Roberto Arlt
El amor brujo
La voluntad tarada
De allí que Balder oscilara
entre los excesos más opuestos con brevísimos intervalos de tiempo.
Una ansiedad permanente
solicitaba en él compañía femenina, que rechazaba casi inmeditamente de
obtenerla. Las mujeres le desilusionaban por la esterilidad mental de su
existencia. Donde se imaginaba un palacio descubría una choza.
De cada una que se acercaba,
pensaba impaciente:
—Es ésta. —Luego reconocía
que se había equivocado. La presentida era como las otras, y se apartaba de
ellas con agrios modales de defraudado.
Lo acosaba una incomodidad
permanente, cierto furor lento que inopinadamente estallaba en una avalancha de
groserías inconcebibles.
, pero después de la explosión de su hastío,
repleto de malevolencia, se apartaba de esas desdichadas, lívido de rencor,
como si ellas fueran responsables de la existencia de ese infierno en el que se
consumía sin posibilidad de salvarse.
Al aparecer Irene, su
corazón dio un salto tremendo. Creyó identificarla. Era , más cuando la jovencita
escapó a su voluntad, él se sumergió casi con naturalidad en la monotonía de su
vida gris.
Pasaban meses sin que la
imagen de la colegiada tocara la sensibilidad de Balder, luego un incidente la
despertaba flamante, tal cual la conociera en el primer minuto que ella lo
contempló absorta.
Reconstruía con alegría el
espectáculo de un encuentro inesperado. Conversarían interminablemente, le
narraría la odisea de su inercia. Irene le perdonaría sus ficciones, admitiría
realmente que él era un hombre que no mentía nunca. Estanislao, a su vez, le
confiaría que no se reprochaba las falsedades injertadas en su primera y
segunda carta, ya que eran para mayor gloria de ese amor que envasaba.
Cierto es que nadie miente
sin un objeto, mas es auténtico que Balder jamás mentía, ni para defender
intereses estimables.
La única mujer engañada de
continuo, respecto a su situación, fue Irene. Más que engaño, ello constituyó
una pérdida de memoria en cierto modo, tan densa y circunstancial, como en otra
dirección había sido permanente el olvido de la causa que aquella tarde lo
arrastrara preocupadísimo hasta el andén número uno de la estación Retiro.
Aunque Balder tenía por
hábito analizar cuanto suceso se ponía al alcance de su inteligencia, en el
caso de Irene una pasividad tortuosa, escondida, lo apartaba de inquirir qué
causas lo inhibían para acercarse a ella. Procedía como si le no investigar nada.
Estas inhibiciones de
voluntad no le pasaban desapercibidas. Comprendía que su actitud, dado el
interés que le inspiraba la jovencita, no era normal. Como si su mente
careciera de fortaleza para fijarse y ahondar los motivos de tales anomalías,
asumía procederes de criatura caprichosa. Se negaba a darse explicaciones a sí
mismo, de un hecho que habría de asombrar a los demás, de conocerlo.
Si insistimos en la pereza
de Balder es porque el cronista admira el oscuro mecanismo de lo que cree se
puede designar . Pero no nos anticipemos.
Objetivamente, la
conducta de Estanislao era más absurda que la de cualquiera que necesitando
imperiosamente una riqueza se niega a obtenerla en el momento que está al
alcance de sus manos.
Semejantes
algunas de voluntad y de lógica, revelan a veces el funcionamiento preventivo
de lo subconsciente, cuyos ojos invisibles han discernido la Verdad. Y sin
embargo, de primera impresión, nos sentimos inclinados a clasificar al
individuo como un demente y si extremamos indulgencia, como un desequilibrado.
No es posible
catalogarlo de otra manera, de acuerdo a los cánones de psicología
experimental.
Lo que trato de
demostrar, es que la psicología experimental se equivoca.
Existen en el
hombre o en su alma, quizás en el fondo de sus ojos, sentidos con un tal poder
de discernimiento, que frente a ellos, la lógica corriente, la psicología de
laboratorio, es más primitiva y grosera que el juego de un principiante de
quinta categoría de ajedrez comparado con el efectuado en el tablero por un
Alekine o un Tartakower.
Balder vivía sin
estímulos y rechazando obstinadamente aquel que podría nacerle de acercarse a
la joven distantísima. No sabía por qué, se le ocurría que Irene se entregaría
hasta convulsionarle la vida, si se atrevía a acercarse.
Parejo con tamaña
inercia repleta de expectativa, se desarrolló en él una idea fija:
—Algo
extraordinario tiene que ocurrir en mi vida.
Como si temiera
los efectos de lo deseado extraordinario, no sólo que no daba un paso para
obtenerlo, sino que hasta lo esquivaba.
Hubo semanas en
que se repitió todos los días:
—Sí, algo
extraordinario tiene que ocurrir en mi vida.
Por su parte,
Balder no trataba de acelerar el advenimiento del suceso extraordinario. Al
salir de la oficina se enquistaba en un café pensando que algún día...
Mueve a risa un
perezoso divagando de esa manera. Como todos los ineptos, era
extraordinariamente pagado de sí mismo. A los que tenían la curiosidad de
escucharlo los amenazaba con realizar planes estupendos:
En este país no
existían arquitectos. ¡Oh!, ya lo verían, cuando entrara en acción. Su proyecto
consistía en una red de rascacielos en forma de H, en cuyo tramo transversal se
pudiera colgar los rieles de un tranvía aéreo. Los ingenieros de Buenos Aires
eran unos bestias. Él estaba de acuerdo con Wright.
Había que
substituir las murallas de los altos edificios por finos muros de cobre,
aluminio o cristal. Y entonces, en vez de calcular estructuras de acero para
cargas de cinco mil toneladas, pesadas,
babilónicas, perfeccionaría el tipo de rascacielo aguja, fino,
espiritual, no cartaginés, como tendenciaban los arquitectos de esta ciudad sin
personalidad.
Sus compañeros se
reían. ¿Cómo resolvería el problema del reflejo? Y si respondía que, de acuerdo
a los estudios de la óptica moderna, colorarían los cristales, de manera que
los edificios fueran pirámides cuya superficie reprodujera la escala cromática
del arco iris, las carcajadas menudeaban de tal manera, que indignado se
apartaba de ellos. Serían siempre los mismos rutinarios, útiles para cargar con
un teodolito y mensurar campos donde habrían de pastorear con el resto de
ganado. Carecían de imaginación, esterilizados por las matemáticas, únicamente
aspiraban a ganar dinero, u ocupar un cargo donde las actividades burocráticas
substituyeran la iniciativa técnica.
Se refugiaba en
su idea fija:
—Algo
extraordinario tiene que ocurrir en mi vida.
Como este
pensamiento lo repetía varias veces al día, se convirtió en una idea fija que
indirectamente excusaba su no acción.
¿En qué consistía
lo extraordinario para Balder? Dejar de ser lo que era. Para un vendedor de
periódicos, extraordinario sería arrojar los diarios en la acera, entrar al
Luna Park, subir al ring frente a una multitud de treinta mil personas y
ponerlo de un a Víctor Peralta en el
primer round. Lo extraordinario para Balder era despertar un día por efectos de
un choque externo, y encontrarse dueño de una voluntad que le permitiera
realizar sueños de vida heroica, sin vacilaciones. Deslumbrar a sus semejantes.
Ser dueño de una voluntad de acero.
No es menos
ilógico este deseo de un perezoso que la quimera del vendedor de diarios en
derrotarlo a Víctor Peralta por en el primer round.
Afirmo que para
satisfacer sus deseos, le hubiera vendido su alma al diablo.
Contrariamente a
lo que se puede suponer no era ni el primero ni el único hombre de esta
generación de escépticos deseoso de sellar un pacto con el demonio.
Posiblemente no
exista hombre inteligente que en cierta etapa de su vida, no haya deseado que
el diablo existiera, para estipular un contrato con él.
Pensamientos
semejantes, son sumamente familiares a individuos que, como Estanislao Balder,
se repiten dos mil veces al año, que tiene que acontecer en sus
vidas.
Claro está, que
todos, llegado el fatal momento, si el diablo se presentara, retrocederían
espantados. Otros quizá, los más audaces, le propusieran un equívoco trato , con el innegable propósito
de hacerle trampa en el momento de pagar. A este último grupo de jugadores
tramposos pertenecía Balder.
Seamos sensatos:
Balder no se representaba al demonio de acuerdo a la grotesca escatología
católica. No. El demonio constituía para él, la suma de una serie de fuerzas
oscuras, indefinibles, que de personalizarse revestirían la figura de un
financiero, cierto desalmado de rostro pálido y líneas largas, cuyo busto de
atleta, enfundado en un jacket con solapas de raso, aparece recuadrado por una
ventana metálica sobre un fondo enyesado de rascacielos superpuestos.
Estas potencias,
inteligencia, voluntad, se transmitían al contratante, y Balder no dudaba por
un instante de la existencia de dicha fuerza. La dificultad residía en
encontrar un secreto (que indudablemente existía) para ponerse en contacto con
ella. El hombre es capaz de inventar al diablo, si el diablo no existe.
Otras veces se
decía que lo más probable era que la Fuerza se encontrara soterrada en el
interior del hombre que la buscaba con afán, erróneamente, fuera de sí mismo.
Si así acontecía,
¿mediante qué procedimiento podía desprendérsela de su intrincado caracol interno,
ponerla en marcha, y recoger los prodigios que debía suscitar?
Estanislao
cavilaba trabajosamente sus hipótesis disparatadas. Existía un . Los que lo poseían,
sonriendo con suficiencia irónica negaban el más allá; otros movían la cabeza
como indicando que la moneda con que debía pagarse tal era sumamente ardua, y
Balder, después de acumular series de conjeturas, se abandonaba a la
indolencia, diciéndose confiado:
—De cualquier
manera algo extraordinario tiene que ocurrir en mi vida.
Pasaba el tiempo.
Apartándolo de sus problemas de técnica profesional, vivía sumergido en la
inactividad que le imponían sus sentidos incapaces.
Se decía que ; lo reveló ante ciertos
problemas, pero su apatía era mucho más fuerte que su voluntad de acción.
Los días se
deslizaban monótonos y grises, mientras que él con mirada tumefacta y envidiosa
observaba de lejos el camino de otros más fuertes.
Bien hubiera
querido realizarse, deslumbrar a sus prójimos, pero tamañas virtudes no se
obtienen con un simple deseo en un minuto de entusiasmo baladí. Desaparecido el
impulso primero que lo había levantado hasta la cresta de las nubes, se
acurrucaba en el fondo de esa neblina que velaba sus gestos con una
incertidumbre de afásico, cuyo mecanismo motriz se encuentra lesionado.
Se acostumbró a
vivir en las profundidades de la cavilación. Su obra de ayudante en oficinas
técnicas no le satisfacía. Él no había nacido para tan insignificantes
menesteres. Su destino era realizar creaciones magníficas, edificios
monumentales, obeliscos titánicos recorridos internamente de trenes eléctricos.
Transformaría la ciudad en un panorama de sueños de hadas con esqueletos de
metales duros y cristales policromos. Acumulaba cálculos y presupuestos, sus
delirios eran tanto más magníficos a medida que de menos fuerzas disponía para
realizarlos.
En tanto, el
fracaso de su existencia trascendía hasta a lo físico.
Su rostro
brillaba de grasitud cutánea. Estaba sumamente encorvado, el talle torcido, el
trasero pesado, la caja del pecho encogida, los brazos inertes, los movimientos
torpes.
A pesar de que no
tenía veintisiete años, gruesas arrugas comenzaron a diseñarse en su rostro. Al
caminar arrastraba los pies. Visto de atrás parecía jorobado, caminando de
frente dijérase que avanzaba sobre un plano ondulado, de tal manera se
cantoneaba por inercia. El pelo se escapaba por sus sienes hasta cubrirle las
orejas, vestía mal, siempre se le veía con la barba crecida y las uñas orladas
de tinta.
Además echaba
vientre.
Tal era su
estampa irrisoria de abúlico de café, que con expresión desganada de hombre
acabado, deja circular los días entre sus dedos amarillos de nicotina:
—¡Oh, si se
pudiera firmar un contrato con el diablo!
Y lo notable es
que hubiera suscripto el pacto con el demonio.
Es de creer por
momentos que este hombre atravesaba crisis de estupidez, empujado por la
desesperación.
Lo salvaba el
espíritu, perezoso frenesí sordo que urgía el milagro. En el fondo de la caverna
de carne, el alma de Balder solicitaba permanentemente el prodigio. Suponía a
los peores infernales más piadosos que los divinos, y en consecuencia apelaba a
ellos con devoción rayana en la locura.
Muchas veces, al
ir a acostarse, quedábase sentado a la orilla de la cama, miraba
melancólicamente sus pies callosos, e invocaba a las fuerzas del más allá para
que lo salvaran de la muerte.
—¡Oh, tú,
demonio, que fuiste fuerte y desafiaste a Dios!, ¿serás tan canalla que no
tengas piedad de mí? ¿Por qué no vienes? Yo no tengo inconveniente en firmarte
un contrato. Cierto es que muchos pretenderán hacer la misma operación contigo,
ya lo sé, pero ellos son inferiores a mí, y tú también lo sabes. Es necesario
que me salve, que me convierta en un héroe; en fin, esas cláusulas del contrato
nosotros las convendríamos después. Lo esencial es que vengas.
Ninguna voz
extrahumana respondía a la súplica de Balder, pero él, contra la lógica
materialista que nos dice y repite hasta la saciedad que nada desde el Más Allá
puede interceder en favor de nuestra penuria, creía que se salvaría.
Alguien, , lo salvaría. ¿De qué modo?
No podía preverlo. Pero cualquier día, una mano misteriosa entre los dos
horizontes crepusculares de la noche y el amanecer, le arrojaría el salvavidas.
Braceando desesperadamente llegaría a la otra orilla del mar sucio donde
flotaba en compañía de sus semejantes, encontraría un continente flamante; su
envoltura física, torcida y fatigada, se desprendería como la piel de una
serpiente, y él surgiría ante los seres humanos, ágil y espléndido, más fuerte
que un dios creador.
Se adormecía con
ligera sonrisa. A través de los párpados cerrados, percibía en la distancia la
figura de la jovencita. Luego, sobre telones de oscuridad, ángulos de
rascacielos y obeliscos, él cruzaba bajo cables de trenes aéreos, un estrépito
espantoso se amontonaba en sus oídos, y necesitaba hacer un esfuerzo para no
saltar de la cama y gritar en la desolación del cuarto, frente a su esposa que
estaba adormecida en otra cama:
—Soy un dios que
cruza anónimo por la tierra.
Transcurrían los
meses.
A intervalos tuvo
relaciones con mujeres.
Se desengañaba en
juegos fáciles e indiferentes. Ellas no lo satisfacían, y Balder tampoco
demostraba aptitudes para resultarles agradable.
Se acostaba con ellas con la misma facilidad
que concurría al café a conversar con amigos que no estimaba, mas
indispensables por la fuerza de la costumbre.
Sobrellevaba la
monotonía de su vida con resignación de cadáver.
En ciertas
circunstancias, se esforzaba por descubrir los aspectos interesados de la
personalidad de sus amigas, luego, decepcionado de la vaciedad que revelaban,
abandonada todo buen propósito y su conducta era lisa y llanamente la de un
desvergonzado, a quien se le importa un comino lo que la gente opine de él.
Incluso
experimentaba determinada alegría malévola en jugarle malas pasadas a sus
compañeras de reservados. Ellas adolecían de la misma facilidad que él, para
proporcionarse relaciones que con fantástica inconsciencia llamaban .
Junto a su esposa
se aburría. Admitía de buen grado que posiblemente se hastiara junto a otra
mujer, si por una serie de obligaciones contraídas se viera obligado a
convivir.
Analizaba a su
mujer y la encontraba semejante a las esposas de sus amigos. Todas ofrecían
características semejantes. Eran singularmente amargadas, ambiciosas,
vanidosas, rigurosamente honestas, y con un orgullo inmenso de tal honestidad.
A veces se le antojaba que este orgullo estaba en razón inversa del reprimido
deseo de dejar de ser honestas. Lo más notable del caso es que si alguna de
estas mujeres honestas, para singularizarse hubiera dejado de serlo, con
semejante actitud no habría agregado ningún encanto a su personalidad. Habían
nacido para enfundarse en un camisón que les llegaba a lo talones y hacerse la
señal de la cruz antes de dormirse. Pavoneaban una estructura mental modelada
en todas las restricciones que la hipocresía del régimen burgués impone a sus
desdichadas servidoras.
, se decía a veces Balder.
Su esposa, como
otros tantos de cientos de esposas anónimas, era una excelente dueña de casa,
pero él no era hombre de regodearse en el espectáculo de un piso bien encerado,
o en la pantalla calcada en la matriz de
una hoja arrancada de la revista Para Ti o
El Hogar.
Su mujer bordaba
excelentemente, cocinaba muy bien, hacía un poco de ruido en el piano, mas estas
virtudes domésticas no alteraban el punto de vista de Balder, irónico e
indiferente.
¿Qué relaciones
existían entre un piso encerado o una albóndiga a punto, y la felicidad?
Las mujeres de
sus amigos eran más o menos semejantes a su esposa, lo cual no impedía que
tarde o temprano un colega de Balder, se le acercara diciéndole:
—¿Sabés?, me
estoy enamorando de mi querida.
Estanislao los
examinaba con cierta envidia. Se acordaba del pelirrojo Günter. Iba un cuarto
de hora antes a la alcoba donde tenía que reunirse con su amante. Y
desparramaba entre las sábanas tallos de nardos. Y Balder sonriendo
malévolamente le decía:
—¿Y en la cama de
tu esposa no desparramas nardos?
¿Y Gonzalo
Sacerdote? Cuando hablaba de tartamudeaba de felicidad,
se recogía en una especie de silencio interminable. No había uno de ellos que
en ciertas circunstancias se recatara de confidenciar intimidades que un
temperamento delicado hubiera mantenido en el más escrupuloso secreto.
Con cierto horror
se preguntaba Balder:
—¿Pero qué vida
viven estos hombres? ¿Son hipócritas o sensuales? ¿O es que existe el mundo de
que ellos alardean?
No eran ni lo uno
ni lo otro. Después de espiarlos meses, de observarlos continuamente, llegaba a
la conclusión de que sus actos eran perfectamente lógicos, explicables:
No podían vivir
sin ilusiones.
Se casaron
jóvenes, y pronto las ilusiones desaparecieron. Casi todos ellos tenían una
base moral que les impedía abandonar a su esposa para seguir a la que amaban.
Así creía Balder al principio. Luego constató que tal base moral no existía.
Ellos sabían que de abandonar a su esposa para convivir con la amante, hubieran
terminado por hastiarse junto a ésta como ahora se hartaban de monotonía junto
a la esposa.
Incluso en
algunos de ellos identificaba el embrión de un drama futuro. Y como no podía
menos de analizar, llegaba entonces a la desoladora conclusión de que ninguna
de esas mujeres era responsable del hastío de su marido, de la desolación
arenosa de la vida de hogar. No. Ellas, en el fondo, eran tan desdichadas como
sus esposos. Vivían casi herméticamente enclaustradas en su vida interior a la
cual el esposo entraba por excepción.
Esas mujeres
honestas (sin dejar de serlo prácticamente) tenían curiosidades sexuales,
hambre de aventuras, sed de amor. Llegado el momento, por excepción, sólo una
que otra se hubiera apartado de la línea recta.
La conciencia de
ellas estaba estructurada por la sociedad que las había deformado en la
escuela, y como las hormigas o las abejas que no se niegan al sacrificio más
terrible, satisfacían las exigencias del espíritu grupal. Pertenecían a la
generación del año 1900.
Para substituir
la ausencia de vida espiritual (el religiosismo en su forma de culto es
olvidado por las mujeres en cuanto éstas se casan) iban al cine. Leían escasas
novelas fáciles, más se interesaban por las intrigas de actrices de la
pantalla, y cavilaban sus escándalos y los de sus galanes cuyos adulterios
ofrecían a estas imaginaciones reducidas pero hambrientas, un mundo extraordinario.
Allí no podían entrar los esposos, como en el mundo de la curiosidad femenina
tampoco encontraban paso estos hombres cuando estaban de novios.
Vivían en
monotonía, de la misma manera que sus maridos. La diferencia consistía en que
ellas no disfrutaban de ningún derecho.
Encadenadas por
escrúpulos que la seducción burguesa les había incrustado en el entendimiento,
lo soñaban todo, sin ser capaces, por pusilanimidad, de tomar nada. Y de hacer
algo, como ponían ilusión, ejecutaban sus actos con esa efusiva torpeza que
caracteriza la falta de en el pecado.
Balder analizaba los
problemas que se ofrecían a sus ojos, buscando características de su
personalidad a través de ellos.
¿Era un monstruo? ¿Era un
sensual?
No amaba a ninguna de sus
amantes, y alguna de ellas eran extraordinariamente lindas. Cuando recordaba se
encogía de hombros. No animado por orgullo de conquistador fatigado, sino
porque comprendía la inutilidad del placer sexual si no se desarrollaba acompañado
de amor.
Casi todas esas muchachas
(sus amigas) pertenecían al grado inmediato que antecede a la mediana
burguesía. Hijas de empleados o comerciantes. Tenían hermanos y novios
empleados o comerciantes. Ocupaban por sistema casas cuya fachada se podía
confundir con el frente de viviendas ocupadas por familias de la mediana
burguesía. No frecuentaban almacén, feria ni carnicería, porque ello hubiera
sido en desmedro de su categoría. A la calle salían vestidas correctamente. En
ciertas circunstancias, un portero no habría podido individualizar a la
semiburguesa de la aristócrata, como era establecer las diferentes fachadas de
las casas ocupadas por esta gente.
La finalidad de estas
jóvenes era casarse. La finalidad de sus hermanos o novios era engañar mujeres,
y casarse luego ventajosamente. El matrimonio constituía el punto final de
estos machos y de estas hembras. Un claro anormal en la gruesa corriente de pensamiento
era casarse por amor. Frecuentemente confundían la pasión amorosa con un blando
sentimiento de afecto, que le permitía ser dueñas de sí mismas, en todas las
circunstancias, y calcular las ventajas económicas que implicaba el cambio de
posición. Ellos no. Se casaban .
Las que perdían
notoriamente la virginidad antes de casarse eran, para todas aquellas otras
mujeres que llegaban vírgenes al matrimonio, unas . Si estas perdidas
conseguían casarse, la gente no tenía inconveniente en tratarlas, restituirles
su afecto e intimar con ellas. A las mujeres honestas les agrada escarbar en
los recuerdos de estas otras. Curiosidad que se justifica.
Cuando uno de
dichos tipos de jovencita porteña (constituyen el noventa por ciento de la
población femenina), se encontraba frente a Balder, lo repudiaba de inmediato o
se convertía en una amiga. Balder no era como los otros hombres. Podían
conversar de las penurias de su alma, sin que los ojos se le inflamaran de
llamaradas de lujuria.
Balder compadecía
irónicamente a esas muchachas hipócritas, le admiraban y aterrorizaban los
simulacros de pasión que tenían que efectuar junto a un imbécil, la gama de
aburrimientos que soportaban con la esperanza de libertarse de la tutela
familiar en el Registro Civil.
Algunas de estas
desgraciadas a los veintisiete años estaban aún en la masturbación y la
mentira, otras, más jóvenes, le hacían preguntas que lo divertían
extraordinariamente:
—»¿Cómo eran los
prostíbulos?»
—»¿Sentían
felicidad esas mujeres de llevar una vida semejante?»
—¿Eran felices los hombres
con ellas? ¿Tenían modales refinados?»
¿»Sus hermanos, cuando de
noche faltaban a sus casas, venían de tales parajes?»
—»¿Cómo se las componían
esas mujeres para evitar los hijos?»
Algunas lamentábanse de no
haber nacido hombres, para correr aventuras. Balder, encogiéndose de hombros,
hacía comentarios duros: , y la conversación súbitamente se interrumpía al
chocar con el silencio de esas muchachas que permanecían pensativas mirando el
espacio. Algunas caras graves, semblantes serios de atención, lo enternecían;
entonces, para romper la tensión interior de esas almas entristecidas, les daba
un papirotazo en la punta de la nariz preguntándoles irónicamente:
—¿Por qué no conversan de
esos asuntos con sus novios?
Las jóvenes se tomaban la
cabeza entre las manos y cuchicheaban, mirándose escandalizadas:
¿Preguntarles semejantes
barbaridades a sus novios? ¿Estaba loco Balder? Era imposible, ellos hubieran
pensado terriblemente mal, confundiéndolas con unas locas o, en caso contrario,
tratarían de sacar provecho en una dirección sexual.
No, no y no. Los novios
estaban colocados en un especialísimo estado mental. Su trato requería
determinadas precauciones, cierta técnica y : a un futuro esposo no se
le manifestaban curiosidades que su estupidez puede considerar como síntomas de
tendencias peligrosas.
—¿Y qué conversan ustedes
entonces? —les preguntaba Balder perplejo, y ellas haciendo un gesto
displicente que podía expresar , contestaban:
—¿Y de qué quiere que
conversemos? De tonterías.
Por tonterías entendían al
apapanatado merengue del tema amoroso, el silencio de los que nada tienen que
decirse, los convencionales:
Balder se horrioizaba diez
minutos, recordaba las conversaciones mantenidas con su esposa y reconocía que
eran más o menos idénticas en estupidez a estas otras que le asombraban.
Callaba preocupado.
—¿Qué piensa usted, Balder?
—¿Qué quiere que piense? Me
parece que todos somos unos hipócritas.
—Sin embargo no se puede
vivir de otra manera.
Balder recapacitaba:
—Sí, se puede vivir. Lo que
hay es que somos unos farsantes sin coraje.
—¿Qué debe hacerse?...
—¿Qué debe hacerse?... ¿qué
debe hacerse?... lo grave es que mirando en redor no se descubre nada más que
mentiras, y la gente se habituó de tal modo a ellas, que cualquier verdad,
incluso la más inocente y accesible, les parece una injuria a las buenas
costumbres.
Otras veces se preguntaba:
—¿Hasta qué punto estos
hipócritas aparentan ignorar la verdad para tener pretextos de vivir como
perfectos fariseos? ¿Será posible que sostengan a los extremos que lo hacen, su
comedia?
Llegaba inevitablemente a
una fatal conclusión:
—El hogar es una mentira.
Existe nada más que de nombre. Substancialmente, lo que se define por hogar, es
una pocilga, en la cual un macho, respetablemente denominado esposo, practica
los vicios más atroces sin que una hembra, su respetable esposa, se de por
enterada. Pero, ¿y los vicios existían? ¿Qué hogares podían ser aquéllos, donde
tres vidas, padre, madre e hijo, con prescindencia del sexo, vivían
internamente separados por el desnivel de sus experiencias?
La experiencia del padre era
distinta a la de a madre. Y la del hijo, referida a estas otras dos
experiencias, no guardaba ninguna simetría. Padre, madre, hijo, cada uno giraba
vitales intereses distintos, con razones comunes de afecto a la cohesión.
Frecuentemente, las razones consistían en disciplina, desconocimiento y temor
al mundo, sensibilidad pareja, semejanzas psíquicas. Lo evidente es que los
dedos de un cuerpo joven y las restricciones morales impuestas por vidas ya
agotadas, creaban en el rincón de basura invisibles círculos de aislamiento.
Bajo apariencia de comunión cotidiana, comunión de palabras o gestos, existían
murallas y fronteras, parecidísimas a las que se interponen entre dos hombres
que hallan idiomas distintos.
Dicho aislamiento, no tan
sólo dislocaba de la comprensión a padres y a hijos, sino que apartaba también
a los esposos. Cuando creían intimar, era porque conectaban bajezas análogas,
superficialidades recíprocas. Sus entendimientos se tocaban en la tintorería.
Si Balder oía decir que un
matrimonio , conjeturaba:
—¿Qué porquerías afines
habrá entre esos dos cerdos?
Había descubierto
singularidades curiosas, probablemente tan antiguas como la sociedad del
hombre, y por ello, sin valor alguno:
Cuando más groseros, más
inmediatos, más egoístas eran los deseos de un hombre o de una mujer, más
fácilmente se conllevaban.
A un lacayo y a una mucama,
o a un repartidor de leche y una cocinera, les resultaba menos difícil
constituir un hogar socialmente respetable, que a una chiquilla respaldada por
el petulante decoro de su familia burguesa y un infeliz cuyo ideal arrancaba de
una base burocrática.
El lacayo o el repartidor de
leche se habían confeccionado dos o tres ideas concretas respecto a la vida,
así también la mucama y la cocinera, que con las dos o tres ideas maniobraban
con éxito en la vida. En cambio los retoños de nuestra burguesía ríspida vivían
en disconformidad. No sabían lo que ansiaban ni hacia dónde iban. Accidente que
no le ocurría a la mucama ni al cocinero. Deseaban acumular dinero, y si venían
hijos, éstos, en vez de desjarretarse en trabajos duros, que ingresaran a robar
a la clase media, con el pasaporte de un título universitario.
Dicha etapa de civilización
argentina, comprendida entre el año 1900 y 1930, presenta fenómenos curiosos.
Las hijas de tenderos estudian literatura futurista en el Facultad de Filosofía
y Letras, se avergüenzan de la roña de sus padres y por la mañana regañan a la
criada si en la cuenta del almacén descubren diferencia de centavos.
Constatamos así la aparición de una democracia (aparentemente muy brillante)
que ha heredado íntegramente las raídas mezquindades del destripaterrones o
criado tipo y que en su primera y segunda generación, ofrece los subtipos de
los hombres de treinta años presentes: individuos insaciados, groseros, torpes,
envidiosos y ansiosos de apurar los placeres que barruntan gozan los ricos.
Reconsiderando el fenómeno,
Balder quedaba perplejo. Un terrible mecanismo estaba en marcha, sus engranajes
se multiplicaban. Hombres y mujeres constituían hogares basados en mentiras
permanentes. Simultáneamente con ello alardeaban tal afán de encumbramiento
fácil, que a instantes el observador sentía tentaciones de colocar los orígenes
de semejante delirio en la estructura de la industria cinematográfica norteamericana,
confeccionada especialmente para satisfacer las exigencias primitivas de estos
países rurales.
El cine, deliberadamente
ñoño con los argumentos de sus películas, y depravado hasta fomentar la
masturbación de ambos sexos, dos contradicciones hábilmente dosificadas,
planteaba como única finalidad de la existencia y cúspide de suma felicidad, el
automóvil americano, la cancha de tennis americana, una radio con mueble
americano, y un chalet standard americano, con heladera eléctrica también
americana. De manera que cualquier mecanógrafa, en vez de pensar en agremiarse
para defender sus derechos, pensaba en engatusar con artes de vampiresa a un
cretino adinerado que la pavoneara en una voiturette. No concebían el derecho
social, se prostituían en cierta medida, y en determinados casos asombraban a
sus gerentes de lujo que gastaban, incompatible con el escaso sueldo ganado.
Los muchachos no eran menos
estúpidos que estas hembras.
Se trajeaban y dejaban
bigotillo, plagiando escrupulosamente las modas de dos o tres eximios
pederastas de la pantalla, a quienes las chicas del continente africano y
sudamericano enviaban profusas declaraciones.
Un día cualquiera, estas
muchachas manoseadas en interminables sesiones de cine, masturbadas por sí
mismas y los distintos novios que tuvieron, con un imbécil. Éste a su
vez había engañado, manoseado y masturbado a distintas jovencitas, idénticas a
la que ahora se casaba con él.
De hecho estas , que emporcaran de líquidos
seminales las butacas de los cines de toda la ciudad, se convertían en señoras
respetables, y también de hecho, estos cretinos trasmutábanse en graves
señores, que disertaban sobre .
El matrimonio ocupaba una
casita o un departamento nuevo anunciado en la plana de avisos de los
periódicos . A los nueve meses la señora daba a luz un
cachito de carne flamante que la del pasquín local anunciaba
como un acontecimiento, un mes después, un sacerdote granuja, cara de culo y
ojos de verraco bautizaba la criatura, y la función reproductora de estas
hembras cesaba casi por completo, substituida por abortos más o menos
trimestrales.
Los sábados, dichos
matrimonios descoloridos (desteñidos hasta en los trajes que compraban por
cuotas mensuales) se enquistaban en el cine y el domingo paseaban en alguna
granja de suburbio verde. Durante la semana el individuo concurría ocho horas a
su oficina, y cada luna nueva le preguntaba a su esposa, entre bascas y
trasudores:
—¿Te ha venido el mes?
Estas vidas mezquinas y
sombrías manoteaban permanentemente en el légamo de una oscuridad mediocre y
horrible. Por inexplicable contradicción nuestros criados de cuello duro eran
patrioteros, admiradores del ejército y sus charrascas, aprobaban la riqueza y
astucia de los patronos que los explotaban, y se envanecían del poderío de las
compañías anónimas que en substitución del aguinaldo, les giraban una circular:
el remoto Directorio de Londres, Nueva York o Amsterdam .
Sociedad, escuelas, servicio
militar, oficinas, periódicos y cinematógrafo, política y hembras, modelaban
así un tipo de hombre de clase media, alcahuete, desalmado, ávido de pequeñas
fortunas porque sabía que las grandes eran inaccesibles, especie de perro de
presa que hacía deportes una vez por semana, y que afiliado a cualquier centro
conservador, con presidencia de un generalito retirado, despotricaba contra los
comunistas y la Rusia de los soviets.
La psicología de estos
tipos, primaria y malvada, se estropajaba a través del tiempo. Más tarde unos,
más temprano otros, terminaban por refugiarse en el islote de una amante, cuya
fotografía mostraban en el comienzo de sus relaciones a sus camaradas, entre
cuchicheos obscenos. Y conste que los que se echaban una amante eran los más
inteligentes del grupo. La morralla frecuentaba el lenocinio, casi siempre la
misma prostituta, cuyas especialidades ensalzaban, hasta terminar por confundir
las aptitudes profesionales de la meretriz con la conducta pasional de una
querida.
A veces estas relaciones
terminaban en un drama sangriento, que los diarios de la tarde explotaban tres
días seguidos. Al cuarto día, un nuevo crimen llegaba con su repuesto fresco a
substituir el delito agotado.
Balder iba y venía por la
ciudad remordiendo el conjunto de síntomas. La urgencia carnal de los machos se
contraequilibraba con la contención hipócrita de las hembras, y a instantes,
como en el desbarajuste de un naufragio, todos trataban de salvarse, recurriendo
para ello a las mentiras más absurdas y torpes.
A veces Balder conversaba
con conocidos a quienes hacía mucho tiempo perdiera de vista. Ellos se habían
casado. Por supuesto, con mujeres que querían, pero a quienes ahora no debían
querer sino muy relativamente. No eran felices. Algo se dilucidaba allá en el
fondo que transparentaba el vericueto de sus confidencias. Estanislao se
aterrorizaba ante la invisible catástrofe que representaban estos derrotados.
No se ilusionaban ante ningún suceso del mundo. (El mundo de ellos había
naufragado en el lecho conyugal por la noche y en menesteres oficinescos
durante el día.) Se encogían de hombros ante las mismas palabras que cuando
adolescentes los encabritaban. El máximum de ambición que descubrían, era
parangonable con el de un aventurero. Dar un golpe de suerte o de azar para
enriquecerse y . Respetaban y odiaban a sus jefes, admiraban
incondicionalmente a los pilletes audaces que se imponían en la ciudad con su
trabajo de extorsión y eran sumamente amargos, escépticos, burlones y joviales.
No creían en la felicidad. De más está decir que una esperanza posiblemente
hubiera transformado a estas almas, pero la esperanza requiere cierta amplitud
de sentimientos, incompatible con la total aceptación del fracaso que
revelaban. Además, para tener esperanzas es necesario llevar en el interior
cierta fuerza espiritual de la que carecían.
Balder a veces admitía que
era un derrotado. Un descorazonamiento inmenso lo imposibilitaba para la acción
durante algunos días, luego reaccionando se decía que en alguna parte se
encontraba la mujer que debía injertar en su vida nuevas esperanzas y energías,
y confortado por la tibia certidumbre dejaba pasar los días.
No tenía prisa, sus
ilusiones eran cortas. Si luego se examina el proceso amoroso que se
desenvolvió en su vida, se verá cuán exacta es tal afirmación. Balder no tenía
prisa, como tampoco la tenían sus compañeros. Vivían porque el azar los había
colocado en el planeta Tierra. Con gesto perezoso recogían lo que estaba al
alcance de sus manos, y siempre que el esfuerzo no exigiera un derroche de
energía.
En síntesis, Balder era uno
de los tantos tipos que denominamos . Haragán, escéptico,
triste...
Los días volteaban sobre él,
su taciturnidad aumentaba. Una vez, habían pasado muchos meses, recordó que el
Carnaval estaba próximo, evocó su pasividad durante las anteriores
carnestolendas, se prometió nuevamente, con rigurosas penas en caso de no cumplir,
que iría al Tigre, aguardó dos meses ansiosamente... se repitieron las
mascaras... él se arrinconó junto a una mesa de café, mirando pasar la gente
con desaboridamiento, y por segunda vez transcurrió la primera, segunda, cuarta
y quinta noches de corso, sin que se moviera de allí para ir al Tigre. No se
daba cuenta que el desgano y la pereza lo estaban defendiendo de un
acontecimiento decisivo en su existencia.
Pensó con tristeza que su
voluntad había desaparecido para siempre. Irene continuaba viviendo en su
imaginación. Despojada de toda apariencia terrestre, se manifestaba en el fondo
de su pecho por una dulzura queda, semejante al debilísimo perfume de ciertas
flores muertas.