infolio de las miserias humanas? Nada hay que sea de una enseñanza más fecunda. Aunque no tuviera nin­gún acontecimiento verdadero que haceros oir, inven­taría relatos imaginarios para trasvasarlos a vuestros cerebros. Pero el enfermo no ha llegado a serlo por su propio placer, y la sinceridad de sus relaciones se alía de maravilla con la credulidad del lector. «Mi padre era un carpintero de la calle de la Verrerie... ¡Que la muerte de las tres Margaritas caiga sobre su cabeza y que el pico del canario le roa eternamente el eje del bul­bo ocular! Había adquirido la costumbre de emborra­charse; en esos momentos, cuando regresaba a casa, después de haber recorrido los mostradores de los ba­res, su furor se volvía casi inconmensurable, y golpea­ba indistintamente los objetos que se presentaban a su vista. Pero muy pronto, ante los reproches de los ami­gos, se corrigió completamente y se volvió de un hu­mor taciturno. Nadie se le podía aproximar, ni siquie­ra nuestra madre. Conservaba un secreto resentimien­to contra la idea del deber que le impedía conducirse a su antojo. Yo había comprado un canario para mis tres hermanas; era para mis tres hermanas para quie­nes había comprado un canario. Ellas lo encerraron en una jaula, encima de la puerta, y los que pasaban se detenían siempre para escuchar los cantos del pájaro, admirar su gracia fugitiva y estudiar sus sabias formas. Más de una vez mi padre había dado la orden de que se hiciera desaparecer la jaula y su contenido, pues se figuraba que el canario se burlaba de su persona arro­jándole el ramo de aéreas cavatinas de su talento de vocalista. Fue a descolgar la jaula del clavo y, ciego de cólera, resbaló de la silla. Una ligera excoriación en la rodilla fue el trofeo de su empresa. Después de ha­ber permanecido durante unos segundos presionándo­se la parte hinchada con un viruta, bajó el pernil del pantalón, con las cejas fruncidas, tomó mayores pre­cauciones, colocó la jaula bajo el brazo y se dirigió ha­cia el fondo del taller. Allí, a pesar de los gritos y las súplicas de la familia (estimábamos mucho a aquel pá­jaro, que era para nosotros como el genio de la casa), aplastó con sus tacones guarnecidos de hierro la jaula de mimbre, mientras una garlopa, que hacía girar en torno a su cabeza, mantenía a distancia a los asisten­tes. El azar hizo que el canario no muriera por el gol­pe; ese copo de plumas vivía aún, a pesar de la man­cha de sangre. El carpintero se alejó y cerró la puerta con ruido. Mi madre y yo nos esforzamos por retener la vida del pájaro, dispuesto a escaparse; alcanzaba a su fin y el movimiento de sus alas sólo se ofrecía a la vista como el espejo de la suprema convulsión de ago­nía. Durante este tiempo, las tres Margaritas, cuando advirtieron que toda esperanza estaba perdida, se co­gieron de la mano, de común acuerdo, y la cadena vi­viente fue a acurrucarse, después de haber empujado unos pasos a un barril de grasa, detrás de la escalera, junto a la casa de nuestra perra. Mi madre no cesaba en su tarea, y mantenía al canario entre los dedos para calentarlo con su aliento. Yo corría enloquecido por todas las habitaciones, tropezando con los muebles y demás objetos. De vez en cuando, una de mis herma­nas asomaba la cabeza tras el bajo de la escalera para informarse de la suerte del desdichado pájaro, y vol­vía a esconderla con tristeza. La perra había salido de su casucha, y, como si hubiera comprendido el alcan­ce de nuestra pérdida, lamía con la lengua del estéril consuelo el vestido de las tres Margaritas. Al canario sólo le quedaban unos instantes de vida. Una de mis hermanas (era la más joven) a su vez mostró su cabeza en­tre la penumbra formada por la rarefacción de luz. Vio que mi madre palidecía y que el pájaro, después de le­vantar el cuello durante un destello, como última ma­nifestación de su sistema nervioso, volvía a caer entre sus dedos, inerte para siempre. Ella anunció la noticia a sus hermanas. No hicieron oír el ruido de ninguna queja, ningún murmullo. El silencio reinaba en el ta­ller. Sólo se distinguía el crujido de las sacudidas de los fragmentos de la jaula que, en virtud de la elastici­dad de la madera, cobraba de nuevo en parte la posi­ción primordial de su construcción. Las tres Margari­tas no derramaron ninguna lágrima y su rostro no per­dió nada de su purpúrea frescura; no... solamente per­manecieron inmóviles. Se arrastraron hacia el interior de la perrera y se tendieron sobre la paja, una al lado de la otra, mientras la perra, testigo pasivo de su ma­niobra, las observaba asombrada. Varias veces mi ma­dre las llamó, pero no emitieron el sonido de ninguna respuesta. Fatigadas por las emociones precedentes, probablemente dormían. Ella registró todos los rinco­nes de la casa sin encontrarlas. Siguió a la perra, que le tiraba de la falda, hasta la perrera. La mujer se aga­chó y colocó la cabeza en la entrada. El espectáculo del que tuvo la posibilidad de ser testigo, dejando apar­te las exageraciones malsanas del pavor maternal, no podía ser 'sino lastimoso, según los cálculos de mi es­píritu. Encendí una vela y se la ofrecí; de esa manera no se le escaparía ningún detalle. Retiro la cabeza, cu­bierta de briznas de paja, de la prematura tumba y me dijo: «Las tres Margaritas están muertas». Como no podíamos sacarlas de ese lugar, retened bien esto, pues estaban estrechamente abrazadas las tres juntas, fui al taller a buscar un martillo para romper la morada ca­nina. Me puse en seguida a la obra de demolición, y~ los transeúntes pudieron creer, por poca imaginación que tuviesen, que el trabajo no cesaba en nuestra ca­sa. Mi madre, impaciente por ese retardo que, sin em­bargo, era indispensable, se rompía las uñas contra las tablas. Por fin, la operación del rescate terminó; la pe­rrera hecha pedazos se abrió por todos lados y retira­mos de los escombros, una tras otra, después de ha­berlas separado con dificultad, a las hijas del carpin­tero. Mi madre abandonó el país. No he vuelto a ver a mi padre. En cuanto a mí, dicen que estoy loco e im­ploro la caridad pública. Lo que sé es que el canario no canta más». El oyente aprueba en su interior ese nuevo ejemplo aportado con el apoyo de sus repugnan­tes teorías. Como si a causa del hombre, en otro tiem­po curda, se tuviera el derecho a acusar a la humani­dad entera. Tal es al menos la paradójica reflexión que intenta introducir en su espíritu, pero no consigue ex­pulsar de él las importantes enseñanzas de la grave ex­periencia. Consuela al loco con una fingida compasión y le enjuga las lágrimas con su propio pañuelo. Le lle­va a un restaurante y comen en la misma mesa. Van a casa de un sastre de moda y viste al protegido co­mo a un príncipe. Llaman en la casa del portero de una gran mansión de la calle Saint-Honoré y el lo­co se instala en un rico apartamento del tercer piso. El bandido le obliga a aceptar su bolsa, y, tomando el orinal de debajo de la cama, lo pone sobre la ca­beza de Aghone. «Te corono rey de las inteligencias, exclama con un énfasis premeditado; acudiré a la menor llamada; coge a manos llenas de mis cofres; te pertenezco en cuerpo y alma. De noche, colocarás de nuevo la corona de alabastro en su sitio de costum­bre, con el permiso para usarla; pero de día, desde que la aurora ilumine las ciudades, colócala sobre tu fren­te, como símbolo de tu poderío. Las tres Margaritas revivirán en mi, sin contar que yo seré tu madre». En­tonces, el loco retrocedió algunos pasos, como si estu­viera preso de una insultante pesadilla; las lineas de la felicidad se pintaron en su rostro, arrugado por las pe­nas; se arrodilló, lleno de humildad, a los pies de su protector. ¡El agradecimiento había penetrado, como un veneno, en el corazón del loco coronado! Quiso ha­blar y su lengua se paralizó. Inclinó su cuerpo hacia adelante y cayó sobre el pavimento. El hombre de la­bios de bronce se retiró. ¿Cuál era su fin? Adquirir un amigo a toda prueba, lo bastante ingenuo como para obedecer todos sus mandatos. No podía haber encon­trado a nadie mejor, y el azar lo había favorecido. El que ha encontrado, acostado en un banco, no sabe ya, después de un acontecimiento de su juventud, distin­guir el bien del mal. Es Aghone mismo a quien precisaba.

VI

El Todopoderoso había enviado a la tierra a alguno de sus arcángeles, a fin de salvar al adolescente de una muerte segura. ¡Se verá obligado a bajar él mismo! Pe­ro no hemos llegado todavía a esa parte de nuestro re­lato, y me veo en la obligación de cerrar la boca, por­que no puedo decirlo todo a la vez: cada truco de efec­to aparecerá en su lugar, cuando la trama de esta fic­ción no tenga inconveniente. Para no ser reconocido, el arcángel había tomado la forma de un cangrejo er­mitaño, grande como una vicuña. Se mantenía en la punta de un escollo, en medio del mar, y esperaba el momento favorable de la marea para bajar a la orilla. El hombre de labios de jaspe, oculto detrás de una si­nuosidad de la playa, espiaba al animal con un bastón en la mano. ¿Quién hubiera deseado leer en el pensa­miento de esos dos seres? Al primero no se le ocultaba que tenía una misión difícil de cumplir: «¿Y cómo te­ner éxito, exclamaba, mientras las olas crecientes gol­peaban su refugio temporal, allí donde mi señor ha vis­to más de una vez fracasar su fuerza y su valor? Yo no soy más que una sustancia limitada, mientras que el otro nadie sabe de dónde viene y cuál su meta final. A su nombre, los ejércitos celestiales tiemblan, y más de uno cuenta, en las regiones que he abandonado, que ni Satán mismo, Satán, la encarnación del mal, es tan temible». El segundo hacía las siguientes reflexiones, que encontraron eco en la cúpula azulada que ensucia­ron: «Tiene un aspecto de total inexperiencia; le arre­glaré las cuentas en seguida. Viene sin duda de las al­turas, enviado por aquel que tanto teme venir él mis­mo. Veremos, por la obra, si es tan imperioso como parece; no es un habitante del albaricoque terrestre; traiciona su origen seráfico por sus ojos errantes e in­decisos». El cangrejo ermitaño, que desde hacia algún tiempo paseaba su mirada por un espacio delimitado de la costa, percibió a nuestro héroe (éste se levantó entonces en toda la altura de su talla hercúlea), y le apostrofó en los términos que van a renglón seguido: «No intentes luchar y rindete. Soy enviado por alguien que es superior a nosotros dos para cargarte de cade­nas y poner los dos miembros cómplices de tu pensa­miento en la imposibilidad de moverse. Coger cuchi­llos y puñales con tus manos es algo que desde ahora te está prohibido, créeme, tanto por tu propio interés como por el de los demás. Vivo o muerto, te tendré, aunque tengo orden de llevarte vivo. No me pongas en el compromiso de tener que recurrir al poder que me ha sido conferido. Me conduciré con delicadeza; por tu lado, no opongas ninguna resistencia. Y así recono­ceré con complacencia y alegría, que has dado el pri­mer paso hacia el arrepentimiento». Cuando nuestro héroe oyó esa arenga, marcada de una sal tan profun­damente cómica, le costó trabajo mantener la seriedad sobre la rudeza de sus rasgos curtidos. Pero, en fin, nadie se extrañará si añado que acabó por estallar de risa. ¡Era más fuerte que él! ¡No había en ello mala intención! ¡En verdad no quería atraerse los reproches del cangrejo ermitaño! ¡Cuántos esfuerzos no hizo por poner fin a la hilaridad! ¡ Cuántas veces no apretó sus labios uno contra otro para no parecer que ofendía a su desconcertado interlocutor! Desgraciadamente, su carácter participaba de la naturaleza humana, y se reia como las ovejas. Por fin se detuvo. ¡Ya era hora! ¡Ha­bía estado a punto de reventar! El viento llevó esta res­puesta al arcángel del escollo: «Cuando tu señor no en­víe más caracoles y cangrejos para arreglar sus asun­tos, y se digne parlamentar personalmente conmigo, encontrará, estoy seguro, el medio de entendernos, puesto que soy inferior al que te envió, como has dicho con tanta precisión. Hasta ahora, las ideas de reconciliciación me parecen prematuras, y aptas solamente pa­ra producir un resultado quimérico. Estoy muy lejos de desconocer lo que hay de sensato en cada una de tus silabas, y, como podríamos cansar inútilmente nues­tras voces, al hacerles recorrer tres kilómetros de dis­tancia, me parece que actuarías con talento si descen­dieras de tu fortaleza inexpugnable y alcanzaras la tie­rra firme a nado: discutiriamos más cómodamente las condiciones de una rendición que, por legítima que fue­se, no dejaría de ser para mi a fin de cuentas una perspectiva desagradable». El arcángel, que no esperaba esa buena voluntad, asomó un punto su cabeza de las profundidades de la grieta, y respondió: «¡Oh Maldo­ror, por fin ha llegado el día en que tus abominables instintos verán apagarse la antorcha de injustificable orgullo que les conduce a la condenación eterna! Seré el primero en relatar ese loable cambio a las falanges de querubines, felices por encontrar de nuevo a uno de ellos. Ya sabes, y no lo has olvidado, que hubo una época en que no ocupabas el primer lugar entre noso­tros. Tu nombre iba de boca en boca, y actualmente es el tema de nuestras solitarias conversaciones. Ven pues... ven a firmar una paz duradera con tu antiguo señor; te recibirá como a un hijo perdido y no adverti­rá la enorme cantidad de culpa que posees, como una montaña de cuernos de alce levantada por los indios, amontonada sobre tu corazón». Dijo esto, y sacó to­das las partes de su cuerpo del fondo de la oscura aber­tura. Se mostró radiante sobre la superficie del esco­llo, lo mismo que un sacerdote de las religiones cuan­do tiene la certeza de recuperar una oveja extraviada. Se decidió a saltar sobre el agua, para dirigirse a nado hacia el perdonado. Pero el hombre de labios de zafi­ro calculó hace mucho tiempo un pérfido golpe. Lan­zó su bastón con fuerza, y, después de muchos rebotes sobre las olas, fue a golpear en la cabeza del arcángel bienhechor. El cangrejo, mortalmente alcanzado, ca­yó al agua. La marea llevó a la orilla el despojo flo­tante. Esperó a la marea para efectuar más fácilmente el descenso. Pero cuando llegó la marea, lo meció con sus cantos, y lo depositó blandamente en la playa, ¿que­dó el cangrejo contento? ¿Qué más quería? Y Maldo­ror, inclinado sobre la arena de la playa, recibió en sus brazos a sus dos amigos, inseparablemente reunidos por el azar del oleaje: ¡el cadáver del cangrejo ermitaño y el 'bastón asesino! «Aún no he perdido mi destreza, ex­clama, que sólo reclama ejercicio; mi brazo conserva su fuerza y mi ojo su precisión». Contempló al animal inanimado. Temía que le pidieran cuentas de la sangre derramada. ¿Dónde escondería al arcángel? Y, al mis­mo tiempo, se preguntaba si la muerte fue instantánea. Se echó a la espalda un yunque y un cadáver y se diri­gió hacia un vasto estanque, cuyas orillas estaban cu­biertas y como amuralladas por una inextricable ma­raña de grandes juncos. Quiso primero tomar un mar­tillo, pero este es un instrumento demasiado ligero, mientras que con un objeto más pesado, si el cadáver da señales de vida, lo depositará en el suelo y lo hará polvo a golpe de yunque. No es vigor lo que le falta a su brazo, vaya, esa es la menor de las dificultades. Cuando tuvo a la vista el lago, lo vio poblado de cis­nes. Pensó en un retiro seguro para él; con ayuda de una metamorfosis, sin abandonar su carga, se mezcló con la bandada de aves. Notad la mano de la Provi­dencia allí donde uno está tentado de verla ausente, y sacad buen provecho del milagro del que voy a hablaros. Negro como el ala de un cuervo, nadó tres veces entre el grupo de palmípedas de blancura deslumbran­te, y tres veces conservó ese color distintivo que lo ase­mejaba a un bloque de carbón. Y es que Dios, en su justicia, ni siquiera permitió que su astucia pudiera en­gañar a una bandada de cisnes. De tal manera que per­maneció ostensiblemente en el interior del lago, aun­que todos se mantuvieron alejados y ningún ave se acer­có a su plumaje vergonzoso para hacerle compañía. En­tonces circunscribió sus inmersiones en un lugar apar­tado, al extremo del estanque, sólo entre los habitan­tes del aire, como lo estaba entre los hombre. ¡Así se preludiaba el increíble acontecimiento de la plaza Vendóme!

VII

El corsario de cabellos de oro recibió la respuesta de Mervyn. Sigue en esta página singular el rastro de las inquietudes intelectuales de quien la escribió, abando­nado a las débiles fuerzas de su propia sugestión. Hu­biera sido mejor consultar con sus padres, antes de res­ponder a la amistad del desconocido. No le reportará ningún beneficio mezclarse, como principal actor, en esa equívoca intriga. Pero, en fin, él lo ha querido. A la hora indicada, Mervyn, desde la puerta de su casa, se fue derecho, siguiendo el bulevar Sebastopol, hasta la fuente de Saint-Michel. Tomó el muelle de los Grands-Augustins y atravesó el muelle Conti; en el ins­tante en que pasaba por el muelle Malaquais, vio ca­minar por el muelle del Louvre, paralelamente a su pro­pia dirección, a un individuo que llevaba un saco bajo el brazo y que parecía mirarlo con atención. Las bru­mas de la mañana se habían disipado. Los dos cami­nantes desembocaron al mismo tiempo a cada lado del puente del Carrusel. ¡Aunque no se habían visto nun­ca se reconocieron! En verdad, era emocionante ver a esos dos seres, separados por la edad, aproximar' sus almas por la grandeza de sus sentimientos. Al menos esa hubiera sido la opinión de los que se hubieran de­tenido ante ese espectáculo, que más de uno, incluso con un espíritu matemático, habría encontrado conmo­vedor. Mervyn, con el rostro lleno de lágrimas, pensó que había encontrado, por así decir, al comienzo de su vida, un precioso sostén para las futuras adversida­des. Estad persuadidos de que el otro no decía nada. He aquí lo que hizo: desplegó el saco que llevaba, en­sanchó la abertura, y, cogiendo al adolescente por la cabeza, hizo pasar el cuerpo entero dentro de la envol­tura de tela. Anudó con su pañuelo el extremo que ser­vía de entrada. Como Mervyn lanzara agudos gritos, alzó el saco como si fuera un paquete de ropa blanca y lo golpeó varias veces contra el pretil del puente. En­tonces, el paciente, tras haber percibido el crujido de sus huesos, se calló. ¡Escena única, que ningún nove­lista volverá a encontrar! Pasó un carnicero, sentado sobre la carne de su carro. Un individuo corrió hacia él, le obligó a detenerse, y le dijo: «Lleva un perro en­cerrado en ese saco; tiene sarna: acabe con él lo más pronto». El interpelado se mostró complacido. El in­terruptor, al alejarse, percibió a una muchacha hara­pienta que le tendió la mano. ¿Hasta dónde llega el col­mo de la audacia y de la impiedad? ¡ Le dio una limos­na! Decidme si quéreis que os introduzca, unas horas más tarde, por la puerta de un matadero apartado. El carnicero estaba de vuelta y dijo a sus cámaradas, arro­jando a tierra un fardo: «Apresuráos a matar ese pe­rro sarnoso». Eran cuatro y cada uno de ellos empu­jaba el martillo de costumbre. Y, sin embargo, vacila­ban porque el saco se movía con fuerza. «¿Qué emo­ción se apodera de mí?», gritó uno de ellos dejando caer lentamente su brazo. «Ese perro lanza gemidos de dolor como un niño, dijo otro; se diría que compren­de la suerte que le espera». «Es su costumbre, respon­dió un tercero, incluso cuando no están enfermos, co­mo en este caso, basta que su dueño se aleje unos días de la casa, para que se pongan a dar aullidos, verda­deramente penosos de soportar». «¡ Deteneos!... ¡ De­teneos!...», gritó el cuarto, antes de que todos los bra­zos se hubiesen levantado a compás para golpear re­sueltamente esta vez sobre el saco. «Deteneos, os di­go, aquí hay algo que no está claro. ¿Quién os dice que en esta tela hay un perro? Quiero asegurarme». Enton­ces, a pesar de las burlas de sus compañeros, desató el paquete y extrajo, uno tras otro, los miembros de Mervyn. Estaba casi ahogado por la molestia de la pos­tura. Se desmayó, al ver de nuevo la luz. Unos instan­tes después dio indudables muestras de vida. El salva­dor dijo: «Aprended para otra vez a tener prudencia en vuestro oficio. Habéis estado a punto de compro­bar por vosotros mismos que de nada sirve practicar la inobservancia de esta ley». Los carniceros se fueron. Mervyn, con el corazón oprimido y lleno de presenti­mientos funestos, regresó a su casa y se encerró en su habitación. ¿Tengo que insistir sobre esta estrofa? ¡Ah, quién no deplorará los acontecimientos en ella consu­mados! Esperemos al final para emitir un juicio toda­vía más severo. El desenlace va a precipitarse, y en es­ta clase de relatos, donde una pasión, sea del género que sea, se abre sin miedo paso en medio de todo obs­táculo, no hay razón para diluir en un recipiente la go­ma laca de cuatrocientas páginas banales. Lo que pue­da ser dicho en media docena de estrofas, hay que de­cirlo, y después callarse.

VIII

Para construir mecánicamente el núcleo de un cuento soporífero, no basta con disecar tonterías y embrute­cer a tope, con dosis renovadas, la inteligencia del lec­tor, de tal manera que haga que sus facultades se pa­ralicen para el resto de su vida, a causa de la ley infali­ble de la fatiga; es preciso, además, por medio de un buen fluido magnético, colocarlo ingeniosamente en la imposibilidad sonambúlica de moverse, forzándolo a que sus ojos se oscurezcan, en contra de su naturale­za, por la fijeza de los vuestros. Quiero decir, no para hacerme comprender mejor, sino para desarrollar mi pensamiento que interesa y molesta al mismo tiempo por una de las armonías más penetrantes, que no creo sea necesario, para alcanzar la meta propuesta, inven­tar una poesía totalmente al margen de la marcha or­dinaria de la naturaleza, y cuyo hálito pernicioso pa­rece trastornar incluso las verdades absolutas; pero al­canzar semejante resultado (conforme, por otra par­te, con las reglas de la estética, si uno lo piensa bien), no es tan fácil como se cree: he aquí lo que quería de­cir. ¡Por eso haré todos los esfuerzos por conseguirlo! Si la muerte detiene la fantástica delgadez de los dos largos brazos de mis hombros, utilizados en el lúgubre aplastamiento de mi espejuelo literario, quiero al me­nos que el enlutado lector pueda decir: «Hay que ha­cerle justicia. Me ha cretinizado mucho. ¡ Qué no ha­bría hecho, si hubiera vivido más tiempo! ¡Es el mejor profesor de hipnotismo que conozco!» Grabarán es­tas conmovedoras palabras en el mármol de mi tum­ba, y mis manes quedarán satisfechos. -Continúo. Ha­bía una cola de pez que se movía al fondo de un aguje­ro, junto a mi bota sin tacón. No era natural pregun­tarse: «Dónde está el pez? No veo más que la cola que se mueve». Puesto que, precisamente, al reconocer de modo implícito que no veía al pez, era que en realidad el pez no estaba allí. La lluvia había dejado caer algu­nas gotas de agua en el fondo de ese embudo, excava­do en la arena. En cuanto a la bota sin tacón, alguien ha pensado más tarde que provenía de algún abando­no voluntario. El cangrejo ermitaño, por el poder di­vino, debía renacer de sus átomos disociados. Sacó del pozo la cola del pez y le prometió que la uniría a su cuerpo perdido, si anunciaba al Creador la impoten­cia de su mandatario para dominar las olas enfureci­das del mar maldororiano. Le prestó dos alas de alba­tros, y la cola de pez emprendió el vuelo. Voló hacia la morada del renegado para contarle lo que sucedía, y traicionar al cangrejo ermitaño. Este adivinó el propósito del espía, y, antes de que el tercer día llegara a su fin, atravesó a la cola de pez con una flecha enve­nenada. La garganta del espía dejó escapar una débil exclamación, que rindió el último suspiro antes de to­car la tierra. Entonces, una viga secular, situada en el tejado de un castillo, se alzó en toda su altura, saltan­do sobre sí misma, y pidió venganza a grandes gritos. Pero el Todopoderoso, convertido en rinoceronte, le hizo vez que aquella muerte era merecida. La viga se calmó, fue a situarse al fondo del castillo, recobró su posición horizontal, y llamó a las arañas asustadas, pa­ra que continuaran, como anteriormente, tejiendo su tela en los rincones. El hombre de labios de azufre co­noció la debilidad de su aliada, y ordenó al loco coro­nado quemar la viga y reducirla a cenizas. Aghone eje­cutó la severa orden. «Ya que, según usted, ha llegado el momento», exclamó, «he ido a recoger el anillo que había enterrado bajo la piedra, y lo he atado a uno de los extremos de la cuerda. He aquí el paquete». Y le enseñó una gruesa cuerda de sesenta metros de longi­tud enrollada sobre si misma. Su dueño le preguntó qué significaban los catorce puñales. Respondió que per­manecían fieles y estaban dispuestos para cualquier in­cidente, si fuera necesario. El esforzado inclinó la ca­beza en señal de satisfacción. Demostró sorpresa, e in­cluso inquietud, cuando Aghone añadió que había visto a un gallo partir con su pico un candelabro por la mi­tad, hundir alternativamente la mirada en cada una de las partes, y exclamar, batiendo sus alas con un frené­tico movimiento: «No hay tanta distancia como se cree desde la calle de la Paix hasta la plaza del Panthéon. ¡ Pronto tendrán la lamentable prueba!» El cangrejo ermitaño, montado en un fogoso caballo, corría a rien­da suelta en dirección al escollo, testigo del lanzamiento del bastón por un brazo tatuado, asilo desde el primer día de su descenso a la tierra. Una caravana de pere­grinos estaba en marcha para visitar el lugar, desde aho­ra consagrado por una muerte augusta. Esperaba al­canzarles para pedir socorro urgente contra la trama que se preparaba y de la que había tenido conocimien­to. Veréis algunas líneas más adelante, con ayuda de mi silencio glacial, que no llegó a tiempo para contar­les lo que le había referido un trapero escondido tras el andamiaje próximo de una casa en construcción, el día en que el puente del Carrusel, todavía cubierto del húmedo rocío nocturno, percibió con horror que el ho­rizonte de su pensamiento se ensanchaba confusamente en círculos concéntricos ante la aparición matinal de la rítmica paliza de un saco icosaédrico contra el pretil calcáreo. Antes de que estimule su compasión por el recuerdo de ese episodio, sería bueno destruir en ellos la semilla de la esperanza... Para cortar vuestra pere­za, usas los recursos de una buena voluntad, marchad a mi lado y no perdáis de vista a ese loco con la cabeza coronada por un orinal, que empuja por delante de él, con la mano armada de un bastón, a aquel que os cos­taría trabajo reconocer, si yo no me hubiese cuidado de advertiros y de recordar a vuestro oído la palabra que se pronuncia Mervyn. ¡Cómo ha cambiado! Con las manos atadas a la espalda avanza ante él, como si fuera al cadalso, y, sin embargo, no es culpable de nin­gún crimen. Han llegado al recinto circular de la plaza Vendome. Sobre la cornisa de la firme columna, apo­yado contra la balaustrada cuadrangular, a más de cin­cuenta metros de altura, un hombre lanza y desenrolla una cuerda, que cae a tierra a sólo unos pasos de Ag­hone. Con el hábito se hace pronto una cosa, pero pue­do decir que éste no empleó mucho tiempo en atar los pies de Mervyn al extremo de la cuerda. El rinoceron­te sabia ya lo que iba a suceder. Cubierto de sudor, apareció jadeante por la esquina de la calle Castiglio­ne. Ni siquiera tuvo la satisfacción de entablar com­bate. El individuo, que desde lo alto de la columna exa­minaba los alrededores, amartilló su revólver, apuntó con cuidado y apretó el gatillo. El comodoro que men­diaba por las calles desde el día en que había comen­zado lo que creyó era la locura de su hijo, y la madre a quien había llamado la hija de la nieve a causa de su extremada palidez, colocaron su pecho por delante para proteger al rinoceronte. Inútil precaución. La bala agujereó su piel como una barrena; se hubiese podido creer, con una lógica apariencia, que la muerte se pro­duciria infaliblemente. Pero nosotros sabíamos que en ese paquidermo se había introducido la sustancia del Señor. Se retiró entristecido. Si no estuviera probado que no fue demasiado bueno para una de sus criatu­ras, compadecería al hombre de la columna. Este, con un golpe seco de muñeca, atrajo hacia él la cuerda de ese modo lastrada. Colocada fuera de lo normal, sus oscilaciones balancean a Mervyn, con la cabeza hacia abajo. Agarra fuertemente con sus manos una larga guirnalda de siemprevivas que une dos ángulos conti­guos de la base, contra la cual estrella su frente. Se lle­va consigo por los aires lo que no era un punto fijo.
Después de haber amontonado a sus pies, bajo forma de elipses superpuestas, una gran parte de la cuerda, de modo que Mervyn quedara suspendido a mitad de la altura del obelisco de bronce, el forzado evadido, con su mano derecha, hace que el adolescente adquie­ra un movimiento de rotación uniformemente acelera­do, en un plano paralelo al eje de la columna, mien­tras recoge con su mano izquierda los enrollamientos serpentinos de la cuerda, que yacen a sus pies. La honda silba en el espacio; el cuerpo que Mervyn la sigue por todas partes, siempre alejado del centro por la fuerza centrífuga, siempre conservando su posición móvil y equidistante, en una circunferencia aérea, independien­te de la materia. El salvaje civilizado suelta poco a po­co, hasta el otro extremo, que retiene con metacarpo firme, lo que se asemeja equivocadaménte a una barra de acero. Se pone a correr alrededor de la balaustra­da, asiéndose a la rampa con una mano. Esta manio­brá tiene por objeto cambiar el plano primitivo de re­volución de la cuerda y aumentar su fuerza de tensión, ya tan considerable. En adelante, gira majestuosamente en un plano horizontal, después de haber pasado su­cesivamente, con una marcha insensible, a través de nu­merosos planos oblicuos. ¡El ángulo recto formado por la columna y la cuerda vegetal tienen sus lados igua­les! El brazo del renegado y el instrumento asesino se confunden en la unidad lineal, como los elementos ato­místicos de un rayo de luz que penetra en una habita­ción oscura. Los teoremas de la mecánica me permi­ten hablar así; ¡ay! se sabe que una fuerza añadida a otra fuerza engendra una resultante compuesta de las dos fuerzas primitivas. ¿Quién se atrevería a sostener que la cuerda lineal no se habría ya roto sin el vigor del atleta y sin la buena calidad del cáñamo? El corsa­rio de cabellos de oro, bruscamente y al mismo tiem­po, detiene la velocidad adquirida, abre la mano y suel­ta la cuerda. El contragolpe de esta operación, tan dis­tinta a las precedentes, hace crujir las juntas de la ba­laustrada. Mervyn, seguido de la cuerda, parece un co­meta arrastrando tras sí su resplandeciente cola. El ani­llo de hierro del nudo corredizo, reflejando los rayos del sol, obliga a completar la ilusión. En el recorrido de su parábola, el condenado a muerte hiende la at­mósfera hasta la orilla izquierda, la sobrepasa en vir­tud de la fuerza de impulsión que supongo infinita, y su cuerpo va a chocar contra el domo del Panthéon, mientras la cuerda rodea en parte con sus repliegues la pared superior de la inmensa cúpula. Sobre su esfé­rica y convexa superficie, que no se parece a una na­ranja más que por la forma, se ve, a cualquier hora del día, un esqueleto desecado que ha quedado suspen­dido. Cuando el viento lo balancea, se dice que los es­tudiantes del Barrio Latino, temerosos de una suerte parecida, rezan una breve oración: son insignificantes rumores a los que no hay que creer, propios sólo para asustar a los niños. Entre sus manos crispadas tiene co­mo una gran cinta de viejas flores amarillas. Es preci­so tener en cuenta la distancia, por lo que nadie puede afirmar, a pesar de que lo atestigüe su buena vista, que sean ésas en realidad las siemprevivas de que os hablé, y que una lucha desigual, entablada cerca de la nueva Opera, vio arrancar de un grandioso pedestal. No es menos cierto que las colgaduras en forma de luna cre­ciente no reciben ya la expresión de su simetría defini­tiva en el número cuaternario: id a verlo vosotros mis­mos, si no me queréis creer.