LXXXV - HISTORIA DE UNA NEUROSIS INFANTIL (CASO DEL
«HOMBRE DE LOS LOBOS») (*381) - 1914 [1918]
I. Observaciones preliminares.
El caso
clínico que nos disponemos exponer -aunque de nuevo tan sólo fragmentariamente-
se caracteriza por toda una serie de particularidades que habremos de examinar
previamente (#1325). Trátase de un
hombre joven que enfermó a los dieciocho años, inmediatamente después de una
infección blenorrágica, y que al ser sometido, varios años después, al
tratamiento psicoanalítico se mostraba totalmente incapacitado. Durante los
diez años anteriores a su enfermedad, su vida había sido aproximadamente normal
y había llevado a cabo sus estudios de segunda enseñanza sin grandes
trastornos. Pero su infancia había sido dominada por una grave perturbación
neurótica que se inició en él, poco antes de cumplir los cuatro años, como una
histeria de angustia (zoofobia), se transformó luego en una neurosis obsesiva
de contenido religioso y alcanzó con sus ramificaciones hasta los diez años del
sujeto. En el presente ensayo nos ocuparemos tan sólo de esta neurosis
infantil. A pesar de haber sido expresamente autorizados por el paciente, hemos
rehusado publicar el historial completo de su enfermedad, su tratamiento y su
curación, considerándolo técnicamente irrealizable e inadmisible desde el punto
de vista social.
Nota 381
PdP 1325
Con ello
desaparece también toda posibilidad de mostrar la conexión de su enfermedad
infantil con su posterior dolencia definitiva, sobre la cual podemos sólo
indicar que el sujeto pasó a causa de ella años enteros en sanatorios alemanes,
en los cuales se calificó su estado de «locura maniaco-depresiva». Este
diagnóstico hubiera sido exacto aplicado al padre del paciente, cuya vida,
intensamente activa, hubo de ser perturbada por repetidos accesos de grave
depresión. Pero en el hijo no me fue posible observar, en varios años de
tratamiento, cambio alguno de estado de ánimo que por su intensidad o las
condiciones de su aparición pudiera justificarlo. A mi juicio, este caso, como
muchos otros diversamente diagnosticados por la Psiquiatría clínica,
debe ser considerado como un estado consecutivo de una neurosis obsesiva
llegada espontáneamente a una curación incompleta. Mi exposición se referirá,
pues, tan sólo a una neurosis infantil analizada no durante su curso, sino
quince años después, circunstancia que tiene sus ventajas y sus inconvenientes.
El análisis llevado a cabo en el sujeto neurótico infantil parecerá, desde
luego, más digno de confianza, pero no puede ser muy rico en contenido. Hemos
de prestar al niño demasiadas palabras y demasiados pensamientos, a pesar de lo
cual no lograremos quizá que la conciencia penetre hasta los estratos psíquicos
más profundos. El análisis de una enfermedad infantil por medio del recuerdo
que de ella conserva el sujeto adulto y maduro ya intelectualmente no presenta
tales limitaciones, pero habremos de tener en cuenta la deformación y la
rectificación que el propio pasado experimenta al ser contemplado desde años
posteriores. El primer caso proporciona quizá resultados más convenientes, pero
el segundo es mucho más instructivo.
De todos
modos, podemos afirmar que los análisis de neurosis infantiles integran un alto
interés teórico. Contribuyen a la exacta comprensión de las neurosis de los
adultos, tanto como los sueños infantiles a la interpretación de los sueños
ulteriores. Mas no porque sean más transparentes ni más pobres en elementos. La
dificultad de infundirse en la vida anímica infantil hace que supongan una
ardua tarea para el médico. Pero la falta de las estratificaciones posteriores
permite que lo esencial de la neurosis se transparente sin dificultad. La
resistencia contra los resultados del psicoanálisis ha tomado actualmente una
nueva forma. Hasta ahora nuestros adversarios se contentaban con negar la
realidad de los hechos afirmados por el análisis, claro está que sin tomarse el
trabajo de comprobarla. Este procedimiento parece ahora irse agotando
lentamente. Y es sustituido por el de reconocer los hechos, pero interpretándolos
de manera que supriman las conclusiones que de ellos se deducen, eludiendo así
una vez más las novedades contra las cuales se alza la resistencia. Pero el
estudio de las neurosis infantiles prueba la inanidad de semejantes tentativas
de interpretación tendenciosa. Muestra la participación predominante de las
fuerzas instintivas libidinosas, tan discutidas, en la estructuración de la
neurosis y revela la ausencia de las remotas tendencias culturales, de las que
nada sabe aún el niño y que, por tanto, nada pueden significar para él.
Otro rasgo que
recomienda a nuestra atención el análisis que aquí vamos a exponer se relaciona
con la gravedad de la dolencia y la duración de su tratamiento. Los análisis
que consiguen en breve plazo un desenlace favorable pueden ser muy halagüeños
para el amor propio del terapeuta y demostrar a las claras la importancia
terapéutica del psicoanálisis; pero, en cambio, no favorecen de ninguna manera
el progreso de nuestros conocimientos científicos, pues nada nuevo nos enseñan.
Nos han llevado tan rápidamente a un resultado favorable porque ya sabíamos de
antemano lo que era necesario hacer para alcanzarlo. Sólo aquellos análisis que
nos oponen dificultades especiales y cuya realización nos lleva mucho tiempo
pueden enseñarnos algo nuevo. Unicamente en estos casos conseguimos descender a
los estratos más profundos y primitivos de la evolución anímica y extraer de
ellos la solución de los problemas que plantean las estructuras ulteriores. Nos
decimos entonces que sólo aquellos análisis que tan profundamente penetran
merecen en rigor el nombre de tales. Claro está que su único caso no nos
instruye sobre todo lo que quisiéramos saber. O mejor dicho, podría instruirnos
sobre todo ello si nos fuera posible aprehenderlo todo, sin que la limitación
de nuestra propia percepción nos obligara a contentarnos con poco.
El presente
caso no dejó nada que desear en cuanto a tales dificultades fructíferas. Los
primeros años de tratamiento apenas consiguieron modificación alguna. Una
afortunada constelación permitió, sin embargo, que todas las circunstancias
externas hicieran posible la continuación de la tentativa terapéutica. En
circunstancias menos favorables hubiera sido necesario suspender el tratamiento
al cabo de algún tiempo. En cuanto a la actitud del médico, puedo sólo decir
que en tales casos debe mantenerse tan ajeno al tiempo como lo es lo
inconsciente y saber renunciar a todo efecto terapéutico inmediato si quiere
descubrir y conseguir positivamente algo. Asimismo, pocos casos exigen por
parte del enfermo y de sus familiares tanta paciencia, docilidad, comprensión y
confianza. Para el analista ha de decirse que los resultados conquistados
después de tan largo trabajo en uno de estos casos habrán de permitirle
abreviar esencialmente la duración de otro tratamiento ulterior de un caso
análogamente grave y dominar así progresivamente, luego de haberse sometido a
ella una vez, la indiferencia de lo inconsciente en cuanto al tiempo.
El paciente
del cual nos disponemos a tratar permaneció durante mucho tiempo atrincherado
en una actitud de indiferente docilidad. Escuchaba y comprendía, pero no se
interesaba por nada. Su clara inteligencia se hallaba como secuestrada por las
fuerzas instintivas que regían su conducta en la escasa vida exterior de que
aún era capaz. Fue necesaria una larga educación para moverle a participar
independientemente en la labor analítica, y cuando a consecuencia de este
esfuerzo surgieron las primeras liberaciones desvió por completo su atención de
la tarea para evitar nuevas modificaciones y mantenerse cómodamente en la
situación creada. Su temor a una existencia independiente y responsable era tan
grande, que compensaba todas las molestias de su enfermedad. Sólo encontramos
un camino para dominarlo. Hube de esperar hasta que la ligazón a mi persona
llegó a ser lo bastante intensa para compensarlo y entonces puse en juego este
factor contra el otro.
Decidí, no sin
calcular antes la oportunidad, que el tratamiento había de terminar dentro de
un plazo determinado, cualquiera que fuese la fase a la que hubiera llegado.
Estaba decidido a observar estrictamente dicho plazo, y el paciente acabó por
advertir la seriedad de mi propósito. Bajo la presión inexorable de semejante
apremio cedieron su resistencia y su fijación a la enfermedad, y el análisis
proporcionó entonces, en un plazo desproporcionadame breve, todo el material,
que permitió la solución de sus inhibiciones y la supresión de sus síntomas. De
esta última época del análisis, en la cual desapareció temporalmente la
resistencia y el enfermo producía la impresión de una lucidez que generalmente
sólo se consigue en la hipnosis, proceden todas las aclaraciones que me
permitieron llegar a la comprensión de su neurosis infantil. De este modo, el
curso del tratamiento ilustró el principio ha largo tiempo sentado por la
técnica analítica de que la longitud del camino que el análisis haya de
recorrer con el paciente y la magnitud del material que por este camino haya de
ser dominado no significan gran cosa en comparación con la resistencia que haya
de surgir durante tal labor, y sólo han de tenerse en cuenta en tanto son
proporcionales a la misma. Sucede en esto lo que ahora, en tiempo de guerra,
cuando un ejército necesita semanas y meses enteros para avanzar una distancia
que en tiempo de paz puede recorrerse en pocas horas de tren y que poco tiempo
antes ha sido recorrido efectivamente por el ejército contrario en unos cuantos
días.
Una tercera
peculiaridad del análisis que aquí nos proponemos exponer ha dificultado también
considerablemente mi decisión de publicarlo. Sus resultados han coincidido con
nuestros conocimientos anteriores o se han enlazado perfectamente a ellos. Pero
algunos detalles me han parecido tan singulares e inverosímiles, que me han
asaltado escrúpulos de exigir a otros su admisión. En consecuencia, he invitado
al paciente a someter a una severa crítica sus recuerdos; mas por su parte no
encontró en ellos nada inverosímil. Los lectores pueden estar seguros por lo
menos de que sólo expongo aquello que surgió ante mí como vivencia
independiente y no influida por mi expectativa. Por tanto, sólo me queda
remitirme a la sabia afirmación de que entre el Cielo y la Tierra hay muchas más cosas
de las que nuestra filosofía supone. Quien supiera excluir más fundamentalmente
aún sus propias convicciones descubriría seguramente más cosas.
II. Exposición general del ambiente del paciente y de
la historia clínica.
No me es
posible exponer el historial de mi paciente en forma puramente histórica ni
tampoco en forma puramente pragmática; no puedo desarrollar exclusivamente una
historia del tratamiento ni tampoco una historia de la enfermedad, sino que me
veo obligado a combinar ambas entre sí. Como es sabido, no hemos hallado aún
medio alguno de que la exposición de un análisis refleje y lleve al ánimo del
lector la convicción de él resultante. Tampoco un acta detallada del curso de
las sesiones del tratamiento resolvería tal problema, y, además, la técnica
psicoanalítica excluye su redacción ante el enfermo. En consecuencia no
publicamos estos análisis para convencer a quienes hasta ahora se han mostrado
opuestos a nuestras teorías, sino para procurar nuevos datos a aquellos
investigadores a quienes una labor directa con los enfermos ha llevado ya a una
convicción.
Empezaré por
describir el ambiente en que el sujeto vivió de niño y comunicar aquella parte
de su historia infantil que me fue dado averiguar desde un principio sin gran
riesgo y que luego no logró en varios años complemento ni aclaración algunos.
Sus padres se habían casado jóvenes y fueron felices hasta que las enfermedades
empezaron a ensombrecer su vida, pues la madre contrajo una afección abdominal,
y el padre empezó a sufrir accesos de depresión que le obligaron a ausentarse
del hogar familiar. La calidad psíquica de la dolencia paterna hizo que el
sujeto no se diese cuenta de ella hasta mucho después. En cambio, sí se le
reveló en años muy tempranos el mal estado de salud de su madre, que le impedía
ocuparse asiduamente de sus hijos. Un día, seguramente antes de cumplir los
cuatro años, la oyó quejarse al médico de sus dolencias, y tan impresas se le
quedaron sus palabras, que muchos años después las repitió literalmente,
aplicándolas a sus propios trastornos. No era hijo único, pues tenía una hermana
dos años mayor que él precozmente inteligente y perversa, que desempeñó un
importantísimo papel en su vida.
Por su parte
se hallaba encomendado a los cuidados de una niñera, mujer del pueblo, anciana
ya y nada instruida, que le consagraba infatigable ternura, pues constituía
para ella el sustituto de un hijo que había perdido en edad temprana. La
familia vivía en una finca durante el invierno y pasaba en otra los veranos. El
día en que sus padres vendieron las dos fincas y se trasladaron a la ciudad cercana,
a ambas dividió en dos períodos la infancia del sujeto. Durante el primero
solían pasar largas temporadas con ellos, en alguna de las fincas, distintos
parientes: los hermanos del padre, las hermanas de la madre, con sus hijos y
los abuelos maternos. Durante el verano, sus padres solían ausentarse por unas
cuantas semanas. Un recuerdo encubridor le mostraba al lado de su niñera
contemplando cómo se alejaba el coche que conducía a sus padres y a su hermana
y volviendo luego tranquilamente a casa cuando el carruaje se hubo perdido de
vista. En la época de este recuerdo debía de ser aún muy pequeño (#1326). Al verano siguiente, sus padres
dejaron también en casa a su hermana y tomaron una institutriz inglesa, a la
que encomendaron la guarda de ambos niños.
PdP 1326
En años
posteriores sus familiares le relataron muchos detalles de su infancia (#1327),
de los cuales ya recordaba él espontáneamente algunos, aunque no pudiera
situarlos en fechas determinadas o relacionadas entre sí. Uno de estos recuerdos,
repetidamente evocados por sus familiares con ocasión de su posterior
enfermedad, nos da a conocer ya el problema, cuya solución habrá de ocuparnos.
Según él, el sujeto había sido al principio un niño apacible y dócil, hasta el
punto de que los suyos se decían que él había debido ser la niña y su hermana
mayor el niño. Pero al regresar sus padres de una de sus excursiones veraniegas
le hallaron completamente cambiado. Se mostraba descontento, excitable y
rabioso; todo le irritaba, y en tales casos gritaba y pateaba salvajemente.
Ello sucedió en aquél mismo verano en que los niños quedaron confiados a la
institutriz inglesa, la cual demostró ser una mujer arbitraria e insoportable y
aficionada, además, a la bebida. En consecuencia, la madre se inclinó a atribuir
a su influjo la alteración del carácter de su hijo, suponiendo que la forma en
que le había tratado era la causa de su excitación. La abuela materna, que
había pasado el verano con los niños, opinó, en cambio, con mayor
clarividencia, que la irritabilidad de su nieto había sido provocada por la
discordia surgida entre la inglesa y la niñera, pues la institutriz había
insultado varias veces a la anciana criada, llamándola bruja, y la había echado
repetidamente de la habitación donde los niños estaban. En estas escenas el
niño se había puesto siempre al lado de su amada chacha y había mostrado su
odio a la institutriz. En consecuencia, la inglesa fue despedida a poco de
volver los padres; pero su desaparición no modificó ya la excitación del niño.
PdP 1327
El paciente
conserva el recuerdo de esta ingrata época. Afirma que el primero de aquellos
accesos de cólera surgió en él por no haber recibido dobles regalos el día de
Nochebuena, que era al mismo tiempo su cumpleaños. Sus exigencias y su insoportable
susceptibilidad no perdonaba siquiera a su chacha, a la que quizá atormentaba
más que a nadie. Pero esta fase de alteración de su carácter aparece
indisolublemente enlazada en sus recuerdos con muchos otros fenómenos
singulares y morbosos que no acierta a ordenar cronológicamente. De este modo
confunde todos los hechos a continuación expuestos, que no pudieron ser
simultáneos y resultan, además, contradictorios en un solo y único período: el
de «cuando todavía estaba en la primera finca», de la cual salieron, según
cree, poco después de cumplir él los cinco años. Relata así haber padecido por
entonces intensos miedos, que su hermana aprovechaba para atormentarle. Había
en la casa un libro de estampas, una de las cuales representaba a un lobo
andando en dos pies. Cuando el niño veía aquella estampa, comenzaba a gritar,
enloquecido por el miedo de que el lobo se fuese a él y le comiese, y la
hermana sabía arreglárselas de modo que la encontrase a cada paso, gozándose en
su terror. También otros animales grandes y pequeños le daban miedo. Una vez
corría detrás de una mariposa amarilla, intentando cogerla (indudablemente se
trataba de una 'Schwalbenschwanz'), cuando, de repente, le invadió un intenso
miedo a aquel animal y se echó a llorar, abandonando su persecución. También
los escarabajos y las orugas le daban miedo y asco. Pero recordaba al mismo
tiempo que algunas veces se gozaba en atormentarlos, cortándolos en pedazos.
Los caballos le inspiraban igualmente cierto temor. Cuando veía pegar a alguno
de estos animales, gritaba temeroso, y en una ocasión tuvieron que sacarle del
circo por este mismo motivo. Pero otras veces le era grato imaginar que él
mismo pegaba a un caballo.
Su memoria de
tales hechos no era lo bastante precisa para permitirle discernir si estas
modalidades contradictorias de su conducta para con los animales fueron
realmente simultáneas o se sustituyeron sucesivamente unas por otras y en qué
orden. No podía tampoco decir si este período de excitación fue sustituido por
una fase de enfermedad o se prolongó a través de esta última. De todos modos,
las confesiones que siguen justifican la hipótesis de que en aquellos años
padeciera una evidente neurosis obsesiva. Contaba, en efecto, que durante un
largo período se había mostrado extraordinariament piadoso. Antes de dormirse
tenía que rezar largo rato y santiguarse numerosas veces, y muchas noches daba
la vuelta a la alcoba con una silla, en la que se subía para besar devotamente
todas las estampas religiosas que colgaban de las paredes. Con este piadoso
ceremonial no armonizaba en absoluto -o quizá armonizaba muy bien- otro
recuerdo referente a la misma época, según el cual se complacía muchas veces en
pensamientos blasfemos que surgían en su imaginación como inspirados por el
demonio. Así, cuando pensaba en Dios asociaba automáticamente a tal concepto
las palabras cochino o basura. En el curso de un viaje a un balneario alemán se
vio atormentado por la obsesión de pensar en la Santísima Trinidad
cada vez que veía en el camino tres montones de estiércol de caballo o de otra
basura cualquiera. Por entonces llevaba también a cabo un singular ceremonial
cuando veía gente que le inspiraba compasión: mendigos, inválidos y ancianos.
En tales ocasiones tenía que espirar ruidosamente el aire aspirado, con lo cual
creía conjurar la posibilidad de verse un día como ellos, o, en otras
circunstancias, retener durante el mayor tiempo posible el aliento.
Naturalmente,
me incliné a suponer que estos síntomas, claramente correspondientes a una
neurosis obsesiva, pertenecían a un período y a un grado evolutivo posteriores
al miedo y las crueldades contra los animales. Los años posteriores del
paciente se caracterizaron por una profunda alteración de sus relaciones
afectivas con su padre, al que, después de repetidos accesos de depresión, le
era imposible ocultar los aspectos patológicos de su carácter. En los primeros
años de su infancia tales relaciones habían sido, en cambio, extraordinariament
cariñosas, y así lo recordaba claramente el niño. El padre le quería mucho y
gustaba de jugar con él, que por su parte se sentía orgulloso de su progenitor
y manifestaba su deseo de llegar a ser algún día «un señor como su papá». La
chacha le había dicho que su hermana era sólo de su madre, y, en cambio, él
sólo de su padre, revelación que le llenó de contento. Pero al término de su
infancia los lazos afectivos que a su padre le unían desaparecieron casi por
completo, pues le irritaba y le entristecía verle preferir claramente a su
hermana. Posteriormente, su relación filial quedó regida por el miedo al padre
como factor dominante.
Hacia los ocho
años desaparecieron todos los fenómenos que el paciente integraba en aquella
fase de su vida, que se inició con la alteración de su carácter. No
desaparecieron bruscamente, sino que fueron espaciándose cada vez más, hasta
desvanecerse por completo, proceso que el sujeto atribuye a la influencia de
los maestros y tutores que sustituyeron a su servidumbre femenina. Vemos, pues,
que los problemas cuya solución se plantea en este caso al análisis son, a
grandes trazos, los de descubrir de dónde provino la súbita alteración del
carácter del niño, qué significación tuvieron su fobia y sus perversidades,
cómo llegó a su religiosidad obsesiva y cuál es la relación que enlaza a todos
estos fenómenos. Recordaré de nuevo que nuestra labor terapéutica se refería
directamente a una posterior enfermedad neurótica reciente y que sólo era
posible obtener algún dato sobre aquellos problemas anteriores cuando el curso
del análisis nos distraía por algún tiempo del presente, obligándonos a dar un
rodeo a través de la historia infantil del sujeto.
III. La seducción y sus consecuencias inmediatas.
Nuestras
primeras sospechas se orientaron, como era natural, hacia la institutriz
inglesa, durante cuya estancia en la finca había surgido la alteración del
carácter del niño. El sujeto comunicó dos recuerdos encubridores,
incomprensibles en sí, que a ella se referían. Tales recuerdos eran los
siguientes: En una ocasión en que la institutriz los precedía se había vuelto
hacia ellos y les había dicho: «Mirad mi colita.» Y otra vez, yendo en coche,
el viento le había arrebatado el sombrero para máximo regocijo de los dos
hermanos. Ambos recuerdos aludían al complejo de la castración y permitían
arriesgar la hipótesis de que una amenaza dirigida por la institutriz al niño
hubiera contribuido considerablemente a la génesis de su posterior conducta
anormal. No es nada peligroso comunicar tales construcciones a los analizados,
pues aunque sean erróneas no perjudican en nada el análisis, y claro está que
sólo las comunicamos cuando integran una posibilidad de aproximación a la
realidad. Efecto inmediato de la comunicación de esta hipótesis fueron unos
cuantos sueños, cuya interpretación total no logramos alcanzar, pero que
parecían desarrollarse todos en derredor del mismo contenido.
Tratábase en
ellos, en cuanto era posible comprenderlos, de actos agresivos del niño contra
su hermana o contra la institutriz y de enérgicos regaños y castigos recibidos
a consecuencia de tales agresiones. Como si hubiera querido... , después del
baño... , desnudar a su hermana... , quitarle las envolturas... , o los
velos... , o algo semejante. No nos fue posible desentrañar con seguridad el
contenido de estos sueños; pero la impresión de que en ellos era elaborado
siempre el mismo material en formas distintas nos reveló la verdadera condición
de las supuestas reminiscencias en ellos integradas. No podía tratarse más que
de fantasías imaginadas por el sujeto sobre su infancia probablemente durante
la pubertad, y que ahora habían vuelto a aparecer en forma difícilmente
reconocible. Su significación se nos reveló luego, de una sola vez, cuando el
paciente recordó de pronto que, «siendo todavía muy pequeño y hallándose aún en
la primera finca», su hermana le había inducido a realizar actos de carácter
sexual. Surgió primero el recuerdo de que al hallarse juntos en el retrete le
invitaba a mostrarse recíprocamente el trasero, haciéndolo ella la primera, y
poco después apareció ya la escena esencial de seducción con todos sus detalles
de tiempo y lugar. Era en primavera y durante una ausencia del padre. Los niños
jugaban, en el suelo, en una habitación contigua a la de su madre. La hermana
le había cogido entonces el miembro y había jugueteado con él mientras le
contaba, como para justificar su conducta, que la chacha hacía aquello mismo
con todo el mundo; por ejemplo, con el jardinero, al que colocaba cabeza abajo
y le cogía luego los genitales.
Tales hechos
nos facilitan la comprensión de las fantasías antes deducidas. Estaban
destinadas a borrar de la memoria del sujeto un suceso que más tarde hubo de
parecer ingrato a su amor propio masculino y alcanzaron tal fin, sustituyendo
la verdad histórica por un deseo antitético. Conforme a tales fantasías, no
había desempeñado él con su hermana el papel pasivo, sino que, por el
contrario, se había mostrado agresivo queriendo ver desnuda a su hermana, y
siendo rechazado y castigado, lo cual había provocado en el aquellos accesos de
cólera de los que tanto hablaba la tradición familiar. Resulta también muy
adecuado entretejer en estas fantasías a la institutriz, a la cual había sido
atribuida por la madre y la abuela la culpa principal de sus accesos de cólera.
Tales fantasías correspondían, pues, exactamente a aquellas leyendas con las
cuales una nación ulteriormente grande y orgullosa intenta encubrir la
mezquindad de sus principios. En realidad, la institutriz no podía haber tenido
en la seducción y en sus consecuencias más que una participación muy remota.
Las escenas con la hermana se desarrollaron durante la primavera inmediatamente
anterior al verano, durante el cual quedaron encomendados los niños a los
cuidados de la inglesa. La hostilidad del niño contra la institutriz surgió más
bien de otro modo. Al insultar a la niñera llamándola bruja, la institutriz
quedó equiparada, en el ánimo del sujeto, a su propia hermana, que había sido
la primera en contarle de su querida chacha cosas monstruosas e increíbles, y
tal equiparación le permitió exteriorizar contra la inglesa la hostilidad que,
según veremos luego, se había desarrollado en él contra su hermana a
consecuencia de la seducción.
Interrumpiré
ahora, por breve espacio, la historia infantil de mi paciente para examinar la
personalidad de su hermana, su evolución y sus destinos ulteriores y la
influencia que sobre él ejerció. Le llevaba dos años y le precedió siempre en
el curso del desarrollo intelectual. Después de una niñez indómita y
marcadamente masculina, su inteligencia realizó rápidos y brillantes progresos,
distinguiéndose por su penetración y su precisa visión de la realidad. Durante
sus estudios mostró predilección por las ciencias naturales; pero componía
también poesías que el padre juzgaba excelentes. Muy superior en inteligencia a
sus numerosos pretendientes, solía burlarse de ellos y nunca llegó a tomar en
serio a alguno. Pero recién cumplidos los veinte años comenzó a dar signos de
depresión, lamentándose de no ser suficientemente bonita, y acabó eludiendo por
completo el trato social. A su vuelta de un viaje en compañía de una señora
amiga de la familia, contó cosas absolutamente inverosímiles, tales como la de
haber sido maltratada por su acompañante; pero, sin embargo, permaneció
afectivamente fijada a ella. Poco después, en un segundo viaje se envenenó y
murió lejos de su casa. Probablemente su afección correspondía al comienzo de
una demencia precoz. Vemos en ella un testimonio de la evidente herencia
neuropática de la familia y no ciertamente el único. Un tío suyo, hermano de su
padre murió después de largos años de una vida extravagante, de cuyos detalles
podía deducirse que padecía una grave neurosis obsesiva. Y muchos parientes
colaterales suyos mostraron y muestran trastornos nerviosos menos graves.
Para nuestro
paciente, su hermana fue durante toda su infancia -dejando aparte el hecho de
la iniciación sexual- una peligrosa competidora en la estimación de sus padres,
y su superioridad, implacablemente ostentada, le agobió de continuo con su
peso. La envidiaba, sobre todo, la admiración que su padre mostraba ante su
gran capacidad, en tanto que él, intelectualmente cohibido por su neurosis
obsesiva, tenía que contentarse con una estimación mucho más tibia. A partir de
sus catorce años comenzaron a mejorar las relaciones de ambos hermanos, pues su
análoga disposición espiritual y su común oposición contra los padres acabaron
por establecer entre ellos una afectuosa camaradería. En la tormentosa
excitación sexual de su pubertad, el sujeto intentó aproximarse físicamente a
su hermana, y cuando ésta le hubo rechazado con tanta decisión como habilidad,
se volvió en el acto hacia una muchachita campesina que servía en la casa y
llevaba el mismo nombre que su hermana. Con ello dio un paso decisivo para su
elección heterosexual de objeto, pues todas las muchachas de las que
posteriormente hubo de enamorarse, con evidentes indicios de obsesión muchas
veces, fueron igualmente criadas, cuya ilustración e inteligencia habían de ser
muy inferiores a la suya.
Ahora bien: si
todos estos objetos eróticos eran sustitutivos de su hermana, no conseguida,
habremos de reconocer como factor decisivo de su elección de objeto una
tendencia a rebajar a su hermana y a suprimir aquella superioridad intelectual
suya, que tanto le había atormentado en un período de su vida. A motivos de
este género, nacidos de la voluntad de poderío del instinto de afirmación del
individuo, ha subordinado también Alfredo Adler, como todo lo demás, la
conducta sexual de los hombres. Sin llegar a negar la importancia de tales
motivos de poderío y privilegio, no he logrado tampoco convencerme jamás de que
pueden desempeñar el papel dominante y exclusivo que les es atribuido. Si no
hubiera llevado hasta el fin el análisis de mi paciente, la observación de este
caso me hubiera obligado a rectificar tales prejuicios en el sentido propugnado
por Adler. Por el término de este análisis trajo consigo, inesperadamente nuevo
material, del cual resultó nuevamente que los motivos de poderío (en nuestro
caso la tendencia al rebajamiento) sólo habían determinado la elección de
objeto en el sentido de una aportación y una racionalización, en tanto que la
determinación auténtica y más profunda me permitió mantener mis convicciones
anteriores.
El paciente
manifestó que al recibir la noticia de la muerte de su hermana no había
experimentado el menor dolor. Imponiéndose signos exteriores de duelo se
regocijaba fríamente en su interior de haber llegado a ser el único heredero de
la fortuna familiar. Por esta época llevaba ya varios años enfermo de su
reciente neurosis. Pero confieso que este dato me hizo vacilar durante mucho
tiempo en el diagnóstico del caso. Era de esperar, desde luego, que el dolor
producido por la pérdida de la persona más querida de su familia quedase
inhibido en su exteriorización por el efecto continuado de los celos que
aquélla le inspiraba y por la intervención de su enamoramiento incestuoso,
reprimido e inconsciente. Pero no me resignaba a renunciar al hallazgo de un
sustitutivo de la explosión de dolor inhibida. Por fin lo hallamos en una
manifestación afectiva que el sujeto no había logrado explicar. Pocos meses
después de la muerte de su hermana hizo él un viaje a la ciudad donde la misma
había muerto, buscó en el cementerio la tumba de un gran poeta que por entonces
encarnaba su ideal y vertió sobre ella amargas lágrimas. A él mismo le extrañó
y le desconcertó tal reacción, pues sabía que desde la muerte de aquel poeta
por él venerado había transcurrido ya más de un siglo y solo la comprendió al
recordar que el padre solía comparar las poesías de la hermana muerta con las
de aquel gran poeta. Un error cometido por el sujeto en sus comunicaciones
posteriores me facilitó ahora la interpretación de aquel acto piadoso
aparentemente dedicado al poeta. Había manifestado, en efecto, varias veces que
su hermana se había pegado un tiro, y tuvo luego que rectificar diciendo ser
más cierto que se había envenenado. Ahora bien: el poeta llorado había muerto
en un desafío a pistola. [Pushkin, según Strachey].
Vuelvo ahora a
la historia del hermano, que a partir de aquí habré de exponer en forma más
pragmática. Pudimos fijar con precisión que la edad del sujeto cuando su
hermana comenzó su iniciación sexual, era la de tres años y tres meses. Las
escenas descritas se desarrollaron, como ya hemos dicho, en la primavera de
aquel mismo año en que los padres, al regresar en otoño de su viaje veraniego
encontraron al niño completamente transformado. Habremos, pues, de inclinarnos
a relacionar dicha transformación con el despertar de su actividad sexual,
acaecida en el intervalo.
¿Cómo
reaccionó el niño a la seducción de su hermana mayor? Con una decidida repulsa,
como ya sabemos; pero tal repulsa se refería tan sólo a la persona y no a la
cosa. La hermana no le era grata como objeto sexual, probablemente porque su
actitud ante ella se encontraba ya determinada en un sentido hostil por su
competencia en el cariño de los padres. Eludió, pues, sus tentativas de
aproximación sexual, que no tardaron así en cesar por completo. Pero, en
cambio, trató de sustituir la persona de su hermana por otra más querida, y las
revelaciones de aquélla, que había intentado justificar su proceder con el
supuesto ejemplo de la chacha, orientaron su elección hacia esta última. En
consecuencia, comenzó a juguetear con su miembro ante la chacha, conducta en la
que hemos de ver una tentativa de seducción, como en la mayor parte de aquellos
casos en los que los niños no ocultan el onanismo. Pero la chacha le defraudó,
poniendo cara seria y declarando que aquello no estaba bien y que a los niños
que lo hacían se les quedaba en aquel sitio una «herida».
Los efectos de
esta revelación, equivalente a una amenaza de castración, actuaron en muchas
direcciones, en las cuales habremos de seguir sus huellas. En primer lugar, su
cariño por la chacha experimentó con ello un rudo golpe. En el momento mismo de
su desilusión no pareció enfadado con ella; pero más tarde, cuando empezaron
sus accesos de cólera, se demostró que le guardaba rencor. Ahora bien: uno de
los rasgos característicos de su conducta consistía en que antes de abandonar
una localización de su libido, imposible de sostener por más tiempo, la
defendía siempre tenazmente, y así, cuando surgió en escena la institutriz e
insultó a la chacha, echándola del cuarto y queriendo destruir su autoridad, el
sujeto exageró su cariño a la insultada y mostró su desvío y su enfado contra
la inglesa. Pero, de todos modos, comenzó a buscar secretamente otro objeto
sexual. La seducción le había dado el fin sexual pasivo de que le tocaran los
genitales. Más adelante veremos de quién quería él conseguirlo y qué caminos le
condujeron a tal elección.
Como era de
esperar, sus primeras excitaciones sexuales iniciaron su investigación sexual,
y no tardó en planteársele el problema de la castración. Por esta época pudo
observar a dos niñas, su hermana y una amiguita suya, mientras estaban
orinando. Su penetración natural hubiera debido hacerle deducir de esta
percepción visual el verdadero estado de cosas; pero, en lugar de ello, se
condujo en aquella forma que ya nos es conocida por el análisis de otros niños.
Rechazó la idea de que tal percepción confirmaba las palabras de la chacha en
cuanto a la «herida» y se la explicó diciéndole que aquello era «el trasero de
delante» de las niñas. Pero tal explicación no bastó para alejar de su
pensamiento el tema de la castración. En consecuencia, continuó extrayendo de
cuanto oía y veía alusiones a dicho tema; por ejemplo, cuando la institutriz,
muy dada a fantasías terroríficas, le dijo que unas barritas de caramelo eran
pedazos del cuerpo de una serpiente, hecho que le recordó un relato de su
padre, según el cual, habiendo encontrado una culebra en un paseo por el campo,
la había matado cortándola en pedazos con su bastón; o cuando le leyeron el
cuento del lobo que quiso pescar peces en invierno utilizando la cola como
cebo, hasta que se le heló y se le cayó al agua. Así, pues, daba vueltas en su
pensamiento al tema de la castración, pero no creía aún en la posibilidad de
ser víctima de ella, y, por tanto, no le inspiraba miedo. Los cuentos que en
esta época llegó a conocer le plantearon otros problemas sexuales. En la Caperucita Roja y
en El lobo y las siete cabritas, los niños o las cabritas eran extraídos del
vientre del lobo.
Consiguientemente, o el lobo pertenecía al
sexo femenino o también los varones podían albergar niños en el vientre. Este
problema no llegó a obtener solución por aquella época. Además, durante el
período de esta investigación sexual, el lobo no le inspiraba aún miedo. Una de
las comunicaciones del paciente nos facilita la comprensión de la alteración de
su carácter surgida durante la ausencia de sus padres y remotamente enlazada
con la seducción. Cuenta que después de la repulsa y la amenaza de la chacha
abandonó muy pronto el onanismo. La vida sexual iniciada bajo la dirección de
la zona genital había, pues, sucumbido a una inhibición exterior, cuya
influencia la retrotrajo a una fase anterior correspondiente a la organización
pregenital. A consecuencia de esta supresión del onanismo, la vida sexual del
niño tomó un carácter sádico-anal, y el infantil sujeto se hizo irritable,
insoportable y cruel, satisfaciéndose en tal forma con los animales y las
personas. Su objeto principal fue su amada chacha, a la que sabía atormentar
hasta hacerla llorar, vengándose así de la repulsa recibida y satisfaciendo
simultáneamente sus impulsos sexuales en la forma correspondiente a la fase
regresiva. Comenzó a hacer objeto de crueldades a animales pequeños, cazando
moscas para arrancarles las alas y pisoteando a los escarabajos, y se complacía
en la idea de maltratar también a animales más grandes; por ejemplo, a los
caballos. Tratábase, pues, de actividades plenamente sádicas de signo positivo.
Más tarde hablaremos de los impulsos anales correspondientes a esta época.
Facilitó
grandemente el análisis el hecho de que en la memoria del paciente apareciera
también el recuerdo de ciertas fantasías correspondientes a la misma época,
pero de un género totalmente distinto, en las que se trataba de niños que eran
objeto de malos tratos, consistentes principalmente en golpearles el pene. La
personalidad de tales objetos anónimos quedó aclarada por otra fantasía en la
que el heredero del trono era encerrado en un calabozo y fustigado. El heredero
del trono era, evidentemente, el sujeto mismo. Resultaba, pues, que en tales
fantasías el sadismo primario de nuestro paciente se había vuelto contra su
propia persona, transformándose en masoquismo. El detalle de que los golpes
recayeran preferentemente sobre el miembro viril nos permite concluir que en
tal transformación intervino ya una conciencia de culpabilidad relacionada con
el onanismo. El análisis no dejó lugar alguno a dudas en cuanto a que tales
tendencias pasivas hubieran de aparecer al mismo tiempo que las activas sádicas
o inmediatamente después de ellas
(#1328). Así corresponde la ambivalencia del enfermo, extraordinariament
clara, intensa y persistente, que se exteriorizó aquí por vez primera en el
desarrollo idéntico de los pares de instintos parciales antitéticos. Tal
circunstancia continuó luego siendo característica en el sujeto; tan
característica como la anteriormente mencionada de que en realidad ninguna de
las posiciones de su libido desaparecía nunca por completo, al surgir otras
distintas, sino que subsistía junto a ellas, permitiéndole una continua
oscilación que se demostró inconciliable con la adquisición de un carácter
fijo.
PdP 1328
Las tendencias
masoquistas del sujeto nos conducen a un punto distinto cuya solución hemos
omitido hasta ahora, ya que sólo el análisis de la fase inmediatamente ulterior
nos lo descubre con plena certeza. Dijimos que, después de ser rechazado por la
chacha, el sujeto desligó de ella sus esperanzas libidinosas y eligió otra
persona como objeto sexual. Pues bien: tal persona fue la de su padre, ausente
por entonces. A esta elección fue seguramente llevado por una coincidencia de
distintos factores, casuales muchos de ellos, como el recuerdo del encuentro
con la serpiente, a la que había partido en pedazos. Pero, ante todo renovaba
con ella su primera y más primitiva elección de objeto, llevada a cabo
correlativamente al narcisismo del niño pequeño, por el camino de la
identificación. Hemos oído ya que el padre había sido su ideal y que, al
preguntarle lo que quería ser, acostumbraba responder que un señor como su
papá. Este objeto de identificación de su tendencia activa pasó a ser, en la
fase sádico-anal el objeto sexual de una tendencia pasiva. Parece como si la
seducción de que su hermana le había hecho objeto le hubiera impuesto el papel
pasivo y le hubiera dado un fin sexual pasivo. Bajo la influencia continuada de
este suceso, recorrió luego el camino desde la hermana y pasando por la chacha
hasta el padre, o sea desde la actitud pasiva con respecto a la mujer hasta la
actitud pasiva con respecto al hombre, hallando, además, en él un enlace con su
fase evolutiva espontánea anterior. El padre volvió así a ser su objeto; la
identificación quedó sustituida, como correspondía a un estadio superior de la
evolución, por la elección de objeto, y la transformación de la actitud activa
en una actitud pasiva fue el resultado y el signo de la seducción acaecida en
el intervalo: en la fase sádica no le habría sido, naturalmente, tan fácil
llegar a una actitud activa con respecto al padre prepotente. Cuando el padre
regresó a finales de verano o principios de otoño, los accesos de cólera del
niño hallaron una nueva finalidad. Contra la chacha habían servido para fines
sádicos activos; contra el padre perseguían propósitos masoquistas.
Exteriorizando su maldad, obligaba al padre a castigarle y pegarle, esto es, a
procurarle la deseada satisfacción sexual masoquista.
Así, pues, sus
accesos de cólera no eran sino tentativas de seducción. Correlativamente a la
motivación del masoquismo, hallaba también en tales castigos la satisfacción de
su sentimiento de culpabilidad. Recuerdo cómo en uno de tales accesos de cólera
redobló sus gritos al ver acercarse a su padre. Pero el padre no le pegó, sino
que intento apaciguarle, jugando a la pelota con la almohada de su camita. No
sé con cuánta frecuencia tendrían sus padres ocasión de recordar esta relación
típica ante la inexplicable conducta del niño. El niño que se conduce tan
indómitamente confiesa con toda evidencia que desea atraerse un castigo. Busca
simultáneamente en la corrección el apaciguamiento de su conciencia de
culpabilidad y la satisfacción de sus tendencias sexuales masoquistas. La
posterior aclaración de nuestro caso la debemos a la precisa aparición del
recuerdo de que todos los síntomas de angustia y miedo se agregaron a la
alteración del carácter justamente después de un cierto suceso. Antes del mismo
el sujeto no había sentido nunca miedo, y sólo después de él comenzó ya a
atormentarle. Fue posible fijar exactamente la fecha de ese cambio en los días
inmediatamente anteriores a aquel en que cumplió los cuatro años. La época
infantil de la que hemos de ocuparnos queda así dividida, por este punto de
referencia, en dos fases: un primer período de maldad y perversidad, desde la
seducción, acaecida cuando el niño tenía tres años y tres meses, hasta su
cuarto cumpleaños, y otro, sucesivo y más prolongado, en el que predominan los
signos de la neurosis. Y el suceso que nos permite llevar a cabo esta división
no es un trauma exterior, sino un sueño del que el sujeto despertó presa de
angustia.
IV. El sueño y la escena primordial.
Ya he
publicado este sueño en otro lugar ('Sueños con temas de cuentos infantiles',
1913), en relación a la cantidad de material en el derivado de cuentos
infantiles. Comenzaré repitiendo lo que escribí en esa ocasión:
«Soñé que era de noche y estaba acostado en mi cama
(mi cama tenía los pies hacia la ventana, a través de la cual se veía una
hilera de viejos nogales. Sé que cuando tuve este sueño era una noche de
invierno). De pronto, se abre sola la ventana, y veo, con gran sobresalto, que
en las ramas del grueso nogal que se alza ante la ventana hay encaramados unos
cuantos lobos blancos. Eran seis o siete, totalmente blancos, y parecían más bien
zorros o perros de ganado, pues tenían grandes colas como los zorros y
enderezaban las orejas como los perros cuando ventean algo. Presa de horrible
miedo, sin duda de ser comido por los lobos, empecé a gritar.... y desperté. Mi
niñera acudió para ver lo que me pasaba, y tardé largo rato en convencerme de
que sólo había sido un sueño: tan clara y precisamente había visto abrirse la
ventana y a los lobos posados en el árbol. Por fin me tranquilicé sintiéndome
como salvado de un peligro, y volví a dormirme.
El único
movimiento del sueño fue el de abrirse la ventana, pues los lobos permanecieron
quietos en las ramas del árbol, a derecha e izquierda del tronco, y mirándome.
Parecía como si toda su atención estuviera fija en mí. Creo que fue éste mi
primer sueño de angustia. Tendría por entonces tres o cuatro años, cinco a lo
más. Desde esta noche hasta mis once o doce años tuve siempre miedo de ver algo
terrible en sueños.» El sujeto dibujó la imagen de su sueño tal y como la había
descrito. El análisis nos procuró el material siguiente: (*382)
Fig.
Nota 382
El sujeto ha
relacionado siempre este sueño con su recuerdo de que en aquellos años de su
infancia le inspiraba intenso miedo una estampa de un libro de cuentos en la
que se veía un lobo. Su hermana, mayor que él y de inteligencia mucho más
desarrollada, se gozaba en hacerle encontrar a cada paso, y cuando menos lo
esperaba, aquella estampa, ante la cual empezaba a llorar y gritar, presa de
intenso miedo. La estampa representaba un lobo andando en dos pies, con las
garras extendidas hacia adelante y enderezadas las orejas. Cree recordar que
correspondía al cuento de la Caperucita Roja.
¿Por qué eran
blancos los lobos de su sueño? Este detalle le hace pensar en los grandes
rebaños de ovejas que pastaban en los prados cercanos a la finca. Su padre le
llevaba algunas veces consigo cuando iba a visitar dichos rebaños favor que el
pequeño sujeto agradecía encantado y orgulloso. Más tarde -según los informes
obtenidos, pudo ser poco tiempo antes del sueño- estalló entre las ovejas una
mortal epizootia. El padre hizo venir a un discípulo de Pasteur, que vacunó a
los animales; pero éstos siguieron sucumbiendo a la enfermedad, a pesar de la
vacuna y en mayor número aún que antes de la misma.
¿Cómo aparecen
los lobos subidos en el árbol? Con esta idea asocia el sujeto un cuento que
había oído contar a su abuelo. No recuerda si fue antes o después de su sueño;
pero el contenido del relato testimonia claramente en favor de lo primero. Tal
cuento fue el siguiente: un sastre estaba trabajando en su cuarto, cuando se
abrió de pronto la ventana y entró por ella un lobo. El sastre le golpeó con la
vara de medir... O mejor dicho -rectifica en el acto el paciente-, le cogió por
la cola y se la arrancó de un tirón, logrando así que el lobo huyese asustado.
Días después, cuando el sastre paseaba por el bosque, vio venir hacia él una
manada de lobos y tuvo que subirse a un árbol para librarse de ellos. Los lobos
se quedaron al principio sin saber qué hacer; pero aquel a quien el sastre
había arrancado la cola, deseoso de vengarse de él, propuso a los demás que se
subieran unos encima de otros hasta que el último alcanzase al sitiado,
ofreciéndose él mismo a servir de base y de sostén a los demás. Los lobos
siguieron su consejo; pero el sastre, que había reconocido a su mutilado
visitante, gritó de pronto: «¡Cogedle de la cola!», y el lobo rabón se asustó
tanto al recuerdo de su desgraciada aventura, que echó a correr e hizo caer a
los demás.
Este cuento
integra el antecedente del árbol en el cual aparecen encaramados los lobos en
el sueño. Pero también contiene una alusión inequívoca al complejo de la
castración. El sastre mutiló al viejo lobo arrancándole la cola. Las largas
colas de zorro que los lobos ostentan en el sueño son seguramente
compensaciones de tal mutilación. ¿Por qué son seis o siete los lobos? El
paciente pareció no poder responder a esta interrogación hasta que yo puse en
duda que la estampa que le daba miedo pudiera corresponder al cuento de la Caperucita Roja.
Este cuento no da, en efecto, ocasión más que a dos ilustraciones
correspondientes, respectivamente, al encuentro de la Caperucita con el lobo
en el bosque y a la escena en la que el lobo aparece acostado y con la cofia de
la abuela puesta. Detrás del recuerdo de aquella estampa debía, pues, de
ocultarse otro cuento. Así orientado, el sujeto no tardó en hallar que tal
cuento sólo podía ser el del lobo y las siete cabritas. En él aparece el número
siete, pero también el seis, pues el lobo devora tan sólo a seis cabritas, ya
que la séptima se esconde en la caja del reloj. También el color blanco aparece
en este cuento, pues el lobo se hace blanquear una pata por el panadero para
evitar que las cabritas vuelvan a reconocerle, como otra vez anterior, al mostrársele
en su pelaje gris. Ambos cuentos tienen, por lo demás, muchos puntos comunes.
En ambos hallamos que el lobo devora a alguien y que luego le abren el vientre,
sacando a las personas o a los animales devorados y sustituyéndolos por
piedras, y también acaban los dos con la muerte de la malvada fiera. En el
cuento de las siete cabritas aparece, además, un árbol, pues luego de comerse a
las cabritas, el lobo se tumba a dormir a la sombra de un árbol y ronca
desaforadamente.
A causa de una
circunstancia particular habremos de volver a ocuparnos en otro lugar de este
sueño, y entonces completaremos su estudio y su interpretación. Trátase de un
primer sueño de angustia soñado en la infancia, y cuyo contenido, relacionado
con otros sueños inmediatamente sucesivos y con ciertos acontecimientos de la
niñez del sujeto, despierta un especialísimo interés. De momento nos
limitaremos a la relación del sueño con dos cuentos que presentan amplias
coincidencias: la
Caperucita Roja y El lobo y las siete cabritas. La impresión
que estos cuentos causaron al infantil sujeto se exteriorizó en una verdadera
zoofobia que sólo se diferenció de otros casos análogos en que el objeto temido
no era un animal fácilmente accesible a la percepción del sujeto (como, por
ejemplo, el perro o el caballo), sino tan sólo conocido de oídas y por las
estampas del libro de cuentos. Ya expondremos en otra ocasión qué explicación
tienen estas zoofobias y cual es su significación. Por lo pronto, sólo
anticiparemos que tal explicación armoniza perfectamente con el carácter
principal de la neurosis de nuestro sujeto en épocas posteriores de su vida. El
motivo capital de su enfermedad había sido el miedo a su padre, y tanto su vida
como su conducta en el tratamiento se mostraban regidas por su actitud
ambivalente ante todo sustitutivo del padre.
Si para
nuestro paciente el lobo era tan sólo un primer sustituto del padre habremos de
preguntarnos si el cuento del lobo que devora a las cabritas y el de la Caperucita Roja
integran, como contenido secreto, algo distinto del miedo infantil al
padre (#1329). Además, el padre de
nuestro paciente, como tantos otros adultos tenía la costumbre de amenazar en
broma a los niños, y seguramente en sus juegos con su hijo durante la más
temprana infancia del mismo hubo de decirle más de una vez cariñosamente: «Te
voy a comer.» Otro de mis pacientes me contó en una ocasión que sus dos hijos
no habían podido nunca tomar cariño al abuelo porque cuando jugaba con ellos
solía asustarlos en broma diciéndoles que les iba a abrir la tripita para ver
lo que tenían dentro.
PdP 1329
Dejando a un
lado todo lo que pueda anticipar nuestro aprovechamiento de este sueño en la
labor analítica, tornaremos a su interpretación directa. He de hacer constar
que tal interpretación fue tarea de varios años. El paciente comunico este
sueño en la primera época del tratamiento y no tardó en compartir mi convicción
de que precisamente detrás de él se ocultaba la causa de su neurosis infantil.
En el curso del tratamiento volvimos repetidamente sobre él; pero sólo en los
últimos meses de la cura conseguimos desentrañarlo por completo, y por cierto
merced a la espontánea labor del paciente. Este había hecho resaltar siempre
dos factores de su sueño que le habían impresionado más que todo el resto. En
primer lugar, la absoluta inmovilidad de los lobos, y en segundo, la intensa
atención con la que todos ellos le miraban. También la tenaz sensación de
realidad con la que terminó el sueño le parecía digna de atención.
A esta última
sensación enlazaremos nuestra labor interpretadora. Por nuestra experiencia de
la interpretación onírica sabemos que tal sensación de realidad entraña una
determinada significación. Nos revela que en el material latente del sueño hay
algo que aspira a ser recordado como real, esto es, que el sueño se refiere a
un suceso realmente acaecido y no sólo fantaseado. Naturalmente, sólo puede
tratarse de la realidad de algo desconocido, de manera que la convicción por
ejemplo, de que el abuelo había contado realmente la historia del sastre y el
lobo o de haber oído leer el cuento de la Caperucita Roja o
el de El lobo y las siete cabritas, no podía nunca reflejarse en la sensación
de realidad prolongada después del sueño. Este parecía aludir a un suceso cuya
realidad era acentuada así en contraposición a la irrealidad de los cuentos. Si
detrás del contenido del sueño habíamos de suponer existente una tal escena
desconocida, o sea olvidada en el momento del sueño, tal escena debía de haber
sido muy anterior. El sujeto nos dice que en la época de su sueño tenía tres o
cuatro años, cinco a lo más, y por nuestra parte podemos añadir que el sueño le
recordó algo que había de pertenecer a una época todavía más temprana.
El
descubrimiento del contenido de tal escena debía sernos facilitado por aquello
que el sujeto hacia resaltar en el contenido onírico manifiesto, o sea por el
atento mirar de los lobos y su inmovilidad. Esperamos, naturalmente, que este
material reproduzca con una deformación cualquiera el material desconocido de
la escena buscada, deformación que tal vez pueda consistir en una
transformación en lo contrario. De la materia prima que el primer análisis del
sueño hubo de suministrarnos podían deducirse varias conclusiones. Detrás de la
mención de los rebaños de ovejas debían buscarse las pruebas de la
investigación sexual infantil, cuyas interrogaciones podía ver satisfechas el
sujeto en sus visitas con el padre a los rediles, pero también indicios de
miedo a la muerte, ya que las ovejas habían sucumbido en su mayor parte a la epizootia.
El elemento más acusado del sueño, o sea la situación de los lobos en las ramas
del árbol, conducía directamente al relato del abuelo, en el cual sólo su
relación con el tema de la castración podía ser lo apasionante y el estimulo
del sueño. Del primer análisis incompleto del sueño dedujimos, además, que el
lobo era una sustitución del padre, de manera que este primer sueño de angustia
habría exteriorizado aquel miedo al padre, que desde entonces había de dominar
la vida del sujeto. Tal conclusión no era aún, en modo alguno, obligada. Pero
si reunimos como resultado del análisis provisional todo lo que se deduce del
material proporcionado por el sujeto, dispondremos ya de los siguientes
fragmentos para la reconstrucción: Un suceso real -acaecido en época muy
temprana- el acto de mirar fijamente -inmovilidad- problemas sexuales
-castración- el padre -algo terrible.
Un buen día el
sujeto inició espontáneamente la continuación de la interpretación de su sueño.
Opinaba que aquel fragmento del mismo en que la ventana se abría sola no
quedaba totalmente explicado por su relación con la ventana detrás de la cual
trabajaba el sastre del cuento y por la que entraba el lobo. A su juicio, debía
tener otro sentido: el de que él mismo abría de repente los ojos. Quería, pues,
decir que estando dormido había despertado de pronto y había visto algo: el
árbol con los lobos. Nada podía objetarse contra tal interpretación que además
podía servir de base a nuevas deducciones. Había despertado y había visto algo.
La fija contemplación atribuida en el sueño a los lobos debía más bien ser
atribuida al propio sujeto. Resultaba, por tanto, que en un detalle decisivo se
había cumplido una inversión, la cual, además, aparecía ya anunciada por otra
integrada en el contenido onírico manifiesto que mostraba a los lobos
encaramados en las ramas, mientras que en el relato del abuelo estaban abajo y
no podían subir al árbol. ¿Y si también el otro detalle acentuado por el sujeto
se hallara deformado por una inversión? Entonces, en lugar de inmovilidad (los
lobos se mantenían quietos mirándole fijamente, pero sin moverse) se trataría
de un agitado movimiento. Así, pues, el sujeto habría despertado de repente y
habría visto ante si una escena muy movida, que contempló con intensa atención.
En el primer caso la deformación habría consistido en una transposición de
sujeto y objeto, actividad y pasividad, ser mirado en vez de mirar, y en el
segundo en una transformación en lo antitético; inmovilidad en lugar de
movimiento.
Otra
asociación que emergió de repente nos procuró una nueva aproximación a la
inteligencia del sueño. El árbol era el árbol de Navidad. El sujeto recordaba
ahora haber soñado aquello pocos días antes de Nochebuena, hallándose agitado
por la expectación de los regalos que iba a recibir. Como el día de Nochebuena
era también su cumpleaños, pudimos ya fijar, con toda seguridad, la fecha del
sueño y de la transformación de la cual fue el punto de partida. Había sido
poco antes de cumplir los cuatro años. El infantil sujeto se había acostado
excitado por la expectación que despertaba en él la proximidad del día que
había de traerle dobles regalos. Sabemos que en tales circunstancias los niños
anticipan fácilmente en sus sueños el cumplimiento de sus deseos. Así, pues, en
el de nuestro paciente era ya Nochebuena y el contenido del sueño le mostraba
colgados del árbol los regalos a él destinados. Pero tales regalos se habían
convertido en lobos, y en el sueño terminó sintiendo el niño miedo a ser
devorado por el lobo (probablemente por el padre) y refugiándose al amparo de
la niñera. El conocimiento de su evolución sexual anterior al sueño nos hace
posible cegar la laguna existente en el mismo y aclarar la transformación de la
satisfacción en angustia. Entre los deseos productores del sueño hubo de ser el
más fuerte el de la satisfacción sexual que por entonces ansiaba recibir de su
padre. La intensidad de tal deseo consiguió reavivar la huella mnémica,
olvidada hacía ya mucho tiempo de una escena en la que él mismo presenciaba cómo
su padre procuraba a alguien satisfacción sexual, y el resultado de esta
evolución fue la aparición del miedo-terror ante el cumplimiento de su deseo,
represión del impulso representado por el mismo y, en consecuencia, huida lejos
del padre y junto a la niñera, menos peligrosa.
La
significación que de este modo integraba para él el día de Nochebuena se había
conservado en el pretendido recuerdo de haber sufrido el primer acceso de
cólera a causa de no haberle satisfecho los regalos recibidos en tal fecha.
Este recuerdo integraba elementos exactos e inexactos y no podía ser aceptado
como verdadero sin alguna modificación, pues según las repetidas
manifestaciones de sus familiares, la alteración del carácter del sujeto se
había hecho ya notar a principios de otoño, o sea mucho antes de Nochebuena.
Pero lo esencial de las relaciones entre la insatisfacción erótica, la cólera y
el día de Nochebuena había sido conservado en el recuerdo. Ahora bien: ¿cuál
podía ser la imagen conjurada por la actuación nocturna del deseo sexual, con
poder suficiente para apartar, temeroso, al sujeto del cumplimiento de sus
deseos? De acuerdo con el material suministrado por el análisis tal imagen
había de llenar una condición, pues tenía que ser adecuada para fundamentar el
convencimiento de la existencia de la castración. El miedo a la castración fue
luego el motor de la transformación de los efectos.
Llega aquí el
punto en el que he de separarme del curso del análisis y temo sea también aquel
en que abandone por completo la confianza del lector. Lo que aquella noche hubo
de ser activado en el caso de las huellas de impresiones inconscientes, fue la
imagen de un coito entre los padres del sujeto, realizado en circunstancias no
del todo habituales y especialmente favorables para la observación. El repetido
retorno del sueño durante el curso del tratamiento, en innumerables variantes y
nuevas ediciones que fueron siendo sucesivamente explicadas por el análisis,
nos permitió ir obteniendo poco a poco respuestas satisfactorias a todas las
interrogaciones que a dicha escena hubieron de enlazarse. Resultó así, en
primer lugar, que la edad del niño cuando la sorprendió era la de ano y
medio (#1330). Padecía entonces de una
fiebre palúdica, cuyos accesos retornaban diariamente a una hora determinada (#1331). A partir de sus diez años comenzó a
padecer, por temporadas, depresiones que se iniciaban a primera hora de la
tarde y alcanzaban su máximo nivel hacia las cinco.
PdP 1330
PdP 1331
Este síntoma
subsistía aún en la época del tratamiento analítico. Tales accesos de depresión
sustituían a los de fiebre o postración sufridos en aquella pasada época
infantil, y las cinco de la tarde había de ser la hora en que por entonces
alcanzaba la fiebre su máximo nivel o aquella en que el infantil sujeto
sorprendió el coito de sus padres, si es que coincidieron ambas (#1332). A causa probablemente de su
enfermedad, sus padres le habían acogido en su alcoba conyugal. Tal enfermedad,
comprobada también por la tradición familiar, nos inclina a situar el
acontecimiento en el verano y suponer así para el sujeto, nacido el día de
Nochebuena, una edad de n + 1« años. Dormía, pues, en su camita, colocada en la
alcoba de sus padres, y despertó, acaso por la subida de la fiebre, avanzada ya
la tarde y quizá precisamente a las cinco, hora señalada después de sus accesos
de depresión. Con nuestra hipótesis de que se trataba de un caluroso día de
verano armoniza el hecho de que los padres se hubiesen retirado a dormir la
siesta y se hallasen medio desnudos encima de la cama (#1333). Cuando el niño
despertó fue testigo de un coitus a tergo repetido por tres veces (#1334), pudo ver los genitales de su madre y
los de su padre y comprendió perfectamente el proceso y su significación (#1335). Por último, interrumpió el comercio
de sus padres en una forma de que más adelante hablaremos.
PdP 1332
PdP 1333
PdP 1334
PdP 1335
En el fondo,
no tiene nada de extraordinario, ni hace la impresión de ser el producto de una
acalorada fantasía, el que un matrimonio joven, casado pocos años antes, se
acaricie durante las horas de la siesta en una calurosa tarde de verano sin
tener en cuenta la presencia de un niño de año y medio, dormido tranquilamente
en su cuna. A mi juicio, se trata de algo trivial y cotidiano, sin que tampoco
la postura elegida para el coito tenga nada de extraño, tanto más cuanto que
del material probatorio no puede deducirse que el mismo fuese realizado todas
las veces en la postura indicada. Una sola vez hubiera bastado para procurar al
espectador ocasión de observaciones que otra postura de los actores hubiera
dificultado o incluso excluido. El contenido mismo de esta escena no puede
constituir, pues, un argumento contra su verosimilitud, la cual se fundará más
bien en otras tres circunstancias diferentes: Primera, que un niño de la
temprana edad de año y medio pueda acoger las percepciones de un proceso tan
complicado y conservarlas tan fielmente en su inconsciente; segunda, que luego,
a los cuatro años de edad, sea posible una elaboración a posteriori de las
impresiones recibidas, destinada a facilitar su comprensión, y tercera, que
exista un procedimiento susceptible de hacer conscientes de un modo coherente y
convincente los detalles de una tal escena, vivida y comprendida en semejantes
circunstancias (#1336).
PdP 1336
Examinaremos
cuidadosamente estas y otras objeciones, asegurando al lector que, por nuestra
parte, adoptamos una actitud no menos crítica que él ante la hipótesis de que
el niño pudiera realizar una tal observación, pero rogándole que se decida con
nosotros a aceptar provisionalmente la realidad de la escena. Queremos primero
continuar el estudio de las relaciones de esta escena primaria (*383) con el sueño, los síntomas y la
historia del paciente. Perseguiremos por separado los efectos emanados de su
contenido esencial y los que tienen su punto de partida en una de sus
impresiones visuales. Tal impresión visual es la correspondiente a las posturas
que el niño vio adoptar a la pareja parental: erguido el padre, y agachada, en
posición animal, la madre. Hemos visto ya que en el período de miedo infantil
del sujeto solía asustarle su hermana mostrándole una estampa del libro de
cuentos, en la que aparecía el lobo andando en dos pies, con las garras
extendidas y las orejas enderezadas. Durante el tratamiento se tomó el trabajo
de rebuscar en las librerías de viejo hasta que encontró aquel libro de cuentos
de su infancia, y reconoció la estampa que tanto le asustaba en una ilustración
del cuento del lobo y las siete cabritas.
Nota 383
Opinaba que la
postura del lobo en aquella estampa había podido recordarle la de su padre en
la escena primaria. Tal estampa fue, de todos modos, el punto de partida de
ulteriores medios. Cuando teniendo ya siete u ocho años le comunicaron que al
día siguiente vendría a darle clase un nuevo profesor, soñó por la noche que
tal profesor, en figura de león, y en la misma postura que el lobo en la famosa
estampa, se acercaba rugiendo a su cama y de nuevo despertó, presa de angustia.
Como el sujeto había dominado ya su fobia al lobo, se hallaba en situación de
elegir un nuevo animal en calidad de objeto de angustia, y en aquel sueño
ulterior elevó al anunciado profesor a la categoría de sustituto del padre. En
los últimos años de su infancia, todos y cada uno de sus profesores
desempeñaron este mismo papel de sustitutos del padre, siendo investidos de la
influencia paterna, tanto para el bien como para el mal. El destino deparó al
sujeto una ocasión singular de reavivar su fobia al lobo en su época de
estudiante de segunda enseñanza y convertir en punto de partida de graves
inhibiciones la relación que dicha fobia entrañaba en su fondo. En efecto, el
profesor encargado de la clase de latín se llamaba Lobo. El sujeto se sintió
intimidado por él desde un principio, y cuando luego se atrajo una grave
reprensión por haber cometido en una traducción latina una falta absolutamente
estúpida, no logró ya libertarse de un intenso miedo a aquel profesor; miedo
que no tardó en extenderse a todos los demás. También el motivo que le atrajo
la reprensión citada se relacionaba con sus complejos. Tratábase, en efecto, de
traducir la palabra latina filius, y el sujeto lo hizo con la palabra francesa
fils, en lugar de emplear el término correspondiente de su lengua materna. Y es
que el lobo era todavía el padre
(#1337).
PdP 1337
El primero de
los «síntomas pasajeros» (#1338) que el
paciente produjo en el tratamiento se refería aún a la fobia al lobo y al
cuento de El lobo y las siete cabritas. En la habitación en que se
desarrollaron las primeras sesiones del tratamiento había un gran reloj de caja
frente al paciente, que se hallaba tendido en un diván, casi de espaldas al
lugar que yo ocupaba, y me extrañó comprobar que el sujeto volvía de cuando en
cuando la cara hacia mí con expresión amable, como tratando de congraciarse
conmigo, y miraba después el reloj. Por entonces supuse que mostraba así el
deseo de ver terminada pronto la hora del tratamiento, pero mucho tiempo
después el sujeto mismo me habló de aquellos manejos suyos, y me procuró su
explicación, recordando que la menor de las siete cabritas se escondía en la
caja del reloj, mientras que sus hermanas eran devoradas por el lobo. Quería,
pues, decirme por entonces: «Sé bueno conmigo. ¿Debo acaso tenerte miedo? ¿Me
comerás? ¿Tendré que huir de ti y esconderme, como la cabrita más joven, en la
caja del reloj?» El lobo que le daba miedo era, indudablemente, el padre, pero
su miedo al lobo se hallaba ligado a la condición de que el mismo se mostrara
en posición erecta. Su memoria le recordaba con toda precisión que otras
estampas que representaban al lobo andando a cuatro pies o metido en la cama,
como en la ilustración de la
Caperucita Roja , no le habían asustado nunca. No fue
ciertamente menor la importancia adquirida por la postura que, según nuestra
reconstrucción de la escena primaria, había visto adoptar a la mujer, pero tal
importancia permaneció limitada al terreno sexual.
PdP 1338
El fenómeno
más singular de su vida erótica ulterior a la pubertad consistía en accesos de
enamoramiento sexual obsesivo, que aparecían y desaparecían en sucesión
enigmática, desencadenando en él una gigantesca energía, incluso en períodos de
inhibición, y escapando por completo a su dominio. Una interesantísima relación
me obliga a aplazar el estudio completo de estos enamoramientos obsesivos, pero
puedo ya anticipar que se hallaban enlazados a una determinada condición,
oculta a su conciencia, y que sólo durante la cura apareció en ella. La mujer
tenía que mostrársele en la postura que en la escena primordial hemos adscrito
a la madre. Desde su pubertad veía el máximo atractivo femenino en unas
redondas nalgas opulentas, y la cohabitación, en postura distinta del coitus a
tergo, no le proporcionaba casi placer. Cabe aquí la objeción de que semejante
preferencia sexual es un carácter general de las personas inclinadas a la
neurosis obsesiva, no estando, pues, justificada su derivación de una impresión
particular de la infancia. Pertenece al cuadro de la disposición erótico-anal,
contándose entre aquellos rasgos arcaicos que caracterizan a tal constitución.
En el coito more ferarum podemos ver, en efecto, la forma más antigua de la
cohabitación desde el punto de vista filogénico. Más adelante volveremos sobre
este punto, cuando hayamos expuesto el material referente a su condición
erótica inconsciente.
Continuemos,
pues, el examen de las relaciones entre el sueño y la escena primaria. Según
nuestras esperanzas, el sueño debía mostrar al niño, excitado por el próximo
cumplimiento de sus deseos en la
Nochebuena , la imagen de la satisfacción sexual procurada por
el padre, tal y como él la había visto en aquella escena primordial y como
modelo de la propia satisfacción que él deseaba recibir del mismo. Pero en
lugar de esa imagen aparece el material del cuento que su abuelo le había
contado poco antes: el árbol, los lobos y la falta de cola, representada en
forma de supercompensación por las colas frondosas de los supuestos lobos. Nos
falta aquí un enlace, un puente asociativo que nos conduzca desde el contenido
de la historia primordial al del cuento del lobo, y tal enlace nos es procurado
de nuevo por la postura y sólo por ella. En el cuento del abuelo, el lobo rabón
invita a los demás a subirse encima de él. Este detalle despertó el recuerdo de
la imagen de la escena primaria, y por este camino pudo ya quedar representado
el material de la escena primordial por el del cuento del lobo, siendo
sustituida al mismo tiempo en la forma deseada la cifra dual de los padres por
la pluralidad de los lobos.
Por último, la
adaptación del material del cuento del sastre y el lobo al contenido del cuento
de las siete cabritas, del que tomó el número siete, impuso una nueva
modificación al contenido onírico
(#1339). La transformación del material -escena primordial, cuento del
lobo, cuento de las siete cabritas -refleja la progresión del pensamiento
durante la elaboración del sueño: deseo de alcanzar la satisfacción sexual con
ayuda del padre -reconocimiento de la condición de la castración, a ella
enlazada-, miedo al padre. A mi juicio, queda así exhaustivamente aclarado el
sueño de angustia, soñado por nuestro sujeto a los cuatro años (#1340). Después de lo anteriormente expuesto
puedo ya concretar a breves indicaciones sobre el efecto patógeno de la escena
primaria y la alteración que su despertar provocó en la evolución sexual del
sujeto. Perseguiremos tan sólo aquel efecto que el sueño exterioriza. Más
adelante nos explicaremos que de la escena primordial no emanase una sola
corriente sexual, sino toda una serie de ellas, como en una fragmentación de la
libido. Habremos además de tener en cuenta que la «activación» de esta escena
(evito intencionadamente emplear la palabra «recuerdo») provoca los mismos
efectos que si fuera un suceso reciente. La escena actúa a posteriori, sin
haber perdido nada de su lozanía en el intervalo entre el año y medio y los
cuatro años.
PdP 1339
PdP 1340
PdP 1340a
Quizá
encontremos más adelante un nuevo punto de apoyo para demostrar que ya en la
época de su percepción, o sea a partir del año y medio del sujeto, provocó
determinados efectos. Cuando el paciente profundizaba en la situación de la
escena primordial extraía a la luz las siguientes autopercepciones: Había
supuesto al principio que el proceso observado era un acto violento, pero tal
hipótesis no armonizaba con la expresión placentera que había advertido en el
rostro de su madre, debiendo así reconocer que se trataba de una
satisfacción (#1341). Lo esencialmente
nuevo que la observación del comercio sexual de sus padres hubo de procurarle
fue el convencimiento de la realidad de la castración, cuya posibilidad había
ocupado ya antes sus pensamientos. (La vista de las dos niñas orinando, la
amenaza de la chacha, la interpretación dada por la institutriz a los caramelos
de colores, el recuerdo de que su padre había cortado en pedazos a una
culebra.) Pues ahora veía con sus propios ojos la herida, de la que la chacha
le había hablado, y comprendía que su existencia era condición indispensable
del comercio sexual con el padre. No podía ya, por tanto, confundirla con el
trasero como cuando vio orinar a las niñas
(#1342).
PdP 1341
PdP 1342
El desenlace
de su sueño fue un acceso de angustia, del que no logró tranquilizarse hasta
que tuvo junto a sí a su chacha. Huyó, pues, lejos de su padre, refugiándose al
amparo de la niñera. Tal angustia era una repulsa del deseo de que su padre le
procurara la satisfacción sexual, deseo que le había inspirado el sueño. Su
exteriorización en el miedo de ser devorado por el lobo era tan sólo una mutación
-regresiva, como más adelante veremos del deseo de servir de objeto sexual al
padre; esto es, de ser satisfecho por él como su madre. Su último fin sexual,
la actitud pasiva con respecto al padre, había sucumbido a una represión,
siendo sustituido por el miedo al padre bajo la forma de la fobia al lobo.
¿Cuál podría ser la fuerza motora de esta represión? Conforme a la situación
general, no podría ser más que la libido-genital narcisista, que se resistía,
en calidad de preocupación de perder su miembro viril, contra una satisfacción,
de la cual parecía condición indispensable la renuncia al mismo. Del narcisismo
amenazado extrajo el sujeto la virilidad con la cual se defendió contra la
actitud pasiva con respecto al padre. Vemos ahora que en este punto de nuestra
exposición hemos de modificar nuestra terminología. Durante su sueño el sujeto
había analizado una nueva fase de su organización sexual. Las antítesis
sexuales habían sido para él hasta entonces actividad y pasividad. Su fin
sexual era desde la seducción un fin pasivo: el de que le tocaran los
genitales, y luego se transformó, por regresión al estadio anterior de la
organización sádico-anal, en el fin masoquista de ser castigado y golpeado,
siéndole indiferente alcanzarlo con el hombre o con la mujer. De este modo el
sujeto había pasado desde la chacha hasta su padre, sin tener para nada en
cuenta la diferencia de sexo; había pedido a la chacha que le tocase el
miembro, y había querido irritar a su padre para que le castigase. En todo esto
no intervenía para nada el órgano genital. En la fantasía de ser golpeado en el
pene se exteriorizó aún la relación, encubierta por la regresión. La
«activación» de la escena primaria en el sueño le retrotajo entonces a la
organización genital. Descubrió la vagina y la significación biológica de los
conceptos masculino y femenino, y comprendió ya que activo era igual que
masculino, y pasivo, lo mismo que femenino. Su fin sexual pasivo se hubiera
tenido que convertir entonces en un fin femenino y tomar como expresión la de
servir de objeto sexual al padre en lugar de la de ser golpeado por él en el
miembro o en el trasero. Este fin femenino sucumbió a la represión y tuvo que
dejarse sustituir por el miedo al lobo.
Hemos de
interrumpir aquí la discusión de su evolución sexual hasta que posteriores
estadios de su historia arrojen nueva luz sobre éstos, más tempranos. En cuanto
a la fobia al lobo añadiremos todavía que tanto el padre como la madre eran
lobos para el sujeto. La madre era el lobo castrado, que deja que los demás se
suban encima de él, y el padre, el lobo que sobre él se subía. Pero su miedo no
se refería, como ya le hemos oído asegurar, más que al lobo en posición erecta,
o sea al padre. Ha de extrañarnos además que el miedo, con el que se desenlazó el
sueño, tuviera un modelo en el relato del abuelo. En éste el lobo castrado que
ha dejado subirse encima de él a los demás es acometido por el miedo en cuanto
se le recuerda su carencia de cola. Parece, pues, que el sujeto hubo de
identificarse durante el proceso del sueño con la madre castrada, y se resistía
luego contra tal identificación. Daremos de este punto una traducción, que
suponemos exacta: 'Si quieres ser sexualmente satisfecho por tu padre, tienes
que dejarte castrar, como tu madre, y eso no puedes quererlo. 'Trátase, pues,
de una clara protesta de la masculinidad. Pero habremos de tener en cuenta que
la evolución sexual del caso que aquí perseguimos tiene para nuestra
investigación la gran desventaja de haber sido múltiplemente perturbada. Es influida
primero decisivamente por la seducción y desviada luego por la observación del
coito, que actúa a posteriori como una segunda seducción.
V. Discusión.
Se ha dicho
que el oso polar y la ballena no pueden hacer la guerra porque, hallándose
confinados cada uno en su elemento, les es imposible aproximarse. Pues bien:
idénticamente imposible me es a mí discutir con aquellos psicólogos y
neurólogos que no reconocen las premisas del psicoanálisis y consideran
artificiosos sus resultados. En cambio, se ha desarrollado en los últimos años
una oposición por parte de otros investigadores, que, por lo menos a su propio
juicio, permanecen dentro del terreno del análisis y que no niegan su técnica
ni sus resultados, pero se creen con derecho a deducir del mismo material
conclusiones distintas y someterlo a distintas interpretaciones. Ahora bien: la
contradicción teórica es casi siempre infructuosa. En cuanto empezamos a
alejarnos del material básico corremos peligro de emborracharnos con nuestras
propias afirmaciones y acabar defendiendo opiniones que toda observación
hubiera demostrado errónea. Me parece, pues, mucho más adecuado combatir las
teorías divergentes contrastándolas con casos y problemas concretos.
He dicho antes
que seguramente se tacharán de inverosímiles las siguientes circunstancias:
Primera, que un niño de la temprana edad de año y medio pueda acoger las
percepciones de un proceso tan complicado y conservarlas tan fácilmente en su
inconsciente; segunda, que luego, a los cuatro años de edad, sea posible una
elaboración a posteriori de las impresiones recibidas destinadas a facilitar su
comprensión, y tercera, que existe un procedimiento susceptible de hacer
consciente de un modo coherente y convincente los detalles de una escena vivida
y comprendida en semejantes circunstancias. La última cuestión es puramente de
hecho. Quien se tome el trabajo de llevar el análisis a tales profundidades,
por medio de la técnica prescrita, se convencerá de que existe un tal
procedimiento; en cambio, quien así no lo haga e interrumpa el análisis en un
estrato cualquiera más próximo a la superficie, habrá renunciado al mismo
tiempo a toda posibilidad de encontrarlo. Pero con esto no queda resuelta la
interpretación de lo alcanzado por medio del análisis abisal. Las otras dos
objeciones se apoyan en una valoración insuficiente de las impresiones de la
temprana infancia, de las cuales no se acepta que puedan producir efectos tan
duraderos. Tales objeciones quieren buscar casi exclusivamente la motivación de
las neurosis en los conflictos más serios de la vida posterior y suponen que la
importancia de la niñez no es fingida en el análisis por la inclinación de los
neuróticos a expresar sus intereses presentes en reminiscencia y símbolos de su
más lejano pasado.
Con tal
estimación del factor infantil desaparecían muchas de las peculiaridades más
íntimas del análisis, pero también. por otro lado, gran parte de lo que crea
resistencia contra ellos y le enajena la confianza de los profanos. Ponemos,
pues, a discusión la teoría de que aquellas escenas de la más temprana
infancia, a cuyo conocimiento llegamos en todo análisis exhaustivo de una
neurosis, por ejemplo, en el de nuestro caso, no serían reproducciones de
sucesos reales a los que pudiéramos atribuir una influencia sobre la
conformación de la vida posterior y sobre la producción de síntomas, sino
fantasías provocadas por estímulos pertenecientes a la edad adulta destinadas a
una representación en cierto modo simbólica de deseos e intereses reales y que
deben su génesis a una tendencia regresiva, a un desvío de las tareas del
presente. Siendo así, resultaría posible prescindir de todas las
desconcertantes hipótesis analíticas sobre la vida anímica y la función
intelectual de los años en su más temprana infancia. En favor de esta teoría
hablan no sólo el deseo que a todos nos es común de hallar una racionalización
y una simplificación de nuestra difícil labor, sino también ciertos factores
efectivos. Y también podemos librarla desde un principio de una objeción que
habría de surgir precisamente en el ánimo del analista práctico. Hemos de
confesar, en efecto, que el hecho de que tal concepción de estas escenas
infantiles se demostrase exacta, no traería consigo modificación alguna
inmediata en la práctica del análisis.
Una vez que el
neurótico entraña la perniciosa particularidad de apartar su interés del
presente y adherirlo a tales sustituciones regresivas, producto de su fantasía,
no podemos hacer más que seguirle en su camino y llevar a su conciencia dichos
productos inconscientes; pues, aunque carezcan de todo valor de realidad, son
para nosotros muy valiosos como substratos actuales del interés por el enfermo,
interés que queremos apartar de ellos para orientarlo hacia las tareas del
presente. Por tanto, el análisis seguiría exactamente el mismo curso de
aquellos otros en los que el analista. ingenuo y confiado, cree verdaderas
tales fantasías. La diferencia surgirá tan sólo al final del análisis, una vez
descubiertas las fantasías de referencia. Diríamos entonces al enfermo: «Su
neurosis ha transcurrido como si en sus años infantiles hubiera usted recibido
tales impresiones y hubiese luego edificado sobre ellas. Pero reconocerá usted
que ello no es posible. Se trataba simplemente de productos de su actividad
imaginativa destinados a apartarle a usted de tareas reales que le planteaba la
vida. Ahora investigaremos cuáles eran tales tareas y qué caminos de enlace han
existido entre las mismas y sus fantasías.» A esta solución de las fantasías
infantiles podría luego seguir una segunda fase del tratamiento orientada ya
hacia la vida real.
Técnicamente,
sería imposible hacer más corto este camino, o sea modificar el curso hasta
ahora habitual de la cura psicoanalítica. Si no hacemos conscientes al enfermo
tales fantasías en toda su amplitud, no podremos facilitarle la libre
disposición del interés a ellas ligado. Si le apartamos de ellas en cuanto
llegamos a sospechar su existencia y vislumbrar sus contornos generales, no
haremos más que apoyar la obra de la represión, por la cual han llegado a ser
inaccesibles a todos los esfuerzos del enfermo. Y si las despojamos
prematuramente de su valor, comunicando, por ejemplo, al sujeto que se tratará
tan sólo de fantasías carentes de toda significación real, no lograremos nunca
su colaboración para llevarlas hasta su conciencia. Así, pues, procediendo
correctamente, la técnica analítica no experimentará modificación alguna,
cualquiera que sea el valor que se conceda a las escenas infantiles discutidas.
Hemos dicho que la concepción de estas escenas como fantasía regresiva puede
alegar en su apoyo ciertos factores afectivos. Ante todo, el siguiente: Estas
escenas infantiles no son reproducidas en la cura como recuerdos: son
resultados de la construcción. Seguramente, habrá alguien que crea ya resuelto
el problema con esta sola confesión.
Pero no
quisiera ser mal interpretado. Todo analista sabe muy bien y ha comprobado
infinitas veces que, en una cura llevada a buen término, el paciente comunica
multitud de recuerdos espontáneos de sus años infantiles, de cuya aparición -o,
mejor quizá, de cuya primera aparición- el médico no se siente en modo alguno
responsable, ya que nunca ha orientado al enfermo con ninguna tentativa de
reconstrucción hacia tales contenidos. Estos recuerdos, antes inconscientes, no
tienen siquiera que ser verdaderos; pueden serlo, pero muchas veces han sido
deformados contra la verdad y entretejidos con elementos fantaseados, como
sucede con los llamados recuerdos encubridores, los cuales se conservan
espontáneamente. Quiero decir tan sólo que estas escenas como la de nuestro
sujeto, pertenecientes a tan temprana época infantil, con tal contenido y de
tan extraordinaria significación en la historia del caso, no son generalmente
reproducidas como recuerdos, sino que han de ser adivinadas -construidas -paso
a paso y muy laboriosamente de una suma de alusiones e indicios. Ahora bien: no
soy de opinión que estas escenas tengan que ser necesariamente fantasías porque
no sean evocadas como recuerdos. Me parece por completo equivalente al recuerdo
el hecho de que sean sustituidas como en nuestro caso por sueños cuyos análisis
nos conducen regularmente a la misma escena y que reproducen, transformándolos
infatigablemente, todos y cada uno de los fragmentos del contenido de la misma.
El soñar es también un recordar aunque bajo las condiciones del estado de
reposo y de la producción onírica. Por este retorno en los sueños me explico
que en el paciente mismo se forme paulatinamente una firme convicción de la
realidad de las escenas primarias, convicción que no cede en absoluto a la
fundada en el recuerdo (#1343).
PdP 1343
Sin embargo,
mis adversarios no han de verse obligados a abandonar la lucha ante este
argumento, dándola ya por perdida, pues, como es sabido, existe la posibilidad
de orientar los sueños de un tercero
(#1344). Y de este modo, la convicción del analizador puede ser un
resultado de la sugestión, para la que aún se sigue buscando un papel en el
juego de fuerzas del tratamiento analítico. El psicoterapeuta de la antigua
escuela sugeriría a su paciente que había recobrado la salud, dominando sus
inhibiciones, etc. Y, en cambio, el psicoanalítico le sugeriría haber tenido de
niño tal o cual vivencia que ahora le era preciso recordar para curarse. Tal
sería la sola diferencia entre ambos. Habremos de hacer constar que esta última
tentativa de explicación de nuestros adversarios reduce la significación de las
escenas infantiles mucho más de lo que en un principio parecía su propósito.
Dijeron, en efecto, que no eran realidades, sino fantasías, y ahora resulta que
no se trata siquiera de fantasías del enfermo, sino del mismo analista, el cual
se las impone al analizado por medio de determinados complejos personales.
Claro está que el analista que se oiga hacer este reproche evocará, para su
tranquilidad, cuán poco a poco ha ido tomando cuerpo la construcción de aquella
fantasía supuestamente inspirada por él al enfermo, cuán independiente del
estímulo médico se ha demostrado en muchos puntos su conformación, cómo a partir
de una cierta fase del tratamiento pareció converger todo hacia ella, cómo
luego, en la síntesis, emanaron de ellas los más diversos y singulares efectos
y cómo en aquella única hipótesis hallaron su solución los grandes y pequeños
problemas y singularidades del historial de la enfermedad, y hará constar que
no se reconoce penetración suficiente para descubrir un suceso que por sí solo
pueda llenar todas estas condiciones. Pero tampoco este alegato hará efecto
alguno a los contradictores, que no han vivido por sí mismos el análisis.
Seguirán diciendo que el psicoanalítico se engaña refinadamente a sí mismo, y
éste los acusará, por su parte, de falta absoluta de penetración, sin que sea
posible llegar a decisión alguna.
PdP 1344
Examinaremos
ahora otro de los factores favorables a la concepción contraria de las escenas
infantiles construidas. Es el siguiente: Todos los procesos alegados para la
explicación de tales productos discutidos como fantasías existen realmente, y
ha de reconocerse su importancia. El desvío del interés de las tareas de la
vida real (#1345), la existencia de
fantasías como productos sustitutivos de los actos omitidos, la tendencia
regresiva que se manifiesta en tales creaciones -regresiva en más de un
sentido, en cuanto se inician simultáneamente un apartamiento de la vida y un
retorno al pasado-; todo ello es exacto y puede comprobarse regularmente por
medio del análisis. En consecuencia, es de esperar que baste también para
aclarar las supuestas reminiscencias infantiles discutidas, y de acuerdo con
los principios económicos de la ciencia, tal explicación habría de ser
preferida a otra para la cual fuesen necesarias nuevas y desconcertantes
hipótesis. Me permito llamar aquí la atención de mis lectores sobre el hecho de
que las objeciones formuladas hasta hoy contra el psicoanálisis siguen,
generalmente, la forma de tomar la parte por el todo. Se extrae de un conjunto
altamente compuesto una parte de los factores eficientes, se los proclama
verdaderos y se niega luego, en favor suyo, la otra parte y el todo. Examinando
más de cerca qué grupo ha sido objeto de semejante preferencia, hallamos que es
siempre aquel que integra lo ya conocido por otros caminos a lo que más
fácilmente puede enlazarse a ello. Jung elige así la actualidad y la regresión,
y Adler los motivos egoístas. En cambio, es abandonado y rechazado como erróneo
cuanto de nuevo y de peculiarmente propio integra el análisis. Por este camino
es por el que resulta más fácil rechazar los progresos revolucionarios del
incómodo psicoanálisis.
PdP 1345
No será inútil
acentuar que ninguno de los factores en los que nuestros contrarios apoyan su
concepción de las escenas infantiles ha tenido que ser enseñado por Jung como
una novedad. El conflicto actual, el apartamiento de la realidad, la
satisfacción sustitutiva en la fantasía y la regresión al material del pasado;
todo ello ha constituido desde siempre, precisamente en el mismo ajuste y quizá
con menos modificaciones terminológicas, una parte integrante de mi propia
teoría. Pero no la constituye toda, sino tan sólo el fragmento que integra
aquella parte de la motivación que colabora en la producción de las neurosis,
actuando desde la realidad como punto de partida y en dirección regresiva.
Junto a ella he dejado lugar suficiente para una segunda influencia progresiva
que actúa partiendo de las impresiones infantiles, muestra el camino a la
libido que se retira de la vida y hace comprensible la regresión a la infancia,
inexplicable de otro modo. Así, pues, según mi teoría, los dos factores
colaboran en la producción de síntomas. Pero existe aún una colaboración
anterior que me parece igualmente importante, pues la influencia de la infancia
se hace ya sensible en la situación inicial de la producción de las neurosis,
en cuanto determina, de un modo decisivo, si el individuo ha de fracasar en la
superación de los problemas reales de la vida y en qué lugar ha de fracasar.
Se discute,
pues, la importancia del factor infantil. Nuestra labor consistirá en hallar un
ejemplo práctico que pueda demostrar tal importancia sin dejar lugar alguno de
duda. Tal ejemplo es precisamente el caso patológico que aquí vamos exponiendo
tan detalladamente y que se caracteriza por la particularidad de que a la
neurosis de la edad adulta precedió una neurosis padecida en tempranos años
infantiles. Precisamente por esta circunstancia he elegido este caso para su
comunicación. Si alguien quisiera rechazarlo por el hecho de no parecerle
suficientemente importante la zoofobia para reconocerla como una neurosis independiente,
habremos de señalarle que a tal fobia se enlazaron sin intervalo alguno un
ceremonial obsesivo y actos e ideas del mismo carácter, de los cuales
trataremos en los capítulos siguientes del presente estudio. Una enfermedad
neurótica en el cuarto o quinto año de la infancia demuestra ante todo, que las
vivencias infantiles bastan por sí solas para producir una neurosis, sin que
sea necesaria la huida ante una labor planteada por la vida. Se objetará que
también al niño le son planteadas de continuo tareas a las que acaso quisiera
escapar. Exacto; pero la vida de un niño antes de su época escolar es fácil de
revisar y puede investigarse si existió en ella una «tarea» determinante de la
causación de la neurosis. Pero sólo descubrimos impulsos instintivos cuya
satisfacción es imposible al niño, incapaz también todavía para sojuzgarlos, y
las fuentes de las cuales manan dichos impulsos.
La enorme
abreviación del intervalo entre la explosión de la neurosis y la época de las
vivencias infantiles discutidas permite, como era de esperar, reducir a un
minimum la parte regresiva de la causación y presenta a la vista, sin velo
alguno, la parte progresiva de la misma, la influencia de impresiones
anteriores. Esperamos que el presente historial clínico ilustre claramente tal
circunstancia. Y todavía por otras razones la neurosis infantil da a la
cuestión de la naturaleza de las escenas primarias, o sea de las vivencias
infantiles más tempranas descubiertas en el análisis, una respuesta decisiva.
Si suponemos como premisa indiscutida que una tal escena primaria ha sido
irreprochablemente desarrollada desde el punto de vista técnico, que es
indispensable para la solución sintética de todos los enigmas que nos plantea
el cuadro de síntomas de la enfermedad infantil y que todos los efectos emanan
de ella como a ella han llevado todos los hilos del análisis, tal escena no
podrá ser, en cuanto a su contenido, más que la reproducción de una realidad
vivida por el niño. Pues el niño, lo mismo que el adulto, sólo puede producir
fantasías con material adquirido en alguna parte. Ahora bien: los caminos de
tal adquisición se hallan en parte cerrados al niño (por ejemplo, la lectura),
y el tiempo de que dispone para ella es corto y puede ser investigado
fácilmente en busca de las fuentes correspondientes.
En nuestro
caso, la escena primordial contiene la imagen del comercio sexual entre los
padres y en una postura especialmente favorable para ciertas observaciones.
Nada testimoniaría suficientemente en favor de la realidad de esta escena si se
tratara de un enfermo cuyos síntomas, o sea los efectos de la misma, hubieran
aparecido en cualquier momento de su vida adulta. Tal enfermo puede haber
adquirido en los más distintos momentos del largo intervalo las impresiones,
representaciones y conocimientos que luego, transformados en una imagen
fantástica, son proyectados regresivamente sobre su infancia y adheridos a sus
padres. Pero cuando los efectos de una tal escena aparecen teniendo el sujeto
cuatro o cinco años, es preciso que el niño la haya presenciado en edad aún más
temprana. Y entonces quedan en pie todas las conclusiones desconcertantes a las
que nos ha llevado el análisis de la neurosis infantil. Es como si alguien
quisiera suponer que el paciente no sólo había fantaseado inconscientemente la
escena primaria, sino que había confabulado también la alteración de su
carácter, su miedo al lobo y su obsesión religiosa, hipótesis abiertamente
contradicha por la idiosincrasia del sujeto y por el testimonio directo de sus
familiares.
Así, pues, no
veo posibilidad alguna de llegar a otra conclusión: O el análisis que tiene en
su neurosis infantil su punto de partida es, en general, un desatino o todo
sucedió exactamente tal y como lo hemos expuesto. Hubo de extrañarnos también
la circunstancia equívoca de que la preferencia del paciente por las nalgas
femeninas y por el coito en aquella postura en que las mismas resaltan mas
especialmente, pareciera exigir en este caso una derivación de la observación
del coito parental, siendo así que se trataba de un rasgo general de las
constituciones arcaicas predispuestas a la neurosis obsesiva. Mas ahora
hallamos una sencilla explicación que soluciona la contradicción,
mostrándonosla como una superdeterminación. La persona a quien el sujeto vio
realizar el coito en tal postura era su propio padre, del cual podía muy bien
haber heredado tal preferencia constitucional. Ni la posterior enfermedad del
padre ni la historia de la familia contradicen tal hipótesis, pues, como ya
hemos dicho, un hermano del padre murió en un estado que había de ser
considerado como el desenlace de una grave neurosis obsesiva.
A este
respecto, recordamos que la hermana del sujeto, al seducirle cuando tenía tres
años y tres meses, lanzó contra la honrada y anciana niñera la singular
calumnia de que ponía a los hombres cabeza abajo y les cogía después los
genitales. En este punto hubo de imponérsenos la idea de que quizá también la
hermana hubiera presenciado en años igualmente tempranos la misma escena que
luego su hermano, habiendo extraído de ellas el estímulo a colocar a los
actores cabeza abajo en el acto sexual. Esta hipótesis nos señalaría también
una de las fuentes de su propia precocidad sexual. [Primitivamente no abrigaba
la intención de continuar más allá de este punto la discusión del valor real de
las «escenas primarias», pero como en el entretanto he tenido ocasión de tratar
este tema en mis conferencias de Lecciones introductorias al Psicoanálisis, en
un más amplio contexto y ya sin intención polémica, sería muy dado a malas
interpretaciones que omitiera la aplicación de los puntos de vista allí
determinantes al caso que aquí nos ocupa. Así, pues, continuaré el presente
estudio complementando y rectificando, cuando sea necesario, lo anteriormente
expuesto. Es posible todavía una distinta concepción de la escena primaria en
que el sueño se basa, concepción que se aparta mucho de la conclusión antes
sentada y que nos allana algunas dificultades. De todos modos, la teoría que
quiere dejar reducidas las escenas infantiles a símbolos regresivos no habrá de
ganar nada con esta modificación. Por el contrario, creo que ha de quedar
definitivamente refutada por este análisis de una neurosis infantil, como
habría de serlo por cualquier otro.
Opino, en
efecto, que también podemos explicarnos el estado de cosas en la forma
siguiente: No nos es posible renunciar a la hipótesis de que el niño hubo de
observar un coito cuya vista le inspiró la convicción de que la castración
podía ser algo más que una amenaza desprovista de sentido. Y por otro lado, la
importancia que luego demostraran entrañar las actitudes del hombre y de la
mujer en cuanto al desarrollo de angustia y como condición erótica nos impone
la conclusión de que hubo de tratarse de un coitus a tergo, more ferarum. Pero
hay, en cambio, otro factor que no es tan indispensable y puede ser abandonado.
No fue, quizá, un coito de los padres, sino un coito entre animales el que el
niño observó y desplazó luego sobre los padres, como si hubiera deducido que
tampoco los padres lo hacían de otro modo.
En favor de
esta hipótesis testimonia, sobre todo, el hecho de que los lobos del sueño
fueron, en realidad, perros de ganado y aparecieron también como tales en el
dibujo del paciente. Poco tiempo antes del sueño el niño había sido llevado
varias veces por su padre a visitar los rebaños donde pudo ver tales perros
blancos y de gran tamaño y observarlos probablemente también en el acto del
coito. Con esta circunstancia puede relacionarse también la triple repetición
que el paciente asignó al acto sin motivación ninguna, suponiendo conservado en
su memoria el hecho de haber sorprendido en tres distintas ocasiones a los
perros del ganado en tal situación. Lo que luego se agregó a ello en la
excitada expectación de la noche de su sueño fue la transferencia de la huella
mnémica recientemente adquirida, con todos sus detalles, sobre los padres, y
esta transferencia fue ya lo que provocó los intensos afectos que sabemos. Se
desarrolló entonces una comprensión a posteriori de aquellas impresiones
recibidas quizá pocas semanas antes, proceso que todos conocemos por haberlo
experimentado con nosotros mismos. La transferencia de los perros en el acto
del coito, sobre los padres, no fue llevada a cabo por el sujeto mediante un
proceso deductivo verbal, sino buscando en su memoria el recuerdo de una escena
real en la cual aparecieran juntos sus padres y que pudiera fundirse con la
situación del coito. Tal escena podía reproducir fielmente todos los detalles
descubiertos en el análisis del sueño, pero haber sido totalmente inocente,
consistiendo tan sólo en que una tarde de verano y durante su enfermedad el
niño habría despertado y visto a sus padres ante sí vestidos con blancos trajes
estivales. Todo el resto lo habría añadido, tomándolo de las observaciones
realizadas en las visitas a los rebaños el ulterior deseo del sujeto, poseído
por la curiosidad sexual de sorprender también a sus padres en el acto del
coito, y entonces la escena así fantaseada desplegó todos los efectos
reseñados, los mismos exactamente que si hubiera sido real y no artificialmente
construida con dos elementos, anterior e indiferente el uno, y posterior y muy
impresionante el otro.
Vemos en el
acto cuán disminuido queda así el margen de credulidad que se nos achaca. No
necesitamos ya suponer que los padres realizaron el coito en presencia de un
hijo suyo, aunque fuera muy pequeño, cosa que para muchos de nosotros
constituía una imagen displaciente, y el intervalo entre la escena primaria y
sus efectos queda también muy abreviado, comprendiendo tan sólo unos cuantos
meses del cuarto año del sujeto sin llegar ya a los primeros oscuros años de la
infancia. En la conducta del niño que transfiere a sus padres lo observado en
los perros y se asusta del lobo en lugar de asustarse de su padre no queda ya
apenas nada desconcertante. Se encuentra, en efecto, en aquella fase de su
concepción del universo a la que en nuestro capítulo Iv del ensayo de 1913
Totem y tabú, hemos calificado de retorno al totemismo. La teoría que intenta
explicar las escenas primordiales de la neurosis como fantasías regresivas de
épocas posteriores parece hallar un firme apoyo en nuestra observación, no
obstante la temprana edad de nuestro neurótico (cuatro años). A pesar de ella
ha conseguido sustituir una impresión recibida a los cuatro años por un trauma
imaginario supuestamente experimentado cuando tenía año y medio. Pero esta
regresión no nos parece enigmática ni tendenciosa. La escena que se trataba de
construir había de llenar ciertas condiciones que, dadas las circunstancias de
la vida del sujeto, sólo podían haberse cumplido en aquella temprana edad; por
ejemplo, la de hallarse durmiendo en la alcoba de sus padres.
Las
observaciones que siguen, extraídas de los resultados analíticos de otros
casos, habrán de constituir para la mayoría de nuestros lectores la prueba
decisiva de la exactitud de esta nueva concepción. La aparición en el análisis
de enfermos neuróticos, de una tal escena -sea recuerdo real o fantasía- en la
que el sujeto sorprende un coito entre sus padres no es verdaderamente nada
insólito. Es muy posible que el análisis de sujetos no neuróticos nos la
descubriera con igual frecuencia y acaso forma parte del acervo mnémico
general, consciente o inconsciente. Pero siempre que el análisis me ha
conducido hasta una tal escena ha integrado ésta la misma peculiaridad que
tanto nos extrañó en el caso de nuestro paciente: la de referirse a un coitus a
tergo, único que permite al espectador la inspección de los genitales. En estos
casos no dudamos ni un solo momento de que se trata de una fantasía,
estimulada, quizá regularmente, por la observación del comercio sexual entre
los animales. Y aún hay más: he hecho constar que mi exposición de la escena
primordial permanecerá incompleta, pues me reservaba para más adelante
comunicar en qué forma perturbó el niño el coito de los padres. Añadiré ahora
que también la forma de tal perturbación es en todos los casos la misma.
Supongo que en
todo esto me habré expuesto a graves sospechas por parte de los lectores de
este historial clínico. Si poseía tales argumentos favorables a una semejante
interpretación de la «escena primaria», ¿cómo pude echar sobre mí la
responsabilidad de aceptar otra de aspecto tan absurdo? ¿O acaso es que sólo en
el intervalo entre la primera redacción del historial clínico y este
complemento es cuando he descubierto aquellos nuevos datos que me han obligado
a esta rectificación de mi interpretación inicial y no quería confesarlo por
algún motivo? Confesaré, en cambio, otra cosa, y es que me propongo cerrar por
ahora la discusión sobre el valor real de la escena primaria con un non
liquet (*384). No hemos llegado aún al
término de este historial, y en su curso posterior habrá de surgir un factor que
perturbará la seguridad de lo que ahora creemos poder regocijarnos. Entonces
sólo me quedará remitir a los lectores a aquellos pasajes de mis Lecciones
introductorias al psicoanálisis, en los cuales he estudiado el problema de las
fantasías o escenas primarias.
Nota 384
VI. La neurosis obsesiva.
Por tercera
vez sufrió el sujeto un influjo que modificó su evolución en forma decisiva.
Cuando llegó a los cuatro años y medio sin que su estado de irritabilidad y de
miedo continuo hubiera mejorado, la madre decidió enseñarle la Historia Sagrada
con la esperanza de distraerle así y reanimarle. Y, en efecto, lo consiguió,
pues la iniciación de los dogmas religiosos puso un término a la fase de
angustia; pero, en cambio, trajo consigo una sustitución de los síntomas de
angustia por síntomas obsesivos. Si hasta entonces le había costado trabajo
conciliar el sueño porque temía soñar cosas terribles, como en aquella noche
próxima a la Navidad ,
ahora tenía que besar, antes de acostarse, todas las estampas de santos que
colgaban de las paredes de su alcoba y trazar innumerables cruces sobre su
propia persona y su cama.
La niñez del sujeto se nos muestra ya claramente
dividida en los siguientes períodos: En primer lugar, la época prehistórica
hasta la seducción (a los tres años y tres meses), época a la cual pertenece la
escena primordial; en segundo, el período de alteración del carácter hasta el
sueño de angustia (a los cuatro años), en tercero, la zoofobia hasta la
iniciación religiosa (a los cuatro años y medio), y a partir de aquí, la fase
de neurosis obsesiva hasta los diez años. Ni la naturaleza de las
circunstancias ni tampoco la de nuestro paciente, caracterizada, al contrario,
por la conservación de todo lo antecedente y la coexistencia de las más
distintas corrientes, hubieron de permitir una sustitución instantánea y
precisa de una fase por la siguiente. La irritabilidad no desapareció al surgir
la angustia y se extendió luego, disminuyendo paulatinamente a través de la
época de fervor religioso. En cambio, en esta última fase no aparece ya para
nada la fobia al lobo. La neurosis obsesiva mostró un curso discontinuo; el
primer acceso fue el más largo y el más intenso, surgiendo luego otros a los
ocho y a los diez años del sujeto y siempre después de sucesos visiblemente
relacionados con el contenido de la neurosis. La madre le relataba por sí misma
la Historia Sagrada
y hacía además que la chacha le leyera trozos del libro y le enseñara las
ilustraciones. Naturalmente, dedicaron máxima atención a la historia de la Pasión La chacha, mujer
tan piadosa como supersticiosa, le procuraba las explicaciones que demandaba,
teniendo que oír y satisfacer todas las objeciones y las dudas de pequeño
crítico. Si las luchas internas que entonces comenzaron a conmoverle tuvieron
como desenlace una victoria de la fe, ello se debió considerablemente a la
influencia de la chacha.
Aquello que el
sujeto me relató en calidad de recuerdo de sus reaccione a la iniciación
religiosa despertó al principio en mí una absoluta incredulidad pues juzgaba
que tales pensamientos no podían ser nunca los de un niño de cuatro años y
medio a cinco, y supuse que desplazaba a esta lejana época de su pasado ideas
procedentes de las reflexiones de su edad adulta, cercana ya a los treinta
años (#1346). Pero el paciente rechazó
con toda precisión semejante hipótesis y, como en otras muchas ocasiones, no
pudimos llegar a un acuerdo sobre este punto hasta que la relación de las ideas
recordadas con los síntomas contemporáneos a las mismas, así como su
interpolación en su evolución sexual, me obligó a darle crédito. Y hube de
decirme también que precisamente aquellas críticas de las doctrinas religiosas,
que yo me resistía a atribuir a un niño, sólo eran ya sostenidas por una
minoría de adultos cada vez más pequeña y en trance de desaparecer.
PdP 1346
Comenzaré por
exponer sus recuerdos y sólo después buscaré el camino que ha de llevarnos a la
comprensión de los mismos. Como ya hemos dicho, la impresión que el contenido
de la Historia
Sagrada produjo al infantil sujeto no fue al principio nada
grata. Comenzó por extrañar el carácter pasivo de Cristo en su martirio y luego
todo el conjunto de su historia, y orientó sus más severas críticas contra Dios
Padre. Siendo omnipotente, era culpa suya que los hombres fuesen malos y
atormentasen a sus semejantes, yendo luego por ello al infierno. Debía haberlos
hecho buenos y, por tanto, era responsable de todo el mal y de todos los
tormentos. El mandamiento de tender una mejilla cuando había sido uno
abofeteado en la otra le resultaba incomprensible así como que Cristo hubiese
deseado que apartase de El aquel cáliz, e igualmente que no hubiera sucedido
ningún milagro para demostrar que era realmente el Hijo de Dios. Su
penetración, así despertada, supo buscar, con implacable rigor, los puntos
débiles del poema sagrado.
Pero no
tardaron en agregarse a esta crítica racionalista cavilaciones y dudas que nos
revelan la colaboración de impulsos secretos. Una de las primeras preguntas que
dirigió a la chacha fue la de si Cristo tenía también un trasero. La chacha le
respondió que Cristo había sido Dios y hombre al mismo tiempo y que en su
calidad de hombre había tenido y hecho lo mismo que los demás humanos. Aquello
no satisfizo al niño, pero supo consolarse diciéndose que el trasero era tan
sólo una continuación de las piernas. El miedo, apenas mitigado, de verse
obligado a rebajar a la sagrada persona de Cristo, emergió de nuevo al
ocurrírsele la pregunta de si también Cristo se hallaba sujeto a la necesidad
de defecar. No se atrevió a plantear a la chacha tal interrogación, pero
encontró por sí solo una salida mejor que la que su niñera hubiese hallado,
pues se dijo que si Cristo había hecho vino de la nada, podía convertir también
en nada la comida y librarse así de toda necesidad de excreción.
Volviendo sobre
un fragmento anteriormente examinado de su evolución sexual, nos aproximaremos
a la comprensión de estas cavilaciones. Sabemos que después de la repulsa de la
chacha y de la consecutiva represión de la naciente actividad genital, su vida
sexual se había desarrollado en las direcciones del sadismo y el masoquismo.
Maltrataba y atormentaba a los animales pequeños y construía fantasías cuyo
contenido era tan pronto el de que el mismo golpeaba a un caballo como el de
que el heredero del trono era maltratado
(#1347). En el sadismo mantenía su primitiva identificación con el
padre, y en el masoquismo le elegía como objeto sexual. Se hallaba en aquella
fase de la organización pregenital en la que vemos la disposición a la neurosis
obsesiva. El efecto del sueño que le situó bajo el influjo de la escena
primordial le había permitido llevar a cabo un avance hacia la organización
genital y transformar su masoquismo con respecto al padre en una actitud
femenina para con él, o sea en homosexualidad. Pero el sueño no trajo consigo
tal avance, sino que se resolvió en angustia. La relación con el padre, que
desde el fin sexual de ser maltratado por él, debía haberle llevado al fin
inmediato de servirle de objeto sexual como mujer, quedó retrotraída, por la
intervención de su virilidad narcisista, a un estadio aún más primitivo, y
disociada, pero no resueltas, por un desplazamiento sobre una sustitución del
padre, aparente en calidad de miedo a ser devorado por el lobo. Sólo afirmando
la coexistencia de las tres tendencias sexuales orientadas hacia el padre,
lograremos, quizá, reflejar exactamente la situación. A partir del sueño, el
sujeto era en su inconsciente homosexual, mientras que en su neurosis
permanecía en el nivel del canibalismo y en tanto seguía dominando el conjunto
su anterior actitud masoquista. Las tres corrientes tenían fines sexuales
pasivos. El objeto era uno, como era una la tendencia sexual, pero ambos habían
experimentado una disociación hacia tres distintos niveles.
PdP 1347
El
conocimiento de la Historia
Sagrada le procuró la posibilidad de sublimar la actitud
masoquista predominante con respecto a su padre. Pasó a ser Cristo,
personificación que le fue muy facilitada por el hecho de haber nacido en
Nochebuena. Con ello había llegado a ser algo grande y, además circunstancia
sobre la que al principio no recayó aún acento suficiente- un hombre. En la
duda de si Cristo podía tener un trasero se transparenta la actitud homosexual
reprimida, pues tal cavilación no podía significar más que la duda de si podría
ser utilizado por su padre como una mujer, como la madre en la escena
primordial. La solución de las otras ideas obsesivas nos conformará luego esta
interpretación. A la represión de la homosexualidad pasiva correspondió
entonces la preocupación de que era condenable mezclar a la sagrada persona de
Cristo tales suposiciones. Se esforzaba, pues, en mantener alejada su nueva
sublimación de los complementos emanados de las fuentes de lo reprimido. Pero
no lo consiguió.
No
comprendemos todavía por qué se rebelaba también contra el carácter pasivo de
Cristo y contra los malos tratos que su padre le imponía, comenzando así a
renegar, incluso en su sublimación, de su idea masoquista, hasta entonces
mantenida. Podemos suponer que este segundo conflicto fue especialmente
favorable a la aparición de las ideas obsesivas humillantes del primer
conflicto (entre la corriente masoquista dominante y la corriente homosexual
reprimida), pues es natural que en un conflicto anímico se sumen todas las
tendencias de un mismo signo, aunque procedan de las más distintas fuentes.
Nuevas comunicaciones nos revelarán el motivo de su rebeldía, y con él el de la
crítica ejercida sobre la religión.
También su
investigación sexual había extraído ciertas ventajas del conocimiento de la Historia Sagrada.
Hasta entonces no había tenido razón ninguna para suponer que los niños venían
tan sólo de la mujer. Por el contrario, su chacha le había hecho creer que él
era sólo de su padre, y su hermana sólo de su madre y esta más íntima relación
con su padre le había sido muy valiosa. Pero ahora oyó que María era la madre
de Dios. En consecuencia, los niños venían de la mujer y no era posible
sostener las afirmaciones de la chacha. Además, los relatos de la Historia Sagrada
le confundían en cuanto a quién era realmente el padre de Cristo. Se inclinaba
a creer que José; pero la chacha le decía que José había sido tan sólo como el
padre y que el verdadero padre había sido Dios, y semejante explicación no le
sacaba de dudas. Comprendía tan sólo que la relación entre padre e hijo no era
tan íntima como él se había figurado siempre. El niño intuía en cierto modo la
ambivalencia sentimental con respecto al padre integrada en todas las
religiones y atacaba a la suya por la relajación de aquella relación con el
padre. Como era natural, su oposición dejó pronto de ser una duda de la verdad
de la doctrina y se orientó, en cambio, directamente contra la persona de Dios.
Dios había tratado dura y cruelmente a su Hijo y no se mostraba mejor con los
hombres. Había sacrificado a su Hijo y exigido lo mismo de Abraham. El sujeto
comenzó, pues, a temer a Dios.
Si él era
Cristo, su padre era Dios. Pero el Dios que la religión le imponía no era una
sustitución satisfactoria del padre, al que él había amado y del cual no quería
que le despojasen. Su amor a este padre creó su penetración crítica. Tuvo que
atravesar aquí un tardío estadio de su desligamiento del padre. De su antiguo
amor a su padre, manifiesto ya en época muy temprana, fue, pues, de donde
extrajo la energía para atacar a Dios y la penetración para desarrollar su
crítica de la religión. Mas, por otro lado, tal hostilidad contra el nuevo Dios
no era un acto primero, pues tenía su prototipo en un impulso hostil al padre,
surgido bajo la influencia del sueño de angustia, y no era, en el fondo, más
que una reviviscencia del mismo. Los dos impulsos sentimentales antitéticos que
habían de regir toda su vida ulterior coincidieron aquí, para el combate de
ambivalencia, en el tema de la religión. Lo que de este combate resultó en
calidad de síntoma, las ideas blasfemas y la obsesión de asociar siempre la
idea de Dios con las de «basura» o «cochino», era, por tal razón, el auténtico
resultado de una transacción, como nos lo demostrará el análisis de estas ideas
en relación con el erotismo anal.
Otros síntomas
obsesivos distintos, de modalidad menos típica, se refieren, con idéntica
seguridad, al padre, pero deja reconocer también la conexión de la neurosis
obsesiva con los sucesos casuales anteriores. Entre los ceremoniales piadosos
con los que al fin purgó sus blasfemias, contaba también el mandamiento de
respirar de un modo solemne en determinadas circunstancias. Cuando se
santiguaba, tenía siempre que aspirar o espirar profundamente el aire. En su
idioma, una sola palabra reúne los significados de «aliento» y «espíritu».
Tenía, pues, que aspirar profundamente el Espíritu Santo o espirar los malos
espíritus de los que había oído hablar o leído
(#1348). A tales malos espíritus atribuía también aquellas ideas blasfemas
por las que tantas penitencias había de imponerse. Pero también se veía
obligado a espirar profundamente cuando veía a un anciano, a un hombre y, en
general, gente inválida contrahecha y digna de lástima, sin que supiera cómo
enlazar ya con los espíritus tal conducta. Unicamente se daba cuenta de que lo
hacía para no verse como aquellos infelices. Posteriormente, el análisis nos
reveló, con motivo de un sueño, que la obsesión de espirar profundamente cuando
veía a alguien digno de lástima había surgido en él cuando ya tenía seis años,
y se hallaba relacionada con su padre. Hacía muchos meses que los niños no
habían visto a su padre, cuando un día les anuncio su madre que iba a llevarlos
consigo a la ciudad para hacerles ver algo que les alegraría mucho. Y, en
efecto, los llevó al sanatorio en el que se hallaba su padre, cuyo mal aspecto
inspiró gran compasión al sujeto. El padre era, pues, también el prototipo de
todos los inválidos, mendigos y ancianos, ante los cuales tenía él que espirar
profundamente, como en otros casos es el de las formas imprecisas que los niños
ven en estados de miedo o de las burlescas caricaturas que dibujan.
PdP 1348
En otro lugar
veremos que esta actitud compasiva se relaciona con un detalle especial de la
escena primordial, detalle tardíamente surgido en la neurosis obsesiva. El
propósito de no verse como aquellas personas dignas de lástima, que motivaba su
obsesión de espirar profundamente a su vista, era, pues, la antigua
identificación con el padre, transformada en sentido negativo. Pero con ello
copiaba también a su padre en sentido positivo, pues el acto de respirar con
fuerza era una imitación de la agitada respiración observada en su padre
durante el coito (#1349). Así, pues, el
Espíritu Santo debía su origen a este signo de la agitación sexual masculina.
La represión convirtió este aliento en el mal espíritu, para el cual existía
también otra genealogía: el paludismo o malaria (aria=aire) que el sujeto había
padecido en la época de la escena primaria. La repulsa de estos malos espíritus
correspondía a un rasgo evidentemente ascético que se exteriorizó también en
otras reacciones. Cuando el sujeto oyó que Cristo había introducido a unos
espíritus malignos en los cuerpos de unos puercos, los cuales se arrojaron
luego por un precipicio, recordó que su hermana se había caído una vez a la
playa desde un pretil. Era, pues, también un espíritu maligno y una puerca.
Partiendo de aquí, un breve camino le llevó a la asociación Dios-cochino.
También su padre mismo se le había mostrado dominado por la sensualidad. Cuando
supo la historia del primer hombre la encontró análoga a sus propios destinos,
y en sus conversaciones con la chacha se fingió, hipócritamente, asombrado de
que Adán se hubiera dejado arrastrar a la desgracia por una mujer, prometiendo
que, por su parte, no se casaría jamás. En esta época se manifestó intensamente
su enemistad contra las mujeres, consecutiva a la seducción de que le había
hecho objeto su hermana. Tal hostilidad había aún de perturbar frecuentemente su
vida erótica. Su hermana fue así, para él, durante mucho tiempo, la encarnación
de la tentación y del pecado. Cuando se confesaba, se sentía puro y libre de
toda culpa. Pero en seguida le parecía que su hermana acechaba la ocasión de
volverle a inducir en pecado, y antes que pudiese darse cuenta provocaba una
violenta disputa con ella, pecando así realmente. Se veía, pues, obligado a
reproducir así, siempre de nuevo, el hecho de la seducción. Por otra parte,
aunque sus ideas blasfemas le remordían extraordinariamente, nunca las había
hecho objeto de confesión.
PdP 1349
Hemos
penetrado inadvertidamente en el cuadro sintomático de los años posteriores de
la neurosis obsesiva y, por tanto, informaremos ya a nuestros lectores sobre su
desenlace, salvando toda la plenitud de cosas incluidas en el intervalo.
Sabemos ya que, aparte de su estado permanente, experimentaba, temporalmente,
agravaciones, una de ellas circunstancia que aún no puede sernos transparente,
con ocasión de haber muerto en su misma calle un niño con el cual podía
identificarse. Al cumplir los diez años, fue confiado a un preceptor alemán que
no tardó en adquirir sobre él extraordinaria influencia. Resulta muy
instructivo averiguar que toda su piedad desapareció, para no volver nunca ya,
cuando en sus conversaciones con el preceptor se dio cuenta de que aquel
sustitutivo del padre no concedía valor alguno a la devoción ni creía en la
verdad de las doctrinas religiosas. Su fervor religioso desapareció con su
adhesión al padre, sustituto ahora por un nuevo padre más asequible. De todos
modos, tal desaparición no tuvo efecto sin una última intensificación de la
neurosis obsesiva, de la cual recuerda especialmente el sujeto la obsesión de
pensar en la
Santísima Trinidad cada vez que veía en el arroyo tres
montones de estiércol o de basura. Sabemos que el paciente no cedía jamás a
ningún estímulo nuevo sin llevar antes a cabo una última tentativa de retener
aquellos que había perdido su valor. Cuando su preceptor le invitó a renunciar
a sus crueldades contra los animales, cesó efectivamente en ella; pero no sin
antes llevar a cabo, concienzudamente, una última matanza cruenta de orugas.
Todavía en el tratamiento psicoanalítico se conducía así, desarrollando siempre
una «reacción negativa» pasajera.
Después de
cada solución intentaba por algún tiempo negar su efecto con una agravación del
síntoma correspondiente. Sabido es que los niños se conducen generalmente en
esta forma ante toda prohibición. Cuando se los regaña, a causa, por ejemplo,
de un ruido insoportable que están haciendo, lo repiten todavía una vez más
antes de cesar en él, aparentando así haber cesado por su voluntad después de
haberse rebelado contra la prohibición. Bajo la influencia del preceptor alemán
se desarrolló una nueva y mejor sublimación de su sadismo, el cual había
llegado por entonces a predominar sobre el masoquismo, como correspondía a la
proximidad de la pubertad. El sujeto comenzó a apasionarse por la carrera
militar, por los uniformes, las armas y los caballos, y alimentaba con tales
ideas continuos sueños diurnos. De este modo llegó a libertarse, por la
influencia de aquel hombre, de sus actitudes pasivas y a emprender caminos casi
normales. Como eco de su adhesión a su preceptor, que no tardó en separarse de
él, le quedó una preferencia por todo lo alemán (médicos, establecimientos y
mujeres) sobre lo de su patria (representación del padre), circunstancia que
facilitó considerablemente la transferencia en la cura.
A la época
anterior a su liberación por el preceptor alemán pertenece un sueño que
citaremos por haber permanecido olvidado hasta su aparición en el curso del
tratamiento. Se había visto en él a caballo y perseguido por una gigantesca
oruga. En este sueño reconoció el sujeto una alusión a otro perteneciente a una
época muy anterior a la llegada del profesor alemán y que ya habíamos
interpretado mucho tiempo antes. En este otro sueño anterior había visto al
demonio, vestido de negro, en aquella misma actitud que tiempo atrás le había
asustado tanto en el lobo y en el león, y señalándole con el dedo extendido un
gigantesco caracol. No tardó en adivinar que aquel demonio pertenecía a un
conocido poema y que el sueño mismo era una elaboración de un cuadro muy
conocido que representa al demonio en una escena de amor con una muchacha. El
caracol sustituía a la mujer como símbolo exquisitamente femenino. Guiándonos
por el ademán indicador del demonio, nos fue fácil descubrir el sentido del
sueño: el sujeto añoraba a alguien que le proporcionase las últimas enseñanzas
que aún le faltaban sobre el enigma del comercio sexual, como antes en la
escena primordial le había procurado su padre las primeras.
El otro sueño
ulterior, en el que el símbolo femenino había sido sustituido por el masculino,
le recordaba un determinado suceso acaecido poco antes del mismo. Una tarde que
paseaba a caballo por la finca pasó al lado de un campesino dormido en el suelo
y acompañado Por un niño que debía de ser su hijo. Este último despertó a su
padre y le dijo algo que le hizo levantarse y ponerse a insultar y a perseguir
a nuestro sujeto, el cual tuvo que picar espuelas para librarse de él. Además
de este recuerdo, asoció al sueño el de que en la misma finca había árboles
completamente blancos por estar plagados de nidos de orugas. De lo que el
sujeto huyó realmente fue de la realización de la fantasía de que el hijo
dormía con su padre, y el recuerdo de los árboles blancos fue evocado para
restablecer un enlace con el sueño de angustia de los lobos blancos encaramados
en el nogal. Se trataba, pues, de una explosión directa de angustia ante
aquella actitud femenina con respecto al hombre, contra la cual se había
protegido primero con la sublimación religiosa y había pronto de protegerse,
mucho más eficazmente aún, con la sublimación militar.
Pero
constituiría un grave error suponer que después de la cesación de los síntomas
obsesivos no quedó ya efecto alguno permanente de la neurosis obsesiva. El
proceso había conducido a una victoria de la fe religiosa sobre la rebelión
crítica e investigadora y había tenido como premisa la represión de la actitud
homosexual. De ambos factores resultaron daños duraderos. La actividad
intelectual quedó gravemente dañada después de esta primera importante derrota.
El sujeto no mostró ya deseo alguno de aprender, ni tampoco aquella penetración
con la que antes, en la temprana edad de cinco años, había analizado las
doctrinas religiosas. La represión de la homosexualidad predominante acaecida
durante el sueño de angustia, reservó para lo inconsciente aquel importantísimo
impulso, conservándole así su primitiva orientación final, y le sustrajo a
todas las sublimaciones a las que de ordinario se presta. Faltaban, pues, a
paciente todos los intereses sociales que dan un contenido a la vida. Sólo
cuando la cura psicoanalítica consiguió la supresión de tal encadenamiento de
la homosexualidad pudo mejorar la situación, y fue muy interesante experimentar
con el sujeto -sin advertencia alguna directa del médico- cómo cada fragmento
libertado de la libido homosexual buscaba un empleo en la vida y una adhesión a
las grandes tareas colectivas de la Humanidad.
VII. El erotismo anal y el complejo de la castración.
He de rogar a
mis lectores que recuerden el hecho de que esta historia de una neurosis
infantil constituye, por decirlo así, un producto secundario obtenido en el
curso del análisis de una enfermedad padecida por el sujeto en su edad adulta.
Hubimos, pues, de reconstruir con fragmentos aún más pequeños de los que por lo
general, se ofrecen a la síntesis. Esta labor, no excesivamente difícil por lo
demás, encuentra un límite natural al tratarse de concentrar en el plano de la
descripción un producto multidimensional. He de contentarme, por tanto, con
presentar fragmentos inconexos que luego el lector podrá ajustar, formando con
ellos un todo unitario y armónico. La neurosis obsesiva descrita nació como ya
hemos hecho constar varias veces, en el terreno de una constitución
sádico-anal. Hasta ahora, no hemos tratado más que de uno de sus factores
principales, el sadismo, y de sus transformaciones, dejando a un lado todo lo
referente al erotismo anal, con la intención, que ahora cumplimos, de reunirlo
en una exposición de conjunto.
Los analistas
comparten unánimemente, y hace ya mucho tiempo, la opinión de que los múltiples
impulsos instintivos reunidos bajo el nombre de erotismo anal integran
extremada importancia para la conformación de la vida sexual y de la actividad
anímica en general. También se hallan igualmente de acuerdo en que una de las
manifestaciones mas importantes del erotismo transformado procedente de esta
fuente se nos ofrece en la valoración personal del dinero valiosa materia que
en el curso de la vida ha atraído a sí el interés psíquico primitivamente
orientado hacia el excremento, o sea hacia el producto de la zona anal Nos
hemos habituado a referir al placer excremental el interés por el dinero en
cuanto dicho interés es de naturaleza libidinosa y no racional, y a exigir de
hombre normal que mantenga libre de influencias libidinosas su relación con el
dinero y se atenga en ella a normas deducidas de la realidad. Tal relación hubo
de mostrar graves trastornos en nuestro paciente durante el período de su
enfermedad en la edad adulta, constituyendo una de las causas más importantes
de su incapacidad. Las herencias sucesivas, su padre y su tío le habían
procurado un capital considerable; concedía gran valor a que se le supiera rico
y le ofendía que se dudase de su fortuna.
Pero no sabía
a cuánto ascendía ésta ni lo que de ella gastaba o ahorraba. Era muy difícil
decidirse a calificarle de avaro o de pródigo, pues tan pronto se conducía de
un modo como de otro y nunca en forma que pudiera indicar un propósito
consecuente. Por ciertos rasgos singulares, que más adelante expondremos, se le
hubiera podido tomar por un ricachón vanidoso que veía en su riqueza el mayor
merecimiento de su personalidad y anteponía siempre el dinero al sentimiento.
Pero, en cambio, no estimaba a los demás en proporción a su riqueza, y en
muchas ocasiones se mostraba más bien modesto, generoso y compasivo. Era, pues,
evidente que e] dinero había sido sustraído a su disposición consciente y
significaba para él algo distinto. Ya hicimos constar en otra ocasión que nos
parecía muy extraña la forma en que se había consolado de la pérdida de su
hermana, que en los últimos años había llegado a ser su mejor camarada,
pensando en que su muerte le evitaba tener que partir con ella la herencia de
sus padres. Más singular era quizá la serenidad con la que así lo reconocía,
como si no se diese cuenta de la mezquindad que tal confesión revelaba. El
análisis le rehabilitó, mostrando que el dolor por la muerte de su hermana
había sufrido un desplazamiento, pero ello hacía más incomprensible aún que
hubiese querido hallar en el incremento de su fortuna una compensación.
A él mismo le
parecía enigmática su conducta en otro caso. A la muerte del padre, la fortuna
familiar quedó repartida entre su madre y él. La madre le administraba, y el
propio sujeto reconocía que complacía sus peticiones económicas con
irreprochable generosidad. Sin embargo, toda conversación entre ellos sobre
cuestiones de dinero terminaban por parte de él con violentos reproches, en los
que acusaba a su madre de no quererle, de proponerse ahorrar a costa suya y de
desearle la muerte para disponer independientemente de todo el dinero. En estas
ocasiones, la madre proclamaba llorosa su desinterés hasta que su hijo se
avergonzaba, y afirmaba con toda razón no haber pensado jamás realmente tales
cosas de ella, pero con la seguridad de repetir la misma escena en la ocasión
siguiente. El hecho de que el excremento hubo de tener para él mucho tiempo
antes del análisis la significación de dinero, se desprende de toda una serie
de incidentes, dos de los cuales expondremos aquí. En un período en que su
intestino permanecía aún totalmente ajeno a sus padecimientos, visitó un día en
una gran ciudad a un primo suyo, que vivía estrechamente. Después de su visita
se reprochó no haberse ocupado hasta entonces de procurar algún dinero a aquel
pariente suyo, e inmediatamente sufrió «el apretón más grande de su vida». Dos
años después comenzó realmente a pasar una renta a aquel primo suyo. Otra vez,
teniendo dieciocho años, y en ocasión de hallarse preparando el examen de
madurez, fue a visitar a uno de sus compañeros de estudio para tomar, de
acuerdo con él, aquellas precauciones que su miedo a fallar ('Durchfall') (#1350) les aconsejaba. Decidieron, pues,
sobornar al bedel encargado de la vigilancia de los candidatos, y la parte con
que nuestro paciente contribuyó a la suma necesaria fue, naturalmente, la
mayor. De vuelta a su casa pensó que daría con gusto aún más dinero con tal de
que en el examen no se le escapara ningún disparate, y, efectivamente, antes de
llegar a la puerta de su casa se le escapó algo distinto (#1351).
PdP 1350
PdP 1351
No habrá de
sorprendernos descubrir que en su enfermedad posterior padeció trastornos
intestinales muy tenaces, aunque sujetos a oscilaciones, dependientes de
variadas circunstancias. Cuando acudió a mi consulta, se había habituado a las
irrigaciones, que le eran practicadas por uno de sus criados, y pasaba meses
enteros sin defecar espontáneamente ni una sola vez, salvo cuando experimentaba
una determinada excitación, que tenía la virtud de restablecer por algunos días
la normalidad de su actividad intestinal. Se quejaba principalmente de que el
mundo se le mostraba envuelto en un velo o de hallarse separado del mundo por
un velo. Y este velo se rasgaba tan sólo en el momento en que la irrigación le
hacia descargar el intestino, después de lo cual se sentía de nuevo bueno y
sano (#1352). El especialista al cual envié al paciente para que dictaminara
sobre el estado de su intestino tuvo la suficiente penetración para declarar
que sus trastornos obedecían a causas funcionales o quizá psíquicas, y
abstenerse de toda medicación enérgica. Pero ninguna medicación ni régimen
alguno provocaron el menor alivio. Durante los años del tratamiento analítico,
el sujeto no logró hacer una sola deposición espontánea (dejando a un lado las
provocadas por aquellas repentinas influencias antes mencionadas), pero
afortunadamente se dejó convencer de que toda medicación intensa de aquel
órgano empeoraría su estado, y se contentó con lograr una evacuación o dos
semanales por medio de irrigaciones o laxantes.
PdP 1352
En esta
discusión de los trastornos intestinales de nuestro paciente he concedido a su
estado patológico en la edad adulta un lugar más amplio del que hasta ahora he
venido otorgándole en la exposición de su neurosis infantil. Y lo he hecho así
por dos razones: en primer lugar, porque los síntomas intestinales
correspondientes a la neurosis infantil continuaron, con escasas
modificaciones, en la enfermedad ulterior, y en segundo, porque tales síntomas
intestinales desempeñaron un papel capital al término del tratamiento. Sabemos
ya la importancia que integra la duda para el médico que analiza una neurosis
obsesiva. Constituye el arma más fuerte del enfermo y el medio preferido por su
resistencia. Merced a esta duda pudo conseguir nuestro paciente, atrincherado
en una respetuosa indiferencia. que todos los esfuerzos terapéuticos resbalaran
durante años enteros sobre él. No experimentaba el menor alivio ni había medio
alguno de convencerle. Por último, descubrí la importancia que para mis
propósitos entrañaban los trastornos intestinales. Representaban, en efecto,
aquella parte de histeria que hallamos regularmente en el fondo de toda
neurosis obsesiva.
Prometí al
sujeto el total restablecimiento de su actividad intestinal; hice surgir a
plena luz con tal promesa su incredulidad, y tuve luego la satisfacción de ver
desvanecerse sus dudas cuando el intestino comenzó a «intervenir» en nuestra
labor, y acabó por recobrar en el curso de unas cuantas semanas su función
normal, durante tanto tiempo perdida. Volveremos ahora a la infancia del
paciente, y dentro de ella, a un período en el que el excremento no podía tener
aún para él la significación de dinero. El sujeto había comenzado a padecer en
edad muy temprana trastornos intestinales, y especialmente el más frecuente y
más normal en el niño: la incontinencia. Pero estamos indudablemente en lo
cierto rechazando para estos sucesos más tempranos toda explicación patológica,
y viendo tan sólo en ellos una demostración del propósito de no dejar que le
estorbaran o impidiesen la consecución del placer, enlazado a la función
excremental. Hasta mucho después de los comienzos de su enfermedad posterior
conservó el paciente aquella intensa complacencia en los chistes y las imágenes
anales, que corresponden en general a la rudeza natural de algunas clases
sociales.
En la época en
que estuvo confiado a los cuidados de la institutriz inglesa sucedió varias
veces que la chacha y él tuvieron que compartir la alcoba de aquella odiada
mujer. La chacha observó entonces con clara comprensión que precisamente
aquellas noches ensuciaba el niño su cama, accidente que no solía ya sucederle.
Y es que en tales ocasiones el niño no lo consideraba vergonzoso, sino como una
manifestación de rebeldía contra la institutriz. Un año después (teniendo
cuatro años y medio), o sea durante el período de miedo, se ensució un día en
los pantalones, y esta vez sí se avergonzó intensamente, hasta el punto de que
mientras se le limpiaba exclamó, con dolorido acento, que le era imposible
vivir así. Hemos, pues, de deducir que en el intervalo había tenido efecto en
él un cambio, sobre cuya pista nos pone su dolorida lamentación. Resultó que
aquella triste frase la había oído antes a otra persona. En una ocasión, su
madre le había llevado consigo a la estación del ferrocarril, acompañando al
médico que había venido a reconocerla
(#1353). Durante el camino se había quejado de sus dolores y sus
hemorragias, y había pronunciado aquellas mismas palabras -«Así me es imposible
vivir»- , sin la menor sospecha de que el niño, al que llevaba de la mano,
había de conservarlas en su memoria. Por tanto, aquel lamento, que el sujeto
hubo de repetir luego innumerables veces en su enfermedad posterior,
significada una identificación con su madre No tardó el paciente en recordar un
elemento intermedio, cuya falta se advertía entre los dos sucesos relatados,
tanto cronológicamente como en cuanto al contenido. Al principio de su período
de miedo, su madre había advertido repetidamente a todos los de la casa la
necesidad de observar las precauciones debidas para que los niños no enfermaran
de disentería, enfermedad de la que existían muchos casos en las cercanías de
la finca.
PdP 1353
El niño
preguntó qué enfermedad era aquélla, y cuando le dijeron que en la disentería
salía sangre con el excremento, se asustó mucho y afirmó que así le estaba
pasando a él. Tuvo miedo de morir de disentería; pero el examen cuidadoso de
sus excrementos le convenció de que se había equivocado y no tenía nada que temer.
En tal temor quiso imponerse la identificación con la madre, de cuyas
hemorragias había sabido el niño por su conversación con el médico. En su
posterior tentativa de identificación (a los cuatro años y medio) faltó el
detalle de la sangre, y de este modo, el sujeto no comprendió ya su intensa
reacción al incidente y la atribuyó a la vergüenza, sin saber que su motivación
verdadera era el miedo a la muerte, el cual se exteriorizó, sin embargo,
claramente en su lamento. La madre, enferma temía en aquel tiempo tanto por sí
misma como por sus hijos, y es muy probable que el temor del niño se apoyase no
sólo en sus motivos propios, sino también en la identificación con su madre.
Ahora bien: ¿qué podía significar tal identificación? Entre el atrevido empleo
de la incontinencia, a los tres años y medio, y el espanto que a los cuatro
años y medio le produjo, se desarrolló el sueño, con el que comenzó su período
de miedo, y que le procuró una comprensión a posteriori de la escena vivida al
año y medio, y la explicación del papel correspondiente a la mujer en el acto
sexual. No es nada aventurado relacionar con esta magna transformación la de su
conducta en cuanto al acto de defecar. La disentería era seguramente para él la
enfermedad de la que había oído quejarse a su madre y con la que era imposible
vivir. Así, pues, para él, su madre padecía una dolencia intestinal y no
genital. Bajo la influencia de la escena primordial dedujo que la madre había
enfermado por aquello que el padre había hecho con ella (#1354), y su miedo a
echar sangre al defecar, o sea a estar tan enfermo como su madre, era la
repulsa de su identificación con su madre en aquella escena sexual; la misma
repulsa con la que había despertado de su sueño.
PdP 1354
Pero la
angustia era también la prueba de que en la elaboración ulterior de la escena
primordial se había sustituido él a su madre, envidiándole aquella relación con
el padre. El órgano en el cual podía manifestarse la identificación con la
mujer y, por tanto, la actitud pasiva homosexual con respecto al hombre era la
zona anal. Los trastornos funcionales de esta zona habían adquirido así la
significación de impulsos eróticos femeninos, y la conservaron durante la
enfermedad posterior. En este punto debemos atender a una objeción, cuya discusión
puede contribuir considerablemente a explicarnos la situación, aparentemente
confusa. Se nos ha impuesto la hipótesis de que durante su sueño comprendió el
sujeto que la mujer estaba castrada, teniendo en lugar de miembro viril una
herida, que servía para el comercio sexual, y siendo así la castración
condición indispensable de la feminidad, y hemos supuesto también que esta
amenaza de perder el pene le había llevado a reprimir su actitud femenina con
respecto al hombre, despertando entonces con miedo de sus ensoñaciones
homosexuales. ¿Cómo se compadece esta interpretación del comercio sexual, este
reconocimiento de la existencia de la vagina, con la elección del intestino
para la identificación con la mujer? ¿No reposarán acaso los síntomas intestinales
sobre la concepción, probablemente anterior y opuesta por completo al miedo a
la castración, de que el final del intestino era el lugar del comercio sexual?
Existe desde luego la contradicción señalada, y las dos teorías opuestas son
inconciliables. Pero la cuestión está tan sólo en si realmente es necesario que
sean compatibles. Nuestra extrañeza procede de que siempre nos inclinamos a
tratar los procesos anímicos inconscientes en la misma forma que los
conscientes olvidando la profunda diversidad de ambos sistemas psíquicos.
Cuando la
agitada expectación del sueño de Nochebuena le surgió la imagen observada (o
construida) de un coito entre sus padres, surgió seguramente en primer término
la antigua interpretación del comercio sexual, según la cual el lugar que
acogía el pene era el final del intestino. ¿Qué otra cosa podía haber creído
cuando a la edad de año y medio fue espectador de aquella escena? (#1355). Pero luego vinieron los nuevos
sucesos, acaecidos a los cuatro años. Las vivencias correspondientes al
intervalo y a los indicios sobre la posibilidad de la castración despertaron y
arrojaron una duda sobre la «teoría de la cloaca» aproximándole al
descubrimiento de la diferencia de los sexos y del papel sexual de la mujer.
Pero el sujeto se condujo en esto como todos los niños cuando se les procura
una explicación indeseada, sexual o no. Rechazó lo nuevo en nuestro caso por
motivos dependientes del miedo a la castración y conservó lo antiguo. Se
decidió por el intestino y contra la vagina del mismo modo y por análogos
motivos a como después hubo de tomar partido en contra de Dios y a favor de su
padre. La nueva explicación fue rechazada y mantenida la antigua teoría, la
cual suministró entonces el material de aquella identificación con la mujer,
surgida luego en forma de miedo a morir de una enfermedad intestinal y de las
primeras preocupaciones religiosas sobre si Cristo había tenido un trasero,
etc., por otra parte, sería equivocado creer que el nuevo descubrimiento
permaneció ineficaz; por el contrario, desarrolló un efecto extraordinariament
intenso, convirtiéndose en un motivo de mantener reprimido el proceso onírico y
excluido de toda ulterior elaboración consciente. Pero con ello se agotó su
eficacia y no ejerció ya influencia alguna en la decisión del problema sexual.
Constituyó desde luego una contradicción que después de aquel momento
subsistiera aún el miedo a la castración, al lado de la identificación con la
mujer por medio del intestino; pero se trata sólo de una contradicción lógica,
que no supone gran cosa en este terreno. Todo el proceso resulta más bien
característico de la forma de laborar de lo inconsciente. Una represión es algo
muy distinto de un juicio condenatorio.
PdP 1355
Cuando
estudiamos la génesis de la fobia al lobo, investigamos los efectos de la nueva
concepción del acto sexual. Ahora que investigamos los trastornos de la
actividad intestinal nos hallamos en el terreno de la antigua teoría de la
cloaca. Los dos puntos de vista permanecen separados por un estadio de la
represión. La actitud femenina con respecto al hombre, rechazada por la
represión, se refugia en el cuadro de síntomas intestinales y se manifiesta en
los frecuentes estreñimientos, diarreas y dolores de vientre de los años
infantiles. Las fantasías sexuales ulteriores, basadas ya en conocimientos
sexuales exactos, pueden así manifestarse ya de un modo regresivo como
trastornos intestinales. Pero no las comprendemos hasta que descubrimos el
cambio de significación experimentado por el excremento después de los primeros
tiempos infantiles (#1356). En un pasaje anterior silencié un fragmento del
contenido de la escena primaria, que ahora voy a exponer. El niño interrumpió
por fin el coito de sus padres con una deposición, que podía justificar su
llanto. En apoyo de esta adición pueden alegarse los mismos argumentos que
antes expusimos en la discusión del contenido restante de la escena. El
paciente aceptó este acto final por mí construido y pareció confirmarlo con
«síntomas pasajeros». En cambio, hube de retirar otra adición, consistente en
suponer que el padre, molesto por la interrupción, había dado libre expresión a
su enfado, pues el material del análisis no mostró reacción alguna a ella.
PdP 1356
Aquel detalle
últimamente agregado no puede situarse naturalmente en el mismo plano que el
contenido restante de la escena. No se trata en él de una impresión externa,
cuyo retorno ha de esperarse en multitud de signos ulteriores, sino de una
reacción personal del niño. Su ausencia o su inclusión ulterior en el proceso
de la escena no traerían consigo modificación alguna del conjunto. Y su
interpretación no ofrece lugar alguno a dudas; significa una excitación de la
zona anal (en el más amplio sentido). En otros casos análogos una tal
observación del comercio sexual hubo de terminar con el acto de la micción, y
un adulto experimentaría en igual circunstancia una erección. El hecho de que
nuestro infantil sujeto produjera como signo de su excitación sexual una
deposición debe ser considerado como un carácter de su constitución sexual
congénita. Toma en el acto una actitud pasiva, mostrándose más inclinado a una
posterior identificación con la mujer que con el hombre. En estas
circunstancias emplea el sujeto el contenido intestinal como siempre los niños
en una de sus primeras y más primitivas significaciones. El excremento es el
primer regalo, la primera prueba del cariño del niño, una parte del propio
cuerpo, de la cual se separa en favor de una persona querida (#1357). Su empleo en calidad de signo de
rebeldía, como en el caso de nuestro sujeto a los tres años y medio y contra la
institutriz inglesa, es tan sólo la transformación negativa de aquella anterior
significación de regalo. El grumus merdae, que los ladrones dejan a veces en el
lugar del delito, parece reunir ambas significaciones: la burla y la
indemnización, expresada en forma regresiva. Siempre que es alcanzado un
estadio superior, el inferior puede continuar siendo utilizado en sentido
negativo y rebajado. La represión encuentra su expresión en la antítesis
(#1358).
PdP 1357
PdP 1358
En un estadio
ulterior de la evolución sexual, el excremento adquiere la significación del
«niño». El niño es parido por el ano, como el excremento. La significación de
regalo del excremento permite fácilmente esta transformación. En el lenguaje
corriente, los hijos son considerados también como un regalo, y las mujeres
dicen frecuentemente «haber regalado un niño a su marido»; pero los usos en lo
inconsciente tienen igualmente en cuenta el otro aspecto de esta relación,
según el cual la mujer ha «recibido» del hombre un hijo como regalo. La
significación de dinero del excremento parte también, en otra dirección de su
significación de regalo. Aquel temprano recuerdo, encubridor de nuestro
enfermo, según el cual había producido un primer acceso de cólera por no haber
recibido en Nochebuena regalos suficientes, nos descubre ahora su más profundo
sentido. Lo que echaba de menos era la satisfacción sexual, que aún
interpretaba en sentido anal. Su investigación sexual se hallaba orientada en
este sentido antes del sueño, y había comprendido durante el proceso del mismo
que el acto sexual resolvía el enigma de la procedencia de los niños. Ya antes
de su sueño le disgustaban los niños pequeños. Una vez había encontrado en su
camino a un pajarillo, implume aún, caído del nido, y había huido, asqueado y
temeroso, creyéndole una criatura humana. El análisis demostró que todos los
animales pequeños, orugas o insectos, a los que hacía encarnizada guerra,
tenían para él la significación de niños pequeños (#1359), su relación con su hermana mayor le
había dado ocasión de reflexionar largamente sobre las relaciones de los niños
mayores con los pequeños, y la afirmación de la chacha de que su madre le
quería tanto porque era el más pequeño le había procurado un motivo
perfectamente comprensible para desear no ser sucedido por otro niño menor.
Bajo la influencia del sueño que le presentó el coito de los padres experimentó
una reviviscencia su miedo a semejante posibilidad.
PdP 1359
Así, pues,
habremos de añadir a las corrientes sexuales que ya conocemos otra nueva,
emanada, como las demás, de la escena primordial, reproducida en el sueño. En
la identificación con la mujer (con la madre) se halla dispuesto a regalar a su
padre un niño, y siente celos de su madre, que ya lo ha hecho, y volverá quizá
a hacerlo. Por un rodeo, que atraviesa el punto de partida común de la
significación de regalo, puede ahora el dinero incorporarse la significación
del niño y llegar así a constituirse en expresión de la satisfacción femenina
(homosexual). Este proceso se desarrolló en nuestro paciente en ocasión de
hallarse con su hermana en un sanatorio alemán, y ver que el padre le entregaba
dos billetes de Banco. Este hecho despertó los celos del sujeto, que en su
fantasía había sospechado siempre de las relaciones de su padre con su hermana,
y en cuanto se quedó a solas con ella le exigió que le entregase su parte de
aquel dinero, y ello con tal violencia y tales reproches, que la hermana se
echó a llorar y le entregó la totalidad. Pero no había sido únicamente el
dinero real lo que le había excitado, sino más aún el niño que significaba, o
sea la satisfacción sexual anal, recibida del padre. En consecuencia, sus
mezquinos pensamientos a la muerte de su hermana sólo significaban en realidad
lo siguiente: Ahora soy el único hijo, y mi padre no puede querer a nadie más
que a mí. Pero el fondo homosexual de esta reflexión, absolutamente capaz de
conciencia, era tan intolerable, que hubo de ser disfrazada de codicia para
gran alivio del sujeto.
Lo mismo
sucedía cuando después de muerto su padre dirigía el sujeto a su madre aquellos
injustos reproches de que prefería el dinero a su propio hijo, y le engañaba
por él. sus antiguos celos de que quisiera a otro niño más que a él y la
posibilidad de que tuviera otro hijo, le obligaban a dirigirle acusaciones,
cuya injusticia reconocía él mismo. Este análisis de la significación del
excremento nos explica que las ideas obsesivas, que enlazaban a Dios con las
heces, significaban algo más que la ofensa blasfema que él veía en ellas. Eran
más bien resultados auténticos de un proceso de transacción, en los que
participaba, por un lado, una corriente cariñosa y respetuosa, y por otro, una
corriente hostil e insultante. En la asociación obsesiva «Dios-heces» se fundía
la antigua significación de regalo, negativamente rebajada, con la
significación de niño, posteriormente desarrollada en ella. En la última queda
expresada una ternura femenina, una disposición a renunciar a su virilidad, a
cambio de poder ser amado como una mujer. Esto es precisamente aquel impulso
hostil a Dios, expresado con palabras inequívocas en el sistema delirante del
paranoico Schreber.
Cuando más
adelante expongamos las últimas soluciones de los síntomas de nuestro paciente,
quedará demostrado nuevamente cómo sus trastornos intestinales se habían puesto
al servicio de la corriente homosexual y habían expresado su actitud femenina
con respecto al padre. Una nueva significación del excremento nos abrirá ahora camino
hacia la investigación del complejo de la castración. Al excitar la mucosa
intestinal erógena, la masa fecal desempeña el papel de un órgano activo,
conduciéndose como el pene con respecto a la mucosa vaginal, y constituye como
un antecedente del mismo en la época de la cloaca. Por su parte, la excreción
del contenido intestinal en favor de otra persona (por cariño a ella)
constituye el prototipo de la castración, siendo el primer caso de renuncia a
una parte del propio cuerpo (#1360) con
el fin de conquistar el favor de una persona querida. El amor narcisista al
propio pene no carece, pues, de una aportación del erotismo anal. El
excremento, el niño y el pene forman así una unidad, un concepto inconsciente
-sitvenia verbo-: el del 'pequeño' separable del cuerpo. Por estos caminos de
enlace pueden desarrollarse desplazamientos e intensificaciones de la carga de
libido, muy importantes para la
Patología , y que el análisis descubre.
PdP 1360
La posición
inicial de nuestro paciente ante el problema de la castración nos es ya
conocida. La rechazó y permaneció en el punto de vista del comercio por el ano.
Al decir que la rechazó nos referimos a que no quiso saber nada de ella en el
sentido de la represión. Tal actitud no suponía juicio alguno sobre su existencia,
pero equivalía a hacerla inexistente. Ahora bien: esta posición no pudo ser la
definitiva, ni siquiera durante los años de su neurosis infantil. Más tarde
hallamos, en efecto, pruebas de que el sujeto llegó a reconocer la castración
como un hecho. También en este punto hubo de conducirse conforme a aquel rasgo.
característico de su personalidad, que tan difícil nos hace la exposición de su
caso. Se había resistido al principio y había cedido luego; pero ninguna de
estas reacciones había suprimido la otra, y al final coexistían en él dos
corrientes antitéticas, una de las cuales rechazaba la castración, en tanto que
la otra estaba dispuesta a admitirla, consolándose con la feminidad como
compensación. Y también la tercera, la más antigua y profunda, que se había
limitado a rechazar la castración sin emitir juicio alguno sobre su realidad,
podía ser activada todavía. De este mismo paciente he relatado en otro lugar
(#1361) una alucinación que tuvo a los cinco años, y a la que añadiré aquí un
breve comentario: «Teniendo cinco años jugaba en el jardín, al lado de mi
niñera, tallando una navajita en la corteza de uno de aquellos nogales, que
desempeñaban también un papel en mi sueño
(#1362). De pronto observé, con terrible sobresalto, que me había cortado
el dedo meñique de la mano (¿derecha o izquierda?) de tal manera, que sólo
permanecía sujeto por la piel. No sentía dolor ninguno, pero sí un miedo
terrible. No me atreví a decir nada a la niñera, que estaba a pocos pasos de
mí, me desplomé en el banco más próximo y permanecí sentado, incapaz de mirarme
el dedo. por último, me tranquilicé, me miré el dedo y vi que no tenía en él
herida alguna.» Sabemos que a los cuatro años y medio, y después de trabar
conocimiento con la
Historia Sagrada , se inició en él aquella intensa labor
mental, que culminó en su devoción obsesiva.
PdP 1361
PdP 1362
Podemos, pues,
suponer que la alucinación expuesta se desarrolló en el período en que el
sujeto se decidió a reconocer la realidad de la castración, constituyendo quizá
la exteriorización de aquel paso decisivo. También la pequeña rectificación del
paciente tiene cierto interés. El hecho de que alucinase el mismo suceso
temeroso que el Tasso hace vivir a su héroe Tancredo en La Jerusalén libertada
justifica la interpretación de que también para el pequeño paciente era el
árbol una mujer. Desempeñaba, pues, el papel del padre, y relacionaba las
hemorragias de su madre con la castración de las mujeres, con la «herida» por
él comprobada. El estímulo de esta alucinación partió de un relato, según el
cual un pariente suyo había nacido con seis dedos en los pies, y sus padres le
habían cortado en el acto los dedos sobrantes con un hacha. Así, pues, las
mujeres no tenían pene porque se lo cortaban al nacer. Por este camino aceptó
el sujeto en la época de la neurosis obsesiva lo que ya había averiguado
durante el proceso del sueño, y rechazado entonces por medio de la represión.
Tampoco la circuncisión, ritual de Cristo, como en general de todos los judíos,
podía serle desconocida después de la lectura de la Historia Sagrada
y de sus conversaciones sobre ella.
Es indudable
que el padre se convirtió para él en esta época en aquella persona temida, que
amenaza llevar a cabo la castración. El Dios cruel, con el que por entonces luchaba
el niño, que hacía caer en pecado a los hombres para castigarlos luego, y
sacrificaba a su hijo y a los hijos de los hombres, proyectaba su carácter
sobre el padre, a quien, por otra parte, intentaba el sujeto defender contra
aquel Dios. El niño tenía que llenar aquí un esquema filogénico, y lo
consiguió, aunque sus vivencias personales no parezcan demostrarlo. Las
amenazas de castración por él experimentadas habían partido más bien de
personas femeninas (#1363), pero esta
circunstancia no pudo demorar por mucho tiempo el resultado final. Al fin y al
cabo fue el padre de quien temió la castración, venciendo así en este punto la
herencia filogénica a la vivencia accidental. En la prehistoria de la Humanidad hubo de ser
seguramente el padre el que aplicó la castración como castigo, mitigándola
después, hasta dejarla reducida a la circuncisión. Cuanto más amplia se hacía
en el curso del proceso de la neurosis obsesiva la represión de su sexualidad,
tanto más natural había de serle atribuir al padre, el verdadero representante
de la actividad sexual, tales propósitos malignos.
PdP 1363
La
identificación del padre con el castrador
(#1364) adquirió considerable importancia como fuente de una hostilidad
inconsciente, llevada hasta el deseo de su muerte, y de los sentimientos de
culpabilidad, surgidos como reacción a la misma. En todo esto, su conducta era
normal; esto es, idéntica a la de todo neurótico poseído por un complejo de
Edipo positivo. Lo singular fue luego la coexistencia de una corriente antitética,
en la cual era más bien el padre el castrado, y le inspiraba como tal profunda
compasión. En el análisis del ceremonial respiratorio, que se le imponía a la
vista de personas inválidas o miserables, hemos podido demostrar que también
este síntoma se refería al padre, el cual le había inspirado lástima cuando fue
a visitarle al sanatorio. El análisis permitió perseguir aún más atrás este
proceso. En época muy temprana, probablemente anterior a la seducción, había en
la finca un pobre jornalero, encargado de subir el agua a la casa. Este
individuo no podía hablar, y se decía que era porque le habían cortado la
lengua, aunque lo probable es que se tratase de un sordomudo. El pequeño le
quería mucho y le compadecía de todo corazón, y cuando aquel pobre jornalero
murió, le buscaba en el cielo (#1365).
PdP 1364
PdP 1365
Este fue,
pues, el primer inválido que le inspiró lástima; pero, además, según el
contexto en el que apareció incluido y el momento de su aparición en el
análisis, hubo de ser también una sustitución del padre. El análisis enlazó a
él el recuerdo de otros criados que le habían sido simpáticos, y de los que
recordaba que estaban enfermos o eran judíos (circuncisión). También el criado
que ayudó a limpiarle cuando a los cuatro años y medio se ensució en los
pantalones era un judío, que estaba tísico, y por el que sentía gran compasión.
Todos estos individuos pertenecen al período anterior a su visita al padre en
el sanatorio; esto es, anterior a la producción de síntomas, o sea al
ceremonial respiratorio, destinado más bien a evitar una identificación con las
personas compadecidas. El análisis se orientó luego de repente, con motivo de
un sueño, hacia la época prehistórica, haciéndole sentar la afirmación de que
en el coito de la escena primordial había observado la desaparición del pene,
compadeciéndose por ello del padre, y alegrándose al verlo reaparecer. Así,
pues, un nuevo impulso afectivo, nacido de esta escena. El origen narcisista de
la compasión se nos muestra aquí con toda evidencia.
VIII. Complementos de la época primordial y solución.
Sucede en
muchos análisis que al acercarnos a su término surge de pronto nuevo material
mnémico cuidadosamente ocultado hasta entonces. O también que el sujeto lanza
con acento indiferente una observación aparentemente nimia a la que luego se
agrega algo que despierta ya la atención del médico hasta hacerle reconocer en
aquel insignificante fragmento de recuerdo la clave de los enigmas más
importantes integrados en la neurosis del enfermo. En los comienzos del
análisis había relatado mi paciente un recuerdo procedente de la época en que
sus accesos de cólera terminaban en ataques de angustia. Dicho recuerdo era el
de haber perseguido un día a una mariposa de grandes alas con rayas amarillas y
terminadas en unos salientes puntiagudos, hasta que, de repente, al verla
posada en una flor, le había invadido un miedo terrible a aquel animalito y
había huido de él llorando y gritando.
Este recuerdo
volvió a surgir repetidamente en el análisis, demandando una explicación que en
mucho tiempo no obtuvo. Habíamos de suponer de antemano que un tal detalle no
había sido conservado por sí mismo en la memoria, sino que representaba, en
calidad de recuerdo encubridor, algo más importante con lo cual se hallaba
enlazado en algún modo. El paciente explicó un día que en su idioma la palabra
mariposa -babuschka- quería decir también «madrecita», y que, en general, había
visto siempre en las mariposas mujeres y muchachas y en los insectos y las
orugas muchachos. Así, pues, en aquella escena de miedo debía de haber
despertado el recuerdo de una mujer. Por mi parte, propuse la posibilidad de
que las rayas amarillas de las alas de la mariposa le hubieran recordado el
traje de una mujer determinada, solución totalmente errónea, como luego se
verá, pero que no quiero silenciar, para demostrar con un ejemplo cuán poco
contribuye en general la iniciativa del médico a la solución de los problemas
planteados, siendo así totalmente injusto hacer responsable a su fantasía y a
la sugestión por él ejercida sobre el paciente de los resultados del análisis.
A propósito de
algo absolutamente distinto y muchos meses después, observó el paciente que lo
que le había inspirado miedo había sido el movimiento de la mariposa abriendo y
cerrando las alas cuando estaba posada en la flor. Tal movimiento habría sido
como el de una mujer al abrirse de piernas formando con ellas la figura de una
V, o sea la de un cinco en números romanos, alusión a la hora en que desde sus
años infantiles y todavía en la actualidad solía acometerle un acceso de
depresión. Era ésta una ocurrencia en la que jamás hubiera yo caído y tanto más
valiosa cuanto que el proceso de asociación en ella integrado presentaba un
carácter absolutamente infantil. He observado, en efecto, con frecuencia, que
la atención de los niños es más fácilmente captada por el movimiento que por
las formas en reposo, y que los sujetos infantiles basan con gran frecuencia en
tales movimientos asociaciones que nosotros los adultos no establecemos. Durante
algún tiempo no volvió a surgir alusión ninguna a este pequeño problema.
Haremos constar tan sólo la hipótesis de que los salientes puntiagudos de las
alas de la mariposa pudieran haber tenido la significación de símbolos
genitales.
Al cabo de
algún tiempo surgió en el sujeto una especie de recuerdo, tímido e impreciso,
de que antes de la chacha debía de haber habido en la casa otra niñera, que le
quería mucho y cuyo nombre coincidía con el de su madre. Seguramente, el niño
correspondió a su cariño, tratándose así de un primer amor perdido. No tardamos
en sospechar de consuno que a la persona de aquella primera niñera debía de
enlazarse algo que más tarde había adquirido considerable importancia.
Posteriormente rectificó el sujeto este recuerdo. Aquella niñera no podía
haberse llamado como su madre, pero el hecho de haberlo creído así erróneamente
probaba que en su memoria la había fundido con ella. Su verdadero nombre había
surgido ahora en su memoria por un camino indirecto. Había recordado de pronto una
habitación del piso alto de la primera finca, en la cual se almacenaba la fruta
recogida, y entre ella una cierta clase de peras de excelente sabor, muy
grandes y con rayas amarillas en la cáscara. En su idioma, la palabra
correspondiente a «pera» es gruscha, y Gruscha era también el nombre de aquella
niñera. Quedaba así claramente demostrado que detrás del recuerdo encubridor de
la mariposa perseguida se escondía el de la niñera. Pero las rayas amarillas no
pertenecían a su vestido, sino a la cáscara de la pera que llevaba su mismo
nombre. Ahora bien: ¿de dónde podía proceder el miedo aparecido al ser activado
su recuerdo? La hipótesis más próxima habría sido la de que el niño habría
observado en ella por vez primera el movimiento de las piernas que había
descrito refiriéndolo a la V ,
signo del número cinco en la escritura romana, movimiento que hace accesibles
los genitales. Mas, por nuestra parte, preferimos ahorrarnos esta hipótesis y
esperar la aparición de nuevo material.
No tardó,
efectivamente, en surgir el recuerdo de una escena, harto incompleto, pero muy
preciso. Gruscha estaba arrodillada en el suelo, teniendo a su lado un cubo
lleno de agua y una escobilla de sarmientos, y se burlaba del niño o le
reprendía. Los datos obtenidos en el curso del análisis nos permitieron cegar
las lagunas que este recuerdo presentaba. Al principio del tratamiento, el
sujeto me había hablado de uno de sus enamoramientos obsesivos, cuyo objeto
había sido aquella misma muchacha campesina que a sus dieciocho años le había
contagiado la enfermedad (*385) en la
cual habríamos de ver la causa incidental de su neurosis posterior. En este
primer período del análisis se había resistido singularmente a comunicar el
nombre de aquella mujer, resistencia tanto más de extrañar cuanto que se
presentaba aislada, pues el sujeto se mostraba generalmente dócil a los
preceptos analíticos fundamentales. Pero en cuanto a este detalle, se limitaba
a afirmar que le avergonzaba comunicar dicho nombre, por ser tan exclusivamente
propio de las clases bajas, que ninguna muchacha distinguida se llamaba así.
Tal nombre, que acabé por averiguar, era el de Matrona. Tenía, pues, un sentido
maternal. La vergüenza que su evocación causaba al sujeto estaba claramente
fuera de lugar. El hecho mismo de que sus enamoramientos tuviesen siempre como
objetivo muchachas de las clases más bajas no le avergonzaba, y sí tan sólo
aquel nombre. Si la aventura con Matrona integraba algún elemento común con la
escena en la que Gruscha aparecía fregando, la vergüenza del sujeto podía
referirse a este otro suceso anterior.
Nota 385
En otra
ocasión había dicho el paciente que la historia de Juan Huss le había
impresionado mucho, quedando fija especialmente su atención en los haces de
sarmientos que el pueblo añadía a la pira en la que había de ser quemado. Ahora
bien: la simpatía hacia Huss despierta en nosotros una determinada sospecha,
pues la hemos hallado con frecuencia en pacientes juveniles y siempre hemos
descubierto para ella idéntica explicación. Uno de tales pacientes había
incluso compuesto un drama, cuyo argumento era la vida y muerte de Juan Huss,
habiéndolo empezado a escribir el mismo día que le había arrebatado la mujer a
la que amaba en secreto. La muerte en la hoguera hace de Huss, como de otros
que sufrieron igual suplicio, un héroe preferido de aquellos sujetos que
padecieron de neurosis en su infancia. Nuestro paciente enlazaba los haces de
sarmiento de la hoguera de Huss con la escobilla que utilizaba la niñera para
fregar. Todo este material permitió cegar fácilmente las lagunas que presentaba
el recuerdo de la escena con Gruscha. Al ver a la muchacha fregando el suelo,
el sujeto se había puesto a orinar ante ella, que le dirigió entonces,
seguramente en broma, una amenaza de castración
(#1366). No sé si los lectores habrán adivinado ya el motivo que me ha
impulsado a exponer tan detalladamente este episodio infantil (#1367). Establece, en efecto, un enlace
importantísimo entre la escena primaria y la posterior obsesión erótica que tan
decisiva llegó a ser para los destinos del sujeto, introduciendo, además, una
condición erótica que explica dicha obsesión.
PdP 1366
PdP 1367
Al ver a la
muchacha fregando en el suelo arrodillada y en una posición que hacía resaltar
sus nalgas volvió a encontrar en ella la postura adoptada por su madre en la
escena del coito. De este modo, la muchacha pasó a ser su madre, y la
activación de aquella imagen pretérita
(#1368) despertó en él una excitación sexual que le llevó a conducirse
con la criada como en la escena primaria el padre, cuya actividad no podía el
niño haber comprendido por entonces más que como una micción. Su acto de orinar
en el suelo fue, pues, realmente una tentativa de seducción, y la muchacha
respondió a él con una amenaza de castración, como si lo hubiera comprendido
así. La obsesión emanada de la escena primaria se transfirió a esta escena con
Gruscha y siguió actuando merced al nuevo impulso en ella recibido. Pero la
condición erótica experimentó una modificación que testimonia la influencia de
la segunda escena, pues quedó transferida desde la postura de la mujer a su
actividad en la misma. Esta modificación se nos hace evidente, por ejemplo, en
el incidente con Matrona. El sujeto paseaba por el pueblo perteneciente a la
finca (a la segunda) y vio a la orilla de un estanque una muchacha campesina
que lavaba arrodillada en una piedra, enamorándose inmediatamente de ella con
violencia incoercible, aunque ni siquiera había podido verle aún la cara. Su
postura y su actividad la habían hecho ocupar el lugar de Gruscha. Comprendemos
ahora cómo la vergüenza, concomitante al contenido de la escena con Gruscha,
pudo luego enlazarse al nombre de Matrona. Otro acceso de enamoramiento,
sufrido por el sujeto en años anteriores, muestra con mayor claridad aún la
influencia coercitiva de la escena con Gruscha. Una joven campesina que servía
en la casa había despertado su agrado desde tiempo atrás; pero el sujeto había
logrado siempre dominarse, hasta que un día se sintió profundamente enamorado
al verla fregando el suelo, con el cubo de agua y la escoba a su lado, como
aquella otra muchacha de su infancia. Hasta su misma definitiva elección de
objeto, tan importante para su vida ulterior, se demuestra, por ciertas
circunstancias íntimas que nos es imposible detallar aquí, dependiente de la
misma condición erótica; esto es, como una ramificación de la obsesión que
dominaba su elección amorosa, partiendo de la escena primaria y a través de la
escena con Gruscha.
PdP 1368
Ya hemos
observado en otro lugar la tendencia de nuestro paciente a rebajar a sus
objetos amorosos y hemos visto en ella una reacción contra el agobio de la
superioridad de su hermana. Pero también prometimos por entonces demostrar que
tal motivo no había sido el único determinante, sino que encubría una
determinación más profunda por motivos puramente eróticos. El recuerdo de la
niñera fregando el suelo, y rebajada así, por lo menos en cuanto a la postura,
nos descubrió tal motivación. Todos los objetos eróticos posteriores fueron
sustituciones de éste, del cual la casualidad había hecho a su vez una primera
sustitución de la madre. La primera ocurrencia del paciente ante el problema
del miedo a la mariposa se nos revela a posteriori como una lejana alusión a la
escena primordial (la hora de las cinco). La relación de la escena de Gruscha
con la amenaza de castración quedó confirmada por un sueño singularmente
significativo, cuya interpretación halló el mismo paciente. Dijo, en efecto:
«He soñado que un hombre arrancaba las alas a una 'Espe'. «¿A una 'Espe'? -le
pregunté-.
¿Qué quiere decir usted con esto?» «Sí; a ese insecto
que tiene el cuerpo a rayas amarillas, y cuyos aguijonazos son muy dolorosos.»
Tiene que ser una alusión a Gruscha, a la 'wespe' (avispa) con rayas amarillas.
«A una 'wespe' (avispa) querrá usted decir.» «¡Ah!! ¿Se llama 'wespe' (avispa)?
Creía que el nombre era simplemente 'Espe'.» (El sujeto aprovechaba, como otros
muchos, su desconocimiento de mi idioma para encubrir sus actos sintomáticos.)
Pero entonces ese 'Espe' soy yo: S. P.
(*386) (sus iniciales). La 'Espe' es naturalmente una avispa mutilada, y
el sueño manifiesta así claramente que el sujeto se venga de Gruscha por su
amenaza de castración. El acto realizado por el niño de dos años y medio en la
escena con Gruscha es el primer efecto visible de la escena primordial; nos
presenta al sujeto como una reproducción de su padre y nos descubre una
tendencia evolutiva, orientada en aquella dirección, que más adelante habrá de
merecer la calificación de masculina. Pero la seducción le reduce a una
pasividad, preparada ya de todos modos por su conducta como espectador del
comercio sexual entre sus padres. En este período del tratamiento
experimentamos la impresión de que la solución de la escena con Gruscha, esto
es, de la primera vivencia que el sujeto podía recordar y había recordado sin
que yo lo esperase ni le ayudara a ello marcaba el término favorable de la
cura, pues a partir de tal momento desapareció toda resistencia, y nuestra
tarea quedó reducida a reunir datos y ajustarlos.
Nota 386
La antigua
teoría traumática, basada en impresiones de la terapia psicoanalítica, volvía
de pronto a demostrarse valedera. Por puro interés crítico intenté todavía
imponer al paciente una vez más una interpretación distinta y más admisible de
su historia. Según ella, no se podía dudar de la realidad de la escena con
Gruscha; pero tal escena no supondría nada por sí misma y habría sido
identificada ex post facto por regresión por los sucesos de su elección de
objeto, la cual se habría transferido desde su hermana a las criadas por el
influjo de su tendencia a rebajar al objeto erótico. En cambio, la observación
del coito habría sido tan sólo una fantasía construida en años ulteriores y
cuyo nódulo histórico había sido el hecho de haber presenciado como una
irrigación o incluso el de haber sido él mismo objeto de ella. Algunos de mis
lectores opinarán probablemente que sólo con esta hipótesis llegué a
aproximarme en realidad a la comprensión del caso. Pero el paciente me miró
atónito y con cierto desprecio al exponerle yo tal interpretación y no volvió a
reaccionar a ella. Por mi parte, ya he expuesto en páginas anteriores mis
propios argumentos contra una tal racionalización. Ahora bien: la escena con
Gruscha no contiene tan sólo las condiciones decisivas de la elección de objeto
del paciente, preservándonos así del error de conceder un valor excesivo a la
significación de la tendencia a rebajar a la mujer. Integra también una
justificación de mi conducta anterior al resistirme a ver la única solución
posible en una referencia de la escena primordial a la observación de un coito
animal realizada por el sujeto poco antes de su sueño.
La escena con
Gruscha había emergido espontáneamente en la memoria del paciente, sin
intervención alguna por mi parte. El miedo ante la mariposa amarilla, que a
ella hemos referido, demostró que había tenido un importante contenido o, por
lo menos, que había sido posible adscribir a posteriori a su contenido una tal
importancia. Tal contenido importante faltaba en la reminiscencia del sujeto;
pero pudo ser descubierto e integrado en ella, completándola mediante las
asociaciones que a ella enlazó el paciente y las conclusiones que de las mismas
dedujimos. Resultó entonces que el miedo a la mariposa era totalmente análogo
al miedo al lobo, tratándose en ambos casos de miedo a la castración, referido
primero a la persona que había sido la primera en proferir la amenaza
correspondiente y transferido luego a aquella otra a la cual había de enlazarse
conforme al prototipo filogénico. La escena con Gruscha se había desarrollado
teniendo el sujeto dos años y medio, y, en cambio, aquella otra en la que había
sentido miedo de la mariposa amarilla era seguramente posterior al sueño de
angustia. No era difícil comprender que el reconocimiento posterior de la
posibilidad de la castración había desarrollado a posteriori la angustia,
tomándola de la escena con Gruscha; pero esta escena misma no contenía nada
repulsivo ni inverosímil, sino tan sólo detalles triviales de los que no había
por qué dudar. Nada nos invitaba, pues, a reducirla a una fantasía del niño, ni
tampoco parece posible hacerlo.
Surge ahora la
cuestión de si en el acto de orinar llevado a cabo por el niño ante la muchacha
que fregaba el suelo arrodillada podemos ver una prueba de excitación sexual.
Tal excitación testimoniaría entonces de la influencia de una impresión
anterior que podía ser tanto la realidad de la escena primordial como una
observación de un coito animal realizado antes de los dos años y medio. ¿O acaso
la situación descrita era absolutamente inocente y por completo casual la
micción del niño, habiendo sido ulteriormente sexualizada la escena en su
memoria después de haber reconocido como muy importantes otras situaciones
análogas? Sobre este punto no me atrevo a sentar conclusión ninguna. He de
hacer constar que considero ya un alto merecimiento del psicoanálisis haber
podido llegar a plantear semejantes interrogaciones. Pero no puedo negar que la
escena con Gruscha, el papel que a la misma correspondió en el análisis y los
efectos que de ella emanaron sobre la vida del sujeto sólo quedan
satisfactoriamente explicados admitiendo la realidad de la escena primordial,
que, a otros efectos, no importan tanto considerar como una fantasía. Además
tal escena no integra en el fondo nada imposible, y la hipótesis de su realidad
es perfectamente conciliable con la influencia estimulante de las observaciones
hechas en los animales, a los cuales aluden los perros de ganado aparentes en
el sueño. De esta conclusión poco satisfactoria pasaremos a otra cuestión que
ya examinamos en nuestras Lecciones introductorias al psicoanálisis.
Quisiéramos saber si la escena primaria fue una fantasía o una vivencia real;
pero el ejemplo de otros casos análogos nos muestra que, en último término, no
es nada importante tal decisión. Las escenas de observación del coito entre los
padres, de seducción en la infancia y de amenazas de castración son,
indudablemente, un patrimonio heredado, una herencia filogénica, pero pueden
constituir también una propiedad adquirida por vivencia personal. En nuestro
caso, la seducción del paciente por su hermana mayor era una realidad
indiscutible.
¿Por qué no
había de serlo también la observación del coito entre sus padres? Vemos, pues,
en la historia primordial de la neurosis que el niño recurre a esta vivencia
filogénica cuando su propia vivencia personal no resulta suficiente. Llena las
lagunas de la verdad individual con la verdad prehistórica y sustituye su
propia experiencia por la de sus antepasados. En el reconocimiento de esta
herencia filogénica estoy de perfecto acuerdo con Jung (Psicología de los
procesos inconscientes, 1917; obra que no pudo ya influir en absoluto sobre mis
Lecciones introductorias al psicoanálisis); pero creo erróneo, desde el punto
de vista del método, recurrir a la filogenia antes de haber agotado las
posibilidades de la ontogenia. No veo por qué se quiere negar a la prehistoria
infantil una significación que se concede gustosamente a la ascendencia del
sujeto. Es indudable que los motivos y los productos filogénicos precisan por
sí mismos de una explicación que la infancia individual puede suministrarlos en
toda una serie de casos. Por último, no me asombra que la conversación de las
mismas condiciones haga renacer orgánicamente en el individuo lo que dichas
condiciones crearon en épocas anteriores y se ha transmitido luego
hereditariamente como disposición a su nueva adquisición. En el intervalo entre la escena primaria y la
seducción (entre el año y medio y los tres años y tres meses) hemos de
interpolar aún al jornalero mudo que fue para el sujeto una sustitución del
padre, como Gruscha una sustitución de la madre.
Creo
injustificado hablar aquí de una tendencia al rebajamiento, aunque hallamos
representados a los dos elementos de la pareja parental por personas
sirvientes. El niño se sobrepone a las diferencias sociales, que aún significan
muy poco para él, y sitúa en el mismo plano que a sus padres a aquellas
personas de inferior condición que también le demuestran cariño. Tampoco
interviene para nada esta tendencia en lo que se refiere a la sustitución de
los padres por animales, pues el niño no tiene aún por qué sentir la
inferioridad de los mismos. A la misma
época pertenece también un oscuro indicio de una fase en la que el sujeto no
quería comer más que golosinas, hasta el punto que se llegó a temer por su
salud. Le contaron entonces la historia de un tío suyo que se había negado
asimismo a comer y había muerto muy joven de pura debilidad, y le revelaron igualmente
que a los tres meses de edad había estado él tan enfermo (¿de una pulmonía?),
que ya le habían hecho una mortaja. De este modo consiguieron asustarle hasta
que volvió a consentir en comer; y en años posteriores a su infancia llegó
incluso a exagerar la ingestión de alimentos para protegerse contra la muerte.
El miedo a la muerte, que por entonces le habían hecho sentir para su bien,
apareció luego nuevamente cuando la madre trató de preservarle de la disentería
y provocó más tarde aún un acceso de neurosis obsesiva. Vamos a tratar de
descubrir sus orígenes y su significación en épocas posteriores. A nuestro
juicio, la negativa a comer integra la significación de un primer acceso de
neurosis, de manera que tal perturbación, la fobia al lobo y la devoción
obsesiva, formarían la serie completa de las enfermedades infantiles que
produjeron la disposición al derrumbamiento neurótico en los años posteriores a
la pubertad.
Se me objetará
que son muy pocos los niños que no pasan alguna vez por un período de falta de
apetito o de zoofobia. Pero este argumento no es muy útil. Estoy dispuesto a
afirmar que toda neurosis de un adulto se basa en una neurosis infantil que no
ha sido suficientemente intensa para llamar la atención de sus familiares y ser
reconocida como tal. La importancia teórica de las neurosis infantiles para la
concepción de las enfermedades que tratamos como neurosis y queremos derivar
exclusivamente de las influencias de la vida posterior queda robustecida por
tal objeción. Si nuestro paciente no hubiera mostrado, además de su falta de
apetito y su zoofobia, su devoción obsesiva, su historia no se diferenciaría
mucho de la de los demás humanos, y nosotros careceríamos aún de materiales
valiosísimos que nos pueden evitar en adelante errores tan fáciles como graves.
El análisis sería insatisfactorio si no nos procurara la comprensión de aquel
lamento en que el paciente sintetizaba sus padecimientos. Era el de que el
mundo se le aparecía envuelto en un velo, y nuestra experiencia psicoanalítica
rechaza la posibilidad de que tales palabras carezcan de significación,
habiendo sido casualmente elegidas. Tal velo no se desgarraba más que en una
situación; esto es, cuando el contenido intestinal salía a través del ano con
ayuda de una irrigación. El sujeto se sentía entonces de nuevo bueno y sano y
volvía a ver claramente el mundo durante un breve espacio de tiempo. La
interpretación de este «velo» fue tan ardua como la del miedo a la mariposa,
tanto más cuanto que el sujeto no mantenía fijamente tal representación, sino
que la sustituía por un sentimiento indefinido de oscuridad o de tinieblas y
por otras cosas igualmente inaprehensibles.
Sólo poco
antes del término de la cura recordó haber oído que había nacido
«cubierto» (*387). Se tenía, pues, por
un ser especialmente afortunado, al que nada malo podía pasar, confianza que
sólo le abandonó cuando contrajo la blenorragia y hubo de reconocerse
vulnerable. Aquella grave ofensa inferida a su narcisismo provocó su
derrumbamiento y su caída en la neurosis. Con ello repitió un mecanismo que ya
se había desarrollado en él una vez. También su fobia al lobo había surgido al
enfrentarse con la posibilidad de una castración, a la cual equiparó luego la
blenorragia. La «cofia de buena suerte» con la que había nacido era, pues, el
velo que le ocultaba el mundo y le ocultaba a él para el mundo. Su lamento es,
en realidad, el cumplimiento de una fantasía optativa que le muestra devuelto
nuevamente al claustro materno, o sea la fantasía optativa de la huida del
mundo. Su traducción sería la siguiente: «Soy tan desdichado en la vida, que
tengo que refugiarme de nuevo en el claustro materno.» Pero ¿qué pueden
significar los hechos de que este velo simbólico, que había sido real en una
ocasión, se desgarrase en el momento de la deposición, conseguida con ayuda de
una irrigación, y que su enfermedad cesara bajo tal condición? El análisis nos
permite responder lo siguiente: Cuando el velo de su nacimiento se desgarra,
vuelve el sujeto a ver el mundo y nace así de nuevo. El excremento es el niño
en el cual nace el sujeto, por segunda vez, a una vida mejor. Tal sería, pues,
la fantasía del nuevo nacimiento sobre la cual ha llamado Jung la atención y a
la que atribuye importancia predominante en la vida optativa de los neuróticos.
Nota 387
Todo esto
estaría muy bien si bastara con ello. Pero ciertos detalles de la situación y
la necesidad de un enlace con el historial particular del paciente nos obligan
a continuar la interpretación. El nuevo nacimiento tiene por condición que la
irrigación le sea administrada por otro hombre (al cual le obligó luego la
necesidad a sustituirse), y esta condición sólo puede significar que el sujeto
se ha identificado con su madre, que el auxiliar desempeña el papel del padre y
que la irrigación repite la cópula cuyo fruto es la deposición, el niño
excremental, o sea el paciente mismo. La fantasía del nuevo nacimiento aparece
pues, íntimamente enlazada con la condición de la satisfacción sexual por el
hombre. La traducción sería ahora la siguiente: Sólo cuando le es dado
sustituir a la mujer, o sea a su madre, para hacerse satisfacer por el padre y
darle un hijo es cuando desaparece su enfermedad. En consecuencia, la fantasía
del nuevo matrimonio era tan sólo, en este caso, una reproducción mutilada y
censurada de la fantasía optativa homosexual. Examinando más detenidamente la
situación, observamos que el enfermo no hace sino repetir en esta condición de
su curación la situación de la escena primordial: Por entonces quiso
sustituirse a la madre, y como ya supusimos antes, produjo, en la misma escena,
el niño excremental, hallándose todavía fijado a aquella escena, decisiva para
su vida sexual, y cuyo retorno en el sueño de los lobos marcó el comienzo de su
enfermedad. El desgarramiento del velo es análogo al hecho de abrir los ojos y
al de abrirse la ventana. La escena primordial ha quedado transformada en una
condición de su curación.
Aquello que su
lamento representa y aquello que es representado por la excepción del mismo
puede ser fundido en una unidad que nos revela entonces todo su sentido. El
sujeto desea volver al claustro materno, pero no tan sólo para volver luego a
nacer, sino para ser alcanzado en él, ocasión del coito, por su padre, recibir
de él la satisfacción y darle un hijo. Ser parido por el padre, como al
principio supuso; ser sexualmente satisfecho por él y darle un hijo, a costa de
esto último, de su virilidad y expresado en el lenguaje del erotismo anal: con
estos deseos queda cerrado el círculo de la fijación al padre y encuentra la
homosexualidad su expresión suprema y más íntima (#1369). Creo que el presente ejemplo arroja
también luz sobre el sentido y el origen de las fantasías de volver al claustro
materno y ser parido de nuevo. La primera nace frecuentemente, como en nuestro
caso, de la adhesión al padre. El sujeto desea hallarse en el claustro materno
para sustituir a la madre en el coito y ocupar su lugar en cuanto al padre. La
fantasía del nuevo nacimiento es, probablemente siempre una atenuación, un
eufemismo, por decirlo así, de la fantasía del coito incestuoso con la madre o,
para emplear el término propuesto por H. Silberer una abreviatura anagógica de
la misma. El sujeto desea volver a la situación durante la cual se hallaba en
los genitales de la madre, deseo en el cual se identifica el hombre con su
propio pene y se deja representar por él. En este punto se nos revelan ambas
fantasías como antítesis en las cuales se expresará, según la actitud masculina
o femenina del sujeto correspondiente, el deseo del coito con el padre o con la
madre. No puede rechazarse la posibilidad de que en el lamento y en la
condición de curación de nuestro paciente aparezcan unidas ambas fantasías y,
por tanto, ambos deseos incestuosos.
PdP 1369
Quiero
intentar, una vez más, interpretar los últimos resultados del análisis conforme
a las teorías de nuestros contradictores: El paciente llora su huida del mundo
en una fantasía típica de retorno al claustro materno y ve tan sólo una
posibilidad de curación en un nuevo nacimiento, expresando éste en síntomas
anales, correlativamente a su disposición predominante. Conforme al prototipo
de la fantasía anal del nuevo nacimiento ha construido una escena infantil que
repite sus deseos con medios expresivos simbólicos arcaicos. Sus síntomas se
encadenan entonces como si emanaran de una tal escena primordial. Tuvo que
decidirse a todo este retroceso porque la vida le planteó una labor para cuya
solución era demasiado indolente o porque tenía razones suficientes para
desconfiar de su inferioridad y creía hallar máxima protección por medio de
tales manejos. Todo esto estaría muy bien si el infeliz no hubiera tenido ya a
los cuatro años un sueño con el que empezó su neurosis, que fue estimulado por
el cuento del sastre y el lobo y cuya interpretación hace necesaria la
hipótesis de una tal escena primaria. Ante estos hechos, pequeños pero
inatacables, se estrellan, desgraciadamente, las facilidades que intentan
proporcionarnos las teorías de Jung y de Adler. En la situación dada, la
fantasía del nuevo nacimiento me parece constituir una derivación de la escena
primaria, en lugar de ser, inversamente, tal escena un reflejo de aquella
fantasía. Quizá podamos también suponer que el paciente era por entonces,
cuatro años después de su llegada al mundo, demasiado joven para desearse ya un
nuevo nacimiento. Pero creo más prudente retirar este último argumento, pues
mis propias observaciones demuestran que hasta ahora se ha estimado muy por
debajo a los niños y que no sabemos aún de lo que son capaces (#1370).
PdP 1370
IX. Síntesis y problemas.
No sé si mis
lectores habrán conseguido formarse, con la exposición hasta aquí desarrollada
del análisis de este caso, una idea clara de la génesis y la evolución de la
enfermedad de mi paciente. Temo que no haya sido así. Pero, aunque en general
no suelo defender mi parte expositiva, en este caso he de alegar circunstancias
atenuantes. La descripción de fases tan tempranas y tan profundas de la vida
anímica constituye una tarea jamás emprendida hasta ahora, y a mi juicio es
mejor llevarla a cabo imperfectamente que no huir ante ella, huida que habría
de traer consigo, además, determinados peligros. Vale más, por tanto, demostrar
valientemente que la conciencia de nuestras inferioridades no ha bastado para
apartarnos de tan ardua labor.
Por otra
parte, el caso no era especialmente favorable. La posibilidad de estudiar al
niño por medio del adulto, a la cual debimos la riqueza de datos sobre la
infancia, hubo de ser apagada con una ingrata fragmentación del análisis y las
consiguientes imperfecciones de la exposición. La idiosincrasia del paciente y
los rasgos de carácter que debía a su nacionalidad, distinta de la nuestra,
hicieron muy trabajosa la empatía, y el contraste entre su personalidad, afable
y dócil, de aguda inteligencia y pensamiento elevado, y su vida instintiva,
totalmente indomada, nos impuso una prolongada labor preparatoria y educativa
que dificultó la visión de conjunto. Pero de aquel carácter del caso que más
arduos problemas hubo de plantear a su exposición es totalmente irresponsable
el paciente. Hemos conseguido diferenciar en la psicología del adulto los
procesos anímicos en conscientes e inconscientes y describir claramente ambas
especies. En cambio, tratándose del niño, es dificilísima tal distinción,
siéndonos casi imposible diferenciar lo consciente de lo inconsciente. Procesos
que han llegado a predominar y que por su conducta posterior han de ser
considerados equivalentes a los conscientes no lo han sido, sin embargo, nunca
en el niño. No es difícil comprender por qué: lo consciente no ha adquirido
todavía en el niño todos sus caracteres, se halla en pleno desarrollo y no
posee aún la capacidad de concretarse en representaciones verbales. La
confusión de que regularmente nos hacemos culpables entre el fenómeno de
aparecer en la conciencia como percepción y la pertenencia a un sistema
psíquico supuesto que podríamos determinar en una forma cualquiera
convencional, pero al que nos hemos decidido a llamar también conciencia (el
sistema Cc), es absolutamente inocente en la descripción psicológica del
adulto, pero puede inducirnos a graves errores cuando se trata de la psicología
infantil. Tampoco la introducción del sistema «preconsciente» nos presta aquí
ningún auxilio, pues el sistema preconsciente del niño no coincide
obligadamente con el del adulto. Habremos, pues, de satisfacernos con darnos
clara cuenta de la oscuridad reinante en este terreno.
Es indudable
que un caso como el que aquí describimos podría dar pretexto a discutir todos
los resultados y problemas del psicoanálisis, pero ello constituiría una labor
interminable y absolutamente injustificada. Hemos de decirnos que un solo caso
no puede proporcionarnos todos los conocimientos y soluciones deseados y
habremos de contentarnos con utilizarlo en aquellos aspectos que más claramente
nos muestre. En general, la labor explicativa del psicoanálisis es harto
limitada. Lo único que ha de explicar son los síntomas, descubriendo su
génesis, pues en cuanto a los mecanismos psíquicos y los procesos instintivos,
a los que así somos conducidos no se tratará de explicarlos, sino de
describirlos. Para extraer de las conclusiones sobre estos dos últimos puntos
nuevas generalidades son necesarios muchos casos como el presente, correcta y
profundamente analizados. Y no es fácil encontrarlos, pues cada uno de ellos
representa el trabajo de muchos años. En este terreno sólo muy lentamente puede
progresarse. No será, pues, imposible la tentación del contentarse con «rascar»
ligeramente la superficie psíquica de un cierto número de sujetos y sustituir
la labor restante por la especulación situada bajo el signo de una cualquiera
doctrina filosófica. En favor de este procedimiento pueden alegarse necesidades
prácticas, pero las necesidades científicas no quedan satisfechas con ningún
subrogado.
Voy a intentar
una revisión sintética de la evolución sexual de mi paciente, partiendo de los
más tempranos indicios. Lo primero que de él averiguamos es la perturbación de
su apetito, la cual interpretamos, apoyándonos en otros casos, pero con máximas
reservas, como el resultado de un proceso de carácter sexual. La primera
organización sexual aprehensible es, para nosotros, aquella a la que hemos
calificado de «oral» o «caníbal» y en la que la excitación sexual se apoya aún
en el instinto de alimentación. No esperamos hallar manifestaciones directas de
esta clase, pero sí indicios de ellas en las perturbaciones eventualmente
surgidas. La perturbación del instinto de alimentación, que naturalmente puede
tener también otras causas, nos demuestra entonces que el organismo no ha
podido llegar a dominar la excitación sexual. El fin sexual de esta fase no
podía ser más que el canibalismo, la ingestión de alimentos; en nuestro
paciente tal fin exterioriza, por regresión desde una fase superior, el miedo a
ser devorado por el lobo. Este miedo hubimos de traducirlo por el de servir de
objeto sexual a su padre. Sabido es que años posteriores -tratándose de
muchachas, en la época de la pubertad o poco después- existe una neurosis que
expresa la repulsa sexual por medio de la anorexia, debiendo ser relacionada,
por tanto, con esta fase oral de la vida sexual. En el punto culminante del
paroxismo amoroso («¡Te comería!») y en el trato cariñoso con los niños
pequeños, en el cual el adulto se comporta también como un niño, surge de nuevo
el fin erótico de la organización oral. Ya hemos expuesto en otra ocasión la
hipótesis de que el padre de nuestro paciente acostumbraba dirigir a su hijo
tales amenazas humorísticas, jugando con él a ser el lobo o un perro que iba a
devorarle. El paciente confirmó la sospecha con su singular conducta durante la
transferencia. Cuantas veces retrocedía ante las dificultades de la cura,
refugiándose en la transferencia, amenazaba con la decoración, y luego con toda
serie de malos tratos, lo que constituía tan sólo una expresión de cariño.
Los usos del
lenguaje han tomado de esta fase oral la sexualidad de determinados gritos y
califican así de «apetitoso» a un objeto erótico o de «dulce» a la persona
amada. Recordaremos aquí que nuestro pequeño paciente no quería comer más que
cosas dulces. Las golosinas y los bombones representan habitualmente en el
sueño caricias conducentes a la satisfacción sexual. Parece ser que a esta fase
corresponde también (naturalmente en caso de perturbación) una angustia que
aparece como miedo a la muerte y puede adherirse a todo aquello que es mostrado
al niño como adecuado. En nuestro paciente fue utilizada para la superación de
su anorexia e incluso para la supercompensación de la misma. El hecho de que la
observación de la cópula de sus padres, de la que tantos efectos posteriores
hubieron de emanar, fuera anterior al período de anorexia, nos descubre su
posible fuente. Podemos quizá suponer que apresuro los procesos de la
maduración sexual y desarrollo así efectos directos, aunque inaparentes. Sé
también, naturalmente, que es posible explicar de otro modo más sencillo el
cuadro sintomático de este período el miedo al lobo y la anorexia -sin recurrir
a la sexualidad ni a un estadio de organización pregenital. Quien no vea
inconveniente alguno en prescindir de los signos de la neurosis y de la
continuidad de los fenómenos preferiría sin duda tal explicación, y nada
podemos hacer para evitarlo. Es muy difícil llegar a conclusión alguna convincente
sobre estos comienzos de la vida sexual por caminos distintos de los indirectos
por nosotros utilizados.
La escena de
Gruscha (a los dos años y medio) nos muestra a nuestro infantil paciente al
principio de una evolución que puede ser calificada de normal, con la sola
salvedad de su precocidad: identificación con el padre y erotismo uretral en
representación de la masculinidad. Se halla por completo bajo la influencia de
la escena primaria. Hasta ahora hemos atribuido a la identificación con el padre
un carácter narcisista; pero teniendo en cuenta el contenido de la escena
primaria, hemos de reconocer que corresponde ya al estadio de la organización
genital. El genital masculino ha empezado a desempeñar su papel y lo continúa
bajo la influencia de la seducción por la hermana. Pero experimentamos la
impresión de que la seducción no sólo propulsa la evolución, sino que también
la perturba y la desorienta, dándole un fin sexual pasivo, inconciliable en el
fondo con la acción del genital masculino. Ante el primer obstáculo exterior, o
sea la amenaza de castración de la chacha (a los tres años y medio), se
derrumba la organización genital, insegura todavía, y vuelve, por regresión, al
estadio anterior de la organización sádico-anal, que en otro caso hubiera quizá
transcurrido con indicios tan leves como en otros niños.
La
organización sádico-anal es fácil de reconocer como una continuación de la
oral. La violenta actividad muscular en cuanto al objeto que la caracteriza
tiene su razón de ser como acto preparatorio de la ingestión, la cual
desaparece luego como fin sexual. El acto preparatorio se convierte en un fin
independiente. La novedad con respecto al estadio anterior consiste
esencialmente en que el órgano pasivo, separado de la zona bucal, se desarrolla
en la zona anal. De aquí a ciertos paralelos biológicos o a la teoría de las
organizaciones humanas pregenitales como residuos de dispositivos que en
algunas especies zoológicas se conservan aún, no hay ya más que un paso. La
constitución del instinto de investigación por la síntesis de sus componentes
es también de este estadio. El erotismo anal no se hace notar aquí claramente.
Bajo la influencia del sadismo, el excremento ha trocado su significación
cariñosa por una significación ofensiva. En la transformación del sadismo en
masoquismo interviene un sentimiento de culpabilidad que indica procesos
evolutivos desarrollados en esferas distintas de la sexual. La seducción
prolonga su influencia manteniendo la pasividad del fin sexual. Transforma
ahora una gran parte del sadismo en masoquismo, su antítesis pasiva. Es dudoso
que pueda atribuirse por entero a ella la pasividad, pues la reacción del niño
de año y medio a la observación del coito fue ya pasiva. La coexistencia sexual
se manifestó en una disposición en la que también hemos de distinguir, de todos
modos, un elemento activo. Al lado del masoquismo, que domina su corriente
sexual y se manifiesta en fantasía, sigue subsistente el sadismo, el cual se
descarga en las crueldades de que el sujeto hace victima a los animales.
Su
investigación sexual comenzó a partir de la seducción y se ocupó esencialmente
de dos problemas: el de la procedencia de los niños y el de la posibilidad de
la castración, entretejiéndose con las manifestaciones de sus instintos y
dirigiendo sus tendencias sádicas hacia los animales pequeños, como
representantes de los niños pequeños. Hemos llevado la descripción hasta las
proximidades del cuarto cumpleaños del sujeto, fecha en la cual el sueño de los
lobos activa la observación del coito parental realizado al año y medio y hace
que desarrolle a posteriori sus efectos. Los procesos que a partir de este
momento se desarrollan escapan en parte a nuestra aprehensión, y tampoco nos es
posible describirlo satisfactoriamente. La activación de la imagen que ahora,
en un estadio más avanzado de la evolución intelectual, puede ya ser
comprendida, actúa como un suceso reciente, pero también como nuevo trauma,
como una intervención ajena análoga a la seducción. La organización genital
interrumpida es continuada de nuevo, pero el progreso realizado en el sueño no
puede ser conservado. Sucede más bien que un proceso comparable tan sólo a una
represión determina la repulsa de los nuevos descubrimientos y su sustitución
por una fobia. La organización sádico-anal subsiste, pues, también en la fase
ahora iniciada de la zoofobia, mezclándose a ella fenómenos de angustia. El
niño continúa su actividad sádica al mismo tiempo que su actividad masoquista
pero reacciona con angustia a una parte de las mismas. La transformación del
sadismo en su antítesis realiza probablemente en este período nuevos progresos.
Del análisis
del sueño de angustia deducimos que la represión se enlaza al descubrimiento de
la castración. Lo nuevo es rechazado porque su admisión supondría la pérdida
del pene. Una reflexión más detenida nos hace descubrir lo siguiente: Lo
reprimido es la actitud homosexual en el sentido genital, que se había formado
bajo la influencia del descubrimiento. Pero tal actitud permanece conservada
para lo inconsciente, constituyendo un estrato aislado y más profundo. El móvil
de esta represión parece ser la virilidad narcisista de los genitales, la cual
promueve un conflicto preparado desde mucho tiempo atrás, con la pasividad del
fin sexual homosexual. La represión, es, por tanto, un resultado de la
masculinidad. Nos inclinaríamos quizá a modificar desde este punto de partida
toda una parte de la teoría psicoanalítica. Parece, en efecto, evidente que es
el conflicto entre las tendencias masculinas y las femeninas, o sea la
bisexualidad, lo que engendra la represión y la producción de la neurosis. Pero
esta deducción es incompleta. Una de las dos tendencias sexuales en conflicto
se halla de acuerdo con el yo, pero la otra contraría el interés narcisista y sucumbe
por ello a la represión. Así, pues, también es en este caso el yo la instancia
que desencadena la represión en favor de una de las tendencias sexuales. En
otros casos no existe un tal conflicto entre la masculinidad y la femineidad,
habiendo tan sólo una tendencia sexual, que quiere ser admitida, pero que
tropieza con determinados poderes del yo, y es, por tanto, rechazada. Más
frecuentes que los conflictos nacidos dentro de la sexualidad misma son los que
surgen entre la sexualidad y las tendencias morales del yo. En nuestro caso
falta un tal conflicto moral. La acentuación de la bisexualidad como motivo de
la represión sería, por tanto insuficiente, y, en cambio, la del conflicto
entre el yo y la libido explica todos los procesos.
A la teoría de
la «protesta masculina», tal y como la ha desarrollado Adler, se puede objetar
que la represión no toma siempre el partido de la masculinidad en contra de la
femineidad. Pues en toda una serie de casos es la masculinidad la que queda
sometida a la represión por el mandamiento del yo. Además, una detenida
investigación del proceso de la represión en nuestro caso negaría que la
masculinidad narcisista fuera el único motivo. La actitud homosexual nacida
durante el sueño es tan intensa, que el yo del pequeño sujeto no consigue
dominarla y se defiende de ella por medio de la represión, auxiliado tan sólo
por la masculinidad narcisista del genital. Sólo para evitar interpretaciones
erróneas haremos constar que todas las tendencias narcisistas parten del yo y
permanecen en él, y que las represiones son dirigidas sobre cargas de objeto
libidinosas. Pasaremos ahora desde el proceso de la represión, cuya exposición
exhaustiva no hemos quizá logrado, al estado resultante del sueño. Si hubiera
sido realmente la masculinidad la que hubiese vencido a la homosexualidad
(femineidad) durante el proceso del sueño, tendríamos que hallar como dominante
una tendencia sexual activa de franco carácter masculino, pero no hallamos el
menor indicio de ella. Lo esencial de la organización sexual no ha sufrido
cambio alguno, y la fase sádico-anal subsiste y continúa siendo la dominante.
La victoria de la masculinidad se muestra tan sólo en que el sujeto reacciona
con angustia a los fines sexuales pasivos de la organización predominante (masoquistas,
pero no femeninos).
No existe
ninguna tendencia sexual masculina victoriosa, sino tan sólo una tendencia
pasiva y una resistencia contra la misma. Imagino las dificultades que plantea
al lector la precisa distinción inhabitual, pero imprescindible, de
activo-masculina y pasivo-femenina, y no ahorraré, por tanto, repeticiones. El
estado posterior al sueño puede, pues, ser descrito de la siguiente forma: Las
tendencias sexuales han quedado disociadas; en lo inconsciente ha sido
alcanzado el estadio de la organización genital y se ha constituido una
homosexualidad muy intensa. Sobre ella subsiste (virtualmente en lo consciente)
la anterior tendencia sexual sádica y predominantemente masoquista, y el yo ha
cambiado por completo de actitud en cuanto a la sexualidad se halla en plena
repulsa sexual y rechaza con angustia los fines masoquistas predominantes, como
quien reaccionó a los más profundos homosexuales en la génesis de una fobia.
Así, pues, el resultado del sueño no fue tanto la victoria de una corriente
masculina como la reacción contra una corriente femenina y otra pasiva. Sería
harto forzado adscribir a esta reacción el carácter de la masculinidad, pues el
yo no integra corrientes sexuales, sino tan sólo el interés de su propia
conservación y del mantenimiento de su narcisismo.
Examinemos
ahora la fobia. Ha nacido en el nivel de la organización genital y muestra el
mecanismo, relativamente sencillo, de una histeria de angustia. El yo se
protege, por medio del desarrollo de angustia, de aquello en lo que ve un
peligro poderoso, o sea de la satisfacción homosexual. Pero el proceso de una
represión deja tras de sí una huella evidente. El objeto al que se ha enlazado
el fin sexual temido tiene que hacerse representar por otro ante la conciencia,
y de este modo lo que llega a hacerse consciente no es el miedo al padre, sino
el miedo al lobo. Pero la producción de la fobia no se satisface con este solo
contenido, pues el lobo queda sustituido tiempo después por el león. Con las
tendencias sádicas contra los animales pequeños concurre una fobia a ellos,
como representantes de los competidores del sujeto; esto es, de los hermanitos
que su madre puede darle. La génesis de la fobia a la mariposa es especialmente
interesante, constituyendo como una repetición del mecanismo que engendró en el
sueño la fobia del lobo. Un estímulo casual activa una vivencia pretérita: la
escena con Gruscha, cuya amenaza de castración se demuestra eficaz a
posteriori, en tanto que al suceder realmente no causó impresión alguna al
sujeto (#1371). Puede decirse que la
angustia que entra en la formación de estas fobias es miedo a la castración.
Esta afirmación no contradice la teoría de que la angustia surgió de la
represión de la libido homosexual.
PdP 1371
En ambas
afirmaciones aludimos al mismo proceso, en el que el yo retrae de las
tendencias optativas homosexuales un montante de libido, que queda convertido
en angustia flotante y es enlazado luego a las fobias. Sólo que en la primera
afirmación figura también el motivo que impulsa al yo. Una reflexión más
detenida nos descubre que esta primera enfermedad de nuestro paciente (dejando
aparte la anorexia) no se limita a la fobia, sino que ha de ser considerada
como una verdadera histeria, a la que, además de los síntomas de angustia,
corresponden fenómenos de conversión. Una parte de la tendencia homosexual es
conservada en el órgano correspondiente, y el intestino se conduce a partir de
este momento, e igualmente en la época ulterior, como un órgano histérico. La
homosexualidad, inconsciente y reprimida, se ha refugiado en el intestino.
Precisamente esta parte de histeria nos presta luego, en la solución de la
enfermedad ulterior, los mejores servicios. No ha de faltarnos tampoco decisión
para atacar las circunstancias, más complicadas aún, de la neurosis obsesiva.
Revisemos una vez más la situación: Tenemos una corriente sexual masoquista
predominante, otra reprimida homosexual y un yo, dominado por la repulsa
histérica. ¿Cuáles son los procesos que transforman este estado en el de la
neurosis obsesiva? La transformación no sucede espontáneamente, por evolución
interna, sino que es provocada por una influencia externa. Su resultado visible
es que la relación con el padre, la cual había hallado hasta entonces una
exteriorización en la fobia al lobo, se manifiesta ahora en una devoción
obsesiva. No podemos dejar de consignar que el proceso que se desarrolla en
este paciente nos procura una inequívoca confirmación de una de las hipótesis
incluidas en el Totem y tabú sobre la relación del animal totémico con la
divinidad (#1372). Afirmamos entonces
que la representación de la divinidad no constituía un desarrollo del totem,
sino que surgía independientemente de él y para sustituirlo de la raíz común a
ambos. El totem sería la primera sustitución del padre, y el dios, a su vez,
una sustitución posterior, en la que el padre volvía a encontrar su figura
humana. Así lo hallamos también en nuestro paciente.
PdP 1372
Atraviesa en
la fobia al lobo el estadio de la sustitución totémica del padre, que luego se
interrumpe, y es sustituido, a consecuencia de nuevas relaciones entre el
sujeto y el padre, por una fase de fervor religioso. La influencia que provoca
este cambio es la iniciación del sujeto en las doctrinas de la religión y en la Historia Sagrada ,
iniciación que alcanza los resultados educativos deseados. La organización
sexual sádico-masoquista es llevada paulatinamente a un fin; la fobia al lobo
desaparece rápidamente, y en lugar de la repulsa temerosa de la sexualidad
surge una forma más elevada del sojuzgamiento de la misma. El fervor religioso
llega a ser el poder dominante en la vida del niño. Pero estas superaciones no
son conseguidas sin lucha, la cual se exterioriza en las ideas blasfemas y
provoca una exageración obsesiva del ceremonial religioso. Prescindiendo de
estos fenómenos patológicos, podemos decir que la religión ha cumplido en este
caso cuanto le corresponde en la educación del individuo. Ha domado las
tendencias sexuales del sujeto, procurándoles una sublimación y una
localización firmísima; ha desvalorizado sus relaciones familiares, y ha puesto
fin con ello a un aislamiento peligroso, abriéndole el camino hacia la gran
colectividad humana. El niño, salvaje antes y atemorizado, se hizo así
sociable, educable y moral.
El motor
principal de la influencia religiosa fue la identificación con la figura de
Cristo, facilitada por el azar de su nacimiento en el día de Nochebuena. El
amor a su padre, cuya exageración había hecho necesaria la represión, encontró
aquí, por fin, una salida en una sublimación ideal. Siendo Cristo, podía el
sujeto amar a su padre, que era, por tanto, Dios, con un fervor que, tratándose
del padre terrenal, no hubiera encontrado descargo posible. Los caminos por los
cuales el sujeto podía testimoniar dicho amor le eran indicados por la religión
y no se adhería a ellos la conciencia de culpabilidad, inseparables de las
tendencias eróticas individuales. Si la corriente sexual más profunda,
precipitada ya como homosexualidad inconsciente, podía aún ser depurada, la
tendencia masoquista, más superficial, encontró sin grandes renunciamientos una
sublimación, incomparable en la historia de la pasión de Cristo, que para
honrar y obedecer a su divino Padre se había dejado martirizar y sacrificar. La
religión cumplió así su obra en el pequeño descarriado mediante una mezcla de
satisfacción, sublimación y apartamiento de lo sexual por medio de procesos
puramente espirituales y facilitándole, como a todo creyente, una relación con
la colectividad social.
La resistencia
inicial del sujeto contra la religión tuvo tres distintos puntos de partida. En
primer lugar, conocemos ya por otros ejemplos su característica resistencia a
toda novedad. Defendía siempre toda la posición de su libido, impulsado por el
miedo de la pérdida que había de traer consigo su abandono, y desconfiando de
la posibilidad de hallar una compensación en la nueva. Es ésta una importante
peculiaridad psicológica fundamental, de la que he tratado en mis Tres ensayos
para una teoría sexual, calificándola de capacidad de fijación. Jung ha querido
hacer de ella, bajo el nombre de «inercia» psíquica, la causa principal de
todos los fracasos de los neuróticos. Equivocadamente, a mi juicio, pues va
mucho más allá, y desempeña también un papel principalísimo en la vida de los
sujetos no neuróticos. La movilidad o la adhesividad de las cargas de energía,
libidinosas o de otro género, son caracteres propios de muchos normales y ni
siquiera de todos los neuróticos. Hasta ahora no han sido relacionados con otros,
siendo así como números primos, sólo por si mismos divisibles. Sabemos tan sólo
que la movilidad de las cargas psíquicas disminuye singularmente con la edad
del sujeto, procurándonos así una indicación sobre los límites de la influencia
psicoanalítica. Pero hay personas en las cuales esta plasticidad psíquica
traspasa los límites de edad, y en cambio otras que la pierden en edad muy
temprana. Tratándose de neuróticos, hacemos el ingrato descubrimiento de que,
dadas las condiciones aparentemente iguales, no es posible lograr en unos
modificaciones que en otros hemos conseguido fácilmente. De modo tal que al
considerar la conversión de energía psíquica debemos hacer uso del concepto de
'entropía' con no menor razón que con la energía física, lo que se opone a la
pérdida de lo que ya ha ocurrido.
Un segundo
punto de ataque le fue procurado por el hecho de que las mismas doctrinas
religiosas no tienen como base una relación unívoca con respecto a Dios Padre,
sino que se desarrollan bajo el signo de la ambivalencia que presidió su
génesis. El sujeto advirtió pronto esta ambivalencia, descubriendo en el que le
ayudó mucho la suya propia, tan desarrollada, y enlazó a ella aquellas
penetrantes críticas, que tanto nos maravilló hallar en un niño de cinco años.
Pero el factor más importante fue desde luego un tercero, a cuya acción hubimos
de atribuir los resultados patológicos de su pugna contra la religión. La
corriente que le impulsaba hacia el hombre, y que había de ser sublimada por la
religión, no estaba ya libre, sino acaparada en parte por la represión, y con
ello sustraída a la sublimación y ligada a su primitivo fin sexual. Merced a
esta conexión la parte reprimida tendía a abrirse camino hacia la parte
sublimada o a relajarla hasta sí. Las primeras cavilaciones, relativas a la
personalidad de Cristo, contenían ya la pregunta de si aquel hijo sublime podía
también satisfacer la relación sexual con el padre tal y como la misma se
conservaba en lo inconsciente del sujeto. La repulsa de esta tendencia no tuvo
otro resultado que el de hacer surgir ideas obsesivas, aparentemente blasfemas,
en las cuales se imponía el amor físico a Dios bajo la forma de una tendencia o
rebajar su personalidad divina. Una violenta pugna defensiva contra estos
productos de transacción hubo de llevar luego al sujeto a una exageración
obsesiva de todas aquellas actividades, en las cuales había de encontrar la
devoción, el amor puro a Dios: un exutorio trazado de antemano. Por último,
triunfó la religión; pero su base instintiva se demostró incomparablemente más
fuerte que la adhesividad de sus sublimaciones, pues en cuanto la vida procuró
al sujeto una nueva sustitución del padre, cuya influencia se orientó en contra
de la religión, fue ésta abandonada y sustituida por otra cosa.
Recordemos aún
la interesantísima circunstancia de que el fervor religioso surgiera bajo la
influencia de las mujeres (la madre y la niñera) y fuera, en cambio, una
influencia masculina la que liberase de él al sujeto. La génesis de la neurosis
obsesiva, sobre la base de la organización sexual sádico-anal confirma por
completo lo que en otro lugar hemos expuesto (sobre la disposición a la
neurosis obsesiva). Pero la preexistencia de una intensa histeria hace menos
transparente en este aspecto nuestro caso. Cerraremos la revisión de la
evolución sexual de nuestro paciente arrojando alguna luz sobre las
transformaciones ulteriores de la misma. Con la pubertad surgió en él la
corriente normal masculina, intensamente sexual y con el fin sexual
correspondiente a la organización genital; corriente cuyos destinos hubieron de
regir ya su vida hasta su posterior enfermedad. Esta corriente se enlazó
directamente a la escena con Gruscha, tomó de ella el carácter de un
enamoramiento obsesivo y tuvo que luchar con las inhibiciones, emanadas de los
residuos de las neurosis infantiles. El sujeto conquistó, por fin, la plena
masculinidad con una violenta irrupción hacia la mujer. En adelante conservó
este objeto sexual; pero su posesión no le regocijaba, pues una intensa inclinación
hacia el hombre, absolutamente inconsciente ahora, y que reunía en sí todas las
energías de las fases anteriores, le apartaba de continuo del objeto femenino y
le obligaba a exagerar en los intervalos su dependencia de la mujer.
Durante el
tratamiento se lamentó de que no podía resistir a las mujeres, y toda nuestra
labor tendió a descubrir su relación inconsciente con el hombre. Su infancia se
había caracterizado por la oscilación entre la actividad y la pasividad; su
pubertad, por la dura conquista de la masculinidad, y el período de su
enfermedad, por la conquista del objeto de la corriente masculina. La causa
precipitante de su enfermedad no cuenta entre los «tipos de enfermedad
neurótica» que hemos podido reunir como casos especiales de la «frustración» (#1373), y nos advierte así la existencia de
una laguna en dicha serie. El sujeto enfermó cuando una afección orgánica
genital activó su miedo a la castración, hirió su narcisismo y le obligó a
perder su confianza en una predilección personal del Destino. Enfermó, pues, a
causa de una «frustración» narcisista. Esta prepotencia de su narcisismo
armonizaba perfectamente con los demás signos de una evolución sexual inhibida,
con el hecho que su elección erótica heterosexual no concentrase en sí, a pesar
de toda su energía, más que muy pocas corrientes psíquicas, y con el de que la
actitud homosexual, mucho más cercana al narcisismo, se afirmase en él con tal
tenacidad como poder inconsciente. Naturalmente, en semejantes perturbaciones
la cura psicoanalítica no puede conseguir una transformación instantánea
equivalente al resultado de una evolución normal, sino tan sólo suprimir
obstáculos y hacer accesibles los caminos para que las influencias de la vida
puedan conseguir una evolución mejor orientada.
PdP 1373
Como
particularidades de su psiquismo, descubiertas por la cura psicoanalítica, pero
no del todo aclaradas y que, por tanto, no pudieron ser directamente influidas,
señalaremos las siguientes: la tenacidad ya mencionada de la fijación, el extraordinario
desarrollo de la inclinación a la ambivalencia y, como tercer rasgo de una
constitución que hemos de calificar de arcaica, la capacidad de mantener
yuxtapuestas y capaces de función las cargas libidinosas más heterogéneas y
contradictorias. Una constante oscilación entre las mismas, que durante mucho
tiempo pareció excluir toda solución y todo progreso, domina el cuadro
patológico de su enfermedad posterior, del cual sólo podemos dar aquí breves
detalles. Era éste, sin duda alguna, un rasgo característico de su sistema
inconsciente, que se había extendido en él hasta los procesos conscientes; pero
el sujeto lo mostraba tan sólo en los resultados de los movimientos afectivos,
pues en el terreno puramente lógico revelaba más bien una especial habilidad
para el descubrimiento de las contradicciones y las antítesis. De este modo, su
vida anímica nos hacía una impresión semejante a la que nos produce la antigua
religión egipcia, la cual nos resulta incomprensible porque conserva los
estadios evolutivos junto a los productos finales.
Terminamos
aquí lo que nos proponíamos comunicar sobre este caso patológico. Sólo dos de
los numerosos problemas que sugiere me parecen dignos de especial mención. El
primero se refiere a los elementos filogénicos congénitos, los cuales cuidan,
como «categorías» filosóficas, de la distribución de las impresiones de la vida
y son, a mi juicio, residuos de la historia de la civilización humana. El
complejo de Edipo, que comprende la relación del niño con sus padres, es el más
conocido de estos esquemas. Allí donde las vivencias no se adaptan al esquema
hereditario, se inicia una elaboración de las mismas por la fantasía, labor que
sería muy interesante perseguir individualmente. Precisamente estos casos son
muy apropiados para demostrarnos la existencia independiente del esquema.
Podemos observar con frecuencia que el esquema logra la victoria sobre la
vivencia individual, como sucede en nuestro caso cuando el padre llega a ser el
castrador y el peligro que amenaza a la sexualidad infantil, a pesar de la
existencia de un complejo de Edipo totalmente inverso. Las contradicciones
entre la vivencia y el esquema parecen procurar rico material a los conflictos
infantiles. El segundo problema se halla próximo a éste, pero es mucho más importante.
Considerando
la conducta del niño de cuatro años ante la escena primaria reactivada (#1374) y recordando las reacciones mucho más
simples del niño de año y medio, al presenciar dicha escena, no podemos
rechazar la hipótesis de la actuación de una especie de conocimiento previo,
difícilmente determinable, semejante a una preparación a la comprensión (#1375). Es totalmente imposible imaginar en
qué puede consistir este factor, y lo único que podemos hacer es compararlo al
más amplio conocimiento instintivo de los animales. Si en el hombre existiera
también un tal patrimonio instintivo, no tendríamos por qué asombrarnos de que
se refiera especialmente a los procesos de la vida sexual, aunque claro está
que no habría de limitarse a ellos. Este elemento instintivo sería el nódulo de
lo inconsciente, una actividad mental primitiva destronada y sustituida por la
razón humana posteriormente adquirida; pero que conservaría muchas veces, y
quizá en todos los casos, el poder de rebajar hasta su nivel procesos anímicos
más elevados. La represión sería el retorno a este estadio instintivo; el
hombre pagaría con su capacidad para la neurosis aquella magna adquisición y
testimoniaría con la posibilidad de las neurosis, de la existencia del grado
primitivo anterior instintivo. La importancia de los tempranos sueños
infantiles reposaría en que procurarían a este inconsciente una materia que le
protegería de ser suprimido por la evolución posterior.
PdP 1374
PdP 1375
Sé que estas
hipótesis que acentúan el factor hereditario, filogénicamente adquirido, de la
vida anímica han sido ya repetidamente propuestas e incluso que existiera
cierta tendencia a concederles un lugar en la investigación psicoanalítica. Por
mi parte, sólo me parecen admisibles en el momento en que el psicoanálisis
llega a las huellas de lo hereditario después de haber penetrado a través de
los estratos de lo individualmente adquirido.
Adición de
1923: «Reuniremos aquí la cronología de los sucesos mencionados en este
historial:
-El sujeto nace el día de Nochebuena.
-Al año y medio: Malaria. Observación del coito de
los padres o de aquella escena inocente en la que se hallaban juntos, y en la
que el sujeto integró más tarde la fantasía del coito.
-Poco antes de los dos años y medio: Escena con
Gruscha.
-A los dos años y medio: Recuerdo encubridor de la
partida de los padres con la hermana. Le muestra sólo con la chacha y niega así
a Gruscha y a la hermana.
-Antes de los tres años y tres meses: Lamentación de
la madre ante el médico.
-A los tres años y tres meses: Comienzo de la
seducción por su hermana y, poco después, amenaza de castración por parte de la
chacha.
-A los tres años y medio: La institutriz inglesa.
Comienzo de la alteración del carácter.
-A los cuatro años: Sueño de los lobos. Génesis de la
fobia.
-A los cuatro años y medio: Influencia de la Historia Sagrada.
Aparición de los síntomas obsesivos.
-Poco antes de los cinco años: Alucinación de la
mutilación del dedo. -A los cinco años: Partida de la primera finca.
-Después de los seis años: Visita al padre enfermo.
-A los ocho y a los diez años: Ultimas explosiones de
la neurosis obsesiva.
-[A los diecisiete años: Crisis precipitada por la
gonorrea.]
-[A los veintitrés años: Comienzo del tratamiento
(Febrero 1910).] -[Término del tratamiento, Julio 1914.]
-[Segundo tratamiento, Noviembre 1919 a Febrero 1920.]
-[Tercer tratamiento con la Doctora Ruth Mack
Brunswick, Octubre 1926 a
Febrero 1927.] (*388)
Nota 388
Mi exposición
habrá revelado al lector que el paciente era de nacionalidad rusa. Le di de
alta, completamente curado a mi juicio, pocas semanas antes de la inesperada
explosión de la guerra mundial, y no volví a verle hasta que azares de la
guerra abrieron a las potencias centrales el acceso a la Rusia meridional. Vino
entonces a Viena y me informó de que inmediatamente después del término de la
cura había surgido en él un impulso a libertarse de la influencia del médico.
En unos cuantos meses de labor conseguimos luego dominar un último fragmento de
la transferencia, no superado aún. Desde entonces, el paciente, que había
perdido en la guerra su patria, su fortuna y toda relación con sus familiares,
se ha sentido normal y se ha conducido irreprochablemente. Es muy posible que
su misma desgracia haya contribuido a afirmar su restablecimiento,
satisfaciendo su sentimiento de culpabilidad.»
(*389)
Nota 389