Germán Pardo García
Germán Pardo García
selección
LOS HOMBRES DEL DESIERTO
Los hombres del Desierto somos raíz del Génesis.
Como la
Esfinge , ocultamos las claves de Sumer.
Desde antes de Aristóteles
conocíamos los arcanos de las plantas.
Amarillos, iguales a la arena,
nadie ha visto jamás nuestro color.
que nuestra lentitud es un proceso de los siglos.
Cuando encendemos una luz en nuestras casas,
Nuestras palabras triples cantan sin decirlo
dónde está la escritura salvada del naufragio,
las postreras resinas misteriosas
y el sentido secreto de los cultos.
Si nos invitan a la mesa de los príncipes,
al separarnos queda en los asientos
un polvo que no es humus ni ceniza.
Al gustar de los panes que comemos,
al beber del licor de aquellas copas,
hallamos el legítimo sabor de los manjares
y la transformación de1 hidrógeno en las ánforas.
Los diáconos no pueden en los templos
responder nuestras áridas preguntas,
ni encender los rituales holocaustos
de nuestras tribus en el yermo astral.
Tú que me estás oyendo, quédate mudo, absorto.
Si me voy no vigiles a qué sitio me alejo.
Lo que busco está próximo, a unas pocas miradas.
Pero los hombres del Desierto, cuando partimos hacia
nosotros,
a pesar de estar cerca, nunca, nunca llegamos.
UN HOMBRE VUELVE AL MAR
Lanzo mi cuerpo a trascender sobre
la playa,
cual si fuera un atún al que
asedia el pelícano.
Fracasó mi fabular terrestre.
No pude traducir el silabario de
las orugas
y le rondo mis vínculos al mar.
Esquivo el mundo, salival espejo
donde están los escándalos
mirándose;
el amor y su artilugio de
serpiente
deslizándose voraz por nidos de
palomas;
el odio en la desnudez de las
espadas
y el corazón y sus saltos de
canguro.
Incendié mi campamento de beduino,
mi tolda de traficante vagabundo
que permutó batracios por
estrellas,
y me confío al árbol genealógico
del agua.
Fraternicé con los dorados
tulipanes
y vertí en campesinos atanores
rocío a los helechos pubescentes.
Clamé que soy el taumaturgo que
transforma
los linfáticos sueros y conjura
la aparición del cáncer en el alma.
Que soy hijo de alondras y mis coros
resonar de volcanes apagados.
Mi divina simulación aquí concluye,
frente a los jeroglíficos del mar.
Cuando desaparezca de esta playa
decid: era el hermano natural de las esponjas,
el gemelo sinuoso de los pulpos,
el amante sexual de las madréporas
y el árbitro salar de las tortugas.
Ya no estaré con mi fulgor de azufre,
mas sí en identidad de nave líquida.
Decid entonces: vino a confundirse
con su placenta de potasio y yodo
v a conocer a su violento padre.
En la ribera se vistió de lluvias.
¡Era de agua y lo retiene el mar!
PARAÍSO PERDIDO
Fui en esa casa el hijo bienamado.
Cuando los otros niños se alejaban
a cazar mariposas en el bosque,
yo quedaba en silencio, paralítico,
cual otra mariposa aprisionada
bajo la intimidad de una alacena.
Viví a la orilla del sepulcro, oyendo
devorarse a sí misinos los gusanos,
y adquirí desde entonces un sentido
larval de la existencia y de las cosas.
Al que la muerte besa desde niño,
será siempre un cadáver transeúnte.
Mi padre me acunaba y me decía:
¿cuándo vas a volar, hijo del aire?
Y al fin abrí las alas dolorosas.
Hoy tengo setenta años. Ya no existe
mi padre; y en la casa, único huésped,
el frío lastimero la transita.
Mas he vuelto y clamado: soy el águila
que retorna a morir donde naciera.
Estos muros son míos. Estas ruinas
por derecho natal me pertenecen.
Mi padre me las dio en su testamento,
y a la vez un turpial y un gallo mudo.
Yo soy el albañil de estas paredes
y el mezclador de cal y el hortelano.
Y quise entrar, sentarme en esos quicios,
comer lo que sobrara de esas frutas
y restaurar las duelas amarillas.
Mas un ángel nocturno v silencioso,
bajo la faz de un perro amenazante,
desnudó las espadas de sus dientes
y me negó
la entrada al paraíso.
INVOCACIÓN A LA NOCHE
Separa de mi ser todo elemento
que la materia a su pesar inclina,
y envuélveme en tu acuática
neblina
dejándome desnudo el pensamiento.
Indúceme al jardín donde el aliento
Se satura de estrellas y la harina
que el molino ennoblece y aglutina,
convierte en desnudez su sedimento.
¡Pensar! Y que mis sienes escarpadas
cintilen como antenas capturadas
por la luz electrónica de un rito
donde la
Eternidad piensa desnuda,
sin Dios, sin mente, sin piedad ni duda
ni el gran dolor del pensamiento escrito.
EL HOMBRE ABEJA
Mirábanle
salir de su casa lacustre
fija al pie de un gran monte sereno
de su natal país, allá en el sur.
Siempre guardó el sigilo
de sus fugas cinegéticas,
pues se creyó que salía en busca
de la azul cornamenta de algún ciervo
o de la carne de una codorniz.
No supo nadie que él tenía su colmenar propio,
por él mismo labrado con fragantes ceras,
y que en sus doradas cápsulas
y que en sus doradas cápsulas
él mismo destilaba frutal licor.
Le vieron muchas veces
inclinarse sobre las flores,
y pensaron que las amaba
como ninguno antes allá.
Les succionaba el néctar con ternura
y vertía sus dulces bálsamos después.
Desapareció algún día. Jamás lo recordaron.
Cuando volvieron a encontrarle
destilaba desde sus sienes
otro licor más hondo en el papel.
Os doy testimonio
de haber conocido a este hombre-abeja
en su profundo colmenar, allá en el sur.