CLVIII - EL MALESTAR EN LA CULTURA (*593) - 1929 [1930]
I. No podemos
eludir la impresión de que el hombre suele aplicar cánones falsos en sus
apreciaciones, pues mientras anhela para sí y admira en los demás el poderío,
el éxito y la riqueza, menosprecia, en cambio, los valores genuinos que la vida
le ofrece. No obstante, al formular un juicio general de esta especie, siempre
se corre peligro de olvidar la abigarrada variedad del mundo humano y de su
vida anímica, ya que existen, en efecto, algunos seres a quienes no se les
niega la veneración de sus coetáneos, pese a que su grandeza reposa en
cualidades y obras muy ajenas a los objetivos y los ideales de las masas. Se
pretenderá aducir que sólo es una minoría selecta la que reconoce en su justo
valor a estos grandes hombres, mientras que la gran mayoría nada quiere saber
de ellos; pero las discrepancias entre las ideas y las acciones de los hombres
son tan amplias y sus deseos tan dispares que dichas reacciones seguramente no
son tan simples. Uno de estos hombres excepcionales se declara en sus cartas
amigo mío. Habiéndole enviado yo mi pequeño trabajo que trata de la religión
como una ilusión, respondiome que compartía sin reserva mi juicio sobre la
religión, pero lamentaba que yo no hubiera concedido su justo valor a la fuente
última de la religiosidad. Esta residiría, según su criterio, en un sentimiento
particular que jamás habría dejado de percibir, que muchas personas le habrían
confirmado y cuya existencia podría suponer en millones de seres humanos; un
sentimiento que le agradaría designar «sensación de eternidad»; un sentimiento
como de algo sin límites ni barreras, en cierto modo «oceánico». Trataríase de
una experiencia esencialmente subjetiva, no de un artículo del credo; tampoco
implicaría seguridad alguna de inmortalidad personal; pero, no obstante, ésta
sería la fuente de la energía religiosa, que, captada por las diversas Iglesias
y sistemas religiosos, es encauzada hacia determinados canales y seguramente
también consumida en ellos. Sólo gracias a este sentimiento oceánico podría uno
considerarse religioso, aunque se rechazara toda fe y toda ilusión.
Nota 593
Esta
declaración de un amigo que venero -quien, por otra parte, también prestó
cierta vez expresión poética al encanto de la ilusión (#1686)- me colocó en no pequeño aprieto,
pues yo mismo no logro descubrir en mí este sentimiento «oceánico». En manera
alguna es tarea grata someter los sentimientos al análisis científico: es
cierto que se puede intentar la descripción de sus manifestaciones
fisiológicas; pero cuando esto no es posible -y me temo que también el
sentimiento oceánico se sustraerá a semejante caracterización-, no queda sino
atenerse al contenido ideacional que más fácilmente se asocie con dicho
sentimiento. Mi amigo, si lo he comprendido correctamente, se refiere a lo
mismo que cierto poeta original y harto inconvencional hace decir a su
protagonista, a manera de consuelo ante el suicidio: «De este mundo no podemos
caernos» (#1687). Trataríase, pues, de
un sentimiento de indisoluble comunión, de inseparable pertenencia a la
totalidad del mundo exterior. Debo confesar que para mí esto tiene más bien el
carácter de una penetración intelectual, acompañada, naturalmente, de
sobretonos afectivos, que por lo demás tampoco faltan en otros actos
cognoscitivos de análoga envergadura. En mi propia persona no llegaría a
convencerme de la índole primaria de semejante sentimiento; pero no por ello
tengo derecho a negar su ocurrencia real en los demás. La cuestión se reduce,
pues, a establecer si es interpretado correctamente y si debe ser aceptado como
fons et origo de toda urgencia religiosa.
PdP 1686
PdP 1687
Nada puedo
aportar que sea susceptible de decidir la solución de este problema. La idea de
que el hombre podría intuir su relación con el mundo exterior a través de un
sentimiento directo, orientado desde un principio a este fin, parece tan
extraña y es tan incongruente con la estructura de nuestra psicología, que será
lícito intentar una explicación psicoanalítica -vale decir genética- del
mencionado sentimiento. Al emprender esta tarea se nos ofrece al instante el
siguiente razonamiento. En condiciones normales nada nos parece tan seguro y
establecido como la sensación de nuestra mismidad, de nuestro propio yo. Este
yo se nos presenta como algo independiente, unitario, bien demarcado frente a
todo lo demás. Sólo la investigación psicoanalítica -que, por otra parte, aún
tiene mucho que decirnos sobre la relación entre el yo y el ello- nos ha
enseñado que esa apariencia es engañosa; que, por el contrario, el yo se
continúa hacia dentro, sin límites precisos, con una entidad psíquica
inconsciente que denominamos ello y a la cual viene a servir como de fachada.
Pero, por lo menos hacia el exterior, el yo parece mantener sus límites claros
y precisos. Sólo los pierde en un estado que si bien extraordinario, no puede
ser tachado de patológico: en la culminación del enamoramiento amenaza
esfumarse el límite entre el yo y el objeto. Contra todos los testimonios de
sus sentidos, el enamorado afirma que yo y tú son uno, y está dispuesto a
comportarse como si realmente fuese así. Desde luego, lo que puede ser anulado
transitoriamente por una función fisiológica, también podrá ser trastornado por
procesos patológicos. La patología nos presenta gran número de estados en los
que se torna incierta la demarcación del yo frente al mundo exterior, o donde
los límites llegan a ser confundidos: casos en que partes del propio cuerpo,
hasta componentes del propio psiquismo, percepciones, pensamientos, sentimientos,
aparecen como si fueran extraños y no pertenecieran al yo; otros, en los cuales
se atribuye al mundo exterior lo que a todas luces procede del yo y debería ser
reconocido por éste. De modo que también el sentimiento yoico está sujeto a
trastornos, y los límites del yo con el mundo exterior no son inmutables.
Prosiguiendo
nuestra reflexión hemos de decirnos que este sentido yoico del adulto no puede
haber sido el mismo desde el principio, sino que debe haber sufrido una
evolución (#1688), imposible de
demostrar, naturalmente, pero susceptible de ser reconstruida con cierto grado
de probabilidad. El lactante aún no discierne su yo de un mundo exterior, como
fuente de las sensaciones que le llegan. Gradualmente lo aprende por influencia
de diversos estímulos. Sin duda, ha de causarle la más profunda impresión el
hecho de que algunas de las fuentes de excitación -que más tarde reconocerá
como los órganos de su cuerpo- sean susceptibles de provocarle sensaciones en
cualquier momento, mientras que otras se le sustraen temporalmente -entre
éstas, la que más anhela: el seno materno-, logrando sólo atraérselas al
expresar su urgencia en el llanto. Con ello comienza por oponérsele al yo un
«objeto», en forma de algo que se encuentra «afuera» y para cuya aparición es
menester una acción particular. Un segundo estímulo para que el yo se desprenda
de la masa sensorial, esto es, para la aceptación de un «afuera», de un mundo
exterior, lo dan las frecuentes, múltiples e inevitables sensaciones de dolor y
displacer que el aún omnipotente principio del placer induce a abolir y a
evitar. Surge así la tendencia a disociar del yo cuanto pueda convertirse en
fuente de displacer, a expulsarlo de sí, a formar un yo puramente hedónico, un
yo placiente, enfrentado con un no yo, con un «afuera» ajeno y amenazante.
PdP 1688
Los límites de
este primitivo yo placiente no pueden escapar a reajustes ulteriores impuestos
por la experiencia. Gran parte de lo que no se quisiera abandonar por su
carácter placentero no pertenece, sin embargo, al yo, sino a los objetos;
recíprocamente, muchos sufrimientos de los que uno pretende desembarazarse
resultan ser inseparables del yo, de procedencia interna. Con todo, el hombre
aprende a dominar un procedimiento que, mediante la orientación intencionada de
los sentidos y la actividad muscular adecuada, le permite discernir lo interior
(perteneciente al yo) de lo exterior (originado por el mundo), dando así el
primer paso hacia la entronización del principio de realidad, principio que
habrá de dominar toda la evolución ulterior. Naturalmente, esa capacidad
adquirida de discernimiento sirve al propósito práctico de eludir las
sensaciones displacenteras percibidas o amenazantes. La circunstancia de que el
yo al defenderse contra ciertos estímulos displacientes emanados de su
interior, aplique los mismos métodos que le sirven contra el displacer de
origen externo, habrá de convertirse en origen de importantes trastornos
patológicos.
De esta
manera, pues, el yo se desliga del mundo exterior, aunque más correcto sería
decir: originalmente el yo lo incluye todo; luego, desprende de sí un mundo
exterior. Nuestro actual sentido yoico no es, por consiguiente, más que el
residuo atrofiado de un sentimiento más amplio, aun de envergadura universal,
que correspondía a una comunión más íntima entre el yo y el mundo circundante.
Si cabe aceptar que este sentido yoico primario subsiste -en mayor o menor
grado- en la vida anímica de muchos seres humanos, debe considerársele como una
especie de contraposición del sentimiento yoico del adulto, cuyos límites son
más precisos y restringidos. De esta suerte, los contenidos ideativos que le
corresponden serían precisamente los de infinitud y de comunión con el Todo,
los mismos que mi amigo emplea para ejemplificar el sentimiento «oceánico».
Pero, ¿acaso tenemos el derecho de admitir esta supervivencia de lo primitivo
junto a lo ulterior que de él se ha desarrollado? Sin duda alguna, pues los
fenómenos de esta índole nada tienen de extraño, ni en la esfera psíquica ni en
otra cualquiera. Así, en lo que se refiere a la serie zoológica, sustentamos la
hipótesis de que las especies más evolucionadas han surgido de las inferiores;
pero aún hoy hallamos, entre las vivientes, todas las formas simples de la
vida. Los grandes saurios se han extinguido, cediendo el lugar a los mamíferos;
pero aún vive con nosotros un representante genuino de ese orden: el cocodrilo.
Esta analogía puede parecer demasiado remota, y, por otra parte, adolece de que
las especies inferiores sobrevivientes no suelen ser las verdaderas antecesoras
de las actuales, más evolucionadas. Por regla general, han desaparecido los
eslabones intermedios que sólo conocemos a través de su reconstrucción. En
cambio, en el terreno psíquico la conservación de lo primitivo junto a lo
evolucionado a que dio origen es tan frecuente que sería ocioso demostrarla
mediante ejemplos. Este fenómeno obedece casi siempre a una bifurcación del
curso evolutivo: una parte cuantitativa de determinada actitud o de una
tendencia instintiva se ha sustraído a toda modificación, mientras que el resto
siguió la vía del desarrollo progresivo.
Tocamos aquí
el problema general de la conservación en lo psíquico, problema apenas
elaborado hasta ahora, pero tan seductor e importante que podemos concederle
nuestra atención por un momento, pese a que la oportunidad no parezca muy
justificada. Habiendo superado la concepción errónea de que el olvido, tan
corriente para nosotros, significa la destrucción o aniquilación del resto
mnemónico, nos inclinamos a la concepción contraria de que en la vida psíquica
nada de lo una vez formado puede desaparecer jamás; todo se conserva de alguna
manera y puede volver a surgir en circunstancias favorables, como, por ejemplo,
mediante una regresión de suficiente profundidad. Tratemos de representarnos lo
que esta hipótesis significa mediante una comparación que nos llevará a otro
terreno. Tomemos como ejemplo la evolución de la Ciudad Eterna (#1689). Los historiadores nos enseñan que el
más antiguo recinto urbano fue la
Roma quadrata, una población empalizada en el monte Palatino.
A esta primera fase siguió la del Septimontium, fusión de las poblaciones
situadas en las distintas colinas; más tarde apareció la ciudad cercada por el
muro de Sirvio Tulio, y aún más recientemente, luego de todas las
transformaciones de la
República y del Primer Imperio, el recinto que el emperador
Aureliano rodeó con sus murallas.
PdP 1689
No hemos de
perseguir más lejos las modificaciones que sufrió la ciudad, preguntándonos, en
cambio, qué restos de esas fases pasadas hallará aún en la Roma actual un turista al
cual suponemos dotado de los más completos conocimientos históricos y
topográficos. Verá el muro aureliano casi intacto, salvo algunas brechas. En
ciertos lugares podrá hallar trozos del muro serviano, puestos al descubierto
por las excavaciones. Provisto de conocimientos suficientes -superiores a los
de la arqueología moderna-, quizá podría trazar en el cuadro urbano actual todo
el curso de este muro y el contorno de la Roma quadrata; pero de las construcciones que
otrora colmaron ese antiguo recinto no encontrará nada o tan sólo escasos
restos, pues aquéllas han desaparecido. Aun dotado del mejor conocimiento de la Roma republicana, sólo podría
señalar la ubicación de los templos y edificios públicos de esa época. Hoy,
estos lugares están ocupados por ruinas, pero ni siquiera por las ruinas
auténticas de aquellos monumentos, sino por las de reconstrucciones
posteriores, ejecutadas después de incendios y demoliciones. Casi no es
necesario agregar que todos estos restos de la Roma antigua aparecen esparcidos en el laberinto
de una metrópoli edificada en los últimos siglos del Renacimiento. Su suelo y
sus construcciones modernas seguramente ocultan aún numerosas reliquias. Tal es
la forma de conservación de lo pasado que ofrecen los lugares históricos como
Roma.
Supongamos
ahora, a manera de fantasía, que Roma no fuese un lugar de habitación humana,
sino un ente psíquico con un pasado no menos rico y prolongado, en el cual no
hubieren desaparecido nada de lo que alguna vez existió y donde junto a la
última fase evolutiva subsistieran todas las anteriores. Aplicado a Roma, esto
significaría que en el Palatino habrían de levantarse aún, en todo su porte
primitivo, los palacios imperiales y el Septizonium de Septimio Severo; que las
almenas del Castel Sant'Angelo todavía estuvieran coronadas por las bellas
estatuas que las adornaron antes del sitio por los godos, etc. Pero aún más: en
el lugar que ocupa el Palazzo Caffarelli veríamos de nuevo, sin tener que
demoler este edificio, el templo de Júpiter Capitolino, y no sólo en su forma
más reciente, como lo contemplaron los romanos de la época cesárea, sino
también en la primitiva, etrusca, ornada con antefijos de terracota. En el
emplazamiento actual del Coliseo podríamos admirar, además, la desaparecida
Domus aurea de Nerón; en la
Piazza della Rotonda no encontraríamos tan sólo el actual
Panteón como Adriano nos lo ha legado, sino también, en el mismo solar, la
construcción original de M. Agrippa, y además, en este terreno, la iglesia
Maria sopra Minerva, sin contar el antiguo templo sobre el cual fue edificada.
Y bastaría que el observador cambiara la dirección de su mirada o su punto de
observación para hacer surgir una u otra de estas visiones.
Evidentemente,
no tiene objeto alguno seguir el hilo de esta fantasía, pues nos lleva a lo
inconcebible y aun a lo absurdo. Si pretendemos representar espacialmente la
sucesión histórica, sólo podremos hacerlo mediante la yuxtaposición en el espacio,
pues éste no acepta dos contenidos distintos. Nuestro intento parece ser un
juego vano; su única justificación es la de mostrarnos cuán lejos de
encontrarnos de poder captar las características de la vida psíquica mediante
la representación descriptiva. Aún tendríamos que enfrentarnos con otra
objeción. Se nos preguntará por qué recurrimos precisamente al pasado de una
ciudad para compararlo con el pasado anímico. La hipótesis de la conservación
total de lo pretérito está supeditada, también en la vida psíquica, a la
condición de que el órgano del psiquismo haya quedado intacto, de que sus
tejidos no hayan sufrido por traumatismo o inflamación. Pero las influencias
destructivas comparables a estos factores patológicos no faltan en la historia
de ninguna ciudad, aunque su pasado sea menos agitado que el de Roma, aunque,
como Londres, jamás haya sido asolada por un enemigo. Aun la más apacible
evolución de una ciudad incluye demoliciones y reconstrucciones que en
principio la tornan inadecuada para semejante comparación con un organismo
psíquico.
Nos rendimos
ante este argumento y, renunciando a un ilustrativo efecto de contraste,
recurrimos a un símil que, en todo caso, es más afín a lo psíquico: el
organismo animal o el humano. Pero también aquí tropezamos con idéntica
dificultad. Las fases precedentes de la evolución no subsisten en forma alguna,
sino que se agotan en las ulteriores, cuyo material han suministrado. Es
imposible demostrar la existencia del embrión en el adulto; el timo del niño,
sustituido por tejido conectivo durante la adolescencia, ha dejado de existir;
es verdad que en los huesos largos del adulto podemos trazar el contorno del
infantil; pero éste ha desaparecido al alargarse y engrosarse para alcanzar su
forma definitiva. Por consiguiente, debemos someternos a la comprobación de que
sólo en el terreno psíquico es posible esta persistencia de todos los estadios
previos, junto a la forma definitiva, y de que no podremos representarnos
gráficamente tal fenómeno. Pero quizá vayamos demasiado lejos con esta
conclusión. Quizá habríamos de conformarnos con afirmar que lo pretérito puede
subsistir en la vida psíquica, que no está necesariamente condenado a la
destrucción. Aun en el terreno psíquico no deja de ser posible -como norma o
excepcionalmente- que muchos elementos arcaicos sean borrados o consumidos en
tal medida, que ya ningún proceso logre restablecerlos o reanimarlos; además,
su conservación podría estar supeditada en principio a ciertas condiciones
favorables. Todo esto es posible, pero nada sabemos al respecto. No podemos
sino atenernos a la conclusión de que en la vida psíquica la conservación de lo
pretérito es la regla, más bien que una curiosa excepción.
Así, pues,
estamos plenamente dispuestos a aceptar que en muchos seres existe un
«sentimiento oceánico», que nos inclinamos a reducir a una fase temprana del
sentido yoico; pero entonces se nos plantea una nueva cuestión: ¿qué
pretensiones puede alegar ese sentimiento para ser aceptado como fuente de las
necesidades religiosas ? Por mi parte esta pretensión no me parece muy fundada,
pues un sentimiento sólo puede ser una fuente de energía si a su vez es
expresión de una necesidad imperiosa. En cuanto a las necesidades religiosas,
considero irrefutable su derivación del desamparo infantil y de la nostalgia
por el padre que aquél suscita, tanto más cuanto que este sentimiento no se
mantiene simplemente desde la infancia, sino que es reanimado sin cesar por la
angustia ante la omnipotencia del destino. Me sería imposible indicar ninguna
necesidad infantil tan poderosa como la del amparo paterno. Con esto pasa a
segundo plano el papel del «sentimiento oceánico», que podría tender, por
ejemplo, al restablecimiento del narcisismo ilimitado. La génesis de la actitud
religiosa puede ser trazada con toda claridad hasta llegar al sentimiento de
desamparo infantil. Es posible que aquélla oculte aún otros elementos; pero por
ahora se pierden en las tinieblas.
Puedo
imaginarme que el «sentimiento oceánico» haya venido a relacionarse ulteriormente
con la religión, pues este ser-uno-con-el-todo, implícito en su contenido
ideativo, nos seduce como una primera tentativa de consolación religiosa, como
otro camino para refutar el peligro que el yo reconoce amenazante en el mundo
exterior. Confieso una vez más que me resulta muy difícil operar con estas
magnitudes tan intangibles. Otro de mis amigos, llevado por su insaciable
curiosidad científica a las experiencias mas extraordinarias y convertido por
fin en omnisapiente, me aseguró que mediante las prácticas del yoga, es decir,
apartándose del mundo exterior, fijando la atención en las funciones
corporales, respirando de manera particular, se llega efectivamente a despertar
en sí mismo nuevas sensaciones y sentimientos difusos, que pretendía concebir
como regresiones a estados primordiales de la vida psíquica, profundamente
soterrados. Consideraba dichos fenómenos como pruebas, en cierta manera
fisiológicas, de gran parte de la sabiduría de la mística. Se nos ofrecerían
aquí relaciones con muchos estados enigmáticos de la vida anímica, como los del
trance y del éxtasis. Mas yo siento el impulso de repetir las palabras del buzo
de Schiller:
¡Alégrese
quien respira a la rosada luz del día !
II. Mi estudio
sobre El porvenir de una ilusión, lejos de estar dedicado principalmente a las
fuentes más profundas del sentido religioso, se refería más bien a lo que el
hombre común concibe como su religión, al sistema de doctrinas y promisiones
que, por un lado, le explican con envidiable integridad los enigmas de este
mundo, y por otro, le aseguran que una solícita Providencia guardará su vida y
recompensará en una existencia ultraterrena las eventuales privaciones que
sufra en ésta. El hombre común no puede representarse esta Providencia sino
bajo la forma de un padre grandiosamente exaltado, pues sólo un padre semejante
sería capaz de comprender las necesidades de la criatura humana, conmoverse
ante sus ruegos, ser aplacado por las manifestaciones de su arrepentimiento.
Todo esto es a tal punto infantil, tan incongruente con la realidad, que el más
mínimo sentido humanitario nos tornará dolorosa la idea de que la gran mayoría
de los mortales jamás podría elevarse por semejante concepción de la vida. Más
humillante aún es reconocer cuán numerosos son nuestros contemporáneos que,
obligados a reconocer la posición insostenible de esta religión intentan, no
obstante, defenderla palmo a palmo en lastimosas acciones de retirada. Uno se
siente tentado a formar en las filas de los creyentes para exhortar a no invocar
en vano el nombre del Señor, a aquellos filósofos que creen poder salvar al
Dios de la religión reemplazándolo por un principio impersonal, nebulosamente
abstracto. Si algunas de las más excelsas mentes de tiempos pasados hicieron
otro tanto, ello no constituye justificación suficiente, pues sabemos por qué
se vieron obligados a hacerlo.
Volvamos al
hombre común y a su religión, la única que había de llevar este nombre. Al
punto acuden a nuestra mente las conocidas palabras de uno de nuestros grandes
poetas y sabios, que nos hablan de las relaciones que la religión guarda con el
arte y la ciencia. Helas aquí:
Quien
posee Ciencia y Arte
también
tiene Religión;
quien
no posee una ni otra,
¡tenga
Religión! (#1690).
Este aforismo enfrenta, por una parte, la religión
con las dos máximas creaciones del hombre, y por otra, afirma que pueden
representarse o sustituirse mutuamente en cuanto a su valor para la vida. De
modo que si también pretendiéramos privar de religión al común de los mortales,
no nos respaldaría evidentemente la autoridad del poeta. Ensayemos, pues, otro
camino para acercarnos a la comprensión de su pensamiento. Tal como nos ha sido
impuesta, la vida nos resulta demasiado pesada, nos depara excesivos
sufrimientos, decepciones, empresas imposibles. Para soportarla, no podemos
pasarnos sin lenitivos («No se puede prescindir de las muletas», nos ha dicho
Theodor Fontane). Los hay quizá de tres especies: distracciones poderosas que
nos hacen parecer pequeña nuestra miseria; satisfacciones sustitutivas que la
reducen; narcóticos que nos tornan insensibles a ella. Alguno cualquiera de
estos remedios nos es indispensable
(#1691). Voltaire alude a las distracciones cuando en Candide formula a
manera de envío el consejo de cultivar nuestro jardín; también la actividad
científica es una diversión semejante. Las satisfacciones sustitutivas como nos
la ofrece el arte son, frente a la realidad, ilusiones, pero no por ello menos
eficaces psíquicamente, gracias al papel que la imaginación mantiene en la vida
anímica. En cuanto a los narcóticos, influyen sobre nuestros órganos y
modifican su quimismo. No es fácil indicar el lugar que en esta serie
corresponde a la religión. Tendremos que buscar, pues, un acceso más amplio al
asunto.
PdP 1690
PdP 1691
En incontables
ocasiones se ha planteado la cuestión del objeto que tendría la vida humana,
sin que jamás se le haya dado respuesta satisfactoria, y quizá ni admita tal
respuesta. Muchos de estos inquisidores se apresuraron a agregar que si resultase
que la vida humana no tiene objeto alguno perdería todo el valor ante sus ojos.
Pero estas amenazas de nada sirven: parecería más bien que se tiene el derecho
de rechazar la pregunta en sí, pues su razón de ser probablemente emane de esa
vanidad antropocéntrica, cuyas múltiples manifestaciones ya conocemos. Jamás se
pregunta acerca del objeto de la vida de los animales, salvo que se le
identifique con el destino de servir al hombre. Pero tampoco esto es
sustentable, pues son muchos los animales con los que el hombre no sabe qué
emprender -fuera de describirlos, clasificarlos y estudiarlos- e incontables
especies aun han declinado servir a este fin, al existir y desaparecer mucho
antes de que el hombre pudiera observarlas. Decididamente, sólo la religión
puede responder al interrogante sobre la finalidad de la vida. No estaremos
errados al concluir que la idea de adjudicar un objeto a la vida humana no
puede existir sino en función de un sistema religioso.
Abandonemos
por ello la cuestión precedente y encaremos esta otra más modesta: ¿qué fines y
propósitos de vida expresan los hombres en su propia conducta; qué esperan de
la vida, qué pretenden alcanzar en ella? Es difícil equivocar la respuesta:
aspiran a la felicidad, quieren llegar a ser felices, no quieren dejar de
serlo. Esta aspiración tiene dos faces: un fin positivo y otro negativo; por un
lado, evitar el dolor y el displacer; por el otro, experimentar intensas
sensaciones placenteras. En sentido estricto, el término «felicidad» sólo se
aplica al segundo fin. De acuerdo con esta dualidad del objetivo perseguido, la
actividad humana se despliega en dos sentidos, según trate de alcanzar
-prevaleciente o exclusivamente- uno u otro de aquellos fines. Como se
advierte, quien fija el objetivo vital es simplemente el programa del principio
del placer; principio que rige las operaciones del aparato psíquico desde su
mismo origen; principio de cuya adecuación y eficiencia no cabe dudar, por más
que su programa esté en pugna con el mundo entero, tanto con el macrocosmos
como con el microcosmos. Este programa ni siquiera es realizable, pues todo el
orden del universo se le opone, y aun estaríamos por afirmar que el plan de la
«Creación» no incluye el propósito de que el hombre sea «feliz». Lo que en el
sentido más estricto se llama felicidad, surge de la satisfacción, casi siempre
instantánea, de necesidades acumuladas que han alcanzado elevada tensión, y de
acuerdo con esta índole sólo puede darse como fenómeno episódico. Toda
persistencia de una situación anhelada por el principio del placer sólo
proporciona una sensación de tibio bienestar, pues nuestra disposición no nos
permite gozar intensamente sino el contraste, pero sólo en muy escasa medida lo
estable (#1692). Así, nuestras
facultades de felicidad están ya limitadas en principio por nuestra propia
constitución. En cambio, nos es mucho menos difícil experimentar la desgracia.
El sufrimiento nos amenaza por tres lados: desde el propio cuerpo que,
condenado a la decadencia y a la aniquilación, ni siquiera puede prescindir de
los signos de alarma que representan el dolor y la angustia; del mundo
exterior, capaz de encarnizarse en nosotros con fuerzas destructoras
omnipotentes e implacables; por fin, de las relaciones con otros seres humanos.
El sufrimiento que emana de esta última fuente quizá nos sea más doloroso que
cualquier otro; tendemos a considerarlo como una adición más o menos gratuita,
pese a que bien podría ser un destino tan ineludible como el sufrimiento de
distinto origen.
PdP 1692
No nos extrañe,
pues, que bajo la presión de tales posibilidades de sufrimiento, el hombre
suele rebajar sus pretensiones de felicidad (como, por otra parte, también el
principio del placer se transforma, por influencia del mundo exterior, en el
más modesto principio de la realidad); no nos asombra que el ser humano ya se
estime feliz por el mero hecho de haber escapado a la desgracia, de haber
sobrevivido al sufrimiento; que, en general, la finalidad de evitar el
sufrimiento relegue a segundo plano la de lograr el placer. La reflexión
demuestra que las tentativas destinadas a alcanzarlo pueden llevarnos por
caminos muy distintos, recomendados todos por las múltiples escuelas de la
sabiduría humana y emprendidos alguna vez por el ser humano. En primer lugar,
la satisfacción ilimitada de todas las necesidades se nos impone como norma de
conducta más tentadora, pero significa preferir el placer a la prudencia, y a
poco de practicarla se hacen sentir sus consecuencias. Los otros métodos, que
persiguen ante todo la evitación del sufrimiento, se diferencian según la
fuente de displacer a que conceden máxima atención. Existen entre ellos
procedimientos extremos y moderados; algunos unilaterales, y otros que atacan
simultáneamente varios puntos. El aislamiento voluntario, el alejamiento de los
demás, es el método de protección más inmediato contra el sufrimiento
susceptible de originarse en las relaciones humanas. Es claro que la felicidad
alcanzable por tal camino no puede ser sino la de la quietud. Contra el temible
mundo exterior sólo puede uno defenderse mediante una forma cualquiera del
alejamiento si pretende solucionar este problema únicamente para sí.
Existe, desde
luego, otro camino mejor: pasar al ataque contra la Naturaleza y someterla
a la voluntad del hombre, como miembro de la comunidad humana, empleando la
técnica dirigida por la ciencia; así, se trabaja con todos por el bienestar de
todos. Pero los más interesantes preventivos del sufrimiento son los que tratan
de influir sobre nuestro propio organismo, pues en última instancia todo
sufrimiento no es más que una sensación; sólo existe en tanto lo sentimos, y
únicamente lo sentimos en virtud de ciertas disposiciones de nuestro organismo.
El más crudo, pero también el más efectivo de los métodos destinados a producir
tal modificación, es el químico: la intoxicación. No creo que nadie haya
comprendido su mecanismo, pero es evidente que existen ciertas sustancias
extrañas al organismo cuya presencia en la sangre o en los tejidos nos
proporciona directamente sensaciones placenteras, modificando además las
condiciones de nuestra sensibilidad, de manera tal que nos impiden percibir
estímulos desagradables. Ambos efectos no sólo son simultáneos, sino que
también parecen estar íntimamente vinculados. Pero en nuestro propio quimismo
deben existir asimismo sustancias que cumplen un fin análogo, pues conocemos
por lo menos un estado patológico -la manía- en el que se produce semejante
conducta similar a la embriaguez, sin incorporación de droga alguna. También en
nuestra vida psíquica normal, la descarga del placer oscila entre la
facilitación y la coartación y paralelamente disminuye o aumenta la
receptividad para el displacer. Es muy lamentable que este cariz tóxico de los
procesos mentales se haya sustraído hasta ahora a la investigación científica.
Se atribuye tal carácter benéfico a la acción de los estupefacientes en la
lucha por la felicidad y en la prevención de la miseria, que tanto los
individuos como los pueblos les han reservado un lugar permanente en su
economía libidinal. No sólo se les debe el placer inmediato, sino también una
muy anhelada medida de independencia frente al mundo exterior. Los hombres
saben que con ese «quitapenas» siempre podrán escapar al peso de la realidad,
refugiándose en un mundo propio que ofrezca mejores condiciones para su
sensibilidad. También se sabe que es precisamente esta cualidad de los
estupefacientes la que entraña su peligro y su nocividad.
En ciertas
circunstancias aun llevan la culpa de que se disipen estérilmente cuantiosas magnitudes
de energía que podrían ser aplicadas para mejorar la suerte humana. Sin
embargo, la complicada arquitectura de nuestro aparato psíquico también es
accesible a toda una serie de otras influencias. La satisfacción de los
instintos, precisamente porque implica tal felicidad, se convierte en causa de
intenso sufrimiento cuando el mundo exterior nos priva de ella, negándonos la
satisfacción de nuestras necesidades. Por consiguiente, cabe esperar que al
influir sobre estos impulsos instintivos evitaremos buena parte del
sufrimiento. Pero esta forma de evitar el dolor ya no actúa sobre el aparato
sensitivo, sino que trata de dominar las mismas fuentes internas de nuestras
necesidades, consiguiéndolo en grado extremo al aniquilar los instintos, como
lo enseña la sabiduría oriental y lo realiza la práctica del yoga. Desde luego,
lograrlo significa al mismo tiempo abandonar toda otra actividad (sacrificar la
vida), para volver a ganar, aunque por distinto camino, únicamente la felicidad
del reposo absoluto. Idéntico camino, con un objetivo menos extremo, se
emprende al perseguir tan sólo la moderación de la vida instintiva bajo el
gobierno de las instancias psíquicas superiores, sometidas al principio de la
realidad. Esto no significa en modo alguno la renuncia al propósito de la
satisfacción, pero se logra cierta protección contra el sufrimiento, debido a
que la insatisfacción de los instintos domeñados procura menos dolor que la de
los no inhibidos. En cambio, prodúcese una innegable limitación de las posibilidades
de placer, pues el sentimiento de felicidad experimentado al satisfacer una
pulsión instintiva indómita, no sujeta por las riendas del yo, es
incomparablemente más intenso que el que se siente al saciar un instinto
dominado. Tal es la razón económica del carácter irresistible que alcanzan los
impulsos perversos y quizá de la seducción que ejerce lo prohibido en general.
Otra técnica
para evitar el sufrimiento recurre a los desplazamientos de la libido previstos
en nuestro aparato psíquico y que confieren gran flexibilidad a su
funcionamiento. El problema consiste en reorientar los fines instintivos, de
manera tal que eluden la frustración del mundo exterior. La sublimación de los
instintos contribuye a ello, y su resultado será óptimo si se sabe acrecentar
el placer del trabajo psíquico e intelectual. En tal caso el destino poco puede
afectarnos. Las satisfacciones de esta clase, como la que el artista
experimenta en la creación, en la encarnación de sus fantasías; la del
investigador en la solución de sus problemas y en el descubrimiento de la
verdad, son de una calidad especial que seguramente podremos caracterizar algún
día en términos metapsicológicos. Por ahora hemos de limitarnos a decir,
metafóricamente, que nos parecen más «nobles» y más «elevadas», pero su
intensidad, comparada con la satisfacción de los impulsos instintivos groseros
y primarios, es muy atenuada y de ningún modo llega a conmovernos físicamente.
Pero el punto débil de este método reside en que su aplicabilidad no es
general, en que sólo es accesible a pocos seres, pues presupone disposiciones y
aptitudes peculiares que no son precisamente habituales, por lo menos en medida
suficiente. Y aun a estos escasos individuos no puede ofrecerles una protección
completa contra el sufrimiento; no los reviste con una coraza impenetrable a
las flechas del destino y suele fracasar cuando el propio cuerpo se convierte
en fuente de dolor (#1693).
PdP 1693
La tendencia a
independizarse del mundo exterior, buscando las satisfacciones en los procesos
internos, psíquicos, manifestada ya en el procedimiento descrito, se denota con
intensidad aún mayor en el que sigue. Aquí, el vínculo con la realidad se
relaja todavía más; la satisfacción se obtiene en ilusiones que son reconocidas
como tales, sin que su discrepancia con el mundo real impida gozarlas. El
terreno del que proceden estas ilusiones es el de la imaginación, terreno que
otrora, al desarrollarse el sentido de la realidad, fue sustraído expresamente
a las exigencias del juicio de realidad, reservándolo para la satisfacción de
deseos difícilmente efectuables. A la cabeza de estas satisfacciones
imaginativas se encuentra el goce de la obra de arte, accesible aun al carente
de dotes creadoras, gracias a la mediación del artista (#1694). Quien sea sensible a la influencia
del arte no podrá estimarla en demasía como fuente de placer y como consuelo
para las congojas de la vida. Mas la ligera narcosis en que nos sumerge el arte
sólo proporciona un refugio fugaz ante los azares de la existencia y carece de
poderío suficiente como para hacernos olvidar la miseria real.
PdP 1694
Más enérgica y
radical es la acción de otro procedimiento: el que ve en la realidad al único
enemigo, fuente de todo sufrimiento, que nos torna intolerable la existencia y
con quien, por consiguiente, es preciso romper toda relación si se pretende ser
feliz en algún sentido. El ermitaño vuelve la espalda a este mundo y nada
quiere tener que hacer con él. Pero también se puede ir más lejos, empeñándose
en transformarlo, construyendo en su lugar un nuevo mundo en el cual queden
eliminados los rasgos más intolerables, sustituidos por otros adecuados a los
propios deseos. Quien en desesperada rebeldía adopte este camino hacia la
felicidad, generalmente no llegará muy lejos, pues la realidad es la más
fuerte. Se convertirá en un loco a quien pocos ayudarán en la realización de
sus delirios. Sin embargo, se pretende que todos nos conducimos, en uno u otro
punto, igual que el paranoico, enmendando algún cariz intolerable del mundo mediante
una creación desiderativa e incluyendo esta quimera en la realidad. Particular
importancia adquiere el caso en que numerosos individuos emprenden juntos la
tentativa de procurarse un seguro de felicidad y una protección contra el dolor
por medio de una transformación delirante de la realidad. También las
religiones de la Humanidad
deben ser consideradas como semejantes delirios colectivos. Desde luego,
ninguno de los que comparten el delirio puede reconocerlo jamás como tal.
No creo que
sea completa esa enumeración de los métodos con que el hombre se esfuerza por
conquistar la felicidad y alejar el sufrimiento; también sé que el mismo
material se presta a otras clasificaciones. Existe un método que todavía no he
mencionado; no porque lo haya olvidado, sino porque aún ha de ocuparnos en otro
respecto. ¡Cómo podríase olvidar precisamente esta técnica del arte de vivir!
Se distingue por la más curiosa combinación de rasgos característicos.
Naturalmente, también ella persigue la independencia del destino -tal es la
expresión que cabe aquí- y con esta intención traslada la satisfacción a los
procesos psíquicos internos, utilizando al efecto la ya mencionada
desplazabilidad de la libido, pero sin apartarse por ello del mundo exterior,
aferrándose por el contrario a sus objetos y hallando la felicidad en la
vinculación afectiva con éstos. Por otra parte, al hacerlo no se conforma con
la resignante y fatigada finalidad de eludir el sufrimiento, sino que la deja a
un lado sin prestarle atención, para concentrarse en el anhelo primordial y
apasionado del cumplimiento positivo de la felicidad. Quizá se acerque mucho
más a esta meta que cualquiera de los métodos anteriores.
Naturalmente,
me refiero a aquella orientación de la vida que hace del amor el centro de
todas las cosas, que deriva toda satisfacción del amar y ser amado. Semejante
actitud psíquica nos es familiar a todos; una de las formas en que el amor se
manifiesta -amor sexual- nos proporciona la experiencia placentera más poderosa
y subyugante, estableciendo así el prototipo de nuestras aspiraciones de
felicidad. Nada más natural que sigamos buscándola por el mismo camino que nos
permitió encontrarla por vez primera. El punto débil de esta técnica de vida es
demasiado evidente, y si no fuera así, a nadie se le habría ocurrido abandonar
por otro tal camino hacia la felicidad. En efecto: jamás nos hallamos tan a
merced del sufrimiento como cuando amamos; jamás somos tan desamparadamente
infelices como cuando hemos perdido el objeto amado a su amor. Pero no queda
agotada con esto la técnica de vida que se funda sobre la aptitud del amor para
procurar felicidad; aún queda mucho por decir al respecto. Cabe agregar aquí el
caso interesante de que la felicidad de la vida se busque ante todo en el goce
de la belleza, dondequiera sea accesible a nuestros sentidos y a nuestro
juicio: ya se trate de la belleza en las formas y los gestos humanos, en los
objetos de la Naturaleza ,
los paisajes, o en las creaciones artísticas y aun científicas. Esta
orientación estética de la finalidad vital nos protege escasamente contra los
sufrimientos inminentes, pero puede indemnizarnos por muchos pesares sufridos.
El goce de la belleza posee un particular carácter emocional, ligeramente
embriagador. La belleza no tiene utilidad evidente ni es manifiesta su
necesidad cultural, y, sin embargo, la cultura no podría prescindir de ella. La
ciencia de la estética investiga las condiciones en las cuales las cosas se
perciben como bellas, pero no ha logrado explicar la esencia y el origen de la
belleza, y como de costumbre, su infructuosidad se oculta con un despliegue de
palabras muy sonoras, pero pobres de sentido. Desgraciadamente, tampoco el
psicoanálisis tiene mucho que decirnos sobre la belleza. Lo único seguro parece
ser su derivación del terreno de las sensaciones sexuales, representando un
modelo ejemplar de una tendencia coartada en su fin. Primitivamente, la
«belleza» y el «encanto» son atributos del objeto sexual. Es notable que los
órganos genitales mismos casi nunca sean considerados como bellos, pese al
invariable efecto excitante de su contemplación; en cambio, dicha propiedad
parece ser inherente a ciertos caracteres sexuales secundarios.
A pesar de su
condición fragmentaria, me atrevo a cerrar nuestro estudio con algunas conclusiones.
El designio de ser felices que nos impone el principio del placer es
irrealizable; mas no por ello se debe -ni se puede- abandonar los esfuerzos por
acercarse de cualquier modo a su realización. Al efecto podemos adoptar muy
distintos caminos, anteponiendo ya el aspecto positivo de dicho fin -la
obtención del placer-, ya su aspecto negativo -la evitación del dolor-. Pero
ninguno de estos recursos nos permitirá alcanzar cuanto anhelamos. La
felicidad, considerada en el sentido limitado, cuya realización parece posible,
es meramente un problema de la economía libidinal de cada individuo. Ninguna
regla al respecto vale para todos; cada uno debe buscar por sí mismo la manera
en que pueda ser feliz. Su elección del camino a seguir será influida por los
más diversos factores. Todo depende de la suma de satisfacción real que pueda
esperar del mundo exterior y de la medida en que se incline a independizarse de
éste; por fin, también de la fuerza que se atribuya a sí mismo para modificarlo
según sus deseos. Ya aquí desempeña un papel determinante la constitución
psíquica del individuo, aparte de las circunstancias exteriores. El ser humano
predominantemente erótico antepondrá los vínculos afectivos que lo ligan a
otras personas; el narcisista, inclinado a bastarse a sí mismo, buscará las
satisfacciones esenciales en sus procesos psíquicos íntimos; el hombre de
acción nunca abandonará un mundo exterior en el que pueda medir sus fuerzas. En
el segundo de estos tipos, la orientación de los intereses será determinada por
la índole de su vocación y por la medida de las sublimaciones instintuales que
estén a su alcance. Cualquier decisión extrema en la elección se hará sentir,
exponiendo al individuo a los peligros que involucra la posible insuficiencia
de toda técnica vital elegida, con exclusión de las restantes. Así como el
comerciante prudente evita invertir todo su capital en una sola operación, así,
también la sabiduría quizá nos aconseje no hacer depender toda satisfacción de
una única tendencia, pues su éxito jamás es seguro: depende del concurso de
numerosos factores, y quizá de ninguno tanto como de la facultad del aparato
psíquico para adaptar sus funciones al mundo y para sacar provecho de éste en
la realización del placer. Quien llegue al mundo con una constitución
instintual particularmente desfavorable, difícilmente hallará la felicidad en
su situación ambiental, ante todo cuando se encuentre frente a tareas
difíciles, a menos que haya efectuado la profunda transformación y
reestructuración de sus componentes libidinales, imprescindible para todo
rendimiento futuro. La última técnica de vida que le queda y que le ofrece por
lo menos satisfacciones sustitutivas es la fuga a la neurosis, recurso al cual
generalmente apela ya en años juveniles. Quien vea fracasar en edad madura sus
esfuerzos por alcanzar la felicidad, aun hallará consuelo en el placer de la
intoxicación crónica, o bien emprenderá esa desesperada tentativa de rebelión
que es la psicosis (#1695).
PdP 1695
La religión
viene a perturbar este libre juego de elección y adaptación, al imponer a todos
por igual su camino único para alcanzar la felicidad y evitar el sufrimiento.
Su técnica consiste en reducir el valor de la vida y en deformar delirantemente
la imagen del mundo real, medidas que tienen por condición previa la
intimidación de la inteligencia. A este precio, imponiendo por la fuerza al
hombre la fijación a un infantilismo psíquico y haciéndolo participar en un
delirio colectivo, la religión logra evitar a muchos seres la caída en la neurosis
individual. Pero no alcanza nada más. Como ya sabemos, hay muchos caminos que
pueden llevar a la felicidad, en la medida en que es accesible al hombre, mas
ninguno que permita alcanzarla con seguridad. Tampoco la religión puede cumplir
sus promesas, pues el creyente, obligado a invocar en última instancia los
«inescrutables designios» de Dios, confiesa con ello que en el sufrimiento sólo
le queda la sumisión incondicional como último consuelo y fuente de goce. Y si
desde el principio ya estaba dispuesto a aceptarla, bien podría haberse
ahorrado todo ese largo rodeo.
III. Nuestro
estudio de la felicidad no nos ha enseñado hasta ahora mucho que exceda de lo
conocido por todo el mundo. Las perspectivas de descubrir algo nuevo tampoco
parecen ser más promisorias, aunque continuemos la indagación, preguntándonos
por qué al hombre le resulta tan difícil ser feliz. Ya hemos respondido al
señalar las tres fuentes del humano sufrimiento: la supremacía de la Naturaleza , la
caducidad de nuestro propio cuerpo y la insuficiencia de nuestros métodos para
regular las relaciones humanas en la familia, el Estado y la sociedad. En lo
que a las dos primeras se refiere, nuestro juicio no puede vacilar mucho, pues
nos vemos obligados a reconocerlas y a inclinarnos ante lo inevitable. Jamás
llegaremos a dominar completamente la Naturaleza ; nuestro organismo, que forma parte de
ella, siempre será perecedero y limitado en su capacidad de adaptación y
rendimiento. Pero esta comprobación no es, en modo alguno, descorazonante; por
el contrario, señala la dirección a nuestra actividad. Podemos al menos superar
algunos pesares, aunque no todos; otros logramos mitigarlos: varios milenios de
experiencia nos han convencido de ello. Muy distinta es nuestra actitud frente
al tercer motivo de sufrimiento, el de origen social. Nos negamos en absoluto a
aceptarlo: no atinamos a comprender por qué las instituciones que nosotros
mismos hemos creado no habrían de representar más bien protección y bienestar
para todos. Sin embargo, si consideramos cuán pésimo resultado hemos obtenido
precisamente en este sector de la prevención contra el sufrimiento, comenzamos
a sospechar que también aquí podría ocultarse una porción de la indomable
naturaleza, tratándose esta vez de nuestra propia constitución psíquica.
A punto de
ocuparnos en esta eventualidad, nos topamos con una afirmación tan sorprendente
que retiene nuestra atención. Según ella, nuestra llamada cultura llevaría gran
parte de la culpa por la miseria que sufrimos, y podríamos ser mucho más
felices si la abandonásemos para retornar a condiciones de vida más primitivas.
Califico de sorprendente esta aseveración, porque -cualquiera sea el sentido
que se dé al concepto de cultura- es innegable que todos los recursos con los
cuales intentamos defendernos contra los sufrimientos amenazantes proceden
precisamente de esa cultura. ¿Por qué caminos habrán llegado tantos hombres a
esta extraña actitud de hostilidad contra la cultura? Creo que un profundo y
antiguo disconformismo con el respectivo estado cultural constituyó el terreno
en que determinadas circunstancias históricas hicieron germinar la condenación
de aquélla. Me parece que alcanzo a identificar el último y el penúltimo de
estos motivos, pero mi erudición no basta para perseguir más lejos la cadena de
los mismos en la historia de la especie humana. En el triunfo del cristianismo
sobre las religiones paganas ya debe haber intervenido tal factor anticultural,
teniendo en cuenta su íntima afinidad con la depreciación de la vida terrenal
implícita en la doctrina cristiana. El penúltimo motivo surgió cuando al
extenderse los viajes de exploración se entabló contacto con razas y pueblos
primitivos. Los europeos, observando superficialmente e interpretando de manera
equívoca sus usos y costumbres, imaginaron que esos pueblos llevaban una vida
simple, modesta y feliz, que debía parecer inalcanzable a los exploradores de
nivel cultural más elevado. La experiencia ulterior ha rectificado muchos de
estos juicios, pues en múltiples casos se había atribuido tal facilitación de
la vida a la falta de complicadas exigencias culturales, cuando en realidad
obedecía a la generosidad de la
Naturaleza y a la cómoda satisfacción de las necesidades
elementales. En cuanto a la última de aquellas motivaciones históricas, la
conocemos bien de cerca: se produjo cuando el hombre aprendió a comprender el
mecanismo de las neurosis, que amenazan socavar el exiguo resto de felicidad
accesible a la humanidad civilizada. Comprobose así que el ser humano cae en la
neurosis porque no logra soportar el grado de frustración que le impone la
sociedad en aras de sus ideales de cultura, deduciéndose de ello que sería
posible reconquistar las perspectivas de ser feliz, eliminando o atenuando en
grado sumo estas exigencias culturales.
Agrégase a
esto el influjo de cierta decepción. En el curso de las últimas generaciones la Humanidad ha realizado
extraordinarios progresos en las ciencias naturales y en su aplicación técnica,
afianzando en medida otrora inconcebible su dominio sobre la Naturaleza. No
enunciaremos, por conocidos de todos, los pormenores de estos adelantos. El
hombre se enorgullece con razón de tales conquistas, pero comienza a sospechar
que este recién adquirido dominio del espacio y del tiempo, esta sujeción de
las fuerzas naturales, cumplimiento de un anhelo multimilenario, no ha elevado
la satisfacción placentera que exige de la vida, no le ha hecho, en su sentir,
más feliz. Deberíamos limitarnos a deducir de esta comprobación que el dominio
sobre la Naturaleza
no es el único requisito de la felicidad humana -como, por otra parte tampoco
es la meta exclusiva de las aspiraciones culturales-, sin inferir de ella que
los progresos técnicos son inútiles para la economía de nuestra felicidad. En
efecto, ¿acaso no es una positiva experiencia placentera, un innegable aumento
de mi felicidad si puedo escuchar a voluntad la voz de mi hijo que se encuentra
a centenares de kilómetros de distancia; si, apenas desembarcado mi amigo,
puedo enterarme de que ha sobrellevado bien su largo y penoso viaje?
¿Por ventura
no significa nada el que la
Medicina haya logrado reducir tan extraordinariamente la
mortalidad infantil, el peligro de las infecciones puerperales, y aun prolongar
en considerable número los años de vida del hombre civilizado? A estos
beneficios, que debemos a la tan vituperada era de los progresos científicos y
técnicos aun podría agregar una larga serie -pero aquí se hace oír la voz de la
crítica pesimista, advirtiéndonos que la mayor parte de estas satisfacciones
serían como esa «diversión gratuita» encomiada en cierta anécdota: no hay más
que sacar una pierna desnuda de bajo la manta, en fría noche de invierno, para
poder procurarse el «placer» de volverla a cubrir. Sin el ferrocarril que
supera la distancia, nuestro hijo jamás habría abandonado la ciudad natal, y no
necesitaríamos el teléfono para poder oír su voz. Sin la navegación
transatlántica, el amigo no habría emprendido el largo viaje, y ya no me haría
falta el telégrafo para tranquilizarme sobre su suerte. ¿De qué nos sirve
reducir la mortalidad infantil si precisamente esto nos obliga a adoptar máxima
prudencia en la procreación, de modo que, a fin de cuentas, tampoco hoy criamos
más niños que en la época previa a la hegemonía de la higiene, y en cambio
hemos subordinado a penosas condiciones nuestra vida sexual en el matrimonio,
obrando probablemente en sentido opuesto a la benéfica selección natural? ¿De
qué nos sirve, por fin, una larga vida si es tan miserable, tan pobre en
alegrías y rica en sufrimientos que sólo podemos saludar a la muerte como feliz
liberación?
Parece
indudable, pues, que no nos sentimos muy cómodos en nuestra actual cultura,
pero resulta muy difícil juzgar si -y en qué medida- los hombres de antaño eran
más felices, así como la parte que en ello tenían sus condiciones culturales.
Siempre tendremos a apreciar objetivamente la miseria, es decir, a situarnos en
aquellas condiciones con nuestras propias pretensiones y sensibilidades, para
examinar luego los motivos de felicidad o de sufrimiento que hallaríamos en
ellas. Esta manera de apreciación, aparentemente objetiva porque abstrae de las
variaciones a que esta sometida la sensibilidad subjetiva, es, naturalmente, la
más subjetiva que puede darse, pues en el lugar de cualquiera de las desconocidas
disposiciones psíquicas ajenas coloca la nuestra. Pero la felicidad es algo
profundamente subjetivo. Pese a todo el horror que puedan causarnos
determinadas situaciones -la del antiguo galeote, del siervo en la Guerra de los Treinta Años,
del condenado por la
Santa Inquisición , del judío que aguarda la hora de la
persecución-, nos es, sin embargo, imposible colocarnos en el estado de ánimo
de esos seres, intuir los matices del estupor inicial, el paulatino
embotamiento, el abandono de toda expectativa, las formas groseras o finas de
narcotización de la sensibilidad frente a los estímulos placenteros y
desagradables. Ante situaciones de máximo sufrimiento también se ponen en
función determinados mecanismos psíquicos de protección. Pero me parece infructuoso
perseguir más lejos este aspecto del problema.
Es hora de que
nos dediquemos a la esencia de esta cultura, cuyo valor para la felicidad
humana se ha puesto tan en duda. No hemos de pretender una fórmula que defina
en pocos términos esta esencia, aun antes de haber aprendido algo más
examinándola. Por consiguiente, nos conformaremos con repetir (#1696) que el término «cultura» designa la
suma de las producciones e instituciones que distancian nuestra vida de la de
nuestros antecesores animales y que sirven a dos fines: proteger al hombre
contra la Naturaleza
y regular las relaciones de los hombres entre sí. Para alcanzar una mayor
comprensión examinaremos uno por uno los rasgos de la cultura, tal como se
presenta en las comunidades humanas. Al hacerlo, nos dejaremos guiar sin
reservas por el lenguaje común, o como también se suele decir, por el sentido
del lenguaje, confiando en que así lograremos prestar la debida consideración a
intuiciones profundas que aún se resisten a la expresión en términos abstractos.
El comienzo es fácil: aceptamos como culturales todas las actividades y los
bienes útiles para el hombre: a poner la tierra a su servicio, a protegerlo
contra la fuerza de los elementos, etc. He aquí el aspecto de la cultura que da
lugar a menos dudas. Para no quedar cortos en la historia, consignaremos como
primeros actos culturales el empleo de herramientas, la dominación del fuego y
la construcción de habitaciones.
PdP 1696
Entre ellos,
la conquista del fuego se destaca una hazaña excepcional y sin precedentes (#1697); en cuanto a los otros, abrieron al
hombre caminos que desde entonces no dejó de recorrer y cuya elección responde
a motivos fáciles de adivinar. Con las herramientas el hombre perfecciona sus
órganos -tanto los motores como los sensoriales- o elimina las barreras que se
oponen a su acción. Las máquinas le suministran gigantescas fuerzas, que puede
dirigir, como sus músculos, en cualquier dirección; gracias al navío y al
avión, ni el agua ni el aire consiguen limitar sus movimientos. Con la lente
corrige los defectos de su cristalino y con el telescopio contempla las más
remotas lejanías; merced al microscopio supera los límites de lo visible
impuestos por la estructura de su retina. Con la cámara fotográfica ha creado
un instrumento que fija las impresiones ópticas fugaces, servicio que el
fonógrafo le rinde con las no menos fugaces impresiones auditivas,
constituyendo ambos instrumentos materializaciones de su innata facultad de
recordar; es decir, de su memoria. Con ayuda del teléfono oye a distancia que
aun el cuento de hadas respetaría como inalcanzables. La escritura es,
originalmente, el lenguaje del ausente; la vivienda, un sucedáneo del vientre
materno, primera morada cuya nostalgia quizá aún persista en nosotros, donde estábamos
tan seguros y nos sentíamos tan a gusto.
PdP 1697
Diríase que es
un cuento de hadas esta realización de todos o casi todos sus deseos fabulosos,
lograda por el hombre con su ciencia y su técnica, en esta tierra que lo vio
aparecer por vez primera como débil animal y a la que cada nuevo individuo de
su especie vuelve a ingresar -oh inch of nature! (*594) - como lactante inerme. Todos estos
bienes el hombre puede considerarlos como conquistas de la cultura. Desde hace
mucho tiempo se había forjado un ideal de omnipotencia y omnisapiencia que
encarnó en sus dioses, atribuyéndoles cuanto parecía inaccesible a sus deseos o
le estaba vedado, de modo que bien podemos considerar a estos dioses como
ideales de la cultura. Ahora que se encuentra muy cerca de alcanzar este ideal,
casi ha llegado a convertirse él mismo en un dios, aunque por cierto sólo en la
medida en que el común juicio humano estima factible un ideal: nunca por
completo; en unas cosas, para nada; en otras, sólo a medias. El hombre ha llegado
a ser, por así decirlo, un dios con prótesis: bastante magnífico cuando se
coloca todos sus artefactos, pero éstos no crecen de su cuerpo y a veces aun le
procuran muchos sinsabores. Por otra parte, tiene derecho a consolarse con la
reflexión de que este desarrollo no se detendrá precisamente en el año de
gracia de 1930 (*595). Tiempos futuros traerán nuevos y quizá inconcebibles
progresos en este terreno de la cultura, exaltando aún más la deificación del
hombre. Pero no olvidemos, en interés de nuestro estudio, que tampoco el hombre
de hoy se siente feliz en su semejanza con Dios.
Nota 594
Nota 595
Así,
reconocemos el elevado nivel cultural de un país cuando comprobamos que en él
se realiza con perfección y eficacia cuanto atañe a la explotación de la tierra
por el hombre y a la protección de éste contra las fuerzas elementales; es
decir, en dos palabras: cuando todo está dispuesto para su mayor utilidad. En
semejante país los ríos que amenacen con inundaciones habrán de tener regulado
su cauce y sus aguas conducidas por canales a las regiones que carezcan de
ellas; las tierras serán cultivadas diligentemente y sembradas con las plantas
más adecuadas a su fertilidad; las riquezas minerales del subsuelo serán
explotadas activamente y convertidas en herramientas y accesorios
indispensables; los medios de transporte serán frecuentes, rápidos y seguros;
los animales salvajes y dañinos habrán sido exterminados y florecerá la cría de
los domésticos. Pero aún tenemos otras pretensiones frente a la cultura y -lo
que no deja de ser significativo- esperamos verlas realizadas precisamente en
los mismos países. Cual si con ello quisiéramos desmentir las demandas
materiales que acabamos de formular, también celebramos como manifestación de
cultura el hecho de que la diligencia humana se vuelque igualmente sobre cosas
que parecen carecer de la menor utilidad, como, por ejemplo, la ornamentación
floral de los espacios libres urbanos, junto a su fin útil de servir como
plazas de juego y sitios de aireación, o bien el empleo de las flores con el
mismo objeto en la habitación humana. Al punto advertimos que eso, lo inútil,
cuyo valor esperamos ver apreciado por la cultura, no es sino la belleza.
Exigimos al hombre civilizado que la respete dondequiera se le presente en la Naturaleza y que, en la
medida de su habilidad manual, dote de ella a los objetos. Pero con esto no
quedan agotadas, ni mucho menos, nuestras exigencias a la cultura, pues aún
esperamos ver en ella las manifestaciones del orden y la limpieza. No apreciamos
en mucho la cultura de una villa rural inglesa de la época de Shakespeare, al
enterarnos de que ante la puerta de su casa natal, en Stratford, se elevaba un
gran estercolero; nos indignamos y hablamos de «barbarie» -antítesis de
cultura- al encontrar los senderos del bosque de Viena llenos de papeluchos.
Cualquier forma de desaseo nos parece incompatible con la cultura; extendemos
también a nuestro propio cuerpo este precepto de limpieza, enterándonos con
asombro del mal olor que solía despedir la persona del Rey Sol; meneamos la
cabeza al mostrársenos en Isola Bella la minúscula jofaina que usaba Napoleón
para su ablución matutina.
Ni siquiera
nos asombramos cuando alguien llega a establecer el consumo del jabón como
índice de cultura. Análoga actitud adoptamos frente al orden, que, como la
limpieza, referimos únicamente a la obra humana, pero mientras no hemos de
esperar que la limpieza reine en la Naturaleza , el orden, en cambio, se lo hemos
copiado a ésta; la observación de las grandes cronologías siderales no sólo dio
al hombre la pauta, sino también las primeras referencias para introducir el
orden en su vida. El orden es una especie de impulso de repetición que
establece de una vez para todas cuando, dónde y cómo debe efectuarse
determinado acto, de modo que en toda situación correspondiente nos ahorraremos
las dudas e indecisiones. El orden, cuyo beneficio es innegable, permite al
hombre el máximo aprovechamiento de espacio y tiempo, economizando
simultáneamente sus energías psíquicas. Cabría esperar que se impusiera desde
un principio y espontáneamente en la actividad humana; pero por extraño que
parezca no sucedió así, sino que el hombre manifiesta más bien en su labor una
tendencia natural al descuido, a la irregularidad y a la informalidad, siendo
necesarios arduos esfuerzos para conseguir encaminarlo a la imitación de
aquellos modelos celestes.
Evidentemente,
la belleza, el orden y la limpieza ocupan una posición particular entre las
exigencias culturales. Nadie afirmará que son tan esenciales como el dominio de
las fuerzas de la
Naturaleza y otros factores que aún conoceremos, pero nadie
estará dispuesto a relegarlas como cosas accesorias. La belleza, que no
quisiéramos echar de menos en la cultura, ya es un ejemplo de que ésta no
persigue tan sólo el provecho. La utilidad del orden es evidente, en lo que a
la limpieza se refiere, tendremos en cuenta que también es prescrita por la
higiene, vinculación que probablemente no fue ignorada por el hombre aun antes
de que se llegara a la prevención científica de las enfermedades. Pero este
factor utilitario no basta por sí solo para explicar del todo dicha tendencia
higiénica; por fuerza debe intervenir en ella algo más. Pero no creemos poder
caracterizar a la cultura mejor que a través de su valoración y culto de las
actividades psíquicas superiores, de las producciones intelectuales,
científicas y artísticas, o por la función directriz de la vida humana que
concede a las ideas. Entre éstas el lugar preeminente lo ocupan los sistemas
religiosos, cuya complicada estructura traté de iluminar en otra oportunidad;
junto a ellos se encuentran las especulaciones filosóficas, y, finalmente, lo
que podríamos calificar de «construcciones ideales» del hombre, es decir, su
idea de una posible perfección del individuo, de la nación o de la Humanidad entera así
como las pretensiones que establece basándose en tales ideas. La circunstancia
de que estas creaciones no sean independientes entre sí, sino, al contrario,
íntimamente entrelazadas, dificulta tanto su formulación como su derivación
psicológica. Si aceptamos como hipótesis general que el resorte de toda
actividad humana es el afán de lograr ambos fines convergentes -el provecho y
el placer-, entonces también habremos de aceptar su vigencia para estas otras
manifestaciones culturales, a pesar de que su acción sólo se evidencia
claramente en las actividades científicas o artísticas. Pero no se puede dudar
de que también las demás satisfacen poderosas necesidades del ser humano, quizá
aquellas que sólo están desarrolladas en una minoría de los hombres. Tampoco
hemos de dejarnos inducir a engaño por nuestros juicios de valor sobre algunos
de estos ideales y sistemas religiosos o filosóficos, pues ya se vea en ellos
la creación máxima del espíritu humano, ya se los menosprecie como
aberraciones, es preciso reconocer que su existencia, y particularmente su
hegemonía, indican un elevado nivel de cultura.
Como último,
pero no menos importante rasgo característico de una cultura, debemos
considerar la forma en que son reguladas las relaciones de los hombres entre
sí, es decir, las relaciones sociales que conciernen al individuo en tanto que
vecino, colaborador u objeto sexual de otro, en tanto que miembro de una
familia o de un Estado. He aquí un terreno en el cual nos resultará
particularmente difícil mantenernos al margen de ciertas concepciones ideales y
llegar a establecer lo que estrictamente ha de calificarse como cultural.
Comencemos por aceptar que el elemento cultural estuvo implícito ya en la
primera tentativa de regular esas relaciones sociales, pues si tal intento
hubiera sido omitido, dichas relaciones habrían quedado al arbitrio del
individuo; es decir, el más fuerte las habría fijado a conveniencia de sus
intereses y de sus tendencias instintivas. Nada cambiaría en la situación si
este personaje más fuerte se encontrara, a su vez, con otro mas fuerte que él.
La vida humana en común sólo se torna posible cuando llega a reunirse una
mayoría más poderosa que cada uno de los individuos y que se mantenga unida frente
a cualquiera de éstos. El poderío de tal comunidad se enfrenta entonces, como
«Derecho», con el poderío del individuo, que se tacha de «fuerza bruta». Esta
sustitución del poderío individual por el de la comunidad representa el paso
decisivo hacia la cultura. Su carácter esencial reside en que los miembros de
la comunidad restringen sus posibilidades de satisfacción, mientras que el
individuo aislado no reconocía semejantes restricciones. Así, pues, el primer
requisito cultural es el de la justicia, o sea, la seguridad de que el orden
jurídico, una vez establecido, ya no será violado a favor de un individuo, sin
que esto implique un pronunciamiento sobre el valor ético de semejante derecho.
El curso ulterior de la evolución cultural parece tender a que este derecho
deje de expresar la voluntad de un pequeño grupo -casta, tribu, clase social-,
que a su vez se enfrenta, como individualidad violentamente agresiva, con otras
masas quizá más numerosas. El resultado final ha de ser el establecimiento de
un derecho al que todos -o por lo menos todos los individuos aptos para la vida
en comunidad- hayan contribuido con el sacrificio de sus instintos, y que no
deje a ninguno -una vez más: con la mencionada limitación- a merced de la
fuerza bruta.
La libertad
individual no es un bien de la cultura, pues era máxima antes de toda cultura,
aunque entonces carecía de valor porque el individuo apenas era capaz de
defenderla. El desarrollo cultural le impone restricciones, y la justicia exige
que nadie escape a ellas. Cuando en una comunidad humana se agita el ímpetu
libertario puede tratarse de una rebelión contra alguna injusticia establecida,
favoreciendo así un nuevo progreso de la cultura y no dejando, por tanto, de
ser compatible con ésta; pero también puede surgir del resto de la personalidad
primitiva que aún no ha sido dominado por la cultura, constituyendo entonces el
fundamento de una hostilidad contra la misma. Por consiguiente, el anhelo de
libertad se dirige contra determinadas formas y exigencias de la cultura, o
bien contra ésta en general. Al parecer, no existe medio de persuasión alguno
que permita inducir al hombre a que transforme su naturaleza en la de una
hormiga; seguramente jamás dejará de defender su pretensión de libertad
individual contra la voluntad de la masa. Buena parte de las luchas en el seno
de la Humanidad
giran alrededor del fin único de hallar un equilibrio adecuado (es decir, que
dé felicidad a todos) entre estas reivindicaciones individuales y las
colectivas, culturales; uno de los problemas del destino humano es el de si
este equilibrio puede ser alcanzado en determinada cultura o si el conflicto en
sí es inconciliable.
Al dejar que
nuestro sentido común nos señalara qué aspectos de la vida humana merecen ser
calificados de culturales, hemos logrado una impresión clara del conjunto de la
cultura, aunque por el momento nada hayamos averiguado que no fuese conocido
por todo el mundo. Al mismo tiempo, nos hemos cuidado de caer en el prejuicio
general que equipara la cultura a la perfección, que la considera como el
camino hacia lo perfecto, señalado a los seres humanos. Pero aquí abordamos
cierta concepción que quizá conduzca en otro sentido. La evolución cultural se
nos presenta como un proceso peculiar que se opera en la Humanidad y muchas de
cuyas particularidades nos parecen familiares. Podemos caracterizarlo por los
cambios que impone a las conocidas disposiciones instintuales del hombre, cuya
satisfacción es, en fin de cuentas, la finalidad económica de nuestra vida.
Algunos de estos instintos son consumidos de tal suerte que en su lugar aparece
algo que en el individuo aislado calificamos de rasgo del carácter. El erotismo
anal del niño nos ofrece el más curioso ejemplo de tal proceso. En el curso del
crecimiento, su primitivo interés por la función excretora, por sus órganos y
sus productos, se transforma en el grupo de rasgos que conocemos como ahorro,
sentido del orden y limpieza, rasgos valiosos y loables como tales, pero
susceptibles de exacerbarse hasta un grado de notable predominio, constituyendo
entonces lo que se denomina «carácter anal». No sabemos cómo sucede esto; pero
no se puede poner en duda la certeza de tal concepción (#1698). Ahora bien: hemos comprobado que el
orden y la limpieza son preceptos esenciales de la cultura, por más que su
necesidad vital no salte precisamente a los ojos, como tampoco es evidente su
aptitud para proporcionar placer. Aquí se nos presenta por vez primera la
analogía entre el proceso de la cultura y la evolución libidinal del individuo.
PdP 1698
Otros
instintos son obligados a desplazar las condiciones de su satisfacción a
perseguirla por distintos caminos, proceso que en la mayoría de los casos
coincide con el bien conocido mecanismo de la sublimación (de los fines
instintivos), mientras que en algunos aún puede ser distinguido de ésta. La
sublimación de los instintos constituye un elemento cultural sobresaliente,
pues gracias a ella las actividades psíquicas superiores, tanto científicas
como artísticas e ideológicas, pueden desempeñar un papel muy importante en la
vida de los pueblos civilizados. Si cediéramos a la primera impresión,
estaríamos tentados a decir que la sublimación es, en principio, un destino
instintual impuesto por la cultura; pero convendrá reflexionar algo mas al
respecto. Por fin, hallamos junto a estos dos mecanismos un tercero, que nos
parece el más importante, pues es forzoso reconocer la medida en que la cultura
reposa sobre la renuncia a las satisfacciones instintuales: hasta qué punto su
condición previa radica precisamente en la insatisfacción (¿por supresión,
represión o algún otro proceso ?) de instintos poderosos. Esta frustración
cultural rige el vasto dominio de las relaciones sociales entre los seres
humanos, y ya sabemos que en ella reside la causa de la hostilidad opuesta a
toda cultura. Este proceso también planteará arduos problemas a nuestra labor
científica: son muchas las soluciones que habremos de ofrecer. No es fácil
comprender cómo se puede sustraer un instinto a su satisfacción; propósito que,
por otra parte, no está nada libre de peligros, pues si no se compensa
económicamente tal defraudación habrá que atenerse a graves trastornos. Pero si
pretendemos establecer el valor que merece nuestro concepto del desarrollo
cultural como un proceso particular comparable a la maduración normal del
individuo, tendremos que abordar sin duda otro problema, preguntándonos a qué
factores debe su origen la evolución de la cultura, cómo surgió y qué determinó
su derrotero ulterior.
IV. He aquí
una tarea exorbitante, ante la que bien podemos confesar nuestro apocamiento.
Veamos, pues, lo poco que de ella logré entrever. El hombre primitivo, después
de haber descubierto que estaba literalmente en sus manos mejorar su destino en
la Tierra por
medio del trabajo, ya no pudo considerar con indiferencia el hecho de que el
prójimo trabajara con él o contra él. Sus semejantes adquirieron entonces, a
sus ojos, la significación de colaboradores con quienes resultaba útil vivir en
comunidad. Aún antes, en su prehistoria antropoidea, había adoptado el hábito
de constituir familias, de modo que los miembros de éstas probablemente fueran
sus primeros auxiliares. Es de suponer que la constitución de la familia estuvo
vinculada a cierta evolución sufrida por la necesidad de satisfacción genital:
ésta, en lugar de presentarse como un huésped ocasional que de pronto se
instala en casa de uno para no dar por mucho tiempo señales de vida después de
su partida, se convirtió, por lo contrario, en un inquilino permanente del
individuo. Con ello, el macho tuvo motivos para conservar junto a sí a la
hembra, o, en términos más genéricos, a los objetos sexuales; las hembras, por
su parte, no queriendo separarse de su prole inerme, también se vieron
obligadas a permanecer, en interés de ésta, junto al macho más fuerte (#1699). En esta familia primitiva aún falta
un elemento esencial de la cultura, pues la voluntad del jefe y padre era
ilimitada. En Totem y tabú traté de mostrar el camino que condujo de esta familia
primitiva a la fase siguiente de la vida en sociedad, es decir, a las alianzas
fraternas. Los hijos, al triunfar sobre el padre, habían descubierto que una
asociación puede ser más poderosa que el individuo aislado. La fase totémica de
la cultura se basa en las restricciones que los hermanos hubieron de imponerse
mutuamente para consolidar este nuevo sistema. Los preceptos del tabú
constituyeron así el primer «Derecho», la primera ley. La vida de los hombres
en común adquirió, pues, doble fundamento: por un lado, la obligación del
trabajo impuesta por las necesidades exteriores; por el otro, el poderío del
amor, que impedía al hombre prescindir de su objeto sexual, la mujer, y a ésta,
de esa parte separada de su seno que es el hijo. De tal manera, Eros y Ananké
(amor y necesidad) se convirtieron en los padres de la cultura humana, cuyo
primer resultado fue el de facilitar la vida en común a mayor número de seres.
Dado que en ello colaboraron estas dos poderosas instancias, cabría esperar que
la evolución ulterior se cumpliese sin tropiezos, llevando a una dominación
cada vez más perfecta del mundo exterior y al progresivo aumento del número de
hombres comprendidos en la comunidad. Así, no es fácil comprender cómo esta
cultura podría dejar de hacer felices a sus miembros.
PdP 1699
Antes de indagar
el posible origen de sus eventuales perturbaciones, dejemos que el
reconocimiento del amor como uno de los fundamentos de la cultura nos aparte de
nuestro camino, a fin de llenar una laguna en nuestras consideraciones
anteriores. Cuando señalamos la experiencia de que el amor sexual (genital)
ofrece al hombre las más intensas vivencias placenteras, estableciendo, en
suma, el prototipo de toda felicidad, dijimos que aquélla debía haberle
inducido a seguir buscando en el terreno de las relaciones sexuales todas las
satisfacciones que permite la vida, de manera que el erotismo genital vendría a
ocupar el centro de su existencia. Agregamos que tal camino conduce a una
peligrosa dependencia frente a una parte del mundo exterior -frente al objeto
amado que se elige-, exponiéndolo así a experimentar los mayores sufrimientos
cuando este objeto lo desprecie o cuando se lo arrebate la infidelidad o la
muerte.
He aquí por
qué los sabios de todos los tiempos trataron de disuadir tan insistentemente a
los hombres de la elección de este camino, que, sin embargo, conservó todo su
atractivo para gran número de seres. Gracias a su constitución, una pequeña
minoría de éstos logra hallar la felicidad por la vía del amor; mas para ello
debe someter la función erótica a vastas e imprescindibles modificaciones
psíquicas. Estas personas se independizan del consentimiento del objeto,
desplazando a la propia acción de amar el acento que primitivamente reposaba en
la experiencia de ser amado, de tal manera que se protegen contra la pérdida
del objeto, dirigiendo su amor en igual medida a todos los seres en vez de
volcarlo sobre objetos determinados; por fin, evitan las peripecias y
defraudaciones del amor genital, desviándolo de su fin sexual, es decir,
transformando el instinto en un impulso coartado en su fin. El estado en que de
tal manera logran colocarse, esa actitud de ternura etérea e imperturbable, ya
no conserva gran semejanza exterior con la agitada y tempestuosa vida amorosa
genital de la cual se ha derivado. San Francisco de Asís fue quizá quien llegó
más lejos en esta utilización del amor para lograr una sensación de felicidad
interior, técnica que, según dijimos, es una de las que facilitan la
satisfacción del principio del placer, habiendo sido vinculada en múltiples ocasiones
a la religión, con la que probablemente coincida en aquellas remotas regiones
donde deja de diferenciarse el yo de los objetos, y éstos entre si. Cierta
concepción ética, cuyos motivos profundos aún habremos de dilucidar, pretende
ver en esta disposición al amor universal por la Humanidad y por el mundo
la actitud más excelsa a que puede elevarse el ser humano. Con todo, nos
apresuramos a adelantar nuestras dos principales objeciones al respecto: ante
todo, un amor que no discrimina pierde a nuestros ojos buena parte de su valor,
pues comete una injusticia frente al objeto; luego, no todos los seres humanos
merecen ser amados.
Aquel impulso
amoroso que instituyó la familia sigue ejerciendo su influencia en la cultura,
tanto en su forma primitiva, sin renuncia a la satisfacción sexual directa,
como bajo su transformación en un cariño coartado en su fin. En ambas variantes
perpetúa su función de unir entre sí a un número creciente de seres con
intensidad mayor que la lograda por el interés de la comunidad de trabajo. La
imprecisión con que el lenguaje emplea el término «amor» está, pues,
genéticamente justificada. Suélese llamar así a la relación entre el hombre y
la mujer que han fundado una familia sobre la base de sus necesidades
genitales; pero también se denomina «amor» a los sentimientos positivos entre
padres e hijos, entre hermanos y hermanas, a pesar de que estos vínculos deben
ser considerados como amor de fin inhibido, como cariño. Sucede simplemente que
el amor coartado en su fin fue en su origen un amor plenamente sexual, y sigue
siéndolo en el inconsciente humano. Ambas tendencias amorosas, la sensual y la
de fin inhibido, transcienden los límites de la familia y establecen nuevos
vínculos con seres hasta ahora extraños. El amor genital lleva a la formación
de nuevas familias; el fin inhibido, a las «amistades», que tienen valor en la
cultura, pues escapan a muchas restricciones del amor genital, como, por
ejemplo, a su carácter exclusivo. Sin embargo, la relación entre el amor y la
cultura deja de ser unívoca en el curso de la evolución: por un lado, el
primero se opone a los intereses de la segunda, que a su vez lo amenaza con
sensibles restricciones.
Tal divorcio
entre amor y cultura parece, pues, inevitable; pero no es fácil distinguir al
punto su motivo. Comienza por manifestarse como un conflicto entre la familia y
la comunidad social más amplia a la cual pertenece el individuo. Ya hemos
entrevisto que una de las principales finalidades de la cultura persigue la
aglutinación de los hombres en grandes unidades; pero la familia no está
dispuesta a renunciar al individuo. Cuanto más íntimos sean los vínculos entre
los miembros de la familia, tanto mayor será muchas veces su inclinación a
aislarse de los demás, tanto más difícil les resultará ingresar en las esferas
sociales más vastas. El modo de vida en común filogenéticamente más antiguo, el
único que existe en la infancia, se resiste a ser sustituido por el cultural,
de origen más reciente. El desprendimiento de la familia llega a ser para todo
adolescente una tarea cuya solución muchas veces le es facilitada por la
sociedad mediante los ritos de pubertad y de iniciación. Obtiénese así la
impresión de que aquí actúan obstáculos inherentes a todo desarrollo psíquico y
en el fondo también a toda evolución orgánica. La siguiente discordia es
causada por las mujeres, que no tardan en oponerse a la corriente cultural,
ejerciendo su influencia dilatoria y conservadora. Sin embargo, son estas
mismas mujeres las que originalmente establecieron el fundamento de la cultura
con las exigencias de su amor.
Las mujeres
representan los intereses de la familia y de la vida sexual; la obra cultural,
en cambio, se conviene cada vez más en tarea masculina, imponiendo a los
hombres dificultades crecientes y obligándoles a sublimar sus instintos,
sublimación para la que las mujeres están escasamente dotadas. Dado que el
hombre no dispone de energía psíquica en cantidades ilimitadas, se ve obligado
a cumplir sus tareas mediante una adecuada distribución de la libido. La parte
que consume para fines culturales la sustrae, sobre todo, a la mujer y a la
vida sexual; la constante convivencia con otros hombres y su dependencia de las
relaciones con éstos, aun llegan a sustraerlo a sus deberes de esposo y padre.
La mujer, viéndose así relegada a segundo término por las exigencias de la
cultura, adopta frente a ésta una actitud hostil. En cuanto a la cultura, su
tendencia a restringir la vida sexual no es menos evidente que la otra,
dirigida a ampliar el círculo de su acción. Ya la primera fase cultural, la del
totemismo, trae consigo la prohibición de elegir un objeto incestuoso, quizá la
más cruenta mutilación que haya sufrido la vida amorosa del hombre en el curso
de los tiempos. El tabú, la ley y las costumbres han de establecer nuevas
limitaciones que afectarán tanto al hombre como a la mujer. Pero no todas las
culturas avanzan a igual distancia por este camino, y, además, la estructura
material de la sociedad también ejerce su influencia sobre la medida de la libertad
sexual restante. Ya sabemos que la cultura obedece al imperio de la necesidad
psíquica económica, pues se ve obligada a sustraer a la sexualidad gran parte
de la energía psíquica que necesita para su propio consumo. Al hacerlo adopta
frente a la sexualidad una conducta idéntica a la de un pueblo o una clase
social que haya logrado someter a otra a su explotación.
El temor a la
rebelión de los oprimidos induce a adoptar medidas de precaución más rigurosas.
Nuestra cultura europea occidental corresponde a un punto culminante de este
desarrollo. Al comenzar por proscribir severamente las manifestaciones de la
vida sexual infantil actúa con plena justificación psicológica, pues la
contención de los deseos sexuales del adulto no ofrecería perspectiva alguna de
éxito si no fuera facilitada por una labor preparatoria en la infancia. En
cambio, carece de toda justificación el que la sociedad civilizada aun haya
llegado al punto de negar la existencia de estos fenómenos, fácilmente
demostrables y hasta llamativos. La elección de objeto queda restringida en el
individuo sexualmente maduro al sexo contrario, y la mayor parte de las
satisfacciones extragenitales son prohibidas como perversiones. La imposición
de una vida sexual idéntica para todos, implícita en estas prohibiciones, pasa
por alto las discrepancias que presenta la constitución sexual innata o
adquirida de los hombres, privando a muchos de ellos de todo goce sexual y
convirtiéndose así en fuente de una grave injusticia. El efecto de estas
medidas restrictivas podría consistir en que los individuos normales, es decir,
constitucionalmente aptos para ello, volcasen todo su interés sexual, sin merma
alguna, en los canales que se le han dejado abiertos. Pero aun el amor genital
heterosexual, único que ha escapado a la proscripción, todavía es menoscabado
por las restricciones de la legitimidad y de la monogamia. La cultura actual
nos da claramente a entender que sólo está dispuesta a tolerar las relaciones
sexuales basadas en la unión única e indisoluble entre un hombre y una mujer,
sin admitir la sexualidad como fuente de placer en sí, aceptándola tan sólo
como instrumento de reproducción humana que hasta ahora no ha podido ser
sustituido.
Desde luego,
esta situación corresponde a un caso extremo, pues todos sabemos que en la
práctica no puede ser realizada ni siquiera durante breve tiempo. Sólo los
seres débiles se sometieron a tan amplia restricción de su libertad sexual,
mientras que las naturalezas más fuertes únicamente la aceptaron con una
condición compensadora, de la que se tratará más adelante. La sociedad
civilizada se ha visto en la obligación de cerrar los ojos ante muchas
transgresiones que, de acuerdo con sus propios estatutos, debería haber
perseguido. Sin embargo, también es preciso evitar el error opuesto, creyendo
que semejante actitud cultural sería completamente inofensiva, ya que no
alcanza todos sus propósitos, pues no se puede dudar de que la vida sexual del
hombre civilizado ha sufrido un grave perjuicio y en ocasiones llega a parecernos
una función que se halla en pleno proceso involutivo al igual que, como
ejemplos orgánicos, nuestra dentadura y nuestra cabellera. Quizá tengamos
derecho a aceptar que ha experimentado un sensible menoscabo en tanto que
fuente de felicidad, es decir como recurso para realizar nuestra finalidad
vital (#1700). A veces creemos advertir
que la presión de la cultura no es el único factor responsable, sino que habría
algo inherente a la propia esencia de la función sexual que nos priva de
satisfacción completa, impulsándonos a seguir otros caminos. Puede ser que
estemos errados al creerlo; pero es difícil decirlo (#1701).
PdP 1700
PdP 1701
PdP 1701a
V. La
experiencia psicoanalítica ha demostrado que las personas llamadas neuróticas
son precisamente las que menos soportan estas frustraciones de la vida sexual.
Mediante sus síntomas se procuran satisfacciones sustitutivas que, sin embargo,
les deparan sufrimientos, ya sea por sí mismas o por las dificultades que les
ocasionan con el mundo exterior y con la sociedad. Este último caso se
comprende fácilmente; pero el primero nos plantea un nuevo problema. Con todo,
la cultura aún exige otros sacrificios, además de los que afectan a la
satisfacción sexual. Al reducir la dificultad de la evolución cultural a la inercia
de la libido, a su resistencia a abandonar una posición antigua por una nueva,
hemos concebido aquélla como un trastorno evolutivo general. Sostenemos más o
menos el mismo concepto, al derivar la antítesis entre cultura y sexualidad del
hecho de que el amor sexual constituye una relación entre dos personas, en las
que un tercero sólo puede desempeñar un papel superfluo o perturbador, mientras
que, por el contrario, la cultura implica necesariamente relaciones entre mayor
número de personas. En la culminación máxima de una relación amorosa no
subsiste interés alguno por el mundo exterior, ambos amantes se bastan a sí
mismos y tampoco necesitan el hijo en común para ser felices. En ningún caso,
como en éste, el Eros traduce con mayor claridad el núcleo de su esencia, su
propósito de fundir varios seres en uno solo; pero se resiste a ir más lejos,
una vez alcanzado este fin, de manera proverbial, en el enamoramiento de dos
personas.
Hasta aquí,
fácilmente podríamos imaginar una comunidad cultural formada por semejantes
individualidades dobles, que, libidinalmente satisfechas en sí mismas, se
vincularan mutuamente por los lazos de la comunidad de trabajo o de intereses.
En tal caso la cultura no tendría ninguna necesidad de sustraer energía a la
sexualidad. Pero esta situación tan loable no existe ni ha existido jamás, pues
la realidad nos muestra que la cultura no se conforma con los vínculos de unión
que hasta ahora le hemos concedido, sino que también pretende ligar mutuamente
a los miembros de la comunidad con lazos libidinales, sirviéndose a tal fin de
cualquier recurso, favoreciendo cualquier camino que pueda llegar a establecer
potentes identificaciones entre aquéllos, poniendo en juego la máxima cantidad
posible de libido con fin inhibido, para reforzar los vínculos de comunidad
mediante los lazos amistosos. La realización de estos propósitos exige
ineludiblemente una restricción de la vida sexual; pero aún no comprendemos la
necesidad que impulsó a la cultura a adoptar este camino y que fundamenta su
oposición a la sexualidad. Ha de tratarse, sin duda, de un factor perturbador
que todavía no hemos descubierto.
Quizá hallemos
la pista en uno de los pretendidos ideales postulados por la sociedad
civilizada. Es el precepto «Amarás al prójimo como a ti mismo», que goza de
universal nombradía y seguramente es más antiguo que el cristianismo, a pesar
de que éste lo ostenta como su más encomiable conquista; pero sin duda no es
muy antiguo, pues el hombre aún no lo conocía en épocas ya históricas. Adoptemos
frente al mismo una actitud ingenua, como si lo oyésemos por vez primera:
entonces no podremos contener un sentimiento de asombro y extrañeza. ¿Por qué
tendríamos que hacerlo? ¿De qué podría servirnos? Pero, ante todo, ¿cómo llegar
a cumplirlo? ¿De qué manera podríamos adoptar semejante actitud? Mi amor es
para mí algo muy precioso, que no tengo derecho a derrochar insensatamente. Me
impone obligaciones que debo estar dispuesto a cumplir con sacrificios. Si amo
a alguien, es preciso que éste lo merezca por cualquier título. (Descarto aquí
la utilidad que podría reportarme, así como su posible valor como objeto
sexual, pues estas dos formas de vinculación nada tienen que ver con el
precepto del amor al prójimo.) Merecería mi amor si se me asemejara en aspectos
importantes, a punto tal que pudiera amar en él a mí mismo; lo merecería si
fuera más perfecto de lo que yo soy, en tal medida que pudiera amar en él al
ideal de mi propia persona; debería amarlo si fuera el hijo de mi amigo, pues
el dolor de éste, si algún mal le sucediera, también sería mi dolor, yo tendría
que compartirlo. En cambio, si me fuera extraño y si no me atrajese ninguno de
sus propios valores, ninguna importancia que hubiera adquirido para mi vida
afectiva, entonces me sería muy difícil amarlo. Hasta sería injusto si lo
amara, pues los míos aprecian mi amor como una demostración de preferencia, y
les haría injusticia si los equiparase con un extraño. Pero si he de amarlo con
ese amor general por todo el Universo, simplemente porque también él es una
criatura de este mundo, como el insecto, el gusano y la culebra, entonces me
temo que sólo le corresponda una ínfima parte de amor, de ningún modo tanto
como la razón me autoriza a guardar para mí mismo. ¿A qué viene entonces tan
solemne presentación de un precepto que razonablemente a nadie puede
aconsejarse cumplir? Examinándolo con mayor detenimiento, me encuentro con
nuevas dificultades.
Este ser
extraño no sólo es en general indigno de amor, sino que -para confesarlo
sinceramente- merece mucho más mi hostilidad y aun mi odio. No parece alimentar
el mínimo amor por mi persona, no me demuestra la menor consideración. Siempre
que le sea de alguna utilidad, no vacilará en perjudicarme, y ni siquiera se
preguntará si la cuantía de su provecho corresponde a la magnitud del perjuicio
que me ocasiona. Más aún: ni siquiera es necesario que de ello derive un
provecho; le bastará experimentar el menor placer para que no tenga escrúpulo
alguno en denigrarme, en ofenderme, en difamarme, en exhibir su poderío sobre
mi persona, y cuanto más seguro se sienta, cuanto más inerme yo me encuentre,
tanto más seguramente puedo esperar de él esta actitud para conmigo. Si se
condujera de otro modo, si me demostrase consideración y respeto a pesar de
serle yo un extraño, estaría dispuesto por mi parte a retribuírselo de análoga
manera, aunque no me obligara a ello precepto alguno. Aún más: si ese
grandilocuente mandamiento rezara «Amarás al prójimo como el prójimo te ame a
ti», nada tendría yo que objetar. Existe un segundo mandamiento que me parece
aún más inconcebible y que despierta en mí una resistencia más violenta:
«Amarás a tus enemigos.» Sin embargo, pensándolo bien, veo que estoy errado al
rechazarlo como pretensión aun menos admisible, pues, en el fondo, nos dice lo
mismo que el primero (#1702).
PdP 1702
Llegado aquí,
creo oír una voz que, llena de solemnidad, me advierte: «Precisamente porque tu
prójimo no merece tu amor y es más bien tu enemigo, debes amarlo como a ti
mismo.» Comprendo entonces que éste es un caso semejante al Credo quia
absurdum (*596). Ahora bien: es muy
probable que el prójimo, si se le invitara a amarme como a mí mismo,
respondería exactamente como yo lo hice, repudiándome con idénticas razones,
aunque, según espero, no con igual derecho objetivo; pero él, a su vez,
esperará lo mismo. Con todo, hay ciertas diferencias en la conducta de los
hombres, calificadas por la ética como «buenas» y «malas», sin tener en cuenta
para nada sus condiciones de origen. Mientras no hayan sido superadas estas
discrepancias innegables, el cumplimiento de los supremos preceptos éticos
significará un perjuicio para los fines de la cultura al establecer un premio
directo a la maldad. No se puede eludir aquí el recuerdo de un sucedido en el
Parlamento francés al debatirse la pena de muerte: un orador había abogado
apasionadamente por su abolición y cosechó frenéticos aplausos, hasta que una
voz surgida del fondo de la sala pronunció las siguientes palabras: Que
messieurs les assassins commencent!
Nota 596
La verdad
oculta tras de todo esto, que negaríamos de buen grado, es la de que el hombre
no es una criatura tierna y necesitada de amor, que sólo osaría defenderse si
se le atacara, sino, por el contrario, un ser entre cuyas disposiciones
instintivas también debe incluirse una buena porción de agresividad. Por
consiguiente, el prójimo no le representa únicamente un posible colaborador y
objeto sexual, sino también un motivo de tentación para satisfacer en él su
agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para
aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes,
para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo. Homo
homini lupus (*597): ¿quién se atrevería
a refutar este refrán, después de todas las experiencias de la vida y de la Historia ? Por regla
general, esta cruel agresión espera para desencadenarse a que se la provoque, o
bien se pone al servicio de otros propósitos, cuyo fin también podría
alcanzarse con medios menos violentos. En condiciones que le sean favorables,
cuando desaparecen las fuerzas psíquicas antagónicas que por lo general la
inhiben, también puede manifestarse
espontáneamente, desenmascarando al
hombre como una bestia salvaje que no conoce el menor respeto por los seres de
su propia especie. Quien recuerde los horrores de las grandes migraciones, de
las irrupciones de los hunos, de los mogoles bajo Gengis Khan y Tamerlán, de la
conquista de Jerusalén por los píos cruzados y aun las crueldades de la última
guerra mundial, tendrá que inclinarse humildemente ante la realidad de esta
concepción.
Nota 597
La existencia
de tales tendencias agresivas, que podemos percibir en nosotros mismos y cuya
existencia suponemos con toda razón en el prójimo, es el factor que perturba
nuestra relación con los semejantes, imponiendo a la cultura tal despliegue de
preceptos. Debido a esta primordial hostilidad entre los hombres, la sociedad
civilizada se ve constantemente al borde de la desintegración. El interés que
ofrece la comunidad de trabajo no bastaría para mantener su cohesión, pues las
pasiones instintivas son más poderosas que los intereses racionales. La cultura
se ve obligada a realizar múltiples esfuerzos para poner barreras a las
tendencias agresivas del hombre, para dominar sus manifestaciones mediante
formaciones reactivas psíquicas. De ahí, pues, ese despliegue de métodos
destinados a que los hombres se identifiquen y entablen vínculos amorosos
coartados en su fin; de ahí las restricciones de la vida sexual, y de ahí también
el precepto ideal de amar al prójimo como a sí mismo, precepto que
efectivamente se justifica, porque ningún otro es, como él, tan contrario y
antagónico a la primitiva naturaleza humana. Sin embargo, todos los esfuerzos
de la cultura destinados a imponerlo aún no han logrado gran cosa. Aquélla
espera poder evitar los peores despliegues de la fuerza bruta concediéndose a
sí misma el derecho de ejercer a su vez la fuerza frente a los delincuentes;
pero la ley no alcanza las manifestaciones más discretas y sutiles de la
agresividad humana. En un momento determinado, todos llegamos a abandonar, como
ilusiones, cuantas esperanzas juveniles habíamos puesto en el prójimo; todos
sufrimos la experiencia de comprobar cómo la maldad de éste nos amarga y
dificulta la vida. Sin embargo, sería injusto reprochar a la cultura el que
pretenda excluir la lucha y la competencia de las actividades humanas. Esos
factores seguramente son imprescindibles; pero la rivalidad no significa
necesariamente hostilidad: sólo se abusa de ella para justificar ésta.
Los comunistas
creen haber descubierto el camino hacia la redención del mal. Según ellos, el
hombre sería bueno de todo corazón, abrigaría las mejores intenciones para con
el prójimo, pero la institución de la propiedad privada habría corrompido su
naturaleza. La posesión privada de bienes concede a unos el poderío, y con ello
la tentación de abusar de los otros; los excluidos de la propiedad deben
sublevarse hostilmente contra sus opresores. Si se aboliera la propiedad privada,
si se hicieran comunes todos los bienes, dejando que todos participaran de su
provecho, desaparecería la malquerencia y la hostilidad entre los seres
humanos. Dado que todas las necesidades quedarían satisfechas, nadie tendría
motivo de ver en el prójimo a un enemigo; todos se plegarían de buen grado a la
necesidad del trabajo. No me concierne la crítica económica del sistema
comunista; no me es posible investigar si la abolición de la propiedad privada
es oportuna y conveniente (#1703); pero,
en cambio, puedo reconocer como vana ilusión su hipótesis psicológica. Es
verdad que al abolir la propiedad privada se sustrae a la agresividad humana
uno de sus instrumentos, sin duda uno muy fuerte, pero de ningún modo el más
fuerte de todos. Sin embargo nada se habrá modificado con ello en las
diferencias de poderío y de influencia que la agresividad aprovecha para sus
propósitos; tampoco se habrá cambiado la esencia de ésta. El instinto agresivo
no es una consecuencia de la propiedad, sino que regía casi sin restricciones
en épocas primitivas, cuando la propiedad aún era bien poca cosa; ya se
manifiesta en el niño, apenas la propiedad ha perdido su primitiva forma anal;
constituye el sedimento de todos los vínculos cariñosos y amorosos entre los
hombres, quizá con la única excepción del amor que la madre siente por su hijo
varón. Si se eliminara el derecho personal a poseer bienes materiales, aún
subsistirían los privilegios derivados de las relaciones sexuales, que
necesariamente deben convertirse en fuente de la más intensa envidia y de la
más violenta hostilidad entre los seres humanos, equiparados en todo lo
restante. Si también se aboliera este privilegio, decretando la completa
libertad de la vida sexual, suprimiendo, pues, la familia, célula germinal de la
cultura, entonces, es verdad, sería imposible predecir qué nuevos caminos
seguiría la evolución de ésta; pero cualesquiera que ellos fueren, podemos
aceptar que las inagotables tendencias intrínsecas de la naturaleza humana
tampoco dejarían de seguirlos.
PdP 1703
Evidentemente,
al hombre no le resulta fácil renunciar a la satisfacción de estas tendencias
agresivas suyas; no se siente nada a gusto sin esa satisfacción. Por otra
parte, un núcleo cultural más restringido ofrece la muy apreciable ventaja de
permitir la satisfacción de este instinto mediante la hostilidad frente a los
seres que han quedado excluidos de aquél. Siempre se podrá vincular
amorosamente entre sí a mayor número de hombres, con la condición de que sobren
otros en quienes descargar los golpes. En cierta ocasión me ocupé en el
fenómeno de que las comunidades vecinas, y aun emparentadas, son precisamente
las que más se combaten y desdeñan entre sí, como, por ejemplo, españoles y
portugueses, alemanes del Norte y del Sur, ingleses y escoceses, etc. Denominé
a este fenómeno narcisismo de las pequeñas diferencias, aunque tal término
escasamente contribuye a explicarlo. Podemos considerarlo como un medio para
satisfacer, cómoda y más o menos inofensivamente, las tendencias agresivas,
facilitándose así la cohesión entre los miembros de la comunidad. El pueblo
judío, diseminado por todo el mundo, se ha hecho acreedor de tal manera a
importantes méritos en cuanto al desarrollo de la cultura de los pueblos que lo
hospedan; pero, por desgracia, ni siquiera las masacres de judíos en la Edad Media lograron que
esa época fuera más apacible y segura para sus contemporáneos cristianos. Una
vez que el apóstol Pablo hubo hecho del amor universal por la Humanidad el fundamento
de la comunidad cristiana, surgió como consecuencia ineludible la más extrema
intolerancia del cristianismo frente a los gentiles; en cambio, los romanos,
cuya organización estatal no se basaba en el amor desconocían la intolerancia
religiosa, a pesar de que entre ellos la religión era cosa del Estado y el
Estado estaba saturado de religión. Tampoco fue por incomprensible azar que el
sueño de la supremacía mundial germana recurriera como complemento a la
incitación al antisemitismo; por fin, nos parece harto comprensible el que la
tentativa de instaurar en Rusia una nueva cultura comunista recurra a la
persecución de los burgueses como apoyo psicológico. Pero nos preguntamos,
preocupados, qué harán los soviets una vez que hayan exterminado totalmente a
sus burgueses.
Si la cultura
impone tan pesados sacrificios, no sólo a la sexualidad, sino también a las
tendencias agresivas, comprenderemos mejor por qué al hombre le resulta tan
difícil alcanzar en ella su felicidad. En efecto, el hombre primitivo estaba
menos agobiado en este sentido, pues no conocía restricción alguna de sus
instintos. En cambio, eran muy escasas sus perspectivas de poder gozar largo
tiempo de tal felicidad. El hombre civilizado ha trocado una parte de posible
felicidad por una parte de seguridad; pero no olvidemos que en la familia
primitiva sólo el jefe gozaba de semejante libertad de los instintos, mientras
que los demás vivían oprimidos como esclavos. Por consiguiente, la
contradicción entre una minoría que gozaba de los privilegios de la cultura y
una mayoría excluida de éstos estaba exaltada al máximo en aquella época
primitiva de la cultura. Las minuciosas investigaciones realizadas con los
pueblos primitivos actuales nos han demostrado que en manera alguna es
envidiable la libertad de que gozan en su vida instintiva, pues ésta se
encuentra supeditada a restricciones de otro orden, quizá aún más severas de
las que sufre el hombre civilizado moderno.
Si con toda
justificación reprochamos al actual estado de nuestra cultura cuán
insuficientemente realiza nuestra pretensión de un sistema de vida que nos haga
felices; si le echamos en cara la magnitud de los sufrimientos, quizá evitables
a que nos expone; si tratamos de desenmascarar con implacable crítica las
raíces de su imperfección, seguramente ejercemos nuestro legítimo derecho, y no
por ello demostramos ser enemigos de la cultura. Cabe esperar que poco a poco
lograremos imponer a nuestra cultura modificaciones que satisfagan mejor
nuestras necesidades y que escapen a aquellas críticas. Pero quizá convenga que
nos familiaricemos también con la idea de que existen dificultades inherentes a
la esencia misma de la cultura e inaccesibles a cualquier intento de reforma.
Además de la necesaria limitación instintiva que ya estamos dispuestos a
aceptar, nos amenaza el peligro de un estado que podríamos denominar «miseria
psicológica de las masas». Este peligro es más inminente cuando las fuerzas
sociales de cohesión consisten primordialmente en identificaciones mutuas entre
los individuos de un grupo, mientras que los personajes dirigentes no asumen el
papel importante que deberían desempeñar en la formación de la masa (#1704). La presente situación cultural de
los Estados Unidos ofrecería una buena oportunidad para estudiar este temible
peligro que amenaza a la cultura; pero rehúyo la tentación de abordar la
crítica de la cultura norteamericana, pues no quiero despertar la impresión de
que pretendo aplicar, a mi vez, métodos americanos.
PdP 1704
VI. Ninguna de
mis obras me ha producido, tan intensamente como ésta, la impresión de estar
describiendo cosas por todos conocidas, de malgastar papel y tinta, de ocupar a
tipógrafos e impresores para exponer hechos que en realidad son evidentes. Por
eso abordo con entusiasmo la posibilidad de que surja una modificación de la teoría
psicoanalítica de los instintos, al plantearse la existencia de un instinto
agresivo, particular e independiente. Sin embargo, las consideraciones que
siguen demostrarán que mi esperanza es vana, que sólo trata de captar con mayor
precisión un giro teórico ya realizado hace tiempo, persiguiéndolo hasta sus
consecuencias últimas. Entre todas las nociones gradualmente desarrolladas por
la teoría analítica, la doctrina de los instintos es la que dio lugar a los más
arduos y laboriosos progresos. Sin embargo, representa una pieza tan esencial
en el conjunto de la teoría psicoanalítica que fue preciso llenar su lugar con
un elemento cualquiera. En la completa perplejidad de mis estudios iniciales,
me ofreció un primer punto de apoyo el aforismo de Schiller, el poeta filósofo,
según el cual «hambre y amor» hacen girar coherentemente el mundo (*598). Bien podía considerar el hambre como
representante de aquellos instintos que tienden a conservar al individuo; el
amor, en cambio, tiende hacia los objetos: su función primordial, favorecida en
toda forma por la
Naturaleza , reside en la conservación de la especie. Así,
desde un principio se me presentaron en mutua oposición los instintos del yo y
los instintos objetales. Para designar la energía de los últimos, y exclusivamente
para ella, introduje el término libido, con esto la polaridad quedó planteada
entre los instintos del yo y los instintos libidinales, dirigidos a objetos, o
pulsiones amorosas en el más amplio sentido. Sin embargo, uno de estos
instintos objetales, el sádico, se distinguía de los demás porque su fin no era
en modo alguno amoroso, y además establecía múltiples y evidentes coaliciones
con los instintos del yo, manifestando su estrecho parentesco con pulsiones de
posesión o apropiación, carentes de propósitos libidinales. Pero esta
discrepancia pudo ser superada; a todas luces, el sadismo forma parte de la
vida sexual, y bien puede suceder que el juego de la crueldad sustituya al del
amor. La neurosis venía a ser la solución de una lucha entre los intereses de
la autoconservación y las exigencias de la libido, una lucha en la que el yo,
si bien triunfante, había pagado el precio de graves sufrimientos y renuncias.
Nota 598
Todo analista
reconocerá que aún hoy nada de esto parece un error superado hace ya mucho
tiempo. Pero cuando nuestra investigación progresó de lo reprimido a lo
represor, de los instintos objetales al yo, fue imprescindible llevar a cabo
cierta modificación. El factor decisivo de este progreso fue la introducción
del concepto del narcisismo, es decir, el reconocimiento de que también el yo
está impregnado de libido; más aún: que primitivamente el yo fue su lugar de
origen y en cierta manera sigue siendo su cuartel central. Esta libido
narcisista se orienta hacia los objetos, convirtiéndose así en libido objetal;
pero puede volver a transformarse en libido narcisista. El concepto del
narcisismo nos permitió comprender analíticamente las neurosis traumáticas, así
como muchas afecciones limítrofes con la psicosis y aun a éstas mismas. Su
adopción no nos obligó a abandonar la interpretación de las neurosis
transferenciales como tentativas del yo para defenderse contra la sexualidad;
pero, en cambio, puso en peligro el concepto de la libido.
Dado que
también los instintos yoicos resultaban ser libidinales, por un momento pareció
inevitable que la libido se convirtiese en sinónimo de energía instintiva en
general, como C. G. Jung ya lo había pretendido anteriormente. Sin embargo,
esta concepción no acababa de satisfacerme, pues me quedaba cierta convicción
íntima, indemostrable, de que los instintos no podrían ser todos de la misma
especie. El siguiente paso adelante lo di en Más allá del principio del placer
(1920), cuando por vez primera mi atención fue despertada por el impulso de repetición
y por el carácter conservador de la vida instintiva. Partiendo de ciertas
especulaciones sobre el origen de la vida y sobre determinados paralelismos
biológicos, deduje que, además del instinto que tiende a conservar la sustancia
viva y a condensarla en unidades cada vez mayores (#1705), debía existir otro,
antagónico de aquél, que tendiese a disolver estas unidades y a retornarlas al
estado más primitivo, inorgánico. De modo que además del Eros habría un
instinto de muerte; los fenómenos vitales podrían ser explicados por la
interacción y el antagonismo de ambos. Pero no era nada fácil demostrar la
actividad de este hipotético instinto de muerte. Las manifestaciones del Eros
eran notables y bastante conspicuas; bien podía admitirse que el instinto de
muerte actuase silenciosamente en lo íntimo del ser vivo, persiguiendo su
desintegración; pero esto, naturalmente, no tenía el valor de una demostración.
Progresé algo más, aceptando que una parte de este instinto se orienta contra
el mundo exterior, manifestándose entonces como impulso de agresión y
destrucción.
PdP 1705
De tal manera,
el propio instinto de muerte sería puesto al servicio del Eros, pues el ser
vivo destruiría algo exterior, animado o inanimado, en lugar de destruirse a sí
mismo. Por el contrario, al cesar esta agresión contra el exterior tendría que
aumentar por fuerza la autodestrucción, proceso que de todos modos actúa
constantemente. Al mismo tiempo, podíase deducir de este ejemplo que ambas
clases de instintos raramente -o quizá nunca- aparecen en mutuo aislamiento,
sino que se amalgaman entre sí, en proporciones distintas y muy variables,
tornándose de tal modo irreconocibles para nosotros. En el sadismo admitido
desde hace tiempo como instinto parcial de la sexualidad, nos encontraríamos
con semejante amalgama particularmente sólida entre el impulso amoroso y el
instinto de destrucción; lo mismo sucede con su símil antagónico, el
masoquismo, que representa una amalgama entre la destrucción dirigida hacia
dentro y la sexualidad, a través de la cual aquella tendencia destructiva, de
otro modo inapreciable, se hace notable o perceptible.
La aceptación
del instinto de muerte o de destrucción ha despertado resistencia aun en
círculos analíticos; sé que muchos prefieren atribuir todo lo que en el amor
parece peligroso y hostil a una bipolaridad primordial inherente a la esencia
del amor mismo. Al principio sólo propuse como tanteo las concepciones aquí
expuestas; pero en el curso del tiempo se me impusieron con tal fuerza de
convicción que ya no puedo pensar de otro modo. Creo que para la teoría de
estas concepciones son muchísimo más fructíferas que cualquier otra hipótesis
posible, pues nos ofrecen esa simplificación que perseguimos en nuestra labor
científica, sin desdeñar o violentar por ello los hechos objetivos. Me doy
cuenta de que siempre hemos tenido presente en el sadismo y en el masoquismo a
las manifestaciones del instinto de destrucción dirigido hacia fuera y hacia
dentro, fuertemente amalgamadas con el erotismo; pero ya no logro comprender
cómo fue posible que pasáramos por alto la ubicuidad de las tendencias
agresivas y destructivas no eróticas, dejando de concederles la importancia que
merecen en la interpretación de la vida. (Es cierto que el impulso destructivo
dirigido hacia dentro escapa generalmente a la percepción cuando no está teñido
eróticamente.) Recuerdo mi propia resistencia cuando la idea del instinto de
destrucción apareció por vez primera en la literatura psicoanalítica y cuánto
tiempo tardé en aceptarla. Mucho menos me sorprende que también otros hayan
mostrado idéntica aversión y que aún sigan manifestándola, pues a quienes creen
en los cuentos de hadas no les agrada oír mentar la innata inclinación del
hombre hacia «lo malo», a la agresión, a la destrucción y con ello también a la
crueldad. #1705 (bis)
Pdp 1705 (bis)
¿Acaso Dios no
nos creó a imagen de su propia perfección? Pues por eso nadie quiere que se le
recuerde cuán difícil resulta conciliar la existencia del mal -innegable, pese
a todas las protestas de la Christian Science- con la omnipotencia y la
soberana bondad de Dios. El Diablo aun sería el mejor subterfugio para
disculpar a Dios, pues desempeñaría la misma función económica de descarga que
el judío cumple en el mundo de los ideales arios. Pero aun así se podría pedir
cuentas a Dios tanto de la existencia del Diablo como del mal que encarna.
Frente a tales dificultades conviene aconsejar a todos que rindan profunda
reverencia, en cuantas ocasiones se presenten, a la naturaleza esencialmente moral
del hombre; de esta manera se gana el favor general y se le perdonan a uno
muchas cosas (#1706).
PdP 1706
El término
libido puede seguir aplicándose a las manifestaciones del Eros para
discernirlas de la energía inherente al instinto de muerte (#1707). Cabe confesar que nos resulta mucho
más difícil captar este último y que, en cierta manera, únicamente lo
conjeturamos como una especie de residuo o remanente oculto tras el Eros,
sustrayéndose a nuestra observación toda vez que no se manifieste en la amalgama
con el mismo. En el sadismo, donde desvía a su manera y conveniencia el fin
erótico, sin dejar de satisfacer por ello el impulso sexual, logramos el
conocimiento más diáfano de su esencia y de su relación con el Eros. Pero aun
donde aparece sin propósitos sexuales, aun en la más ciega furia destructiva,
no se puede dejar de reconocer que su satisfacción se acompaña de
extraordinario placer narcisista, pues ofrece al yo la realización de sus más
arcaicos deseos de omnipotencia. Atenuado y domeñado, casi coartado en su fin,
el instinto de destrucción dirigido a los objetos debe procurar al yo la
satisfacción de sus necesidades vitales y el dominio sobre la Naturaleza. Dado
que, en efecto, hemos recurrido principalmente a argumentos teóricos para fundamentar
el instinto de muerte, debemos conceder que no está al abrigo de los reparos de
idéntica índole; pero, en todo caso, tal es como lo consideramos en el estado
actual de nuestros conocimientos. La investigación y la especulación futuras
nos suministran, con seguridad, la decisiva claridad al respecto.
PdP 1707
En todo lo que
sigue adoptaré, pues, el punto de vista de que la tendencia agresiva es una
disposición instintiva innata y autónoma del ser humano; además, retomo ahora
mi afirmación de que aquélla constituye el mayor obstáculo con que tropieza la
cultura. En el curso de esta investigación se nos impuso alguna vez la
intuición de que la cultura sería un proceso particular que se desarrolla sobre
la Humanidad ,
y aún ahora nos subyuga esta idea. Añadiremos que se trata de un proceso puesto
al servicio del Eros, destinado a condensar en una unidad vasta, en la Humanidad , a los
individuos aislados, luego a las familias, las tribus, los pueblos y las
naciones. No sabemos por qué es preciso que sea así: aceptamos que es,
simplemente, la obra del Eros. Estas masas humanas han de ser vinculadas
libidinalmente, pues ni la necesidad por sí sola ni las ventajas de la
comunidad de trabajo bastarían para mantenerlas unidas. Pero el natural
instinto humano de agresión, la hostilidad de uno contra todos y de todos
contra uno, se opone a este designio de la cultura. Dicho instinto de agresión
es el descendiente y principal representante del instinto de muerte, que hemos
hallado junto al Eros y que con él comparte la dominación del mundo. Ahora,
creo, el sentido de la evolución cultural ya no nos resultará impenetrable; por
fuerza debe presentarnos la lucha entre Eros y muerte, instinto de vida e
instinto de destrucción, tal como se lleva a cabo en la especie humana. Esta
lucha es, en suma, el contenido esencial de la misma, y por ello la evolución
cultural puede ser definida brevemente como la lucha de la especie humana por
la vida (#1708). ¡Y es este combate de
los Titanes el que nuestras nodrizas pretenden aplacar en su «arrorró del
Cielo»!
PdP 1708
VII. Por qué
nuestros parientes, los animales, no presentan semejante lucha cultural? Pues
no lo sabemos. Es muy probable que algunos, como las abejas las hormigas y las
termitas, hayan bregado durante milenios hasta alcanzar las organizaciones
estatales, la distribución del trabajo, la limitación de la libertad individual
que hoy admiramos en ellos. Nuestra presente situación cultural queda bien
caracterizada por la circunstancia de que, según nos dicen nuestros sentimientos,
no podríamos ser felices en ninguno de esos estados animales, ni en cualquiera
de las funciones que allí se confieren al individuo. Puede ser que otras
especies animales hayan alcanzado un equilibrio transitorio entre las
influencias del mundo exterior y los instintos que se combaten mutuamente,
produciéndose así una detención del desarrollo. Es posible que en el hombre
primitivo un nuevo empuje de la libido haya renovado el impulso antagónico del
instinto de destrucción. Quedan aquí muchas preguntas por formular, sin que aún
pueda dárseles respuesta. Pero hay una cuestión que está más a nuestro alcance.
¿A qué recursos apela la cultura para coartar la agresión que le es antagónica,
para hacerla inofensiva y quizá para eliminarla? Ya conocemos algunos de estos
métodos, pero seguramente aún ignoramos el que parece ser más importante.
Podemos
estudiarlo en la historia evolutiva del individuo. ¿Qué le ha sucedido para que
sus deseos agresivos se tornaran innocuos? Algo sumamente curioso, que nunca
habríamos sospechado y que, sin embargo, es muy natural. La agresión es
introyectada, internalizada, devuelta en realidad al lugar de donde procede: es
dirigida contra el propio yo, incorporándose a una parte de éste, que en
calidad de superyó se opone a la parte restante, y asumiendo la función de
«conciencia» [moral], despliega frente al yo la misma dura agresividad que el
yo, de buen grado, habría satisfecho en individuos extraños. La tensión creada
entre el severo superyó y el yo subordinado al mismo la calificamos de
sentimiento de culpabilidad; se manifiesta bajo la forma de necesidad de
castigo. Por consiguiente, la cultura domina la peligrosa inclinación agresiva
del individuo, debilitando a éste, desarmándolo y haciéndolo vigilar por una
instancia alojada en su interior, como una guarnición militar en la ciudad
conquistada. El psicoanalista tiene sobre la génesis del sentimiento de
culpabilidad una opinión distinta de la que sustentan otros psicólogos, pero
tampoco a él le resulta fácil explicarla. Ante todo, preguntando cómo se llega
a experimentar este sentimiento, obtenemos una respuesta a la que no hay
réplica posible: uno se siente culpable (los creyentes dicen «en pecado»)
cuando se ha cometido algo que se considera «malo»; pero advertiremos al punto
la parquedad de esta respuesta. Quizá lleguemos a agregar, después de algunas
vacilaciones, que también podrá considerarse culpable quien no haya hecho nada
malo, sino tan sólo reconozca en sí la intención de hacerlo, y en tal caso se
planteará la pregunta de por qué se equipara aquí el propósito con la
realización. Pero ambos casos presuponen que ya se haya reconocido la maldad
como algo condenable, como algo a excluir de la realización. Mas, ¿cómo se
llega a esta decisión? Podemos rechazar la existencia de una facultad original,
en cierto modo natural, de discernir el bien del mal. Muchas veces lo malo ni
siquiera es lo nocivo o peligroso para el yo, sino, por el contrario, algo que
éste desea y que le procura placer. Aquí se manifiesta, pues, una influencia
ajena y externa, destinada a establecer lo que debe considerarse como bueno y
como malo.
Dado que el
hombre no ha sido llevado por la propia sensibilidad a tal discriminación, debe
tener algún motivo para subordinarse a esta influencia extraña. Podremos
hallarlo fácilmente en su desamparo y en su dependencia de los demás; la
denominación que mejor le cuadra es la de «miedo a la pérdida del amor». Cuando
el hombre pierde el amor del prójimo, de quien depende, pierde con ello su
protección frente a muchos peligros, y ante todo se expone al riesgo de que
este prójimo, más poderoso que él, le demuestre su superioridad en forma de
castigo. Así, pues, lo malo es, originalmente, aquello por lo cual uno es
amenazado con la pérdida del amor; se debe evitar cometerlo por temor a esta
pérdida. Por eso no importa mucho si realmente hemos hecho el mal o si sólo nos
proponemos hacerlo; en ambos casos sólo aparecerá el peligro cuando la
autoridad lo haya descubierto, y ésta adoptaría análoga actitud en cualquiera
de ambos casos. A semejante estado lo llamamos «mala conciencia», pero en el
fondo no le conviene tal nombre, pues en este nivel el sentimiento de
culpabilidad no es, sin duda alguna, más que un temor ante la pérdida del amor,
es decir, angustia «social». En el niño pequeño jamás puede ser otra cosa; pero
tampoco llega a modificarse en muchos adultos, con la salvedad de que el lugar
del padre o de ambos personajes parentales es ocupado por la más vasta
comunidad humana. Por eso los adultos se permiten regularmente hacer cualquier
mal que les ofrezca ventajas, siempre que estén seguros de que la autoridad no
los descubrirá o nada podrá hacerles, de modo que su temor se refiere
exclusivamente a la posibilidad de ser descubiertos (#1709). En general, la sociedad de nuestros
días se ve obligada a aceptar este estado de cosas.
PdP 1709
Sólo se
produce un cambio fundamental cuando la autoridad es internalizada al
establecerse un superyó. Con ello, los fenómenos de la conciencia moral son
elevados a un nuevo nivel, y en puridad sólo entonces se tiene derecho a hablar
de conciencia moral y de sentimiento de culpabilidad (#1710). En esta fase
también deja de actuar el temor de ser descubierto y la diferencia entre hacer
y querer el mal, pues nada puede ocultarse ante el superyó, ni siquiera los
pensamientos. Es cierto que ha desaparecido la gravedad real de la situación,
pues la nueva autoridad, el superyó, no tiene a nuestro juicio motivo alguno
para maltratar al yo, con el cual está íntimamente fundido. Pero la influencia
de su génesis, que hace perdurar lo pasado y lo superado, se manifiesta por el
hecho de que en el fondo todo queda como era al principio. El superyó tortura
al pecaminoso yo con las mismas sensaciones de angustia y está al acecho de
oportunidades para hacerlo castigar por el mundo exterior. En esta segunda fase
evolutiva, la conciencia moral denota una particularidad que faltaba en la
primera y que ya no es tan fácil explicar. En efecto, se comporta tanto más
severa y desconfiadamente cuanto más virtuoso es el hombre, de modo que, en
última instancia, quienes han llegado más lejos por el camino de la santidad
son precisamente los que se acusan de la peor pecaminosidad. La virtud pierde
así una parte de la recompensa que se le prometiera; el yo sumiso y austero no
goza de la confianza de su mentor y se esfuerza, al parecer en vano, por
ganarla. Aquí se querrá aducir que éstas no serían sino dificultades
artificiosamente creadas por nosotros, pues el hombre moral se caracteriza
precisamente por su conciencia moral más severa y más vigilante, y si los
santos se acusan de ser pecadores, no lo hacen sin razón, teniendo en cuenta
las tentaciones de satisfacer sus instintos a que están expuestos en grado
particular, pues, como se sabe, la tentación no hace sino aumentar en
intensidad bajo las constantes privaciones, mientras que al concedérsele
satisfacciones ocasionales, se atenúa, por lo menos transitoriamente. Otro
hecho del terreno de la ética, tan rico en problemas, es el de que la
adversidad, es decir, la frustración exterior, intensifica enormemente el
poderío de la conciencia en el superyó; mientras la suerte sonríe al hombre, su
conciencia moral es indulgente y concede grandes libertades al yo; en cambio,
cuando la desgracia le golpea, hace examen de conciencia, reconoce sus pecados,
eleva las exigencias de su conciencia moral, se impone privaciones y se castiga
con penitencias (#1711).
PdP 1710
PdP 1711
Pueblos
enteros se han conducido y aún siguen conduciéndose de idéntica manera, pero
esta actitud se explica fácilmente remontándose a la fase infantil primitiva de
la conciencia que, como vemos, no se abandona del todo una vez introyectada la
autoridad en el superyó, sino que subsiste junto a ésta. El destino es
considerado como un sustituto de la instancia parental; si nos golpea la
desgracia, significa que ya no somos amados por esta autoridad máxima, y
amenazados por semejante pérdida de amor, volvemos a someternos al
representante de los padres en el superyó, al que habíamos pretendido desdeñar
cuando gozábamos de la felicidad. Todo esto se revela con particular claridad
cuando, en estricto sentido religioso, no se ve en el destino sino una
expresión de la voluntad divina. El pueblo de Israel se consideraba hijo
predilecto del Señor, y cuando este gran Padre le hizo sufrir desgracia tras
desgracia, de ningún modo llegó a dudar de esa relación privilegiada con Dios
ni de su poderío y justicia, sino que creó los Profetas, que debían reprocharle
su pecaminosidad, e hizo surgir de su sentimiento de culpabilidad los
severísimos preceptos de la religión sacerdotal. Es curioso, pero, ¡de qué
distinta manera se conduce el hombre primitivo! Cuando le ha sucedido una
desgracia no se achaca la culpa a sí mismo, sino al fetiche, que evidentemente
no ha cumplido su cometido, y lo muele a golpes en lugar de castigarse a sí
mismo.
Por
consiguiente, conocemos dos orígenes del sentimiento de culpabilidad: uno es el
miedo a la autoridad; el segundo, más reciente, es el temor al superyó. El
primero obliga a renunciar a la satisfacción de los instintos; el segundo
impulsa, además, al castigo, dado que no es posible ocultar ante el superyó la
persistencia de los deseos prohibidos. Por otra parte, ya sabemos cómo ha de
comprenderse la severidad del superyó; es decir, el rigor de la conciencia
moral. Esta continúa simplemente la severidad de la autoridad exterior,
revelándola y sustituyéndola en parte. Advertimos ahora la relación que existe
entre la renuncia a los instintos y el sentimiento de culpabilidad. Originalmente,
la renuncia instintual es una consecuencia del temor a la autoridad exterior;
se renuncia a satisfacciones para no perder el amor de ésta. Una vez cumplida
esa renuncia, se han saldado las cuentas con dicha autoridad y ya no tendría
que subsistir ningún sentimiento de culpabilidad. Pero no sucede lo mismo con
el miedo al superyó. Aquí no basta la renuncia a la satisfacción de los
instintos, pues el deseo correspondiente persiste y no puede ser ocultado ante
el superyó. En consecuencia, no dejará de surgir el sentimiento de
culpabilidad, pese a la renuncia cumplida, circunstancia ésta que representa
una gran desventaja económica de la instauración del superyó o, en otros
términos, de la génesis de la conciencia moral. La renuncia instintual ya no
tiene pleno efecto absolvente; la virtuosa abstinencia ya no es recompensada
con la seguridad de conservar el amor, y el individuo ha trocado una catástrofe
exterior amenazante -pérdida de amor y castigo por la autoridad exterior- por
una desgracia interior permanente: la tensión del sentimiento de culpabilidad.
Estas
interrelaciones son tan complejas y al mismo tiempo tan importantes que a
riesgo de incurrir en repeticiones aun quisiera abordarlas desde otro ángulo.
La secuencia cronológica sería, pues, la siguiente: ante todo se produce una
renuncia instintual por temor a la agresión de la autoridad exterior -pues a
esto se reduce el miedo a perder el amor, ya que el amor protege contra la
agresión punitiva-; luego se instaura la autoridad interior, con la consiguiente
renuncia instintual por miedo a ésta; es decir, por el miedo a la conciencia
moral. En el segundo caso se equipara la mala acción con la intención malévola,
de modo que aparece el sentimiento de culpabilidad y la necesidad de castigo.
La agresión por la conciencia moral perpetúa así la agresión por la autoridad.
Hasta aquí todo es muy claro; pero, ¿dónde ubicar en este esquema el
reforzamiento de la conciencia moral por influencia de adversidades exteriores
-es decir, de las renuncias impuestas desde fuera-; cómo explicar la
extraordinaria intensidad de la conciencia en los seres mejores y más dóciles?
Ya hemos explicado ambas particularidades de la conciencia moral, pero quizá
tengamos la impresión de que estas explicaciones no llegan al fondo de la
cuestión, sino que dejan un resto sin explicar. He aquí llegado el momento de
introducir una idea enteramente propia del psicoanálisis y extraña al pensar
común. El enunciado de esta idea nos permitirá comprender al punto por qué el
tema debía parecernos tan confuso e impenetrable; en efecto, nos dice que si
bien al principio la conciencia moral (más exactamente: la angustia, convertida
después en conciencia) es la causa de la renuncia a los instintos,
posteriormente, en cambio, esta situación se invierte: toda renuncia instintual
se convierte entonces en una fuente dinámica de la conciencia moral, toda nueva
renuncia a la satisfacción aumenta su severidad y su intolerancia. Si
lográsemos conciliar mejor esta situación con la génesis de la conciencia moral
que ya conocemos, estaríamos tentados a sustentar la siguiente tesis
paradójica: la conciencia moral es la consecuencia de la renuncia instintual; o
bien: la renuncia instintual (que nos ha sido impuesta desde fuera) crea la
conciencia moral, que a su vez exige nuevas renuncias instintuales.
En realidad,
no es tan grande la contradicción entre esta tesis y la génesis descrita de la
conciencia moral, pudiéndose entrever un camino que permitirá restringirla aún
más. A fin de plantear más fácilmente el problema, recurramos al ejemplo del
instinto de agresión y aceptemos que en estas relaciones se ha de tratar
siempre de una renuncia a la agresión. Desde luego, esto no será más que una
hipótesis provisional. En tal caso, el efecto de la renuncia instintual sobre
la conciencia moral se fundaría en que cada parte de agresión a cuyo
cumplimiento renunciamos es incorporada por el superyó, acrecentando su
agresividad (contra el yo). Esta proposición no concuerda perfectamente con el
hecho de que la agresividad original de la conciencia moral es una continuación
de la severidad con que actúa la autoridad exterior; es decir, que nada tiene
que hacer con una renuncia; pero podemos eliminar tal discrepancia aceptando un
origen distinto para esta primera provisión de agresividad del superyó. Este
debe haber desarrollado considerables tendencias agresivas contra la autoridad
que privara al niño de sus primeras y más importantes satisfacciones,
cualquiera que haya sido la especie particular de las renuncias instintuales impuestas
por aquella autoridad. Bajo el imperio de la necesidad, el niño se vio obligado
a renunciar también a esta agresión vengativa, sustrayéndose a una situación
económicamente tan difícil, mediante el recurso que le ofrecen mecanismos
conocidos: incorpora, identificándose con ella, a esta autoridad inaccesible,
que entonces se convierte en superyó y se apodera de toda la agresividad que el
niño gustosamente habría desplegado contra aquélla. El yo del niño debe
acomodarse al triste papel de la autoridad así degradada: del padre. Se trata,
como en tantas ocasiones, de una típica situación invertida: «Si yo fuese el
padre y tú el niño, yo te trataría mal a ti.» La relación entre el superyó y el
yo es el retorno, deformado por el deseo, de viejas relaciones reales entre el
yo, aún indiviso, y un objeto exterior, hecho que también es típico. La
diferencia fundamental reside, empero, en que la primitiva severidad del
superyó no es -o no es en tal medida- la que el objeto nos ha hecho sentir o la
que le atribuimos, sino que corresponde más a nuestra propia agresión contra el
objeto. Si esto es exacto, realmente se puede afirmar que la conciencia se
habría formado primitivamente por la supresión de una agresión, y que en su
desarrollo se fortalecería por nuevas supresiones semejantes.
Ahora bien,
¿cuál de ambas concepciones es la verdadera? ¿La primera, que nos parecía tan
bien fundada genéticamente, o la segunda, que viene a completar tan
oportunamente nuestra teoría? Evidentemente; ambas están justificadas, como
también lo demuestra la observación directa; no se contradicen mutuamente y aun
coinciden en un punto, pues la agresividad vengativa del niño ha de ser
determinada en parte por la medida de la agresión punitiva que atribuye al
padre. Pero la experiencia nos enseña que la severidad del superyó desarrollado
por el niño de ningún modo refleja la severidad del trato que se le ha hecho
experimentar (#1712). La primera parece
ser independiente de ésta, pues un niño educado muy blandamente puede
desarrollar una conciencia moral sumamente severa. Pero también sería
incorrecto exagerar esta independencia; no es difícil convencerse de que el
rigor de la educación ejerce asimismo una influencia poderosa sobre la génesis
del superyó infantil. Sucede que a la formación del superyó y al desarrollo de
la conciencia moral concurren factores constitucionales innatos e influencias
del medio, del ambiente real, dualidad que nada tiene de extraño, pues
representa la condición etiológica general de todos estos procesos (#1713).
PdP 1712
PdP 1713
También se
puede decir que el niño, cuando reacciona frente a las primeras grandes
privaciones instintuales con agresión excesiva y con una severidad
correspondiente del superyó, no hace sino repetir un prototipo filogenético,
excediendo la justificación actual de la reacción, pues el padre prehistórico
seguramente fue terrible y bien podía atribuírsele, con todo derecho, la más
extrema agresividad. Las divergencias entre ambas concepciones de la génesis de
la conciencia moral se atenúan, pues, aún más si se pasa de la historia
evolutiva individual a la filogenética. En cambio, se nos presenta una nueva e
importante diferencia entre estos dos procesos. No podemos eludir la suposición
de que el sentimiento de culpabilidad de la especie humana procede del complejo
de Edipo y fue adquirido al ser asesinado el padre por la coalición de los
hermanos. En esa oportunidad la agresión no fue suprimida, sino ejecutada: la
misma agresión que al ser coartada debe originar en el niño el sentimiento de
culpabilidad. Ahora no me asombraría si uno de mis lectores exclamase
airadamente: «¡De modo que es completamente igual si se mata al padre o si no
se le mata, pues de todos modos nos crearemos un sentimiento de culpabilidad!
¡Bien puede uno permitirse algunas dudas! O bien es falso que el sentimiento de
culpabilidad proceda de agresiones suprimidas, o bien toda la historia del
parricidio no es más que un cuento, y los hijos de los hombres primitivos no
mataron a sus padres con mayor frecuencia de lo que suelen hacerlo los
actuales. Por otra parte, si no es un cuento, sino verdad histórica aceptable,
entonces sólo nos encontraríamos ante un caso en el cual ocurre lo que todo el
mundo espera: que uno se sienta culpable por haber hecho realmente algo injustificado.
¡Y este caso, que a fin de cuentas sucede todos los días, es el que el
psicoanálisis no atina a explicar!» Nada más cierto que esta falta, pero hemos
de apresurarnos a remediarla.
Por otra
parte, no se trata de ningún misterio especial. Si alguien tiene un sentimiento
de culpabilidad después de haber cometido alguna falta, y precisamente a causa
de ésta, tal sentimiento debería llamarse, más bien, remordimiento. Sólo se
refiere a un hecho dado, y, naturalmente, presupone que antes del mismo haya
existido una disposición a sentirse culpable, es decir, una conciencia moral,
de modo que semejante remordimiento jamás podrá ayudarnos a encontrar el origen
de la conciencia moral y del sentimiento de culpabilidad en general. En estos
casos cotidianos suele suceder que una necesidad instintual ha adquirido la
fuerza necesaria para imponer su satisfacción contra la energía, también
limitada, de la conciencia moral, restableciéndose luego la primitiva relación
de fuerzas mediante la natural atenuación que la necesidad instintual
experimenta al satisfacerse. Por consiguiente, el psicoanálisis hace bien al
excluir de estas consideraciones el caso que representa el sentimiento de
culpabilidad emanado del remordimiento, pese a la frecuencia con que aparece y pese
a la magnitud de su importancia práctica.
Pero si el
humano sentimiento de culpabilidad se remonta al asesinato del protopadre,
¿acaso no se trataba también de un caso de «remordimiento», aunque entonces no
puede haberse dado la condición previa de la conciencia moral y del sentimiento
de culpabilidad anteriores al hecho? ¿De dónde proviene en esa situación el
remordimiento? Este caso seguramente ha de aclararnos el enigma del sentimiento
de culpabilidad, poniendo fin a nuestras dificultades. Efectivamente, creo que
cumplirá nuestras esperanzas. Este remordimiento fue el resultado de la
primitivísima ambivalencia afectiva frente al padre, pues los hijos lo odiaban,
pero también lo amaban; una vez satisfecho el odio mediante la agresión, el
amor volvió a surgir en el remordimiento consecutivo al hecho erigiendo el
superyó por identificación con el padre, dotándolo del poderío de éste, como si
con ello quisiera castigar la agresión que se le hiciera sufrir, y
estableciendo finalmente las restricciones destinadas a prevenir la repetición
del crimen. Y como la tendencia agresiva contra el padre volvió a agitarse en
cada generación sucesiva, también se mantuvo el sentimiento de culpabilidad,
fortaleciéndose de nuevo con cada una de las agresiones contenidas y transferidas
al superyó. Creo que por fin comprenderemos claramente dos cosas: la
participación del amor en la génesis de la conciencia y el carácter fatalmente
inevitable del sentimiento de culpabilidad.
Efectivamente,
no es decisivo si hemos matado al padre o si nos abstuvimos del hecho: en ambos
casos nos sentiremos por fuerza culpables, dado que este sentimiento de
culpabilidad es la expresión del conflicto de ambivalencia, de la eterna lucha
entre el Eros y el instinto de destrucción o de muerte. Este conflicto se
exacerba en cuanto al hombre se le impone la tarea de vivir en comunidad;
mientras esta comunidad sólo adopte la forma de familia, aquél se manifestara
en el complejo de Edipo, instituyendo la conciencia y engendrando el primer
sentimiento de culpabilidad. Cuando se intenta ampliar dicha comunidad, el
mismo conflicto persiste en formas que dependen del pasado, reforzándose y
exaltando aún más el sentimiento de culpabilidad. Dado que la cultura obedece a
una pulsión erótica interior que la obliga a unir a los hombres en una masa
íntimamente amalgamada, sólo puede alcanzar este objetivo mediante la constante
y progresiva acentuación del sentimiento de culpabilidad. El proceso que
comenzó en relación con el padre concluye en relación con la masa. Si la
cultura es la vía ineludible que lleva de la familia a la humanidad entonces, a
consecuencia del innato conflicto de ambivalencia, a causa de la eterna
querella entre la tendencia de amor y la de muerte, la cultura está ligada
indisolublemente con una exaltación del sentimiento de culpabilidad, que quizá
llegue a alcanzar un grado difícilmente soportable para el individuo. Aquí
acude a nuestra mente la conmovedora imprecación que el gran poeta dirige
contra las «potencias celestes»:
A
la vida nos echáis,
dejando
que el pobre incurra en culpa;
luego
lo dejáis sufrir,
pues
toda culpa se ha de expiar (#1714).
No podemos por menos de suspirar desconsolados al
advertir cómo a ciertos hombres les es dado hacer surgir del torbellino de sus
propios sentimientos, sin esfuerzo alguno, los más profundos conocimientos,
mientras que nosotros para alcanzarlos debemos abrirnos paso a través de
torturantes vacilaciones e inciertos tanteos.
PdP 1714
VIII. Llegados
al término de semejante excursión, el autor debe excusarse ante sus lectores
por no haber sido un guía más hábil, por no haberles evitado los trechos áridos
ni los rodeos dificultosos del camino. No cabe duda de que se puede llegar
mejor al mismo objetivo; en lo que de mí depende, trataré de compensar algunos
de estos defectos. Ante todo, sospecho haber despertado en el lector la
impresión de que las consideraciones sobre el sentimiento de culpabilidad
exceden los límites de este trabajo, al ocupar ellas solas demasiado espacio,
relegando a segundo plano todos los temas restantes, con los que no siempre
están íntimamente vinculadas. Esto bien puede haber trastornado la estructura
de mi estudio, pero corresponde por completo al propósito de destacar el
sentimiento de culpabilidad como problema más importante de la evolución
cultural, señalando que el precio pagado por el progreso de la cultura reside
en la pérdida de felicidad por aumento del sentimiento de culpabilidad (#1715). Lo que aún parezca extraño en esta
proposición, resultado final de nuestro estudio, quizá pueda atribuirse a la
muy extraña y aún completamente inexplicada relación entre el sentimiento de
culpabilidad y nuestra consciencia. En los casos comunes de remordimiento que
consideramos normales, aquel sentimiento se expresa con suficiente claridad en
la consciencia, y aun solemos decir, en lugar de «sentimiento de culpabilidad»
(Schuldgefühl), «consciencia de culpabilidad» (Schuldbewusstsein).
PdP 1715
El estudio de
las neurosis, al cual debemos las más valiosas informaciones para la
comprensión de lo normal, nos revela situaciones harto contradictorias. En una
de estas afecciones, la neurosis obsesiva, el sentimiento de culpabilidad se
impone a la consciencia con excesiva intensidad, dominando tanto el cuadro
clínico como la vida entera del enfermo, y apenas deja surgir otras cosas junto
a él. Pero en la mayoría de los casos y formas restantes de la neurosis el
sentimiento de culpabilidad permanece enteramente inconsciente, sin que sus
efectos sean por ello menos intensos. Los enfermos no nos creen cuando les
atribuimos un «sentimiento inconsciente de culpabilidad»; para que lleguen a
comprendernos, aunque sólo sea en parte, les explicamos que el sentimiento de
culpabilidad se expresa por una necesidad inconsciente de castigo. Pero no
hemos de sobrevalorar su relación con la forma que adopta una neurosis, pues
también en la obsesiva hay ciertos tipos de enfermos que no perciben su
sentimiento de culpabilidad, o que sólo alcanzan a sentirlo como torturante
malestar, como una especie de angustia, cuando se les impide la ejecución de
determinados actos. Sin duda sería necesario que por fin se comprendiera todo
esto, pero aún no hemos llegado a tanto. Quizá convenga señalar aquí que el
sentimiento de culpabilidad no es, en el fondo, sino una variante topográfica
de la angustia, y que en sus fases ulteriores coincide por completo con el
miedo al superyó. Por otra parte, en su relación con la consciencia, la
angustia presenta las mismas extraordinarias variaciones que observamos en el
sentimiento de culpabilidad.
En una u otra
forma, siempre hay angustia oculta tras todos los síntomas; pero mientras en
ciertas ocasiones acapara ruidosamente todo el campo de la consciencia, en
otras se oculta a punto tal, que nos vemos obligados a hablar de una «angustia
inconsciente», o bien para aplacar nuestros escrúpulos psicológicos; ya que la
angustia no es, en principio, sino una sensación, hablaremos de «posibilidades
de angustia». Por eso también se concibe fácilmente que el sentimiento de
culpabilidad engendrado por la cultura no se perciba como tal, sino que
permanezca inconsciente en gran parte o se exprese como un malestar, un
descontento que se trata de atribuir a otras motivaciones. Las religiones, por
lo menos, jamás han dejado de reconocer la importancia del sentimiento de
culpabilidad para la cultura, denominándolo «pecado» y pretendiendo librar de
él a la Humanidad ,
aspecto éste que omití considerar en cierta ocasión (#1716). En cambio, en otra
obra (#1717) me basé precisamente en la
forma en que el cristianismo obtiene esta redención -por la muerte sacrificial
de un individuo, que asume así la culpa común a todos- para deducir de ella la
ocasión en la cual esta protoculpa original puede haber sido adquirida por vez
primera, ocasión que habría sido también el origen de la cultura.
PdP 1716
PdP 1717
Quizá no sea
superfluo, aunque tampoco es muy importante, que ilustremos la significación de
algunos términos como superyó, conciencia, sentimiento de culpabilidad,
necesidad de castigo, remordimiento, términos que probablemente hayamos
aplicado con cierta negligencia y en mutua confusión. Todos se relacionan con
la misma situación, pero denotan distintos aspectos de ésta. El superyó es una
instancia psíquica inferida por nosotros; la conciencia es una de las funciones
que le atribuimos, junto a otras; está destinada a vigilar los actos y las
intenciones del yo, juzgándolos y ejerciendo una actividad censoria. El
sentimiento de culpabilidad -la severidad del superyó- equivale, pues, al rigor
de la conciencia; es la percepción que tiene el yo de esta vigilancia que se le
impone, es su apreciación de las tensiones entre sus propias tendencias y las
exigencias del superyó; por fin, la angustia subyacente a todas estas
relaciones, el miedo a esta instancia crítica, o sea, la necesidad de castigo,
es una manifestación instintiva del yo que se ha tornado masoquista bajo la
influencia del superyó sádico; en otros términos, es una parte del impulso a la
destrucción interna que posee el yo y que utiliza para establecer un vínculo
erótico con el superyó. Jamás se debería hablar de conciencia mientras no se
haya demostrado la existencia de un superyó; del sentimiento o de la conciencia
de culpabilidad, en cambio, cabe aceptar que existe antes que el superyó y, en
consecuencia, también antes que la conciencia (moral). Es entonces la expresión
directa e inmediata del temor ante la autoridad exterior, el reconocimiento de
la tensión entre el yo y esta última; es el producto directo del conflicto
entre la necesidad de amor parental y la tendencia a la satisfacción
instintual, cuya inhibición engendra la agresividad. La superposición de estos
dos planos del sentimiento de culpabilidad -el derivado del miedo a la
autoridad exterior y el producido por el temor ante la interior- nos ha
dificultado a menudo la comprensión de las relaciones de la conciencia moral.
Remordimiento es un término global empleado para designar la reacción del yo en
un caso especial del sentimiento de culpabilidad, incluyendo el material
sensitivo casi inalterado de la angustia que actúa tras aquél; es en sí mismo
un castigo, y puede abarcar toda la necesidad de castigo; por consiguiente,
también el remordimiento puede ser anterior al desarrollo de la conciencia
moral.
Tampoco será
superfluo volver a repasar las contradicciones que por momentos nos han
confundido en nuestro estudio. Una vez pretendíamos que el sentimiento de
culpabilidad fuera una consecuencia de las agresiones coartadas, mientras que
en otro caso, precisamente en su origen histórico, en el parricidio, debía ser
el resultado de una agresión realizada. Con todo, también logramos superar este
obstáculo, pues la instauración de la autoridad interior, del superyó, vino a
trastrocar radicalmente la situación. Antes de este cambio, el sentimiento de
culpabilidad coincidía con el remordimiento (advertimos aquí que este término
debe reservarse para designar la reacción consecutiva al cumplimiento real de
la agresión). Después del mismo, la diferencia entre agresión intencionada y
realizada perdió toda importancia debido a la omnisapiencia del superyó; ahora,
el sentimiento de culpabilidad podía originarse tanto en un acto de violencia
efectivamente realizado -cosa que todo el mundo sabe- como también en uno
simplemente intencionado -hecho que el psicoanálisis ha descubierto-. Tanto
antes como después, sin tener en cuenta este cambio de la situación
psicológica, el conflicto de ambivalencia entre ambos protoinstintos produce el
mismo efecto. Estaríamos tentados a buscar aquí la solución del problema de las
variables relaciones entre el sentimiento de culpabilidad y la consciencia. El
sentimiento de culpabilidad, emanado del remordimiento por la mala acción,
siempre debería ser consciente; mientras que el derivado de la percepción del
impulso nocivo podría permanecer inconsciente. Pero las cosas no son tan
simples, y la neurosis obsesiva contradice fundamentalmente este esquema. Hemos
visto que hay una segunda contradicción entre ambas hipótesis sobre el origen
de la energía agresiva de que suponemos dotado al superyó. En efecto, según la
primera concepción, aquélla no es más que la continuación de la energía
punitiva de la autoridad exterior, conservándola en la vida psíquica, mientras
que según la otra representaría, por el contrario, la agresividad propia,
dirigida contra esa autoridad inhibidora, pero no realizada. La primera
concepción parece adaptarse mejor a la historia del sentimiento de
culpabilidad, mientras que la segunda tiene más en cuenta su teoría.
Profundizando
la reflexión, esta antinomia, al parecer inconciliable, casi llegó a esfumarse
excesivamente, pues quedó como elemento esencial y común el hecho de que en
ambos casos se trata de una agresión desplazada hacia dentro. Por otra parte,
la observación clínica permite diferenciar realmente dos fuentes de la agresión
atribuida al superyó, una u otra de las cuales puede predominar en cada caso
individual, aunque generalmente actúan en conjunto. Creo llegado el momento de
insistir formalmente en una concepción que hasta ahora he propuesto como
hipótesis provisional. En la literatura analítica más reciente (#1718) se expresa una predilección por la
teoría de que toda forma de privación, toda satisfacción instintual defraudada,
tiene o podría tener por consecuencia un aumento del sentimiento de
culpabilidad. Por mi parte, creo que se simplifica considerablemente la teoría
si se aplica este principio únicamente a los instintos agresivos, y no hay duda
de que serán pocos los hechos que contradigan esta hipótesis. En efecto, ¿cómo
se explicaría, dinámica y económicamente, que en lugar de una exigencia erótica
insatisfecha aparezca un aumento del sentimiento de culpabilidad? Esto sólo
parece ser posible a través de la siguiente derivación indirecta: al impedir la
satisfacción erótica se desencadenaría cierta agresividad contra la persona que
impide esa satisfacción, y esta agresividad contra la persona que impide esa
satisfacción, y esta agresividad tendría que ser a su vez contenida. Pero en
tal caso sólo sería nuevamente la agresión la que transforma en sentimiento de
culpabilidad al ser coartada y derivada al superyó. Estoy convencido de que
podremos concebir más simple y claramente muchos procesos psíquicos si
limitamos únicamente a los instintos agresivos la génesis del sentimiento de
culpabilidad descubierta por el psicoanálisis.
PdP 1718
La observación
del material clínico no nos proporciona aquí una respuesta inequívoca, pues,
como lo anticipaban nuestras propias hipótesis, ambas categorías de instintos
casi nunca aparecen en forma pura y en mutuo aislamiento pero la investigación
de casos extremos seguramente nos llevará en la dirección que yo preveo. Estoy
tentado de aprovechar inmediatamente esta concepción más estrecha, aplicándola
al proceso de la represión. Como ya sabemos, los síntomas de la neurosis son en
esencia satisfacciones sustitutivas de deseos sexuales no realizados. En el
curso de la labor analítica hemos aprendido, para gran sorpresa nuestra, que
quizá toda neurosis oculte cierta cantidad de sentimiento de culpabilidad
inconsciente, el cual a su vez refuerza los síntomas al utilizarlo como
castigo. Cabría formular, pues, la siguiente proposición: cuando un impulso
instintual sufre la represión, sus elementos libidinales se convierten en
síntomas, y sus componentes agresivos, en sentimiento de culpabilidad. Aun si
esta proposición sólo fuese cierta como aproximación, bien merecería que le
dedicáramos nuestro interés. Por otra parte, muchos lectores tendrán la
impresión de que se ha mencionado excesivamente la fórmula de la lucha entre el
Eros y el instinto de muerte. La apliqué para caracterizar el proceso cultural
que transcurre en la
Humanidad , pero también la vinculé con la evolución del
individuo, y además pretendí que habría de revelar el secreto de la vida
orgánica en general. Parece, pues, ineludible investigar las vinculaciones
mutuas entre estos tres procesos. La repetición de la misma fórmula está
justificada por la consideración de que tanto el proceso cultural de la Humanidad como el de la
evolución individual no son sino mecanismos vitales, de modo que han de
participar del carácter más general de la vida.
Pero esta
misma generalidad del carácter biológico le resta todo valor como elemento
diferencial del proceso de la cultura, salvo que sea limitado por condiciones
particulares en el caso de esta última. En efecto, salvamos dicha incertidumbre
al comprobar que el proceso cultural es aquella modificación del proceso vital
que surge bajo la influencia de una tarea planteada por el Eros y urgida por Ananké,
por la necesidad exterior real: tarea que consiste en la unificación de
individuos aislados para formar una comunidad libidinalmente vinculada. Pero si
contemplamos la relación entre el proceso cultural en la Humanidad y el del
desarrollo o de la educación individuales, no vacilaremos en reconocer que
ambos son de índole muy semejante, y que aun podrían representar un mismo
proceso realizado en distintos objetos. Naturalmente, el proceso cultural de la
especie humana es una abstracción de orden superior al de la evolución del
individuo, y por eso mismo es más difícil captarlo concretamente. No conviene
exagerar en forma artificiosa el establecimiento de semejantes analogías; no
obstante, teniendo en cuenta la similitud de los objetivos de ambos procesos
-en un caso, la inclusión de un individuo en la masa humana; en el otro, la
creación de una unidad colectiva a partir de muchos individuos-, no puede
sorprendernos la semejanza de los métodos aplicados y de los resultados
obtenidos. Pero tampoco podemos seguir ocultando un rasgo diferencial de ambos
procesos, pues su importancia es extraordinaria. La evolución del individuo
sustenta como fin principal el programa del principio del placer, es decir, la
prosecución de la felicidad, mientras que la inclusión en una comunidad humana
o la adaptación a la misma aparece como un requisito casi ineludible que ha de
ser cumplido para alcanzar el objetivo de la felicidad; pero quizá sería mucho
mejor si esta condición pudiera ser eliminada. En otros términos, la evolución
individual se nos presenta como el producto de la interferencia entre dos
tendencias: la aspiración a la felicidad, que solemos calificar de «egoísta», y
el anhelo de fundirse con los demás en una comunidad, que llamamos «altruista».
Ambas designaciones no pasan de ser superficiales.
Como ya lo
hemos dicho, en la evolución individual el acento suele recaer en la tendencia
egoísta o de felicidad, mientras que la otra, que podríamos designar
«cultural», se limita generalmente a instituir restricciones. Muy distinto es
lo que sucede en el proceso de la cultura. El objetivo de establecer una unidad
formada por individuos humanos es, con mucho, el más importante, mientras que
el de la felicidad individual, aunque todavía subsiste, es desplazado a segundo
plano; casi parecería que la creación de una gran comunidad humana podría ser
lograda con mayor éxito si se hiciera abstracción de la felicidad individual.
Por consiguiente, debe admitirse que el proceso evolutivo del individuo puede
tener rasgos particulares que no se encuentran en el proceso cultural de la Humanidad ; el primero
sólo coincidirá con el segundo en la medida en que tenga por meta la adaptación
a la comunidad. Tal como el planeta gira en torno de su astro central, además
de rotar alrededor del propio eje, así también el individuo participa en el
proceso evolutivo de la
Humanidad , recorriendo al mismo tiempo el camino de su propia
vida. Pero para nuestros ojos torpes el drama que se desarrolla en el
firmamento parece estar fijado en un orden imperturbable; en los fenómenos
orgánicos, en cambio, aún advertimos cómo luchan las fuerzas entre sí y cómo
cambian sin cesar los resultados del conflicto. Tal como fatalmente deben
combatirse en cada individuo las dos tendencias antagónicas -la de felicidad
individual y la de unión humana-, así también han de enfrentarse por fuerza,
disputándose el terreno, ambos procesos evolutivos: el del individuo y el de la
cultura. Pero esta lucha entre individuo y sociedad no es hija del antagonismo,
quizá inconciliable, entre los protoinstintos, entre Eros y Muerte, sino que
responde a un conflicto en la propia economía de la libido, conflicto
comparable a la disputa por el reparto de la libido entre el yo y los objetos.
No obstante las penurias que actualmente impone la existencia del individuo, la
contienda puede llegar en éste a un equilibrio definitivo que, según esperamos,
también alcanzará en el futuro de la cultura.
Aún puede
llevarse mucho más lejos la analogía entre el proceso cultural y la evolución
del individuo, pues cabe sostener que también la comunidad desarrolla un
superyó bajo cuya influencia se produce la evolución cultural. Para el
estudioso de las culturas humanas sería tentadora la tarea de perseguir esta
analogía en casos específicos. Por mi parte, me limitaré a destacar algunos
detalles notables. El superyó de una época cultural determinada tiene un origen
análogo al del superyó individual, pues se funda en la impresión que han dejado
los grandes personajes conductores, los hombres de abrumadora fuerza espiritual
o aquellos en los cuales algunas de las aspiraciones humanas básicas llegó a
expresarse con máxima energía y pureza, aunque, quizá por eso mismo, muy
unilateralmente. En muchos casos la analogía llega aún más lejos, pues con
regular frecuencia, aunque no siempre, esos personajes han sido denigrados,
maltratados o aun despiadadamente eliminados por sus semejantes, suerte similar
a la del protopadre, que sólo mucho tiempo después de su violenta muerte
asciende a la categoría de divinidad. La figura de Jesucristo es, precisamente,
el ejemplo más cabal de semejante doble destino, siempre que no sea por ventura
una creación mitológica surgida bajo el oscuro recuerdo de aquel homicidio
primitivo. Otro elemento coincidente reside en que el superyó cultural, a
entera semejanza del individual establece rígidos ideales cuya violación es
castigada con la «angustia de conciencia». Aquí nos encontramos ante la curiosa
situación de que los procesos psíquicos respectivos nos son más familiares, más
accesibles a la consciencia, cuando los abordamos bajo su aspecto colectivo que
cuando los estudiamos en el individuo. En éste sólo se expresan ruidosamente
las agresiones del superyó, manifestadas como reproches al elevarse la tensión
interna, mientras que sus exigencias mismas a menudo yacen inconscientes. Al
llevarlas a la percepción consciente se comprueba que coinciden con los
preceptos del respectivo superyó cultural. Ambos procesos -la evolución
cultural de la masa y el desarrollo propio del individuo- siempre están aquí en
cierta manera conglutinados. Por eso muchas expresiones y cualidades del
superyó pueden ser reconocidas con mayor facilidad en su expresión colectiva
que en el individuo aislado.
El superyó
cultural ha elaborado sus ideales y erigido sus normas. Entre éstas, las que se
refieren a las relaciones de los seres humanos entre sí están comprendidas en
el concepto de la ética. En todas las épocas se dio el mayor valor a estos
sistemas éticos, como si precisamente ellos hubieran de colmar las máximas
esperanzas. En efecto, la ética aborda aquel punto que es fácil reconocer como
el más vulnerable de toda cultura. Por consiguiente, debe ser concebida como
una tentativa terapéutica, como un ensayo destinado a lograr mediante un
imperativo del superyó lo que antes no pudo alcanzar la restante labor
cultural. Ya sabemos que en este sentido el problema consiste en eliminar el
mayor obstáculo con que tropieza la cultura: la tendencia constitucional de los
hombres a agredirse mutuamente; de ahí el particular interés que tiene para
nosotros el quizá más reciente precepto del superyó cultural: «Amarás al
prójimo como a ti mismo.» La investigación y el tratamiento de las neurosis nos
han llevado a sustentar dos acusaciones contra el superyó del individuo: con la
severidad de sus preceptos y prohibiciones se despreocupa demasiado de la
felicidad del yo, pues no toma debida cuenta de las resistencias contra el
cumplimiento de aquéllos, de la energía instintiva del ello y de las
dificultades que ofrece el mundo real. Por consiguiente, al perseguir nuestro
objetivo terapéutico, muchas veces nos vemos obligados a luchar contra el
superyó, esforzándonos por atenuar sus pretensiones. Podemos oponer objeciones
muy análogas contra las exigencias éticas del superyó cultural.
Tampoco éste
se preocupa bastante por la constitución psíquica del hombre, pues instituye un
precepto y no se pregunta si al ser humano le será posible cumplirlo. Acepta,
más bien, que al yo del hombre le es psicológicamente posible realizar cuanto se
le encomiende; que el yo goza de ilimitada autoridad sobre su ello. He aquí un
error, pues aun en los seres pretendidamente normales la dominación sobre el
ello no puede exceder determinados límites. Si las exigencias los sobrepasan,
se produce en el individuo una rebelión o una neurosis, o se le hace infeliz.
El mandamiento «Amarás al prójimo como a ti mismo» es el rechazo más intenso de
la agresividad humana y constituye un excelente ejemplo de la actitud
antipsicológica que adopta el superyó cultural. Ese mandamiento es
irrealizable; tamaña inflación del amor no puede menos que menoscabar su valor,
pero de ningún modo conseguirá remediar el mal. La cultura se despreocupa de
todo esto, limitándose a decretar que cuanto más difícil sea obedecer el precepto,
tanto más mérito tendrá su acatamiento. Pero quien en el actual estado de la
cultura se ajuste a semejante regla, no hará sino colocarse en situación
desventajosa frente a todos aquellos que la violen. ¡Cuán poderoso obstáculo
cultural debe ser la agresividad si su rechazo puede hacernos tan infelices
como su realización! De nada nos sirve aquí la pretendida ética «natural»,
fuera de que nos ofrece la satisfacción narcisista de poder considerarnos
mejores que los demás. La ética basada en la religión, por su parte, nos
promete un más allá mejor, pero pienso que predicará en desierto mientras la
virtud nos rinda sus frutos ya en esta tierra. También yo considero indudable
que una modificación objetiva de las relaciones del hombre con la propiedad
sería en este sentido más eficaz que cualquier precepto ético; pero los
socialistas malogran tan justo reconocimiento, desvalorizándolo en su
realización al incurrir en un nuevo desconocimiento idealista de la naturaleza
humana.
A mi juicio,
el concepto de que los fenómenos de la evolución cultural pueden interpretarse
en función de un superyó, aún promete revelar nuevas inferencias. Pero nuestro
estudio toca a su fin, aunque sin eludir una última cuestión. Si la evolución
de la cultura tiene tan trascendentes analogías con la del individuo y si
emplea los mismos recursos que ésta, ¿acaso no estará justificado el
diagnóstico de que muchas culturas -o épocas culturales, y quizá aun la Humanidad entera- se
habrían tornado «neuróticas» bajo la presión de las ambiciones culturales? La
investigación analítica de estas neurosis bien podría conducir a planes
terapéuticos de gran interés práctico, y en modo alguno me atrevería a sostener
que semejante tentativa de transferir el psicoanálisis a la comunidad cultural
sea insensata o esté condenada a la esterilidad. No obstante, habría que
proceder con gran prudencia, sin olvidar que se trata únicamente de analogías y
que tanto para los hombres como para los conceptos es peligroso que sean
arrancados del suelo en que se han originado y desarrollado. Además, el
diagnóstico de las neurosis colectivas tropieza con una dificultad particular.
En la neurosis individual disponemos como primer punto de referencia del
contraste con que el enfermo se destaca de su medio, que consideramos «normal».
Este telón de fondo no existe en una masa uniformemente afectada, de modo que
deberíamos buscarlo por otro lado. En cuanto a la aplicación terapéutica de
nuestros conocimientos, ¿de qué serviría el análisis más penetrante de las
neurosis sociales si nadie posee la autoridad necesaria para imponer a las
masas la terapia correspondiente? Pese a todas estas dificultades, podemos
esperar que algún día alguien se atreva a emprender semejante patología de las
comunidades culturales.
Múltiples y
variados motivos excluyen de mis propósitos cualquier intento de valoración de
la cultura humana. He procurado eludir el prejuicio entusiasta según el cual
nuestra cultura es lo más precioso que podríamos poseer o adquirir, y su camino
habría de llevarnos indefectiblemente a la cumbre de una insospechada
perfección. Por lo menos puedo escuchar sin indignarme la opinión del crítico
que, teniendo en cuenta los objetivos perseguidos por los esfuerzos culturales
y los recursos que éstos aplican, considera obligada la conclusión de que todos
estos esfuerzos no valdrían la pena y de que el resultado final sólo podría ser
un estado intolerable para el individuo. Pero me es fácil ser imparcial, pues
sé muy poco sobre todas estas cosas y con certeza sólo una: que los juicios
estimativos de los hombres son infaliblemente orientados por los deseos de
alcanzar la felicidad, constituyendo, pues, tentativas destinadas a fundamentar
sus ilusiones con argumentos. Contaría con toda mi comprensión quien
pretendiera destacar el carácter forzoso de la cultura humana, declarando, por
ejemplo, que la tendencia a restringir la vida sexual o a implantar el ideal
humanitario a costa de la selección natural, sería un rasgo evolutivo que no es
posible eludir o desviar, y frente al cual lo mejor es someterse, cual si fuese
una ley inexorable de la
Naturaleza. También conozco la objeción a este punto de
vista: muchas veces, en el curso de la historia humana, las tendencias
consideradas como insuperables fueron descartadas y sustituidas por otras. Así,
me falta el ánimo necesario para erigirme en profeta ante mis contemporáneos,
no quedándome mas remedio que exponerme a sus reproches por no poder ofrecerles
consuelo alguno. Pues, en el fondo, no es otra cosa lo que persiguen todos: los
más frenéticos revolucionarios con el mismo celo que los creyentes más
piadosos.
A mi juicio,
el destino de la especie humana será decidido por la circunstancia de si -y
hasta qué punto- el desarrollo cultural logrará hacer frente a las
perturbaciones de la vida colectiva emanadas del instinto de agresión y de
autodestrucción. En este sentido, la época actual quizá merezca nuestro
particular interés. Nuestros contemporáneos han llegado a tal extremo en el
dominio de las fuerzas elementales que con su ayuda les sería fácil
exterminarse mutuamente hasta el último hombre. Bien lo saben, y de ahí buena
parte de su presente agitación, de su infelicidad y su angustia. Sólo nos queda
esperar que la otra de ambas «potencias celestes», el eterno Eros, despliegue
sus fuerzas para vencer en la lucha con su no menos inmortal adversario. Mas,
¿quién podría augurar el desenlace final?
(*599).
Nota 599