INVOCACIONES
1935
A UN MUCHACHO ANDALUZTe hubiera dado el mundo,
Muchacho que surgiste
Al caer de la luz por tu Conquero,
Tras la colina ocre,
Entre pinos antiguos de perenne alegría.
¿Eras emanación del mar cercano?
Eras el mar aún más
Que las aguas henchidas con su aliento,
Encauzadas en río sobre tu tierra abierta,
Bajo el inmenso cielo con nubes que se orlaban
de rotos resplandores.
Eras el mar aún más
Tras de las pobres telas que ocultaban tu cuerpo;
Eras forma primera,
Eras fuerza inconsciente de su propia hermosura.
Y tus labios, de fulmíneo bisel,
Eran la vida misma,
Como una ardiente flor
Nutrida con la savia
De aquella piel oscura
Que infiltraba nocturno escalofrío.
Si el amor fuera un ala…
La incierta hora con nubes desgarradas,
El río oscuro y ciego bajo la extraña brisa,
La rojiza colina con sus pinos cargados de secretos,
Te enviaban a mí, a mi afán ya caído,
Como verdad tangible.
Expresión armoniosa de aquel mismo paraje,
Entre los ateridos fantasmas que habitan nuestro
mundo,
Eras tú una verdad,
Sola verdad que busco,
Más que verdad de amor verdad de vida;
Y olvidando que sombra y pena acechan de
continuo
Esa cúspide virgen de la luz y la dicha,
Quise por un momento fijar tu curso ineluctable.
Creí en ti, muchachillo.
Cuando el mar evidente,
Con el irrefutable sol de mediodía,
Suspendía mi cuerpo
En esa abdicación del hombre ante su dios,
Un resto de memoria
Levantaba tu imagen como recuerdo único.
Y entonces,
Con sus luces el violento Atlántico,
Tantas dunas profusas, tu Conquero nativo,
Estaban en mí mismo dichos en tu figura,
Divina ya para mi afán con ellos,
Porque nunca he querido dioses crucificados,
Tristes dioses que insultan
Esa tierra ardorosa que te hizo y deshace.
SOLILOQUIO DEL FARERO
Corno llenarte, soledad,
Sino contigo misma. . .
De niño, entre las pobres guaridas de la tierra,
Quieto en ángulo oscuro,
Buscaba en ti, encendida guirnalda,
Mis auroras futuras y furtivos nocturnos,
Y en ti los vislumbraba,
Naturales y exactos, también libres y fieles
A semejanza mía,
A semejanza tuya, eterna soledad.
Me perdí luego por la tierra injusta
Como quien busca amigos o ignorados amantes;
Diverso con el mundo,
Fuí luz serena y anhelo desbocado,
Y en la lluvia sombría o en el sol evidente
Quería una verdad que a ti te traicionase,
Olvidando en mi afán
Cómo las alas fugitivas su propia nube crean.
Y al velarse a mis ojos
Con nubes sobre nubes de otoño desbordado
La luz de aquellos días en ti misma entrevistos,
Te negé por bien poco;
Por menudos amores ni ciertos ni fingidos,
Por quietas amistades de sillón y de gesto,
Por un nombre de reducida cola en un mundo
fantasma,
Por los viejos placeres prohibidos
Como los permitidos nauseabundos,
Útiles solamente para el elegante salón susurrado,
En bocas de mentira y palabras de hielo.
Por ti me encuentro ahora el eco de la antigua
persona
Que yo fuí,
Que yo mismo manché con aquellas juveniles
traiciones;
Por ti me encuentro ahora, constelados hallazgos
Limpios de otro deseo,
El sol, mi dios, la noche rumorosa,
La lluvia, intimidad de siempre,
El bosque y su alentar pagano,
El mar, el mar como su nombre hermoso;
Y sobre todos ellos,
Cuerpo oscuro y esbelto,
Te encuentro a tí, tú, soledad tan mía,
Y tú me das fuerza y debilidad
Como al ave cansada los brazos de la piedra.
Acodado al balcón miro insaciable el oleaje,
Oigo sus oscuras imprecaciones,
Contemplo sus blancas caricias;
Y erguido desde cuna vigilante
Soy en la noche un diamante que gira advirtiendo
a los hombres,
Por quienes vivo, aun cuando no los vea;
Y así, lejos de ellos,
Ya olvidados sus nombres, los amo en muchedumbres,
Roncas y violentas como el mar, mi morada,
Puras ante la espera de una revolución ardiente
O rendidas y dóciles, como el mar sabe serlo
Cuando toca la hora de reposo que su fuerza
conquista.
Tú, verdad solitaria,
Transparente pasión, mi soledad de siempre,
Eres inmenso abrazo;
El sol, el mar,
La oscuridad, la estepa,
El hombre y su deseo,
La airada muchedumbre,
¿Qué son sino tú misma?
Por tí, mi soledad, los busqué un día;
En ti, mi soledad, los amo ahora.
EL VIENTO DE SEPTIEMBRE
ENTRE LOS CHOPOS
Por este clima lúcido,
Furor estival muerto,
Mi vano afán persigue
Un algo entre los bosques.
Un no sé qué, una sombra,
Cuerpo de mi deseo,
Arbórea dicha acaso
Junto a un río tranquilo.
Pero escucho; resuena
Por el aire delgado,
Estelar melodía,
Un eco entre los chopos.
Oigo caricias leves,
Oigo besos más leves;
Por allá baten alas,
Por allá van secretos.
No, vosotros no sois,
Arroyos taciturnos,
Frágiles amoríos
Como de sombra humana.
No, clara. juventud,
No juguéis mi destino;
No busco vuestra gracia
Ni esa breve sonrisa.
Corre allí, entre las cañas,
Delirante armonía;
Canta una voz, cantando
Como yo mismo, lejos.
Hundo mi cabellera,
Busco labios, miradas,
Tras las inquietas hojas
De estos cuerpos esbeltos.
Ávido aspiro sombra;
Oigo un afán tan mío…
Canta, deseo, canta
La canelón de mi dicha.
Altas sombras mortales:
Vida, afán, canto, cedo.
Quiero anegar mi espíritu
Hecho gloria amarilla.
NO ES NADA, ES UN SUSPIRO
No es nada, es un suspiro,
Pero nunca sació nadie esa nada
Ni nadie supo nunca de qué alta roca nace.
Ni puedes tú saberlo, tú que eres
Nuestro afán, nuestro amor,
Nuestra angustia de hombres;
Palabra que creamos
En horas de dolor solitario.
Un suspiro no es nada,
Como tampoco es nada
El viento entre los chopos,
La bruma sobre el mar
O ese impulso que guía
Un cuerpo hacia otro cuerpo.
Nada mi fe, mi llama,
Ni este vivir oscuro que la lleva;
Su latido o su ardor
No son sino un suspiro,
Aire triste o risueño
Con el viento que escapa.
Sombra, si tú lo sabes, dime;
Deja el hondo fluir
Libre sobre su margen invisible,
Acuérdate del hombre que suspira
Antes de que la luz vele su muerte,
Vuelto él también latir de aire,
Suspiro entre tus manos poderosas
POR UNOS TULIPANES AMARILLOS
Tragando sueño tras un vidrio impalpable,
Entre las dobles fauces,
Tuyas, pereza, de ti también, costumbre,
Vivía en un país del claro sur
Cuando a mí vino, alegre mensaje de algún
dios,
No sé qué aroma joven,
Hálito henchido de tibieza prematura.
No se advertía el eco de un remoto clima celeste
En la figura del etéreo visitante,
Veíamos tan sólo
Una luz virgen, pétalo voluptuoso toda ella,
Que ondulaba en sus manos bajo la sonrisa insegura
Como si temiera a la tierra.
Con gesto enamorado
Me adelantó los tiernos fulgores vegetales,
Sosteniendo su goteante claridad,
Forma llena de seducción terrestre,
En unos densos tulipanes amarillos
Erguidos como dichas entre verdes espadas.
Por un aletear de labio a labio
Sellé el pacto, unidos el cielo con la tierra,
Y entonces la vida abrió los ojos sin malicia,
Con absorta delicadeza, como niño reciente.
Tendido en la yacija del mortal más sombrío
Tuve tus alas, rubio mensajero,
En transporte de ternura y rencor entremezclado;
Y mordí duramente la verdad del amor para
que no pasara
Y palpitara fija
En la memoria de alguien,
Amante, dios o la muerte en su día.
Arrastrado en la ráfaga,
Al cobrar pie entre los mirtos misteriosos
Que sustentan la tierra con su terco alimento
de sombras,
El claro visitante ya no estaba,
Sólo una ligera embriaguez por la casa vacía.
Aún allí, sobre el cristal acuoso,
Con esos bajos rayos que vierte un sol aterido,
Los tulipanes de bordes requemados
Dejaban escapar el terso espíritu.
Dura melancolía,
No en vano nos has criado con venenosa leche,
Siempre tu núcleo seco
Tropiezan nuestros dientes en la elástica carne
de la dicha,
Como semilla en la pulpa coloreada de algún
fruto.
¿Dónde ocultar mi vida como un remordimiento?
Tú, lluvia que entierras este día primero de la
ausencia,
Como si nada ni nadie hubiera de amar más,
Dame tierra, una llama, que traguen puramente
Esas flores borrosas,
Y con ellas
El peso de una dicha hurtada al rígido destino.
Demonio hermano mío, mi semejante,
Te vi palidecer colgado como la luna matinal,
Oculto en una nube por el cielo,
Entre las horribles montañas,
Con una llama a guisa de flor taras la menuda
oreja tentadora,
Blasfemando lleno de dicha ignorante,
Igual que un niño cuando entona su plegaria,
Y burlándote cruelmente al contemplar mi cansancio
de la tierra.
Mas no eres tú,
Amor mío hecho eternidad,
Quien deba reír de este sueño, de esta impotencia,
de esta caída,
Porque somos chispas de un mismo fuego
Y un mismo soplo nos lanzó sobre las ondas tenebrosas
De una extraña creación, donde los hombres
Se acaban como un fósforo al trepar los fatigosos
años de sus vidas.
Tu carne como la mía
Desea tras el agua y el sol el roce de la seda;
Nuestra palabra anhela
El muchacho semejante a una rama florida
Que pliega la gracia de su aroma y color en el
aire cálido de mayo;
Nuestros ojos el mar monótono y diverso,
Poblado por el grito de las aves grises en la tormenta,
Nuestra mano hermosos versos que arrojar al
desdén de los hombres.
Los hombres tú los conoces, hermano mío;
Mírales cómo enderezan su invisible corona
Mientras se borran en la sombra con su mujeres
al brazo,
Carga de suficiencia inconsciente,
Llevando a comedida distancia del pecho,
Como sacerdotes católicos la forma de su triste
dios,
Los hijos conseguidos en unos minutos que se
hurtaron al sueño
Para dedicarlos a la cohabitación, en la densa
tiniebla conyugal
De su cubiles, escalonados los unos sobre los
otros.
Mírales perdidos en la naturaleza,
Cómo enferman entre los graciosos castaños a
los taciturnos plátanos,
Cómo levantan con avaricia el mentón,
Sintiendo un miedo oscuro morderle los talones;
Mira cómo desertan de su trabajo el séptimo
día autorizado,
Mientras la caja, el mostrador, la clínica, el bufete,
el despacho oficial
Dejan pasar el aire con callado rumor por su
ámbito solitario.
Escúchales brotar interminables palabras
Aromatizadas de facilidad violenta,
Reclamando un abrigo para el niñito encadenado
bajo el sol divino
O una bebida tibia, que resguarde aterciopeladamente
El clima de su fauces,
A quienes dañaría la excesiva frialdad del agua
natural.
Oye sus marmóreos preceptos
Sobre lo útil, lo normal y lo hermoso;
Óyeles dictar la ley al mundo, acotar el amor,
dar canon a la belleza inexpresable,
Mientras deleitan sus sentidos con altavoces
delirantes;
Contempla sus extraños cerebros
Intentando levantar, hijo, a hijo, un complicado
edificio de arena
Que negase con torva frente lívida la refulgente
paz de las estrellas.
Esos son, hermano mío,
Los seres con quienes muero a solas,
Fantasmas que harán brotar un día
El solemne erudito, oráculo de estas palabras
mías ante alumnos extraños,
Obteniendo por ello renombre,
Más una pequeña casa de campo en la angustiosa
sierra inmediata a la capital;
En tanto tú, tras irisada niebla,
Acaricias los rizos de tu cabellera
Y contemplas con gesto distraído desde la altura
Esta sucia tierra donde el poeta se ahoga.
Sabes sin embargo que mi voz es la tuya,
Que mi amor es el tuyo;
Deja, oh, deja por una larga noche
Resbalar tu cálido cuerpo oscuro,
Ligero como un látigo,
Bajo el mío, momia de hastío sepulta en anónima
yacija,
Y que tus besos, ese venero inagotable,
Viertan en mí la fiebre de una pasión a muerte
entre los dos;
Porque me cansa la vana tarea de las palabras,
Como al niño las dulces piedrecillas
Que arroja a un lago, para ver estremecerse su
calma
Con el reflejo de una gran ala misteriosa.
Es hora ya, es más que tiempo
De que tus manos cedan a mi gloria
El flamígero puñal codiciado del poeta,
De que lo hundas, con sólo un golpe limpio,
En este pecho sonoro y vibrante, idéntico a un
laúd,
Donde la muerte únicamente,
La muerte únicamente,
Puede hacer resonar la melodía prometida.
DANS MA PENICHE
Quiero vivir cuando el amor muere;
Muere, muere pronto, amor mío.
Abre como una cola la victoria purpúrea del
deseo,
Aunque el amante se crea sepultado en un súbito
otoño,
Aunque grite:
Vivir así es cosa de muerte.
Pobres amantes,
Clamáis a fuerza de ser jóvenes;
Sea propicia la muerte al hombre a quien mordió
la vida,
Caiga su frente cansadamente entre las manos
Junto al fulgor redondo de una mesa con cualquier
triste libro;
Pero en vosotros aún va fresco y fragante
El leve perejil que adorna un día al vencedor
adolescente.
Dejad por demasiado cierta la perspectiva de
alguna nueva tumba solitaria,
Aún hay dichas, terribles dichas a conquistar bajo
la luz terrestre.
Ante vuestros ojos, amantes,
Cuando el amor muere,
La vida de la tierra y la vida del mar palidecen
juntamente;
El amor, cuna adorable para los deseos exaltados,
Los ha vuelto tan lánguidos como pasajeramente
suele hacerlo
El rasguear de una guitarra en el ocio marino
Y la luz del alcohol, aleonado como una cabe
llera;
Vuestra guarida melancólica se cubre de sombras
crepusculares;
Todo queda afanoso y callado.
Así suele quedar el pecho de los hombres
Cuando cesa el tierno borboteo de la melodía
confiada,
Y tras su delicia interrumpida
Un afán insistente puebla el nuevo silencio.
Pobres amantes,
¿De qué os sirvieron las infantiles arras que
cruzasteis,
Cartas, rizos de luz recién cortada, seda cobriza o
negra ala?
Los atardeceres de manos furtivas,
El trémulo palpitar, los labios que suspiran,
La adoración rendida a un leve sexo vanidoso,
Los ay mi vida y los ay muerte mía,
Todo, todo,
Amarillea y cae y huye con el aire que no vuelve.
Oh amantes,
Encadenados entre los manzanos del edén,
Cuando el amor muere,
Vuestra crueldad, vuestra piedad pierde su presa,
Y vuestros brazos caen como cataratas macilen
tas,
Vuestro pecho queda como roca sin ave,
Y en tanto despreciáis todo lo que no lleve un
velo funerario,
Fertilizáis con lágrimas la tumba de los sueños,
Dejando allí caer, ignorantes como niños,
La libertad, la perla de los días.
Pero tú y yo sabemos,
Río que bajo mi casa fugitiva deslizas tu vida
experta,
Que cuando el hombre no tiene ligados sus
miembros por las encantadoras mallas del amor,
Cuando el deseo es como una cálida azucena
Que se ofrece a todo cuerpo hermoso que fulja
a nuestro lado,
Cuánto vale una noche como ésta, indecisa entre
la primavera última y el estío primero,
Este instante en que oigo los leves chasquidos
del bosque nocturno,
Conforme conmigo mismo y con la indiferencia
de los otros,
Solo yo con mi vida,
Con mi parte en el mundo.
Jóvenes sátiros
Que vivís en la selva, labios risueños ante el
exangüe dios cristiano,
A quien el comerciante adora para mejor cobrar
su mercancía,
Pies de jóvenes sátiros,
Danzad más presto cuando el amante llora,
Mientras lanza su tierna endecha
De: Ah, cuando el amor muere.
Porque oscura y cruel la libertad entonces ha
nacido;
Vuestra descuidada alegría sabrá fortalecerla,
Y el deseo girará locamente en pos de los hermosos
cuerpos
Que vivifican el mundo un sólo instante.
EL JOVEN MARINO
El mar, y nada más.
Insaciable, insaciable.
Con pie desnudo ibas sobre la olvidadiza arena,
Dulcemente trastornado, tal el hombre cuando
un placer espera,
Tu cabello seguía la invocación frenética del
viento,
Todo tú vuelto apasionado albatros:
A quien su trágico desear brotaba en alas,
Al único maestro respondías:
El mar, única criatura
Que pudiera asumir tu vida poseyéndote.
Tuyo sólo en los ojos no te bastaba,
Ni en el ligero abrazo del nadador indiferente;
Lo querías aún más:
Sus infalibles labios transparentes contra los tuyos
ávidos,
Tu quebrada cintura contra el argénteo escudo
de su vientre,
Y la vida escapando,
Como sangre sin cárcel,
Desde el fatal olvido en que caías.
Ahí estás ya.
No puedes recordar,
Porque ahora tú mismo eres quieto recuerdo;
Y aquella remota belleza,
En tu cuerpo cifrada como feliz columna;
Hoy sólo alienta en mí,
En mí que la revivo bajo esta oscura forma,
Que cuando tú vivías
Sobre un ara invisible te adivinaba erguido.
No te bastaba
El sol de lengua ardiente sobre el negro diamante
de tu piel,
A lo largo de tantas lentas mañanas, ganadas
en ocio celeste,
Llenas de un áureo polen, igual que la corola
de alguna flor feliz,
De reposo divino, divina indiferencia;
Caído el cuerpo flexible y seguro, tal un arma
mortal,
Ante la gran criatura enigmática, el mar inexpresable,
Sin deseo ni pena, como un dios,
Que sin embargo hubiera conocido, a semejanza
del hombre,
Nuestros deseos estériles, nuestras penas perdidas.
Mira también hacia lo lejos
Aquellas oscuras tardes, cuándo severas nubes,
Denso enjambre de negras alas,
Silencio y zozobra vertían sobre el mar;
Y en tanto las gaviotas encarnaban la angustia
del aire invadido por la tormenta,
Recuérdale agitado, sacudiendo su entraña,
Como un demente que quisiera arrancar en la
luz
El núcleo secreto de su mal,
Torciendo en olas su pálido cuerpo
Su inagotable cuerpo dolido,
Trastornado ante tu amor, también.inagotable,
Sin que pudieras llevar sobre su frente atormentada
La concha protectora de una mano.
Las gracias vagabundas de abril
Abrieron sus menudas hojas sobre la arena perezosa;
Una juventud nueva corría por las venas de los
hombres invernales.
Escapaban timideces, escalofríos, pudores
Ante el puñal radiante del deseo,
Palabra ensordecedora para la criatura dolida
en cuerpo y espíritu
Por las terribles mordeduras del amor,
Porque el deseo se yergue sobre los despojos de
la tormenta
Cuando arde el sol en las playas del mundo.
Mas ¿qué importan a mi vida las playas del
mundo?
Es esta solamente quien clava mi memoria,
Porque en ella te vi cruzar, sombrío como una
negra aurora,
Arrastrando las alas de tu belleza
Sobre su dilatada curva, semejante a una pomposa
rama
Abierta bajo la luz,
Con su armadura de altas rocas
Caída hacia las dunas de adelfas y de palmas,
En un lánguido país del perezoso sur.
Aún ven mis ojos las salinas de sonrosadas aguas,
Los leves molinos de viento
Y aquellos menudos cuerpos oscuros,
Parsimoniosamente movibles,
Junto a los luminosos bueyes fulvos,
Transportando los lunáticos bloques de sal
Sobre las vagonetas, tristes como todo lo que
pertenece a los trabajos de la tierra,
Hasta las anchas barcas resbaladizas sobre el
pecho del mar.
Quién podría vivir en la tierra
Si no fuera por el mar. . .
Cuántas veces te vi,
Acariciados los ligeros tobillos por el ancho
círculo de tu pantalón marino,
El pecho y los hombros dilatados sobre la armoniosa
cintura,
Cubierto voluptuosamente de lana azul como
de yedra,
El desdén esculpido sobre los duros labios,
Anegarte frente al mar en una contemplación
Más honda que la del hombre frente al cuerpo
que ama.
Cambiantes sentimientos nos enlazan con este
o aquel cuerpo,
Y todos ellos no son sino sombras que velan
La forma suprema del amor,
que por sí mismo
late,
Ciego ante las mudanzas de los cuerpos.
Iluminado por el ardor de su propia llama invencible.
Yo te adoraba como cifra de todo cuerpo bello,
Sin velos que mudaran la recóndita imagen del
amor;
Más que al mismo amor, más, ¿me oyes?
Insaciable como tú mismo,
Inagotable como tú mismo;
Aun sabiendo que el mar era el único ser de la
creación digno de ti
Y tu cuerpo el único digno de su inhumana
soberbia.
Era el atardecer. Las aves del día
Huyeron ante el furtivo pensamiento de la
sombra.
Los hombres descansaban en sus cabañas,
Entre la mujer y los hijos,
Desnudos los pies bajo la luz funeral del acetileno;
Acechando el sueño de sus yacijas junto al mar;
Como si no pudieran dormir lejos de lo que
les hace vivir
Y de lo que les hace morir.
Un gran silencio, una gran calma
Daba con su presencia el mar;
Pero también latía por el aire adormecido y
fresco del letal anochecer
Un miedo oscuro
De no sabemos qué pálidos gigantes,
Dueños de grisáceas serpientes y negros hipocampos,
Abriendo las sombrías aguas,
En lucha sus miembros retorcidos con rebeldes
potencias animales del abismo.
Las barcas, como leves espectros,
Surgían lentamente desde la arena soñolienta
Sus voluptuosos cuerpos tibios,
Con la gracia animal que sabe volver los ojos
implorantes
Hacia las manos de su dueño, dispensadoras de
protección y de caricias,
Pensando tristemente que se alejan sin poder
retenerlas.
No a estas horas,
No a estas horas de tregua, cobarde,
Al amanecer es cuando debías ir hacia el mar,
joven marino,
Desnudo como una flor;
Y entonces es cuando debías amarle, cuando el
mar debía poseerte,
Cuerpo a cuerpo,
Hasta confundir su vida con la tuva
Y despertar en ti su inmenso amor
El breve espasmo de tu placer sometido,
Desposados el uno con el otro,
Vida con vida, muerte con muerte.
Y una vez, como rosa dejada,
Flotó tu cuerpo, apenas deformado por las nupciales
caricias del mar,
Más pálidos los labios, lo mismo que si hubieran
dado paso
A toda su pasión, el ave de la vida;
Igualmente bello así, joven marino,
Desgarradoramente triste con tu belleza inhabitada,
Como al tornasolar la vida tus miembros melodiosos.
Cambian las vidas, pero la muerte es única.
Aún oigo aquella voz exangüe, que en su vago
delirio
Llegó hasta mí, a través de las velas caídas en la
arena, como alas arrancadas;
Alguien que conocía tu ausencia, porque sus
ojos te vieron muerto, tal una rosa abandonada
sobre el mar,
Decía lentamente: Era más ligero que el agua.
Qué desiertos los hombres,
Cómo chocan sin verse unos a otros sus frentes
de vergüenza,
Y cuán dulce será rodar, igual que tú, del otro
lado, en el olvido.
Así tu muerte despierta en mí el deseo de la
muerte,
Como tu vida despertaba en mí el deseo de la
vida.
HIMNO A LA TRISTEZA
Fortalecido estoy contra tu pecho
De augusta piedra fría,
Bajo tus ojos crepusculares,
Oh madre inmortal.
Desengañada alienta en ti mi vida,
Oyendo en el pausado retiro nocturno
Ligeramente resbalar las pisadas
De los días juveniles, que se alejan
Apacibles y graves, en la mirada,
Con una misma luz, compasión, y reproche;
Y van tras ellos como irisado humo
Los sueños creados con mi pensamiento,
Los hijos del anhelo y la esperanza.
La soledad poblé de seres a mi imagen
Como un dios aburrido;
Los amé si eran bellos,
Mi compañía les di cuando me amaron,
Y ahora como ese mismo dios aislado estoy,
Inerme y blanco tal una flor cortada.
Olvidándome voy en este vago cuerpo.
Nutrido por las hierbas leves
Y las brillantes frutas de la tierra,
El pan y el vino alados,
En mi nocturno lecho a solas.
Hijo de tu leche sagrada,
El esbelto mancebo
Hiende con pie inconsciente
La escarpada colma,
Salvando con la mirada en ti
El laurel frágil y la espina insidiosa.
Al amante aligeras las atónitas horas
De su soledad, cuando en desierta estancia
La ventana, sobre apacible naturaleza.
Bajo una luz lejana,
Ante sus ojos nebulosos traza
Con renovado encanto verdeante
La estampa inconsistente de su dicha perdida.
Tú nos devuelves vírgenes las horas
Del pasado, fuertes bajo el hechizo
De tu mirada inmensa,
Como guerrero intacto
En su fuerza desnudo tras de broquel broncíneo,
Serenos vamos bajo los blancos arcos del futuro.
Ellos, los dioses, alguna vez olvidan
El tosco hilo de nuestros trabajados días,
Pero tú, celeste donadora recóndita,
Nunca los ojos quitas de tus hijos
Los hombres, por el mal hostigados.
Viven y mueren a solas los poetas,
Restituyendo en claras lágrimas
La polvorienta agua salobre,
Y en alta gloria resplandeciente
La esquiva ojeada del magnate henchido,
Mientras sus nombres suenan
Con el viento en las rocas,
Entre el hosco rumor de torrentes oscuros,
Allá por los espacios donde el hombre
Nunca puso sus plantas.
¿Quién sino tú cuidas sus vidas, les da fuerzas
Para alzar la mirada entre tanta miseria,
En la hermosura perdidos ciegamente?
¿Quién sino tú, amante y madre eterna?
Escucha cómo avanzan las generaciones
Sobre esta remota tierra misteriosa;
Marchan los hombres hostigados
Bajo la yerta sombra de los antepasados,
Y el cuerpo fatigado se reclina
Sobre la misma huella tibia
De otra carne precipitada en el olvido.
Luchamos por fijar nuestro anhelo,
Como si hubiera alguien, más fuerte que nosotros,
Que tuviera en memoria nuestro olvido,
Porque dulce será anegarse
En un abrazo inmenso,
Vueltos niebla con luz, agua en la tormenta;
Grato ha de ser aniquilarse,
Marchitas en los labios las delirantes voces.
Pero aún hay algo en mí que te reclama
Conmigo hacia los parques de la muerte
Para acallar el miedo ante la sombra.
¿Dónde floreces tú, como vaga corola
Henchida del piadoso aroma que te alienta
En las nupcias terrenas con los hombres?
No eres hiel ni eres pena, sino amor de justicia
imposible,
Tú, la compasión humana de los dioses.
A LAS ESTATUAS DE LOS DIOSES
Hermosas y vencidas soñáis,
Vueltos los ciegos ojos hacia el cielo,
Mirando las remotas edades
De titánicos hombres,
Cuyo amor os daba ligeras guirnaldas
Y la olorosa llama se alzaba
Hacia la luz divina, su hermana celeste.
Reflejo de vuestra verdad, las criaturas
Adictas y libres como el agua iban;
Aún no había mordido la brillante maldad
Sus cuerpos llenos de majestad y gracia.
En vosotros creían y vosotros existíais;
La vida no era un delirio sombrío.
La miseria y la muerte futuras,
No pensadas aún, en vuestras manos
Bajo un inofensivo sueño adormecían
Sus venenosas flores bellas,
Y una y otra vez el mismo amor tornaba
Al pecho de los hombres,
Tal un ave fiel que vuelve al nido
Cuando el día, entre las altas ramas,
Con apacible risa va entornando los ojos,
Eran tiempos heroicos y frágiles,
Deshechos con vuestro poder como un sueño
feliz.
Hoy yacéis, mutiladas y oscuras,
Entre los grises jardines de las ciudades,
Piedra inútil que el soplo celeste no anima,
Abandonadas de la súplica y la humana esperanza.
La lluvia con la luz resbalan
Sobre tanta muerte memorable,
Mientras desfilan a lo lejos muchedumbres
Que antaño impíamente desertaron
Vuestros marmóreos altares,
Santificados en la memoria del poeta.
Tal vez su fe os devuelva el cielo.
Mas no juzguéis por el rayo, la guerra o la peste
Una triste humanidad decaída;
Impasibles reinad en el divino espacio.
Distraiga con su gracia el bello copero
La cólera de vuestro poder que despierta.
En tanto el poeta, en la noche otoñal,
Bajo el blanco embeleso lunático,
Mira las ramas que el verdor abandona
Nevarse de luz beatamente,
Y sueña con vuestro trono de oro
Y vuestra faz cegadora,
Lejos de los hombres,
Allá en la altura impenetrable.