EL PODER DE LA PALABRA
ALDO PELLEGRINI
El fenómeno del lenguaje es una de las manifestaciones más curiosas creadas por el hombre. Esa emisión de sonidos articulados o inarticulados que establecen el puente levadizo de nuestra comunicabilidad, tiene un poder que escapa a toda vigilancia.
Sin duda, el uso de la palabra ha prestado al megalómano que es el hombre, incalculables servicios. Pero constituye un instrumento cuyo verdadero alcance nunca nadie ha podido averiguar. Para descubrir el significado de las palabras se recurre habitualmente a los diccionarios. En éstos las vemos figurar como en un museo entomológico, igual que mariposas muertas atravesadas por alfileres y rigurosamente clasificadas por géneros, especies. Se lee algo sobre su significado, pero como en el caso de las mariposas, el clasificador nada nos puede decir de la misteriosa vida que han llevado, recorriendo el mundo y la historia de boca en boca, naciendo de nuevo cada vez que eran pronunciadas. Porque cada hombre pone un poco de sí mismo en cada palabra que utiliza, de modo que en ellas circula la sangre de todos los hombres y en ellas queda el recuerdo del temblor de todos los labios que las pronunciaron, y la carga afectiva de miles de millones de seres que las emitieron cuando en sus cuerpos ardía el amor o el odio, el horror, el miedo, la desesperación, el coraje o la indiferencia. Ellas transportaron secretamente esa esencia inexpresable que impulsa a los hombres: la esperanza, y cada palabra contiene apagado el grito de la soledad de los más altos: el desprecio.
De toda
esa carga afectiva, de todos esos infinitos significados, nada dice el
diccionario. El tiene que ver con las palabras muertas y
disecadas. En éstas ya no queda la huella de los dientes que las mordieron
antes de pronunciarlas.
Hablar de la palabra al servicio del hombre es enunciar la más cruda
paradoja. Lo habitual es que el hombre esté al servicio de la palabra. Y aquí
adquiere su verdadero significado la expresión: «Primero fue el Verbo». Donde
la palabra se muestra como señora absoluta, dueña total del hombre, es en el
campo de las ideas. ¿De dónde vienen las ideas? Un extraño poder que se origina
en el menos controlable de los mecanismos espirituales del hombre, la razón,
logra en determinadas circunstancias, unir una serie de palabras en una
estructura sólida. Desde ese momento, la palabra que entra a formar parte de
una idea pierde toda autonomía y todo significado.
La idea adquiere en cambio una vida propia e indivisible. El hombre mismo que
la crea pierde desde el instante en que la lanza al mundo, todo poder sobre
ella. La idea para él tiene un sentido, pero ella conquista, al liberarse de su
creador, una vida personal, un nuevo sentido imprevisible. Se lanza entonces en
una aventura cuyas consecuencias son asombrosas: una idea de libertad se
convierte así en mecanismo de opresión, una idea de amor, en mecanismo de odio
y de destrucción.
Las palabras agrupadas en ideas circulan libremente; pasan de un hombre a otro
como parásitos, y habitan en el interior de cada uno absorbiendo toda su vida
espiritual para transformara en nada, porque la idea sale de cada hombre menos
personal que nunca, más informe, menos definida, pero dotada de un poder
corrosivo cada vez mayor. Pasan así de un hombre a otro in que ninguno de ellos
participe en su vida invisible. Los ¿arome como el más venenoso de los
microbios y entonces los abandona para saltar a otros. En ocasiones se difunde
con la rapidez de una epidemia e invade en masa a los individuos Estos, en
lugar de sentirse enfermos, aparecen verdaderamente poseídos, embargados por
una exaltación y entusiasmo sin límites. Hasta hablan de poseer ideas. En
verdad, nunca los hombres poseen a las ideas, son las ideas las que poseen a
los hombres. Ellas son los grandes verdugos invisibles. Solapados verdugos que
se presentan para dar un sentido a la vida y en cambio la destruyen. Y el
destruido vive con exaltación su propio martirio, y cuando por acaso es
abandonado por la idea, se siente hueco, como muerto, pues ella ha devorado
todo lo que de viviente había en su interior.
En el vacío que separa a los hombres unos de otros la palabra ejerce la doble
acción de puente y de muralla. Cuando dos miradas se encuentran y parecen
descubrir bruscamente el sentido de una afinidad humana, de una verdadera
comunión, llega oportunamente la palabra para destruir toda ilusión, para
afirmar el derecho a la soledad inalienable del hombre.
Donde aparece más clara la reclusión del hombre en su soledad merced al uso de
la palabra, es en los distintos lenguajes convencionales. No trato de discutir
la enorme utilidad práctica de las convenciones. Nos permiten ponernos de
acuerdo para satisfacer una serie de necesidades básicas. Creo en la
importancia de la subsistencia. Pero no me inclino a aceptar que subsistir y
vivir son equivalentes.
Existen innumerables lenguajes convencionales y en cada uno de ellos la palabra
más corriente se despoja de sentido para convertirse en un signo de determinada
cosa, signo que permite el acuerdo entre dos o más personas. Así, sobre las
bases de estos diversos lenguajes convencionales, se desarrolla la posibilidad
de vivir en grupos activos, estabilizar y propagar el conocimiento, organizar
la sociedad y la familia en sólidas estructuras, etc. La filosofía, la
religión, las diversas ciencias, la política, el comercio, las relaciones
internacionales, todas poseen su sistema particular de convenciones, sistema
absolutamente incomprensible para el hombre común. Los distintos grupos humanos
se entienden también mediante un lenguaje particular para cada caso; así hay un
lenguaje de las reuniones de alta sociedad, otro para la pequeña burguesía,
otro para los ladrones, otro para los relojeros. Los médicos utilizan un
lenguaje distinto del de los abogados o del de los traficantes de blancas. Los
pescadores emplean uno absolutamente incomprensible para los matemáticos y
viceversa. Nadie puede discutir la enorme utilidad de todos estos lenguajes:
ellos permiten subsistir a los médicos y a los pescadores, justifican la
organización racional de la justicia sobre la base de la comprensión de los
ladrones entre sí, y permiten la existencia del amor mercenario, base de la
organización de la familia.
Pero en todos estos lenguajes convencionales nadie pone absolutamente nada
personal: el lenguaje resulta exterior al hombre. Lo vital queda
definitivamente excluido. Las palabras son como cáscaras sin contenido, con un
signo dibujado en el exterior que las hace reconocibles por los iniciados.
Lo realmente vital del lenguaje se encuentra fundamentalmente en tres
situaciones: en el lenguaje popular, en el lenguaje del amor y en la poesía. En
el lenguaje popular, el hombre del pueblo, rechazado por todas las
convenciones, vive en lo que dice directamente sus sufrimientos o sus alegrías;
el lenguaje es para él un modo inmediato de volcarse íntegramente, pues no
encuentra sentido sino en la gran comunión con los otros. Es el ente anónimo,
el ser que participa con su insignificante aporte en el gran sufrimiento y la
alegría universales. Y cuanto más bajo es el hombre del pueblo más intenso y
vital resulta su lenguaje.
En cuanto al amor (me refiero a aquellos para quienes al amor se sacrifica
todo, capaces del suicidio o el crimen, del renunciamiento a todos los bienes o
de la conquista de todas las riquezas), es el mecanismo por el cual los seres
enredados en la maraña de un lenguaje convencional pueden conquistar su
lenguaje vital, salir de la cárcel de su soledad. Así pueden salvarse el
político y el matemático, el juez y el ladrón.
Pero es a la poesía a la que corresponde el lugar de privilegio en un verdadero
lenguaje de comunicación humana. La poesía incorpora la esencia vital del
lenguaje popular y del lenguaje de los amantes, pero les agrega una exaltación
de todos los contenidos posibles de la palabra.
El poeta descubre en la palabra la vibración imperceptible que han dejado todos
aquellos que han volcado en ella su sufrimiento o su pasión desde que por
primera vez fue lanzada hasta que atravesando la historia y las generaciones la
encuentra en su interior. Y a esa infinita suma de destinos humanos el poeta le
agrega su propio destino que los resume todos. El poeta logra hacer revivir las
palabras agotadas por el uso y en ellas descubre un reto de vida reanimándolo,
haciéndolo resplandecer nuevamente. Recoge las frases hechas, los lugares
comunes, fragmentos muertos del lenguaje, y mediante un proceso particular de
fricción conocido sólo por el poeta, desarrolla en ellos una incandescencia
sorprendente, les da una jerarquía insospechada.
Pero todas estas propiedades corresponden sólo a la verdadera poesía que nada
tiene que ver con el conocido fabricante de versos a quien en el lenguaje
convencional de la sociedad se designa habitualmente como poeta. Este curioso
personaje vacío de sentido y de vida utiliza ciertas convenciones literarias
para organizar una sustancia que a veces tiene cierto interés decorativo, y que
como los bibelots y ornamentos de las mansiones acomodadas sirven de adorno en
las aburridas veladas convencionales de las distintas capas sociales. Utiliza
en esencia el lenguaje convencional.
Hay un signo evidente e inmediato que revela a la verdadera poesía. Ella
provoca instantáneamente la irritación y el encono de los mediocres,
mistificadores, vacíos e impotentes. En ese sentido la poesía se convierte en
la gran moralizadora, posee una violenta actividad agresiva frente a lo falso y
trivial por más disimuladamente que se presente. Estalla como una bomba
incendiaria cuando se pone en contacto con el lenguaje convencional.
La poesía por su íntima vinculación con lo estrictamente humano se encuentra en
el extremo opuesto de lo que se ha dado en llamar literatura, es decir, de todo
juego verbal intrascendente y decorativo, de todo acto de simulación de estados
de ánimo, de toda intención fríamente descriptiva. Con un discreto aparato
retórico, el literato puede realizar una obra aceptable, que no deje de ser un
juego y que no diga absolutamente nada. Utilizando las convenciones corrientes
encontrará una inmediata aceptación —ya que no compromete ninguna actitud
esencialmente humana— y permitirá a su aprovechado autor ocupar un lugar más o
menos destacado en la historia literaria. Lo que jamás ocupará será un lugar en
el espíritu del hombre.
Es del poeta la misión de llamar directamente al espíritu más allá de toda
literatura. Su voz abre la puerta de la comunicabilidad, derribando la muralla
de las convenciones. Y en el oscuro rincón a que ha quedado limitado lo
realmente humano sólo la poesía se atreve a aportar su esperanza de salvación,
su esperanza de integración final de lo humano en la vida.