domingo, 20 de agosto de 2017

psicoanálisis para la educación, la medicina, la psicología, la sociología la estética, el arte...

LXXV MÚLTIPLE INTERÉS DEL PSICOANÁLISIS (*) 1913 Sigmund Freud (Obras completas) 

CAPÍTULO I Interés  del psicoanálisis  para la medicina

EL psicoanálisis es un procedimiento médico que aspira a la curación de ciertas formas de la nerviosidad (neurosis). En un trabajo publicado en 1910 hube ya de describir la evolución del psicoanálisis desde su punto de partida en el método catártico, de J. Breuer, y sus relaciones con las teorías de Charcot y P. Janet [*]. Como ejemplos de las formas patológicas accesibles al psicoanálisis pueden ser citadas las convulsiones e inhibiciones de la histeria y los diversos síntomas de la neurosis obsesiva (actos e ideas obsesivas). Trátase de estados que desaparecen a veces espontáneamente y responden de un modo caprichoso, hasta ahora inexplicado, a la influencia personal del médico. En las formas graves de las perturbaciones mentales propiamente dichas no alcanza el psicoanálisis resultado positivo alguno. Pero tanto en las psicosis como en las neurosis nos facilita por vez primera en la historia de la Medicina una visión de los orígenes y el mecanismo de estas enfermedades. Esta importancia médica del psicoanálisis no justificaría la tentativa de presentarla en un círculo de hombres de estudio interesados por la síntesis de las ciencias, y mucho menos cuando tal empresa habría de parecer prematura mientras una gran parte de los psiquiatras y neurólogos continúe mostrándose opuesto al nuevo método terapéutico y rechace tanto sus hipótesis como sus resultados. Si, no obstante, considero legítima esta tentativa es porque el psicoanálisis aspira a interesar a hombres de ciencia distintos de los psiquiatras, pues se extiende a otros varios sectores científicos diferentes y establece entre ellos y la patología de la vida psíquica relaciones insospechadas. Dejaré, pues, a un lado, por ahora, el interés médico del psicoanálisis y trataré de demostrar, con una serie de ejemplos, mis anteriores asertos sobre nuestra joven ciencia. Tanto en el hombre normal como en los enfermos tropezamos con una serie de expresiones mímicas y verbales y con numerosos productos mentales que no han llegado a ser hasta ahora objeto de la Psicología por haberlos considerado meramente como resultados de una perturbación orgánica o de una disminución anormal de la capacidad funcional del aparato anímico. Me refiero a las funciones fallidas (equivocaciones orales o en la escritura, olvidos, etc), a los actos casuales y a los sueños de los normales y a los ataques convulsivos, delirios, visiones, ideas y actos obsesivos de los neuróticos. Estos fenómenos -en cuanto no han pasado, como las funciones fallidas, totalmente inadvertidos- se ha venido adscribiendo a la Patología, esforzándose en hallarles explicaciones fisiológicas que jamás han resultado satisfactorias. El psicoanálisis ha demostrado, en cambio, que todos estos fenómenos pueden ser explicados e integrados en el conjunto conocido del suceder psíquico por medio de hipótesis de naturaleza puramente psicológica. Nuestra disciplina ha restringido así el radio de acción de la Fisiología, conquistando, en cambio, para la Psicología una parte considerable de la Patología. La máxima fuerza probatoria corresponde aquí a los fenómenos normales, sin que pueda acusarse al psicoanálisis de transferir a lo normal conocimientos extraídos del material patológico, pues aporta sus pruebas independientemente unas de otras en cada uno de dichos sectores y muestran así que los procesos normales y los llamados patológicos siguen las mismas reglas. De los fenómenos normales a que nos venimos refiriendo, esto es, de los observables en hombres normales, dedicaremos atención preferente a dos: las funciones fallidas y los sueños. Las funciones fallidas, o sea el olvido ocasional de palabras y nombres, el de propósitos, las equivocaciones orales en la lectura y la escritura, el extravío de objetos, la pérdida definitiva de los mismos, determinados errores contrarios a nuestro mejor conocimiento, algunos gestos y movimientos habituales, todo esto que reunimos bajo el nombre común de funciones fallidas del hombre sano y normal ha sido, en general, muy poco atendido por la Psicología, atribuyéndose a la «distracción» y considerándose derivado de la fatiga, de la falta de atención o de un afecto accesorio de ciertos leves estados patológicos. La investigación analítica ha demostrado con suficiente certeza que tales factores últimamente citados constituyen, todo lo más, circunstancias favorables a la producción de los fenómenos de referencia, pero nunca condiciones indispensables de la misma. Las funciones fallidas son verdaderos fenómenos psíquicos y entrañan siempre un sentido y una tendencia, constituyendo la expresión de determinadas intenciones, que a consecuencia de la situación psicológica dada no encuentran otro medio de exteriorizarse. Tal situación, es, por lo general, la correspondiente a un conflicto psíquico y en ella queda privada de expresión directa y derivada por caminos indirectos la tendencia vencida. El individuo que comete el acto fallido puede darse cuenta de él y puede conocer separadamente la tendencia reprimida que en su fondo existe, pero ignora, en cambio, casi siempre y hasta que el análisis se lo revela, la relación causal existente entre la tendencia y el acto. Los análisis de las funciones fallidas son, muchas veces, fáciles y rápidos. Una vez advertido el fallo por el sujeto, su primera ocurrencia suele traer consigo la explicación buscada. Los actos fallidos constituyen el material más cómodo para confirmar las hipótesis psicoanalíticas. En un trabajo que data de 1904 he reunido numerosos ejemplos de este orden, con su interpretación correspondiente, colección que ha sido luego aumentada por las aportaciones de otros observadores. El motivo que más frecuentemente nos mueve a reprimir una intención, obligándola así a contentarse con hallar expresión indirecta en un acto fallido, es la evitación de displacer. De este modo olvidamos tenazmente un nombre propio cuando abrigamos hacia la persona a quien corresponde un secreto enfado o dejamos de realizar propósitos que sólo a disgusto hubiéramos llevado a cabo, forzados, por ejemplo, por las conveniencias sociales. Perdemos un objeto cuando nos hemos enemistado con la persona a quien nos recuerda o que nos lo ha regalado. Tomamos un tren equivocado cuando emprendemos el viaje a disgusto y hubiéramos querido permanecer en donde estábamos a trasladarnos a lugar distinto. Donde más claramente se nos muestra la evitación de displacer como causa de estos fallos funcionales es en el olvido de impresiones y experiencias, circunstancia observada ya por autores preanalíticos. La memoria es harto parcial y presenta una gran disposición a excluir de la reproducción aquellas impresiones a las que va unido un afecto penoso, aunque no siempre lo consiga. En otros casos el análisis de un acto fallido resulta menos sencillo y conduce a soluciones menos transparentes a causa de la intervención de un proceso, al que damos el nombre de desplazamiento. Así, cuando olvidamos el nombre de una persona contra la cual nada tenemos, el análisis nos hace ver que dicho nombre ha despertado asociativamente el recuerdo de otra persona de nombre igual o semejante que nos inspira disgusto. El olvido del nombre de la persona inocente ha sido consecuencia de tal relación, resultando así que la intención de olvidar ha sufrido una especie de desplazamiento a lo largo de un determinado camino asociativo. La intención de evitar displacer no es la única causa de los actos fallidos. El análisis descubre en muchos casos otras tendencias que, habiendo sido reprimidas en la situación correspondiente, han tenido que manifestarse como perturbaciones de una función. Así, las equivocaciones orales delatan muchas veces pensamientos que el sujeto quería mantener ocultos a su interlocutor. Varios grandes poetas han comprendido este sentido de tales equivocaciones y las han empleado en sus obras. La pérdida de objetos valiosos resulta ser muchas veces un sacrificio, encaminado a alejar una desgracia temida, no siendo ésta la única superstición que aún se impone a los hombres cultos bajo la forma de un acto fallido. El extravío temporal de objetos no es, por lo común, sino la realización inconsciente del deseo de verlos desaparecer, y su rotura, la de sustituirlos por otros mejores. La explicación psicoanalítica de las funciones fallidas trae consigo, no obstante la insignificancia de esos fenómenos, cierta modificación de nuestra concepción del mundo. Hallamos, además, que el hombre normal aparece movido por tendencias contradictorias con mucha mayor frecuencia de lo que sospechábamos. El número de acontecimientos a los que damos el nombre de «casuales» queda considerablemente limitado. En cierto modo resulta consolador pensar que la pérdida de objetos no constituye casi nunca una casualidad, y que nuestra torpeza no es muchas veces sino un disfraz de intenciones ocultas. Mucha mayor importancia entraña el descubrimiento analítico de una participación inconfesada de la propia voluntad del sujeto en numerosos accidentes graves, que de otro modo hubieran sido adscritos a la casualidad. Este hallazgo del psicoanálisis viene a hacer aún más espinosa la diferenciación entre la muerte por accidente casual y el suicidio, tan difícil ya en la práctica. La explicación de los actos fallidos presenta, desde luego, un innegable valor teórico por la sencillez de la solución y la frecuencia de tales fenómenos en el hombre normal. Pero como el resultado del psicoanálisis no es comparable en importancia al obtenido en la aplicación de la misma a otro fenómeno distinto de la vida anímica de los hombres sanos. Me refiero a la interpretación de los sueños con la cual comienza el psicoanálisis a situarse enfrente de la ciencia oficial.
 La investigación médica considera los sueños como un fenómeno puramente somático, desprovisto de todo sentido y significación, no viendo en ello sino la reacción del órgano anímico, dormido a estímulos somáticos, que le fuerzan a despertar parcialmente. El psicoanálisis, superando la singularidad, la incoherencia y el absurdo del fenómeno onírico lo eleva a la categoría de un acto psíquico que posee sentido e intención propios y ocupa un lugar en la vida anímica del individuo. Para ella, los estímulos somáticos no son sino uno de los materiales que la formación de los sueños elabora. Entre estas dos concepciones de los sueños no hay acuerdo posible. En contra de la concepción fisiológica, testimonia su infertilidad. A favor del psicoanálisis puede aducirse el haber traducido con pleno sentido y aplicado al descubrimiento de la más íntima vida anímica del hombre millares de sueños. En un trabajo publicado en 1900 he tratado el importantísimo tema de la interpretación de los sueños, teniendo luego la satisfacción de comprobar que casi todos mis colaboradores en la investigación psicoanalítica han confirmado y propulsado, con sus propias aportaciones, las teorías por mí iniciadas en el mismo. Hoy en día se reconoce unánimemente que la interpretación de los sueños es la piedra angular de la labor psicoanalítica y que sus resultados constituyen la más importante aportación del psicoanálisis a la Psicología. No me es posible exponer aquí la técnica por medio de la cual se llega a la interpretación de los sueños, ni tampoco fundamentar los resultados a los que ha conducido la elaboración psicoanalítica de los mismos. Habré, pues, de limitarme a señalar algunos nuevos conceptos, comunicar los resultados analíticos y acentuar su importancia para la psicología normal. Así, pues, el psicoanálisis nos enseña lo siguiente: Todo sueño posee un sentido; su singularidad procede de las deformaciones que ha sufrido la expresión del mismo; su absurdo es intencionado y expresa la burla, el insulto y la contradicción; su incoherencia es diferente para la interpretación. Lo que del sueño recordamos al despertar no es sino su contenido manifiesto. Aplicando a este contenido manifiesto la técnica interpretadora, llegamos a las ideas latentes que se esconden detrás de él, confiándole su representación. Estas ideas latentes no son ya singulares, incoherentes ni absurdas, sino elementos plenamente significativos de nuestro pensamiento despierto. El proceso que ha transformado las ideas latentes del sueño en el contenido manifiesto del mismo es designado por nosotros con el nombre de elaboración del sueño, y es el que lleva a cabo la deformación, a consecuencia de la cual no reconocemos ya en el contenido del sueño las ideas del mismo. La elaboración onírica es un proceso de un orden desconocido antes en Psicología y presenta un doble interés. En primer lugar nos descubre procesos nuevos tales como la condensación (de representaciones) y el desplazamiento (del acento psíquico desde una representación a otra), que no hemos hallado en el pensamiento despierto o sólo como base de los llamados errores mentales. Pero, además, nos permite adivinar en la vida anímica un dinamismo cuya acción permanecía oculta a nuestra percepción consciente. Advertimos que existe en nosotros una censura, una instancia examinadora que decide si una representación emergente debe o no llegar a la consciencia, y excluye inexorablemente, dentro de su radio de acción, todo lo que puede producir displacer o despertarlo de nuevo. Recordaremos que tanto esta tendencia a evitar el displacer provocado por el recuerdo como de los conflictos surgidos entre las tendencias de la vida anímica encontramos ya indicios en el análisis de las funciones fallidas. El estudio de la elaboración de los sueños nos impone una concepción de la vida psíquica que parece resolver las cuestiones más discutidas de la Psicología. La elaboración onírica nos obliga a suponer la existencia de una actividad psíquica inconsciente más amplia e importante que la enlazada a la consciencia, y ya conocida y explorada. (Sobre este punto retornaremos al ocuparnos del interés filosófico del psicoanálisis.) Asimismo nos permite llevar a cabo una articulación del aparato psíquico en varias instancias o sistemas, y demuestra que en el sistema de la actividad anímica inconsciente se desarrollan procesos de naturaleza muy distintos a la de los que son percibidos en la consciencia. La función de la elaboración onírica no es sino la de mantener el estado de reposo. «El sueño (fenómeno onírico) es el guardián del estado de reposo.» Por su parte, las ideas del sueño pueden hallarse al servicio de las más diversas funciones anímicas. La elaboración onírica cumple su cometido, representando realizado, en forma alucinatoria, un deseo emergente de las ideas del sueño. Puede decirse sin temores que el estudio psicoanalítico de los sueños ha procurado la primera visión de una psicología abismal o psicología de lo inconsciente no sospechada hasta ahora. La psicología normal habrá, pues, de sufrir modificaciones fundamentales para armonizarse con estos nuevos conocimientos. No nos es posible llevar a cabo, dentro de los límites de este trabajo, una exposición completa del interés psicológico de la interpretación de los sueños. Dejando bien afirmado que los sueños son un fenómeno pleno de sentido, y como tal objeto de la Psicología, pasaremos a ocuparnos de los descubrimientos aportados a la Psicología por el psicoanálisis en el terreno patológico. Si las novedades psicológicas deducidas del estudio de los sueños y de las funciones fallidas poseen existencia y valores reales, habrán de ayudarnos a la explicación de otros fenómenos. Así sucede, en efecto, y el psicoanálisis ha demostrado que las hipótesis de la actividad anímica inconsciente, la censura y la represión, la deformación y la producción de sustitutivos, deducidas del análisis de aquellos fenómenos normales, nos facilitan por vez primera la comprensión de toda una serie de fenómenos patológicos, proporcionándonos, por decirlo así, la clave de todos los enigmas de la psicología de las neurosis. Los sueños se constituyen de este modo en prototipo normal de todos los productos psicopatológicos y su comprensión nos descubre los mecanismos psíquicos de las neurosis y psicosis. Partiendo de sus investigaciones sobre los sueños ha podido edificar el psicoanálisis una psicología de las neurosis, que una continuada labor va haciendo cada vez más completa. Para la demostración aquí intentada del interés psicológico de nuestra disciplina, sólo precisamos tratar con cierta amplitud dos puntos de aquel magno conjunto: la demostración de que muchos fenómenos de la Patología que se creía deber explicar fisiológicamente son actos psíquicos, y la de que los procesos que producen los resultados anormales pueden ser atribuidos a fuerzas motoras psíquicas. Aclaremos la primera de estas afirmaciones con algunos ejemplos. Los ataques histéricos han sido reconocidos, hace ya mucho tiempo, como signos de una elevada excitación emotiva y equiparados a las explosiones de afecto. Charcot intentó encerrar la diversidad de sus formas en fórmulas descriptivas. J. Janet descubrió la representación inconsciente que actúa detrás de estos ataques. El psicoanálisis ha visto en ellos representaciones mímicas de escenas vividas o fantaseadas que ocupan la imaginación del enfermo sin que el mismo tenga consciencia de ellas. El sentido de tales pantomimas queda velado a los ojos del espectador por medio de condensaciones y deformaciones de los actos representados. Este punto de vista resulta aplicable a todos los demás síntomas típicos de los enfermos histéricos. Todos ellos son, en efecto, representaciones mímicas o alucinatorias, de fantasías que dominan inconscientemente su vida emotiva, y significan una satisfacción de secretos deseos reprimidos. 
El carácter atormentador de estos síntomas procede del conflicto interior provocado en la vida anímica de tales enfermos por la necesidad de combatir dichos impulsos optativos inconscientes. En otra afección neurótica -la neurosis obsesiva- quedan sujetos los pacientes a la penosa ejecución de un ceremonial sin sentido aparente, constituido por la repetición de actos totalmente indiferentes, tales como los de lavarse o vestirse, la obediencia a preceptos insensatos o la observación de misteriosas inhibiciones. Para la labor psicoanalítica constituyó un triunfo llegar a demostrar que todos estos actos obsesivos, hasta los más insignificantes, poseen pleno sentido y reflejan por medio de un material indiferente los conflictos de la vida, la lucha entre las tentaciones y las coerciones morales, el mismo deseo rechazado y los castigos y penitencias con los que se quiere compensar. En otra distinta forma de la misma enfermedad padece el sujeto ideas penosas, representaciones obsesivas cuyo contenido se le impone imperiosamente, acompañadas de afectos cuya naturaleza e intensidad no corresponden casi nunca al contenido de las ideas obsesivas. La investigación analítica ha demostrado aquí que tales afectos se hallan perfectamente justificados, correspondiendo a reproches basados, por lo menos, en una realidad psíquica. Pero las ideas adscritas a dichos afectos no son ya las primitivas, sino otras distintas, enlazadas a ellos por un desplazamiento (sustitución) de algo reprimido. La reducción de estos desplazamientos abre el camino hasta el conocimiento de las ideas reprimidas y nos demuestra que el enlace del afecto y la representación es perfectamente adecuado. En otra afección nerviosa, la incurable demencia precoz (parafrenia, esquizofrenia), en la cual los enfermos muestran una absoluta indiferencia, hallamos frecuentemente como únicos actos ciertos movimientos y gestos, uniformemente repetidos, a los que se ha dado el nombre de «estereotipias». La investigación analítica de tales actos (llevada a cabo por C. G. Jung) ha permitido reconocer en ellos residuos de actos mímicos plenos de sentido, por medio de los cuales se creaban antes una expresión los impulsos optativos que dominaban al sujeto. La aplicación de las hipótesis analíticas a los discursos más absurdos y a las actitudes y gestos más singulares de estos enfermos ha permitido su comprensión y su integración en la vida anímica conjunta del sujeto. Análogamente sucede con los delirios, alucinaciones y sistemas delirantes de otros diversos enfermos mentales. Allí donde parecía reinar la más singular arbitrariedad ha descubierto la labor psicoanalítica una norma, un orden y una coherencia. Las más diversas formas patológicas psíquicas han sido reconocidas como resultados de procesos idénticos en el fondo, susceptibles de ser aprehendidos y descritos por medio de conceptos psicológicos. En todas partes hallamos la actuación del conflicto psíquico descubierto en la elaboración de los sueños: la represión de determinados impulsos instintivos, rechazados a lo inconsciente por otras fuerzas psíquicas; los productos reactivos de las fuerzas represoras y los productos sustitutivos de las fuerzas reprimidas, pero no despojadas totalmente de su energía. Por todas partes también encontramos en estos procesos aquellos otros -la condensación y el desplazamiento- que nos fueron dados a conocer por el estudio de los sueños. La diversidad de las formas patológicas observadas en la clínica de Psiquiatría depende de otros dos factores: de la multiplicidad de los mecanismos psíquicos de que dispone la labor de la represión y de la multiplicidad de las disposiciones histórico-evolutivas que permiten a los impulsos reprimidos llegar a constituirse en productos sustitutivos. Una buena mitad de la labor psiquiátrica es encomendada por el psicoanálisis a la Psicología. Pero constituirá un grave error suponer que el análisis aspira a una concepción puramente psicológica de las perturbaciones anímicas. No puede desconocer que la otra mitad de la labor psiquiátrica tiene por contenido la influencia de factores orgánicos (mecánicos, tóxicos, infecciosos) sobre el aparato anímico. En la etiología de los trastornos psíquicos no admite, ni aun para los más leves, como lo son las neurosis, un origen puramente psicógeno, sino que busca su motivación en la influenciación de la vida anímica por un elemento indudablemente orgánico, del que más adelante trataremos. Los resultados psicoanalíticos, susceptibles de alcanzar una importante significación para la Psicología general, son demasiado numerosos para que podamos detallarlos en este breve trabajo. Unicamente citaremos, sin detenernos en su examen, dos puntos determinados: el modo inequívoco en que el psicoanálisis reclama para los procesos afectivos la primacía en la vida anímica y su demostración de que en el hombre normal se da, lo mismo que en el enfermo, una insospechada perturbación y obnubilación afectiva del intelecto. CAPÍTULO II El interés del psicoanálisis para las ciencias no psicológicas. A) Interés filológico. Al postular el interés filológico del psicoanálisis voy seguramente más allá de la significación usual de la palabra «Filología», o sea «ciencia del lenguaje», pues bajo el concepto de lenguaje no me refiero tan sólo a la expresión del pensamiento en palabras, sino también al lenguaje de los gestos y a todas las demás formas de expresión de la actividad anímica, como, por ejemplo, la escritura. Ha de tenerse en cuenta que las interpretaciones del psicoanálisis son, en primer lugar, traducciones de una forma expresiva extraña a nosotros a otra familiar a nuestro pensamiento. Cuando interpretamos un sueño no hacemos sino traducir del «lenguaje del sueño» al de nuestra vida despierta un cierto contenido mental (las ideas latentes del sueño). Al efectuar esta labor aprenderemos a conocer las peculiaridades de aquel lenguaje onírico, y experimentamos la impresión de que pertenece a un sistema de expresión altamente arcaico. Así, se observa que la negación no encuentra jamás en él una expresión especial directa, y que un mismo elemento sirve de representación a ideas antitéticas. O dicho de otro modo: en el lenguaje de los sueños los conceptos son todavía ambivalentes; reúnen en sí significaciones opuestas, condición que, según las hipótesis de los filólogos, presentaban también las más antiguas raíces de las lenguas históricas. Otro carácter singular de nuestro lenguaje onírico es el frecuentísimo empleo de símbolos, circunstancia que permite en una cierta medida una traducción del contenido del sueño, sin el auxilio de las asociaciones individuales. La esencia de estos símbolos no ha sido aún totalmente aprehendida por la investigación; trátase de sustituciones y comparaciones, basadas en analogías claramente visibles en algunos casos, mientras que en otros escapa por completo a nuestra percepción consciente el eventual tertium comparationis. Estos últimos símbolos serían precisamente los que habrían de proceder de las fases más primitivas del desarrollo del lenguaje y de la formación de conceptos. En el sueño son predominantemente los órganos y las funciones sexuales lo que experimenta una representación simbólica en vez de directa. El filólogo Hans Sperber, de Upsala, ha intentado probar en un reciente trabajo que aquellas palabras que designaban primitivamente actividades sexuales han experimentado, merced a tales procesos comparativos, numerosos cambios de sentido. Teniendo en cuenta que los medios de representación del sueño son principalmente imágenes visuales y no palabras, habremos de equipararlo más adecuadamente a un sistema de escritura que a un lenguaje. En realidad, la interpretación de un sueño es una labor totalmente análoga a la de descifrar una antigua escritura figurada, como la de los jeroglíficos egipcios. En ambos casos hallamos elementos no destinados a la interpretación, o respectivamente, a la lectura, sino a facilitar, en calidad de determinativos, la comprensión de otros elementos. La múltiple significación de diversos elementos del sueño encuentran también su reflejo en estos antiguos sistemas gráficos, lo mismo que la omisión de ciertas relaciones que en uno y otro caso han de ser deducidas del contexto. Si una tal concepción de la representación del sueño no ha sido aún ampliamente desarrollada, ha sido tan sólo porque el psicoanalista carece de aquellos conocimientos que el filólogo podría aplicar a un tema como el de los sueños. Puede decirse que el lenguaje de los sueños es la forma expresiva de la actividad anímica inconsciente; pero lo inconsciente habla más de un solo dialecto. Entre las variadas condiciones psicológicas que caracterizan y diferencian entre sí las distintas formas de neurosis, hallamos también constantes cambios de la expresión de los impulsos anímicos inconscientes. Mientras que el lenguaje anímico de la histeria coincide por completo con el lenguaje figurado de los sueños, las visiones, etc., tropezamos, en cambio, con productos idiomáticos especiales para el lenguaje ideológico de la neurosis obsesiva y de las parafrenias (demencia precoz y paranoia), productos que en toda una serie de casos podemos ya comprender y relacionar entre sí. Aquello que una histérica representa por medio de vómitos se exteriorizará en las enfermas de neurosis obsesivas por medio de penosas medidas preventivas contra la infección y en las parafrénicas por medio de la acusación o la sospecha de que se trata de envenenarlas. Lo que así encuentra tan diversa expresión no es sino el deseo reprimido y rechazado a lo inconsciente de engendrar en su seno un hijo, o, correlativamente, la defensa de la paciente contra tal deseo. 

B) Interés filosófico. 

En cuanto la Filosofía tiene como base la Psicología, habrá de atender ampliamente a las aportaciones psicoanalíticas a dicha ciencia y reaccionar a este nuevo incremento de nuestros conocimientos como viene reaccionando a todos los progresos importantes de las ciencias especiales. 
El descubrimiento de las actividades anímicas inconscientes ha de obligar muy especialmente a la Filosofía a tomar su partido, y en caso de inclinarse del lado del psicoanálisis, a modificar sus hipótesis sobre la relación entre lo psíquico y lo físico, hasta que correspondan a los nuevos descubrimientos. Los filósofos se han ocupado, desde luego, repetidamente del problema de lo inconsciente, pero adoptando, en general -salvo contadas excepciones-, una de las dos posiciones siguientes: o han considerado lo inconsciente como algo místico, inaprehensible e indemostrable, cuya relación con lo anímico permanecía en la oscuridad, o han identificado lo psíquico con lo consciente, deduciendo luego de esta definición que algo que era inconsciente no podía ser psíquico ni, por tanto, objeto de la Psicología. 
Estas actitudes proceden de haber enjuiciado los filósofos lo inconsciente sin conocer antes los fenómenos en la actividad anímica inconsciente y, en consecuencia, sin sospechar su extraordinaria afinidad con los fenómenos conscientes, ni los caracteres que de ellos los diferencian. 
Si después de adquirir un tal conocimiento de los fenómenos inconscientes mantiene aún alguien la identificación de lo consciente con lo psíquico, y niega, por tanto, a lo inconsciente todo carácter anímico, no habremos ya de objetarle sino que tal diferenciación no tiene nada de práctica, toda vez que, partiendo de su íntima relación con lo consciente, resulta fácil describir lo inconsciente y seguir sus desarrollos, cosa imposible de conseguir, por lo menos hasta ahora, partiendo del proceso físico.
 Lo inconsciente debe, pues, permanecer siendo considerado como objeto de la Psicología. Todavía existe otro aspecto desde el cual puede la Filosofía recibir el impulso del psicoanálisis, y es pasando a ser objeto de la misma. Los sistemas y teorías filosóficas son obra de un limitado número de personas de individualidad sobresaliente, y la Filosofía es la disciplina en la que mayor papel desempeña la personalidad del hombre de ciencia. Ahora bien: el psicoanálisis nos permite dar una psicografía de la personalidad (véase luego su interés sociológico). 
Nos enseña a conocer las unidades afectivas -los complejos dependientes de los instintos- que hemos de presuponer en todo individuo, y nos inicia en el estudio de las transformaciones y los resultados finales generados por estas fuerzas instintivas. Descubre las relaciones existentes entre las disposiciones constitucionales de la persona, sus destinos y los rendimientos que puede alcanzar merced a dotes especiales. Ante la obra artística le es posible adivinar, con más o menos seguridad, la personalidad que tras de ella se esconde, y de este modo puede descubrir la motivación subjetiva e individual de las teorías filosóficas, surgidas de una labor lógica imparcial, y señalar a la crítica los puntos débiles del sistema. Esta crítica no es ya cometido del psicoanálisis, pues, naturalmente, la determinación psicológica de una teoría no excluye su corrección científica. 

C) Interés biológico.
 El psicoanálisis no ha tenido, como otras ciencias modernas, la suerte de ser acogida con un esperanzado interés por parte de aquellos a quienes preocupan los progresos del conocimiento. Durante mucho tiempo se le negó toda atención, y cuando no fue ya posible desoírla, los que se habían tomado el trabajo de someterla a un detenido enjuiciamiento la hicieron objeto de una violenta hostilidad dependiente de razones afectivas. La causa de tan contraria acogida ha sido el descubrimiento hecho por nuestra disciplina en sus primeros objetos de investigación de que las enfermedades nerviosas eran la expresión de un trastorno de la función sexual, descubrimiento que la condujo a consagrarse a investigar dicha función, tanto tiempo desatendida. Ahora bien: cualquiera que se mantenga fiel al principio de que los juicios científicos no deben sufrir la influencia de las actitudes afectivas, habrá de reconocer a esta orientación investigadora del psicoanálisis un alto interés biológico, viendo en las resistencias a ella opuestas una nueva prueba de sus afirmaciones.
El psicoanálisis ha hecho justicia a la función sexual humana, investigando minuciosamente su extraordinaria importancia para la vida anímica y práctica, importancia señalada ya por muchos poetas y algunos filósofos, pero jamás reconocida por la ciencia. Tal investigación exigía como premisa una ampliación del concepto de la sexualidad, indebidamente restringido, justificada por determinadas transgresiones sexuales (las llamadas perversiones) y por la conducta del niño. Se demostró imposible seguir afirmando la asexualidad de la infancia hasta la repentina eclosión de los impulsos sexuales en la época de la pubertad. Una observación imparcial y libre de prejuicios probó, por el contrario, sin dificultad que el sujeto humano infantil entraña intereses y actividades sexuales en todos los períodos de esta época de su existencia y desde el principio de la misma. La importancia de esta sexualidad infantil no queda disminuida por el hecho de no ser posible trazar con plena seguridad su contorno, diferenciándola en todos sus puntos de la actividad asexual del niño. Ha de tenerse en cuenta que se trata de algo muy distinto de la sexualidad llamada «normal» del adulto. Su contenido entraña los gérmenes de todas aquellas actividades sexuales que oponemos luego en calidad de perversiones a la vida sexual normal, pareciéndonos incomprensibles y viciosas. De la sexualidad infantil surge la norma del adulto a través de una serie de procesos evolutivos, asociaciones, disociaciones y represiones que jamás se desarrollan de un modo idealmente perfecto y dejan tras de sí, a consecuencia de tal imperfección, disposiciones a una represión de la función de estados patológicos. 

La sexualidad infantil posee otras dos cualidades muy interesantes biológicamente. Se muestra compuesta por una serie de instintos parciales ligados a determinadas regiones del soma -zonas erógenas-, algunas de las cuales sur gen desde un principio, formando pares antitéticos, esto es, como instintos con fin activo y pasivo. Del mismo modo que en los posteriores estados de apetencia sexual no son meramente los órganos sexuales de la persona amada, sino todo su cuerpo, lo que se constituye en objeto sexual, resultan ser en el niño punto de origen de excitación sexual y de producción de placer sexual ante un estímulo adecuado, no sólo los genitales, sino también otras distintas partes del soma. Estrechamente enlazado a éste, hallamos el segundo carácter peculiar de la sexualidad infantil -su ligazón inicial a las funciones encaminadas a la conservación tales como la ingestión de alimentos, la excreción, y, probablemente también, la inervación muscular y la actividad sensorial-. 
Al estudiar con auxilio del psicoanálisis la sexualidad del adulto y observar a la luz de los conocimientos así adquiridos la vida del niño, no se nos muestra ya la sexualidad como una función encaminada tan sólo a la reproducción y equivalente a las funciones digestivas, respiratorias, etc., sino como algo mucho más independiente, opuesto más bien a todas las demás actividades del individuo y que sólo por una complicada evolución, muy rica en restricciones, es forzada a entrar en la liga de la economía individual. El caso, teóricamente muy posible, de que los intereses de estas tendencias sexuales no coincidan con los de la conservación individual, aparece realizado en el grupo patológico de las neurosis, pues la última fórmula en que el psicoanálisis ha concretado la esencia de las neurosis afirma que el conflicto original del que surgen las neurosis es el nacido entre los instintos mantenedores del yo y los instintos sexuales.
 Las neurosis corresponden a un vencimiento más o menos parcial del yo por la sexualidad, después de haber fracasado al yo su tentativa de dominar la sexualidad. Durante nuestra labor psicoanalítica hemos creído necesario mantenernos alejados de los puntos de vista biológicos y no utilizarlos tampoco para fines heurísticos, con el fin de evitar errores en la apreciación imparcial de los resultados analíticos. Pero una vez terminada dicha labor, habremos de buscar su confirmación biológica, y nos satisface verla conseguida en varios puntos esenciales. La antítesis entre los instintos del yo y el instinto sexual, a la que hubimos de referir la génesis de las neurosis, se prolonga al terreno biológico, como antítesis entre los instintos encaminados a la conservación del individuo y otros puestos al servicio de la continuación de la especie. En la Biología tropezamos con la idea más amplia del plasma germinativo inmortal, del que dependen, como órganos sucesivamente desarrollados, los individuos perecederos, idea que nos facilita, por fin, la exacta comprensión del papel desempeñado por las fuerzas instintivas sexuales en la fisiología y la psicología del ser individual. A pesar de nuestros esfuerzos por evitar en nuestra labor psicoanalítica términos y puntos de vista biológicos, no podemos menos de emplearlos ya en la descripción de los fenómenos por nosotros estudiados. El concepto de «instinto» se nos impone como concepto límite entre las concepciones psicológica y biológica, y hablamos de cualidades y tendencias anímicas «masculinas» y «femeninas», aunque las diferencias de sexo no pueden aspirar, en realidad, a una característica psíquica especial. Aquello que en la vida llamamos masculino o femenino se reduce, para la consideración psicológica, a los caracteres de actividad y pasividad, esto es, a cualidades que no pueden atribuirse a los instintos mismos, sino a sus fines. En la constante comunidad de tales instintos «activos» y «pasivos» en la vida anímica se refleja la bisexualidad de los individuos, postulado clínico del psicoanálisis. Me satisfará haber logrado llamar la atención con estas consideraciones sobre la amplia mediación que el psicoanálisis establece entre la Biología y la Psicología. 

D) El interés del psicoanálisis para la historia de la evolución. 

DI) No todo análisis de fenómenos psicológicos merece el nombre de psicoanálisis. Esta última significa algo más que la descomposición de fenómenos compuestos en otros más simples; consiste en una reducción de un producto psíquico a otros que le han precedido en el tiempo y de los cuales se ha desarrollado. El método médico psicoanalítico no conseguiría suprimir un solo síntoma patológico si no investigara su génesis y su desarrollo, y de este modo el psicoanálisis hubo de orientarse desde un principio hacia la investigación de procesos evolutivos. Así, descubrió primero la génesis de los síntomas neuróticos y en su ulterior progreso hubo de ampliar su radio de acción a otros productos psíquicos y realizar con ellos la labor de una psicología genética. El psicoanálisis se ha visto obligado a deducir la vida anímica del adulto de la del niño, dando así razón a la afirmación de que el niño es el padre del hombre. Ha perseguido la continuidad de la psique infantil con la del adulto, pero también las transformaciones y alteraciones que en tal trayectoria tienen efecto. La memoria de la mayor parte de los hombres presenta una laguna en lo que se refiere a los primeros años de su vida infantil, de la cual sólo conservamos algunos recuerdos fragmentarios. Puede afirmarse que el psicoanálisis ha llenado tal laguna, suprimiendo esta amnesia infantil de los hombres (cf. el interés pedagógico). Al profundizar en la vida anímica infantil hemos realizado algunos singulares descubrimientos. Así, pudimos confirmar algo ya sospechado, la extraordinaria importancia que para toda la ulterior orientación del hombre tienen las impresiones de su infancia, y muy especialmente las recibidas en sus primeros años. 
Tropezamos aquí con una paradoja psicológica que sólo deja de serlo para la concepción psicoanalítica, pues resulta que tales impresiones, de máxima importancia, no aparecen contenidas en la memoria en los años ulteriores. Pero precisamente en lo que respecta a la vida sexual ha sido donde el psicoanálisis ha logrado fijar con más precisa claridad la ejemplaridad e indelebilidad de los más tempranos sucesos de la vida humana. El on revient toujours à ses premiers amours no es sino una tímida verdad. Los múltiples enigmas de la vida erótica del adulto no se resuelven sino teniendo en cuenta los factores infantiles del amor. Para la teoría de estos efectos ha de tenerse en cuenta que las primeras experiencias infantiles del individuo no son fruto único del azar, sino que corresponden también a las primeras actividades de las disposiciones instintivas constitucionales con que ha venido al mundo. Otro de nuestros descubrimientos más sorprendente fue el de que, a pesar de la ulterior evolución, ninguno de los productos psíquicos infantiles ha sucumbido en el adulto. Todos los deseos, impulsos instintivos, modos de reacción y disposiciones del niño subsisten en el adulto, y pueden volver a aparecer bajo constelaciones adecuadas. No han quedado destruidos, sino simplemente sepultados por la superposición de otros estratos psíquicos. Constituye así un carácter particular del pretérito anímico el no ser devorado por sus propias secuelas, como el pasado histórico. Por el contrario, subsiste al lado de aquello que de él ha surgido en una simultaneidad, bien meramente virtual, bien por completo real. Prueba de esta afirmación es que los sueños del hombre normal reavivan todas las noches su carácter infantil y retrotraen toda su vida anímica a un grado infantil. Esta misma regresión al infantilismo psíquico tiene efecto también en las neurosis y psicosis, cuyas singularidades han de ser descritas en su gran mayoría, como arcaísmos psíquicos. La energía que los restos infantiles hayan conservado en la vida anímica nos da la medida de la disposición a la enfermedad, pasando ésta a constituir así, para nosotros, la expresión de una inhibición del desarrollo. Aquello que en el material psíquico del hombre ha permanecido infantil y se halla reprimido como inutilizable, constituye el nódulo de su inconsciente, y creemos poder seguir en la historia de la vida de nuestros pacientes cómo este inconsciente, retenido por las fuerzas represoras, espía el momento de entrar en actividad y aprovecha las ocasiones que para ello se le presentan cuando las formaciones psíquicas posteriores y más elevadas no consiguen dominar las dificultades del mundo real. En los últimos años ha caído el psicoanálisis en que el principio de que «la ontogenia es una repetición de la filogenia» podía ser también aplicable a la vida anímica, y de esta reflexión ha surgido una nueva ampliación del interés de nuestra disciplina.

 E) El interés del psicoanálisis para la historia de la civilización. 

La comparación de la infancia del individuo con la historia primitiva de los pueblos se ha demostrado muy fructífera bajo distintos aspectos, no obstante tratarse de una labor científica apenas comenzada. La concepción psicoanalítica viene a constituir aquí un nuevo instrumento de trabajo. La aplicación de sus hipótesis a la psicología de los pueblos permite plantear nuevos problemas y contemplar a una nueva luz los ya investigados, cooperando a su solución. En primer lugar, parece muy posible aplicar la concepción psicoanalítica obtenida en el estudio de los sueños a los productos de la fantasía de los pueblos, tales como los mitos y las fábulas. Hace ya tiempo que se labora en la interpretación de tales productos, sospechándose que entrañan un «sentido oculto», encubierto por diversas transformaciones y modificaciones. El psicoanálisis aporta a esta labor la experiencia extraída de su investigación de los sueños y de las neurosis, mediante la cual ha de serle posible descubrir los caminos técnicos de tales deformaciones. Pero, además, puede revelar en toda una serie de casos los motivos ocultos que han desviado al mito de su sentido original. No ve el primer impulso a la formación de mitos en una necesidad teórica de explicación de los fenómenos naturales o de justificación de preceptos culturales o usos devenidos incomprensibles, sino que lo busca en aquellos mismos «complejos» psíquicos y en aquellas mismas tendencias afectivas, cuya existencia hubo de comprobar como base de los sueños y de la formación de síntomas. Esta misma transferencia de sus puntos de vista, hipótesis y conocimientos capacita al psicoanálisis para arrojar luz vivísima sobre los orígenes de nuestras grandes instituciones culturales, tales como la religión, la moral, el derecho y la filosofía. Investigando aquellas primitivas situaciones psicológicas, en las que pudo surgir el impulso a tales creaciones, se le hace posible rechazar alguna tentativa de explicación basada en una provisionalidad psicológica y sustituirla por una visión más profunda. El psicoanálisis establece una íntima relación entre todos estos rendimientos del individuo y de las colectividades, al postular para ambos la misma fuente dinámica. Parte de la idea fundamental de que la función capital del mecanismo psíquico es descargar el ser de las tensiones generadas en él por las necesidades. Una parte de esta labor se soluciona por medio de la satisfacción extraída del mundo exterior, y para este fin se hace preciso el dominio del mundo real. Pero otra parte de tales necesidades, y entre ellas esencialmente ciertas tendencias afectivas, se ve siempre negada por la realidad toda satisfacción. Esta circunstancia da origen a la segunda parte de la labor antes indicada, consistente en procurar a las tendencias insatisfechas una distinta descarga. Toda historia de la civilización es una exposición de los caminos que emprenden los hombres para dominar sus deseos insatisfechos, según las exigencias de la realidad y las modificaciones en ella introducidas por los progresos técnicos. La investigación de los pueblos primitivos nos muestra a los hombres entregados en un principio a una fe infantil en la omnipotencia y nos proporciona la explicación de toda una serie de productos anímicos, revelándolos como esfuerzos encaminados a negar los fracasos de tal omnipotencia y a mantener así a la realidad lejos de toda influencia sobre la vida afectiva, en tanto no es posible dominarla mejor y utilizarla para la satisfacción. El principio de la evitación de displacer rige la actividad humana hasta que es sustituida por el de la adaptación al mundo exterior, mucho más conveniente al individuo. Paralelamente al dominio progresivo del hombre sobre el mundo exterior, se desarrolla una evolución de su concepción del Universo, que va apartándose cada vez más de la primitiva fe en la omnipotencia y se eleva, desde la fase animista hasta la científica, a través de la religiosa. En este conjunto entran el mito, la religión y la moralidad, como tentativas de lograr una comprensión de la inlograda satisfacción de deseos. El conocimiento de las enfermedades neuróticas del individuo ha facilitado mucho la comprensión de las grandes instituciones sociales, pues las neurosis mismas se nos revelan como tentativas de resolver individualmente aquellos problemas de la compensación de los deseos, que habrían de ser resueltos socialmente por las instituciones. La desaparición del factor social y el predominio del factor sexual convierten estas soluciones neuróticas en caricaturas inutilizables para cosa distinta de nuestra aclaración de estos importantes problemas. 

F) El interés del psicoanálisis para la Estética.
 El psicoanálisis ha logrado resolver también satisfactoriamente algunos de los problemas enlazados al arte y al artista. Otros escapan por completo a su influjo. Reconoce también en el ejercicio del arte una actividad encaminada a la mitigación de deseos insatisfechos, y ello, tanto en el mismo artista creador como luego en el espectador de la obra de arte. Las fuerzas impulsoras del arte son aquellos mismos conflictos que conducen a otros individuos a la neurosis y han movido a la sociedad a la creación de sus instituciones. El problema del origen de la capacidad artística creadora no toca resolverlo a la Psicología. El artista busca, en primer lugar, su propia liberación, y lo consigue comunicando su obra a aquellos que sufren la insatisfacción de iguales deseos. Presenta realizadas sus fantasías; pero si éstas llegaran a constituirse en una obra de arte, es mediante una transformación que mitiga lo repulsivo de tales deseos, encubre el origen personal de los mismos y ofrece a los demás atractivas primas de placer, ateniéndose a normas estéticas. Para el psicoanálisis resulta fácil descubrir, al lado de la parte manifiesta del goce artístico, otra parte latente, mucho más activa, procedente de las fuentes ocultas de la liberación de los instintos. La relación entre las impresiones infantiles y los destinos del artista y sus obras, como reacciones a tales impulsos, constituye uno de los objetos más atractivos de la investigación analítica. Por lo demás, la mayoría de los problemas de la creación y el goce artístico esperan aún ser objeto de una labor que arroje sobre ellos la luz de los descubrimientos analíticos y les señale su puesto en el complicado edificio de las compensaciones de los humanos deseos. A título de realidad convencionalmente reconocida, en la cual, y merced a la ilusión artística, pueden los símbolos y los productos sustitutivos provocar afectos reales, forma el arte un dominio intermedio entre la realidad, que nos niega el cumplimiento de nuestros deseos, y el mundo de la fantasía, que nos procura su satisfacción, un dominio en el que conservan toda su energía las aspiraciones a la omnipotencia de la Humanidad primitiva. 

G) Interés sociológico. 
El psicoanálisis ha hecho desde luego objeto de su investigación la psique individual; pero en esta labor no podían escaparle los fundamentos afectivos de la relación del individuo con la sociedad. Ha hallado así que los sentimientos sociales reciben una aportación de carácter erótico, cuya superacentuación y ulterior represión vienen a constituirse en características de un determinado grupo de perturbaciones anímicas. Asimismo ha reconocido, en general, el carácter asocial de las neurosis, que tienden todas a expulsar al individuo de la sociedad, sustituyendo el asilo que antes le brindaba el claustro por el aislamiento que la enfermedad trae consigo. El intenso sentimiento de culpabilidad, dominante en tantas neurosis, resulta ser a sus ojos una modificación social de la angustia erótica. Por otra parte, ha descubierto el psicoanálisis cuán ampliamente participan las circunstancias y exigencias sociales en la etiología de la neurosis. Las fuerzas que producen la limitación y la represión de los instintos por el yo nacen esencialmente de la docilidad del mismo con respecto a las exigencias culturales sociales. Aquella misma constitución y aquellas mismas experiencias infantiles, que habrían de conducir al individuo a la neurosis, no lograrán tal efecto cuando no existe dicha docilidad o no sean planteadas tales exigencias en el círculo social en el que el individuo vive. La vieja afirmación de que la nerviosidad era un producto de la civilización tiene, por lo menos, una parte de verdad. La educación y el ejemplo sitúan al individuo joven ante las exigencias culturales. En aquellos casos en que la represión de los instintos llega a efecto en él, con independencia de los dos factores citados, habremos de suponer que la exigencia primitiva ha llegado a convertirse, al fin, en una propiedad hereditaria organizada del hombre. El niño, que produce espontáneamente represiones de instintos no haría con ello sino repetir una parte de la historia de la civilización. Lo que hoy constituye una restricción interna fue en un tiempo sólo externa, impuesta quizá por las circunstancias de la época, resultando así que también lo que hoy se plantea ante cada individuo como exigencia cultural externa podrá convertirse un día en disposición interna a la represión.

 H) Interés pedagógico.
 El máximo interés del psicoanálisis para la Pedagogía se apoya en un principio, demostrado hasta la evidencia. Sólo puede ser pedagogo quien se encuentre capacitado para infundirse en el alma infantil, y nosotros, los adultos, no comprendemos nuestra propia infancia. Nuestra amnesia infantil es una prueba de cuán extraños a ello hemos llegado a ser. El psicoanálisis ha descubierto los deseos, productos mentales y procesos evolutivos de la infancia. Todos los esfuerzos anteriores fueron incompletos y erróneos a más no poder, como consecuencia de haber dado de lado por completo al inestimable factor de la sexualidad en sus manifestaciones somáticas y anímicas. El escéptico asombro con que son acogidos los descubrimientos más evidentes del psicoanálisis en esta cuestión de la infancia -los referentes al complejo de Edipo, el narcisismo, las disposiciones perversas, el erotismo anal y la curiosidad sexual- dan idea de la distancia que separa nuestra vida anímica, nuestras valoraciones e incluso nuestros procesos mentales de los de los del niño normal. Cuando los educadores se hayan familiarizado con los resultados del psicoanálisis, le será más fácil reconciliarse con determinadas fases de la evolución infantil, y entre otras cosas, no correrán el peligro de exagerar la importancia de los impulsos instintivos perversos o asociales que el niño muestre. Por el contrario, se guardarán de toda tentativa de yugular violentamente tales impulsos al saber que tal procedimiento de influjo puede producir resultados tan indeseables como la pasividad ante la perversión infantil, tan temida por los pedagogos. La represión violenta de instintos enérgicos, llevada a cabo desde el exterior no produce nunca en los niños la desaparición ni el vencimiento de tales instintos y sí tan sólo una represión, que inicia una tendencia a ulteriores enfermedades neuróticas. El psicoanálisis tiene frecuente ocasión de comprobar la gran participación que una educación inadecuadamente severa tiene en la produccción de enfermedades nerviosas o con qué pérdidas de la capacidad de rendimiento y de goce es conquistada la normalidad exigida. Pero también puede enseñar cuán valiosas aportaciones proporcionan estos instintos perversos y asociales del niño a la formación del carácter cuando no sucumben a la represión, sino que son desviados por medio del proceso llamado sublimación, de sus fines primitivos y dirigidos hacia otros más valiosos. Nuestras mejores virtudes han nacido, en calidad de reacciones y sublimaciones, sobre el terreno de las peores disposiciones. La educación debería guardarse cuidadosamente de cegar estas preciosas fuentes de energía y limitarse a impulsar aquellos procesos por medio de los cuales son dirigidas tales energías por buenos caminos. Una educación basada en los conocimientos psicoanalíticos puede constituir la mejor profilaxia individual de las neurosis (cf. los trabajos del doctor Oskar Pfister, Zurich). No podía plantearme en este trabajo la labor de exponer a un público científico el alcance y el contenido del psicoanálisis, con todas las hipótesis, problemas y resultados del mismo. Me bastará haber indicado claramente para cuántos sectores científicos resultan interesantes sus investigaciones y cuán numerosas relaciones comienzan a establecer con los mismos.

PSICOANÁLISIS Y MEDICINA.
EL LUGAR DEL PSICOANÁLISIS EN LA MEDICINA (1966).


Sra. AUBRY — Es voluntariamente que no nos ocuparemos de psiquiatría en el curso de las exposiciones y discusiones que ustedes van a escuchar hoy. El lugar del psicoanálisis en la psiquiatría quizá actualmente es todavía dis­­­cutido — pero quizá no discutible — y quiero más bien decirles por qué ca­­mino hemos sido conducidos a la reunión de hoy.

¿Cuál era mi objetivo cuando hace tres años tomé, en tanto que psicoanalista y antes pediatra, un servicio para los Niños Enfermos? Era doble: yo quería in­troducir, en la medida de lo posible, una colaboración entre pediatras y psi­coanalistas de buena voluntad, trabajando en un mismo equipo y de­seo­sos de comunicar entre sí. Se trataba de ver lo que el psicoanálisis podría apor­tar a los pediatras, e inversamente. Yo estaba igualmente preparada, dis­po­nible, para responder a toda demanda que podría recibir de parte de los otros equipos médicos del hospital.

En primer lugar, he tratado de introducir en mi servicio cierta escucha ana­lí­ti­ca de los padres y también de los niños, escucha que modifica quizá la mar­cha de la investigación semiológica y, eventualmente, la terapéutica. Lue­go de tres años, ahí está el equipo; se porta bien, los niños también, y pien­so que, a despecho de las dificultades inherentes a la vida de un grupo, to­davía podemos progresar durante un largo tiempo.

Encontré más dificultades para responder a las demandas que me llegaban de los médicos de los otros servicios, pues reina una gran confusión sobre lo que es el psicoanálisis.

Las primeras demandas que me fueron dirigidas eran del dominio de la psi­co­­logía y de la psicometría, lo que no tiene nada que ver con el psi­co­a­ná­li­sis. Es cierto que el rol del psicoanalista no es suministrar datos cifrados en má­quinas electrónicas. Se trata de otra cosa y hablamos desde otro lugar. Pro­gresivamente, pude obtener que me sean formuladas preguntas precisas pa­ra cada caso que se trataba de dirigir al psicoanalista, o al psi... no se sabía qué.

Mucho mejor, me llegaron algunas demandas de otro registro, y creo que he po­dido establecer, con nuestros amigos Royer y Klotz, una colaboración que apun­ta más lejos.

No es por azar que esas demandas llegaron de un servicio de nefrología, don­de el médico está confrontado con los problemas de la vida y de la muer­te, del deseo de vida y del deseo de muerte, los que conciernen esen­cial­men­te a los psicoanalistas. Tampoco es por azar que se haya establecido una co­la­boración con Klotz, puesto que también los trastornos endócrinos son, muy a menudo, trastornos funcionales cuya causa no siempre es una lesión or­gánica, sino que frecuentemente plantean problemas de otro orden.

¿Cuál va a ser el lugar del psicoanálisis en la medicina? Es lo que vamos a tra­tar de discutir hoy. Les propongo que en primer lugar preguntemos a los se­ñores Royer y Klotz cuáles son, sobre el plano teórico, los problemas, las cues­tiones que desean formular a los psicoanalistas, y sobre cuáles criterios se basarían eventualmente para dar un lugar al psicoanálisis en la medicina. Lue­go pasaremos al campo de aplicaciones prácticas y veremos cómo, en la vi­da cotidiana, los psicoanalistas se insertan entre los equipos de médicos. Le pediré a la Sra. Raimbault que nos informe acerca de la manera con que ella se ha integrado en el equipo del Sr. Royer, y al Sr. Lacan, quien nos ha­ce el honor de estar hoy aquí, cómo piensa poder responder a estas cues­tio­nes.

Doy ahora la palabra al Sr. Kotz, para los problemas teóricos.

Sr. KLOTZ — No es todos los días que uno tiene la posibilidad de poder in­te­rrogar a analistas de la clase de los que están en esta mesa. Voy entonces a en­trar inmediatamente en lo vivo del asunto y formular a mi colega Lacan al­gunas cuestiones preliminares.

Mi primera cuestión es la siguiente:

¿No cree que los médicos verían con mejores ojos el recurso al psicoanálisis si la práctica de éste estuviera democratizada? Sé bien que las consultas de es­pecialistas son todas muy costosas, pero cada especialista acepta dispensar su ciencia o su talento en consultas hospitalarias. Al contrario, el carácter dis­pendioso de las consultas es considerado por la mayoría de los analistas co­mo una de las condiciones necesarias del éxito de la cura psicoanalítica. Ha­cen de eso una cuestión de principio. A priori, uno está siempre tentado a du­dar del valor de un principio demasiado cómodo o demasiado ventajoso. A propósito de esto, por otra parte, es interesante citar este texto profético de Freud, quien escribe: «no debiendo estar las enfermedades neuróticas aban­donadas a los esfuerzos impotentes de caridades particulares, se edi­fi­ca­rán establecimientos, clínicas, que tengan a su frente médicos psi­co­a­na­lis­tas calificados donde se esforzará, con la ayuda del análisis, a que con­ser­ven su resistencia y su actividad a hombres que, sni eso, se aban­do­na­rían a la bebida, a mujeres que sucumben bajo el peso de frustraciones, a ni­ños que no tienen otra elección que entre la depravación y la neurosis. Es­tos tra­tamientos serán gratuitos. Quizá se precisará mucho tiempo antes de que el Estado reconozca la urgencia de estas obligaciones, las con­di­cio­nes ac­tua­les pueden demorar notablemente estas innovaciones y es pro­ba­ble que los primeros institutos de este género serán debidos a la iniciativa pri­vada, pe­ro un día u otro la necesidad de esto habrá de ser reconocida».[2]

Mi segunda cuestión es la siguiente:

¿No cree usted que, para aproximar la enseñanza del psicoanálisis a la en­se­ñan­­za de la medicina, y, por consiguiente, para aproximar esas dos dis­ci­pli­nas, conviene democratizar la enseñanza del psicoanálisis? Actualmente, un psi­­coanálisis didáctico cuesta al alumno alrededor de 100.000 viejos francos por mes, y esto durante un tiempo variable que va de 2 a 4 años, término me­dio. Independientemente del hecho de que esta forma de enseñanza es fun­­­damentalmente antidemocrática, veo en ello otro escollo. Un ser humano que se haya impuesto semejante sacrificio financiero, que deberá a veces en­tre­garse a una segunda ocupación subalterna para cumplir con sus obli­ga­cio­nes respecto de su analista, no puede no estar marcado por esas cir­cuns­tan­cias hasta en su propia ética, y en la posición personal que tendrá respecto a ese instrumento de conocimiento y de tratamiento que ha adquirido tan ca­ra­men­te.

Esta enseñanza tan poco democrática, ¿es por otra parte una enseñanza? Los vín­culos que se establecen entre el candidato psicoanalista y su psicoanalista edu­cador, a quien ve de 3 a 4 veces por semana, en la posición del diván, no son los que unen a un alumno y un maestro, sino más bien los vínculos eso­té­ricos y rituales que unen a un neófito y un iniciado. No se trata de una en­se­ñanza sino de una ordenación, y durante mucho tiempo el iniciador ejer­ce­rá sobre su iniciado una influencia psicológica muy particular. ¿No cree us­ted que es preciso buscar y encontrar las bases de una enseñanza, ver­da­de­ra­men­te científica del psicoanálisis?

Llego con esto a los datos más fundamentales.

Toda empresa humana arriesga a petrificarse, la que toma sus medios por su fin. ¿No cree usted que hay ahí un peligro cierto para el psicoanálisis? Cier­ta­mente, el aporte del psicoanálisis freudiano parece capital para la com­pren­sión del desarrollo de la personalidad, del nacimiento a la edad adulta, y, no habiéndolos estudiado yo mismo, no veo ninguna razón para poner en du­da el carácter científico de los estadios orales, anales, pregenitales, ge­ni­ta­les de la semántica psicoanalítica. Pero al lado de estos datos están todos los de la biología, de la sociología, todas las influencias de las condiciones cul­tu­rales y de trabajo que no carecen de resonancias sobre el equilibrio psí­qui­co de los individuos. ¿No cree usted que al cerrarse a todas esas influencias, y al limitarse voluntariamente al esquema de la dinámica psicoanalítica, es de­cir a los conflictos y a los complejos clásicos, numerosos psicoanalistas que se dicen ortodoxos desarrollan en sí cierta paresia de la imaginación, fre­­nando todo impulso creador? Esa monotonía de las respuestas y de los con­­ceptos psicoanalíticos decepciona a cierto número de internistas de­seo­sos de confiar su enfermo a un analista, y estoy tanto más cómodo para for­mu­lar esta pregunta al Doctor Lacan cuanto que precisamente él pertenece, al contrario, a la categoría de los innovadores.

Última cuestión: si el psicoanálisis instrumento de conocimiento merece to­da nuestra atención, es de hecho al psicoanálisis instrumento de terapéutica que quieren dirigirse los médicos.

Ahora bien, desde este punto de vista, desde el punto de vista de la te­ra­péu­ti­ca, los médicos se preguntan si es verdaderamente un enriquecimiento para un psicoterapeuta de inspiración analítica no conocer nada o no querer co­no­cer nada de las otras armas de la psiquiatría y de la psicoterapia. ¿Hay ver­da­deramente interés en limitar la actividad del analista a su técnica pura, y no es, por algún lado, él también un psiquiatra, amputado?

En resumen, si los médicos vacilan todavía en recurrir más a menudo al aná­li­sis psicológico de las causas de las enfermedades internas, esto es quizá por­que, por algunas de las razones expuestas arriba, el psicoanálisis les pa­re­ce que no ha salido de la fase mágica de su desarrollo histórico; es preciso ayu­darlo a encaminarse hacia su fase científica. ¿No es necesario, para hacer es­to, favorecer la integración de los datos psicoanalíticos, valorables en el mar­co de un método de análisis psíquico que sería verdaderamente global, abier­to, pluri-factorial y auténticamente científico?

Sra. AUBRY — Creo que para los problemas terapéuticos que resultan de la apli­cación del análisis, responderemos más bien en un segundo estadio. ¿Si el Sr. Royer quiere tomar la palabra?

Sr. ROYER — Si Klotz confiesa que no es psicoanalista, es cierto que mi pre­sencia aquí es todavía más paradojal. En efecto, cierto número de ustedes no ignora que soy un pediatra, orientado hacia los problemas de biología y de bioquímica. Estoy, sin embargo feliz de estar aquí hoy, ante todo por­que en­contré mucho apoyo de parte de las Sras. Aubry y Raimbault, y también por­que la cuestión que voy a formular me parece que más o menos ya ha re­ci­bido su respuesta en el trabajo de nuestro grupo.

El problema se nos planteaba era el siguiente:

Tenemos un servicio de nefrología infantil que comporta sobre todo en­fer­mos crónicos, unos afectados por afecciones que tienen una salida lejana fa­vo­rable, otros probablemente desfavorable, otros, por fin, ciertamente des­fa­vo­rable. Los niños vienen varias veces por año durante años, para cortas hos­­pitalizaciones. Pertenecen a la vida de nuestro grupo, son un poco nues­tros niños, los de los médicos, de las enfermeras y de todo el personal. Co­no­cemos muy bien a su familia, y creo que ahora cumplimos integralmente el papel que antaño se le otorgaba al médico de familia. De esta manera se ha creado, entre nuestros enfermos, nuestros médicos, nuestras enfermeras, re­laciones de un tipo que juzgo nuevo para el hospital por relación a lo que he conocido hace 10 o 15 años. Esto no es más que un ejemplo, y estoy se­gu­ro que numerosos colegas mío tienen, en otros dominios, los mismos pro­ble­mas.

Muy poco tiempo nos fue necesario para que nos demos cuenta de que éra­mos torpes en el manejo de las relaciones humanas y que así sembrábamos a nues­tro alrededor mucha desdicha. Es por esto que yo buscaba, desde hace mu­cho, a alguien en posesión de técnicas psicológicas adaptadas a mi de­man­da. Yo no tenía a priori ninguna preferencia a favor del psicoanálisis más bien que otras técnicas, siendo muy ignorante de esos métodos, y sim­ple­mente buscaba a alguien que quisiera proseguir simultáneamente varios es­tudios sobre mis enfermos. No le demandaba efectos terapéuticos, sino una investigación e informaciones.

Ante todo quería saber cómo se construía y se transformaba la imagen de la en­fermedad en la mente de las madres y de los padres de familia y en la de mis propios jóvenes enfermos, en el curso de una afección crónica de evo­lu­ción más o menos ciertamente o ciertamente mortal. Mi primera idea era, en efec­to, que nuestras reacciones, nuestras conversaciones con los enfermos, es­taban enteramente construidas sobre nuestra propia personalidad y nuestra pro­pia concepción nosológica de la enfermedad, y para nada en función de la imagen que niños y familias podían tener de esta enfermedad. De dónde es­te tema, que mucho explotamos con la Sra. Raimbault, de la oposición de una enfermedad «exógena», tal como la concibe el médico, y de una en­fer­me­dad «endógena» tal como pueden elaborarla el niño y su madre. Es muy evi­dente que no es lo mismo para ambos, y yo quería un estudio objetivo de es­ta enfermedad «endógena».

En segundo lugar, deseaba que a partir de los documentos que nos su­mi­nis­tra­ba un psiquiatra a propósito de esto, pudiéramos cambiar la naturaleza de las relaciones, de las conversaciones y de las direcciones de espíritu que otor­gamos durante años a nuestras relaciones con las familias y los niños en­fermos, y ver si, poco a poco, podíamos elaborar una doctrina o hábitos de espíritu completamente diferentes de los que teníamos hasta entonces.

En fin, quería igualmente que el psiquiatra analice cuidadosamente la re­per­cu­sión que estas enfermedades crónicas, que concernían a unos niños a los que un apego natural nos liga al cabo de algunos años, podía tener — sobre to­do en el momento del desenlace fatal — sobre los médicos de mi grupo y las enfermeras.

Había pues una serie de cuestiones para las cuales yo requería un estudio psi­cológico que ninguno de nosotros podía llevar a buen puerto.

La primera de estas cuestiones, que vuelvo a formular hoy, es la siguiente: ¿con­sideran ustedes, Sra. Aubry y Sr. Lacan, que las técnicas psicoanalíticas es­tén adaptadas a un estudio de este género? Creo personalmente que los pro­gresos que hemos hecho en 18 meses en este dominio son muy alen­ta­do­res y que la respuesta de ustedes será probablemente positiva. No obstante, me gustaría saber si ustedes piensan que estas técnicas están enteramente o par­cialmente adaptadas al resultado final, que es tener una concepción clara de todos estos problemas.

La segunda cuestión se reúne con una de las formuladas por Klotz. La Sra. Raim­bault está vinculada al INSERM.[3] Ella practica por lo tanto estas téc­ni­cas psicoanalíticas de una manera desinteresada, de alguna manera «fun­cio­na­­rizada», es decir, del todo diferente a la expuesta recién por Klotz. ¿En qué medida se puede integrar a los psicoanalistas, a grupos o a unidades de in­vestigación para trabajos de este tipo que, si se comprueban fructíferos, de­berán a mi entender extenderse a otros dominios de la medicina? Esta es una cuestión precisa que yo les planteo, pues inútil es decir que mi idea de ha­cer entrar a un psicoanalista en un grupo de biología clínica no encontró un entusiasmo extraordinario en la administración del INSERM.

Este ejemplo propone una nueva cuestión, que es la del psicoanalista de in­ves­tigación, y me gustaría tener la opinión de ustedes también sobre este pun­to.


Sra. AUBRY — Antes de proseguir el debate sobre el lugar del psi­co­a­ná­li­sis en la medicina y las aplicaciones prácticas que la experiencia de la Sra. Raim­bault pondrá en evidencia, tengo que decir una palabra sobre los pro­ble­mas de formación de los analistas y del modo de enseñanza del psi­co­a­ná­li­sis, aunque eso no concierna totalmente al asunto que nos preocupa hoy.

La respuesta de Royer es al mismo tiempo una respuesta al Sr. Klotz; en­con­­traremos posibilidades no dispendiosas de ejercicio del psicoanálisis en la medida en que se haga un lugar al psicoanálisis. En los Niños Enfermos hay alrededor de 25 psicoanalistas que trabajan a título de sustitutos, pues les he dado la posibilidad de hacerlo y los locales de mi consulta están ocu­pa­dos a tiempo completo, aunque mi servicio se diga de «tiempo parcial». Seiscientos niños aproximadamente pasan por él cada mes. En el marco hos­pi­­talario, un número enorme de establecimientos permiten, al menos en lo que concierne a los niños, hacer tales tratamientos; ahora hay institutos mé­di­co-pedagógicos en los que el psicoanálisis ha encontrado su lugar, con­sul­to­rios, hospitales de día: la mutual de los estudiantes y la M.G.E.N. han he­cho esfuerzos considerables, así como los hospitales psiquiátricos. Me pa­re­ce que éste no es un problema más que en la medida en que no se le da su lu­gar al psicoanálisis.

En lo que concierne al modo de enseñanza, creo que jamás hemos rehusado for­mar a un sujeto apto por motivos de orden pecuniario. Por otra parte, no creo que se pueda pretender que es fácil realizar estudios, cualesquiera que sean, cuando no se tiene dinero, eso sería una mala broma, y todos sabemos que los hijos de obreros son muy poco numerosos en las Facultades y la en­se­ñanza superior. Ese es por consiguiente un problema que desborda am­plia­mente el del psicoanálisis y, en el caso particular, creo que eso no debe ser tomado en consideración.

Sr. Lacan, usted que es el promotor de un movimiento importante en el psi­co­análisis, ¿piensa que el psicoanálisis esté paralizado?[4]


Sr. LACAN — Ustedes me permitirán, respecto de algunas cuestiones que acaban de ser plan­teadas, que me atenga a las respuestas de la Sra. Au­bry, las que me parecen muy suficientemente pertinentes. No veo que democratizar la enseñanza del psi­co­a­ná­lisis plantee otro problema que el de la definición de nuestra democracia. Ésta es u­na, pero hay de ella varias especies concebibles, y el porvenir nos lleva hacia otra.

Lo que yo creía que tenía que aportar a una reunión como ésta, ca­racterizada por quien la convoca, es decir el Collège de Médecine, era muy precisamente abordar un asun­to que jamás tuve que tratar en mi enseñanza, el del lugar del psicoanálisis en la me­dicina.

Actualmente, este lugar es marginal y, como lo he escrito varias ve­ces, extra-te­rritorial. Es marginal por el hecho de la posición de la me­dicina respecto del psi­­co­a­nálisis, al que admite como una especie de ayuda externa, comparable a la de los psi­cólogos y otros diferentes asis­tentes terapéuticos. Es extra-territorial por el hecho de los psi­co­a­na­listas, quienes, sin duda, tienen sus razones para querer conservar es­­ta extra-territorialidad. No son las mías, pero, en verdad, no pienso que mi solo an­he­lo al respecto bastará para cambiar las cosas. Estas en­contrarán su lugar en su momento, es de­cir sumamente rápido si con­­sideramos el tipo de aceleración que vivimos en cuan­to a la parte de la ciencia en la vida común.

Este lugar del psicoanálisis en la medicina, hoy quisiera con­si­de­rarlo desde el pun­to de vista del médico y del muy rápido cambio que está produciéndose en lo que llamaré la función del médico, y en su personaje, puesto que ése es también un ele­mento importante de su fun­ción.

Durante todo el período de la historia que conocemos y po­de­mos calificar co­mo tal, esta función, este personaje del médico, han per­manecido con una gran cons­tan­cia hasta una época reciente.

Es preciso sin embargo señalar que la práctica de la medicina ja­más ha ido sin un gran acompañamiento de doctrinas. Que durante un tiempo bastante corto, en el siglo XIX, las doctrinas se hayan re­cla­ma­do ciencia, no las volvió más científicas por eso. Quiero decir que las doctrinas cintíficas invocadas en la me­di­­cina siempre eran, hasta una época reciente, retomas de alguna adquisición cien­tí­fi­ca, pero con un retardo de al menos veinte años. Esto muestra bien que ese recurso só­lo funcionó como sustituto y para enmascarar lo que anteriormente hay que carac­te­­rizar más bien como una suerte de filosofía.

Al considerar la historia del médico a través de los tiempos, el gran mé­di­co, el médico tipo, era un hombre de prestigio y de au­to­ri­dad. Lo que sucede entre el mé­dico y el enfermo, fácilmente ilustrado aho­ra por observaciones como las de Ba­lint, que el médico al pres­cri­bir se prescribe a sí mismo, siempre ha sucedido: así, el em­perador Mar­­co Aurelio convocaba a Galeno para que la triaca le fuese vertida por sus manos. Fue por otra parte Galeno quien escribió el tratado «Ονι αριστος ίανρύς καί φιλόσοφος» {Oni aristos ianrüs kai fi­lo­so­fos}, que el médico, en su esencia, es tam­bién un filósofo — donde es­te término no se limita al sentido históricamente tar­dío de filosofía de la naturaleza.

Pero den a este término el sentido que quieran, la cuestión que se trata de si­tuar se esclarecerá por medio de otras referencias. Pienso que aquí, aunque ante una asis­tencia en su mayoría médica, no se me pe­dirá que indique lo que Michel Fou­­cault nos aporta, en su gran obra, de un método histórico-crítico para situar la res­pon­sa­bilidad de la me­di­cina en la gran crisis ética (es decir, en lo tocante a la definición del hom­bre) que él centra alrededor del aislamiento de la locura;[5] tampoco que in­tro­duz­ca esa otra obra, El nacimiento de la clínica,[6] en tanto que en ella está fijado lo que comporta la promoción por parte de Bichat de una mirada que se fija sobre el cam­po del cuerpo en ese corto tiem­po en que éste subsiste como vuelto a la muerte, es decir el cadáver.

Así están señalados los dos franqueamientos por los cuales la me­­dicina con­su­ma por su parte el cierre de las puertas de un antiguo Ja­no, el que redoblaba, ya pa­ra siempre inhallable, todo gesto humano con una figura sagrada. La medicina es una correlación de este fran­que­amiento.

El pasaje de la medicina al plano de la cien­cia, e incluso el he­cho de que la exigencia de la condición experimental haya sido in­­­­du­ci­da en la medicina por Claude Bernard y sus seguidores, no es eso lo que cuenta por sí solo, el balance está en otro lado.

La medicina ha entrado en su fase científica, en tanto que ha na­ci­do un mun­do que en adelante exige los condicionamientos ne­ce­si­ta­dos en la vida de cada uno en proporción a la parte que toma en la cien­cia, presente en todos en sus efectos.

Las funciones del organismo humano siempre han constituido el ob­jeto de una puesta a prueba según el contexto social. Pero por ser to­madas en función de ser­­vidumbre en las organizaciones altamente di­ferenciadas que no habrían nacido sin la ciencia, ellas se ofrecen al mé­dico en el laboratorio ya constituido de alguna ma­nera, incluso ya pro­visto de créditos sin límites, que va a emplear para reducir esas fun­­ciones a unos montajes equivalentes a los de esas otras or­ga­ni­za­cio­­nes, es de­cir, teniendo estatuto de subsistencia científica.

Citemos simplemente aquí, para aclarar lo que decimos, lo que de­be nues­tro progreso en la formalización funcional del aparato car­dio-vascular y del aparato res­piratorio, no solamente a la necesidad de operarlo, sino al aparato mismo de su ins­cripción, en tanto que és­tos se imponen, a partir del alojamiento de los sujetos de esas reac­cio­nes en los “satélites”: o sea lo que podemos considerar como for­­mi­da­bles pulmones de acero, cuya construcción misma está ligada a su des­ti­no de so­por­tes de ciertas órbitas, órbitas que nos equi­vo­ca­ría­mos si las llamáramos cósmicas, pues­to que a esas órbitas, el cosmos no las “co­nocía”. Para decir todo, es por el mis­mo paso por el que se re­vela la sorprendente tolerancia del hombre a unas con­di­cio­nes acós­mi­cas, in­cluso la paradoja que lo hace aparecer de alguna manera “adap­tado” a éstas, que se comprueba que este acosmismo es lo que la cien­cia cons­truye.

¿Quién po­día imaginar que el hombre soportaría muy bien la in­gra­videz, quién podía pre­decir lo que resultaría del hom­bre en esas con­diciones, de atenerse a las metáforas fi­­losóficas, por ejemplo a la de Simone Weil, quien hacía de la gravedad una de las di­mensiones de tal metáfora?

Es en la medida en que las exigencias sociales están con­di­cio­na­das por la apa­rición de un hombre que sirve a las condiciones de un mun­do científico, que, do­ta­do de nuevos poderes de investigación y de bús­queda, el médico se encuentra en­fren­tado a problemas nuevos. Quie­ro decir que el médico ya no tiene nada de privilegiado en el or­den de ese equipo de sabios diversamente especializados en las di­fe­ren­tes ra­mas científicas. Es desde el exterior de su función, par­ti­cu­lar­men­te en la orga­ni­za­ción industrial, que le son suministrados los me­dios al mismo tiempo que las pre­gun­tas para introducir las medidas de con­trol cuantitativo, los gráficos, las escalas, los datos estadísticos por don­de se establecen hasta la escala microscópica las cons­tan­tes bio­ló­gi­cas, y que se instaura en su dominio ese despegue de la evidencia del éxi­to *que corresponde al advenimiento*[7] de los hechos.

La colaboración médica será considerada como bienvenida para pro­gramar las operaciones necesarias para mantener el funcionamiento de tal o cual aparato del or­ganismo humano, en unas condiciones de­ter­­minadas, pero después de todo, ¿qué tie­ne que ver eso con lo que lla­maremos la posición tradicional del médico?

El médico es requerido en la función de sabio fisiólogo, pero to­da­vía sufre otros reclamos: el mundo científico vierte entre sus manos el número infinito de lo que puede producir como agentes terapéuticos no­vedosos, químicos o biológicos, que pone a disposición del público, y demanda al médico que, como un agente dis­tri­­buidor, los ponga a prue­ba. ¿Dónde está el límite donde el médico debe actuar, y a qué de­be responder? A algo que se llama la demanda.

Diré que es en la medida de este deslizamiento, de esta evo­lu­ción que cambia la posición del médico por relación a los que se di­ri­gen a él, que llega a indi­vi­dua­li­zar­­se, a especificarse, a valorizarse re­tro­activamente, lo que hay de original en esta de­manda al médico. Es­te desarrollo científico inaugura y pone cada vez más en el pri­­­mer pla­no ese nuevo derecho del hombre a la salud, que existe y ya se motiva en una organización mundial. En la medida en que el registro de la re­la­ción médica con la salud se modifica, donde esa especie de poder ge­neralizado que es el poder de la cien­cia da a todos la posibilidad de ve­nir a demandar al médico su ticket de be­ne­fi­cio con un objetivo pre­ci­so inmediato, vemos dibujarse la originalidad de una di­men­­sión que yo llamo la demanda. Es en el registro del modo de respuesta a la de­man­­da del enfermo que está la chance de supervivencia de la posición pro­piamente mé­dica.

Responder que el enfermo viene a demandarnos la curación no es responder na­da en absoluto, pues cada vez que la tarea precisa, que hay que cumplir con ur­gen­cia, no responde pura y simplemente a una po­sibilidad que se encuentra al alcance de la mano, pongamos: a unas ma­niobras quirúrgicas o a la administración de an­ti­bió­­ticos (e incluso en esos casos queda por saber lo que resulta de ello para el por­ve­nir), hay, fuera del campo de lo que es modificado por el beneficio te­ra­péu­ti­co, algo que permanece constante, y todo médico sabe bien de qué se tra­ta.

Cuando el enfermo es enviado al médico o cuando lo aborda, no di­gan que es­pera de éste pura y simplemente la curación. Pone al mé­di­co en la prueba de sa­car­lo de su condición de enfermo, lo que es to­tal­mente diferente, pues esto puede implicar que él está totalmente afe­rrado a la idea de conservarla. A veces viene a de­man­dar­nos que lo au­tentifiquemos como enfermo, en muchos otros casos viene, de la ma­­­ne­ra más manifiesta, a demandarles que lo preserven en su en­fer­me­dad, que lo traten de la manera que le conviene a él, la que le per­mi­tirá continuar siendo un enfermo bien instalado en su enfermedad. ¿Ten­go necesidad de evocar mi experiencia más re­ciente? — un for­mi­dable estado de depresión ansiosa permanente, que ya duraba más de veinte años, el enfermo venía a verme aterrorizado por que yo hi­cie­ra la más mí­nima cosa. A la única proposición de que me volviera a ver 48 horas más tarde, ya, la madre, temible, que durante ese tiempo ha­­bía acampado en mi sala de espera, ha­bía logrado tomar algunas dis­­posiciones para que no ocurriese nada.

Esta es una experiencia banal, no la evoco más que para re­cor­dar­les la sig­ni­fi­­cación de la demanda, dimensión en la que se ejerce, ha­blando propiamente, la fun­ción médica, y para introducir lo que pa­re­ce fácil de palpar, y sin embargo sólo ha sido interrogado seriamente en mi escuela, a saber la estructura de la falla que exis­­te entre la de­man­da y el deseo.

A partir de que se ha hecho esta observación, aparece que no es ne­cesario ser psi­coanalista, ni siquiera médico, para saber que cuando cual­quiera, nuestro mejor ami­go, sea del sexo macho o hembra, nos de­manda algo, esto no es de ningún modo idén­­tico, y a veces es in­clu­so diametralmente opuesto, a lo que desea.

Quisiera retomar aquí las cosas en otro punto, y hacer observar que si es con­ce­bible que lleguemos a una extensión cada vez más efi­caz de nuestros pro­ce­di­mien­tos de intervención en lo que concierne al cuer­po humano, y sobre la base de los pro­gresos científicos, no podría es­tar resuelto el problema a nivel de la psicología del médico — con una cuestión que refrescaría el término de psico-somática. Per­­mí­­tan­me más bien destacar como falla epistemo-somática, el efecto que va a te­ner el pro­­­greso de la ciencia sobre la relación de la medicina con el cuer­po. Ahí todavía, pa­ra la medicina está subvertida la situación des­de el exterior. Y es por eso que, ahí to­davía, lo que antes de ciertas rup­turas permanecía confuso, velado, mezclado, em­bro­llado, aparece con brillo.

Pues lo que está excluido por la relación epistemo-somática, es jus­tamente lo que va a proponer a la medicina el cuerpo en su registro pu­rificado. Lo que así se pre­­senta, se presenta como pobre en la fiesta en la que el cuerpo irradiaba recién por es­tar enteramente fotografiado, ra­diografiado, calibrado, diagramatizado y posible de condicionar, da­dos los recursos verdaderamente extraordinarios que oculta, pero qui­zá, también, ese pobre le aporte una posibilidad que vuelve de lejos, a sa­ber del exi­lio a donde ha proscrito al cuerpo la dicotomía cartesiana del pensamiento y de la extensión, la cual deja caer completamente de su aprehensión lo que es, no el cuer­­po que ella imagina, sino el cuerpo ver­dadero en su naturaleza.

Ese cuerpo no se caracteriza simplemente por la dimensión de la extensión: un cuerpo es algo que está hecho para gozar, gozar de sí mis­mo. La dimensión del go­­ce está completamente excluida por lo que he llamado la relación epistemo-so­má­ti­ca. Pues la ciencia no es in­capaz de saber lo que puede, pero ella, no más que el sujeto que en­gen­dra, no puede saber lo que quiere. Por lo menos, lo que ella quiere sur­ge de un avance cuya marcha acelerada, en nuestros días, nos per­mi­te palpar que supera sus propias previsiones.

¿Podemos prejuzgar al respecto, por ejemplo, por el hecho de que en nuestro es­pacio, sea planetario o transplanetario, pulula algo que bien hay que llamar voces hu­manas que animan el código que en­cuen­tran en ondas cuyo entrecruzamiento nos su­­­giere una imagen muy di­ferente del espacio que aquella donde los torbellinos car­te­sianos cons­tituían su orden? Por qué no hablar también de la mirada que aho­ra es om­nipresente, bajo la forma de aparatos que ven por nosotros en los mismos lugares: o sea algo que no es un ojo y que aisla la mirada co­mo presente. Todo esto, podemos po­nerlo en el activo de la ciencia, ¿pe­ro eso nos hace alcanzar lo que nos concierne, no diré como ser hu­mano — pues en verdad Dios sabe lo que se agita tras ese fan­to­che que llamamos el hombre, el ser humano, o la dignidad humana, o cual­quiera que sea la denominación bajo la cual cada uno pone lo que es­cucha de sus propias ideo­lo­­gías más o menos revolucionarias o reac­cio­narias? Preguntamos más bien en qué con­cierne eso a lo que existe, a saber, nuestros cuerpos. Voces, miradas que se pa­se­an, eso es algo que viene de los cuerpos, pero son curiosas prolongaciones que al pri­mer as­pecto, e incluso al segundo o al tercero, sólo tienen pocas re­la­cio­nes con lo que yo lla­mo la dimensión del goce. Es importante lo­ca­li­zarla como polo opuesto, pues ahí tam­bién la ciencia está vertiendo cier­tos efectos que no dejan de comportar algunas apues­tas. Ma­te­ria­li­cé­moslos bajo la forma de los diversos productos que van de los tran­qui­­lizantes a los alucinógenos. Esto complica singularmente el pro­ble­ma de lo que hasta aho­ra se ha calificado, de una manera puramente po­licial, de toxicomanía. Por poco que un día estemos en posesión de un producto que nos permita recoger infor­ma­cio­nes sobre el mundo exterior, veo mal cómo podría ejercerse una contención policial.

Pero cuál será la posición del médico para definir esos efectos a pro­pósito de los cuales hasta aquí ha mostrado una audacia alimentada so­bre todo de pretextos, pues desde el punto de vista del goce, qué es lo que un uso ordenado de lo que se lla­ma, más o menos apro­pia­da­men­te, tóxicos, puede tener de reprensible — a menos que el médico no entre francamente en lo que es la segunda dimensión característica de su presencia en el mundo, a saber, la dimensión ética. Estas ob­ser­va­ciones, que pue­­den parecer banales, tienen de todos modos el in­te­rés de demostrar que la di­men­sión ética es la que se extiende en la di­rec­ción del goce.

He ahí, entonces, dos puntos de referencia: en primer lugar, la de­manda del en­­fermo, en segundo lugar, el goce del cuerpo. De al­gu­na manera, estos confinan con esa dimensión ética, pero no los con­fun­damos demasiado rápidamente, pues aquí interviene lo que muy sim­plemente llamaré la teoría psicoanalítica, que llega a tiem­po, y des­de luego no por azar, en el momento de la entrada en juego de la cien­cia, con esa ligera anticipación que es siempre característica de las in­­ven­cio­nes de Freud. Del mismo modo que Freud inventó la teoría del fascismo antes de que éste apareciera, igualmente, treinta años an­tes, inventó lo que debía responder a la subversión de la posición del mé­dico por el ascenso de la ciencia: *a saber, el psi­co­­análisis como praxis*[8].

Recién indiqué suficientemente la diferencia que hay entre la de­­manda y el de­seo. Sólo la teoría lingüística puede dar cuenta de tal con­cepción, y lo puede tanto más fácilmente cuanto que es Freud quien, de la manera más viva y más inatacable, mos­tró precisamente su distancia a nivel del inconsciente. Pues es en la medida en que está es­tructurado como un lenguaje que es el inconsciente descubierto por Freud.

He leído, con asombro, en un escrito muy bien patrocinado, que el incons­cien­te era monótono. No invocaré aquí mi experiencia, pido sim­plemente que se abran las tres pri­me­ras obras de Freud, las más fun­damentales, y que se vea si es la monotonía lo que ca­­racteriza *la sig­nificancia*[9] de los sueños, los actos fallidos y los lapsus. Muy por el con­trario, el in­cons­ciente me parece no solamente extremadamente particularizado, más todavía que variado, de un sujeto a otro, sino in­clu­so muy astuto e in­genioso, pues­to que es justamente de él que el chis­te *toma sus di­men­siones y su estructura*[10]. No hay un in­cons­cien­te porque habría un de­seo inconsciente, obtuso, pesado, ca­li­bán,[11] in­cluso animal, deseo in­cons­ciente alzado desde las profundidades, que sería pri­­mitivo y ten­dría que elevarse al nivel superior de lo con­cien­te. Muy por el con­tra­rio, hay un deseo porque hay inconsciente, es de­cir lenguaje que es­ca­pa al sujeto en su estructura y sus efectos, y por­que siempre hay a ni­vel del lenguaje algo que está más allá de la con­ciencia, y es ahí que pue­de situarse la función del deseo.

Es por esto que es necesario hacer intervenir ese lugar que he lla­­mado el lu­gar del Otro, en lo que concierne a todo lo que es del su­je­to. Es, en sustancia, el cam­po en el que se localizan esos excesos de len­guaje de los que el sujeto tiene una marca que escapa a su propio do­minio. Es en ese campo que se hace la juntura con lo que he lla­ma­do el polo del goce.

Pues allí se valoriza lo que introdujo Freud a propósito del prin­ci­pio del pla­cer y que nunca se había advertido, a saber, que el placer es una barrera al goce, por don­de Freud retoma las condiciones de las que muy antiguas escuelas de pen­sa­mien­to habían hecho su ley.

¿Qué se nos dice del placer? — que es la menor excitación, lo que hace des­a­pa­recer la tensión, lo que más la atempera, es decir, lo que nos detiene necesaria­men­te en un punto de lejanía, a muy res­pe­tuo­sa distancia del goce. Pues lo que yo llamo goce en el sentido en que el cuerpo se experimenta, siempre es del or­den de la tensión, del forzamiento, del gasto, incluso de la hazaña. Indiscutiblemente hay go­ce en el ni­vel en que comienza a aparecer el dolor, y sabemos que es solamente a ese nivel del dolor que puede experimentarse toda una di­mensión del organismo que de otro mo­do permanece velada.

¿Qué es el deseo? El deseo es de alguna manera el punto de com­promiso, la es­cala de la dimensión del goce, en la medida en que, de una cierta manera, permite lle­var más lejos el nivel de la barrera del pla­cer. Pero ése es un punto fantasmático, quie­ro decir, donde in­ter­vie­ne *el registro imaginario*[12], que hace que el deseo esté sus­pen­di­do a al­go cuya realización no es por su naturaleza verdaderamente exi­gi­ble.

¿Por qué es que vengo a hablar aquí de lo que, de todas ma­ne­ras, no es más que un muestreo minúsculo de esta dimensión que de­sa­rrollo desde hace quince años en mi seminario? — Es para evocar la idea de una topología del sujeto. Es por re­la­ción a sus superficies, a sus límites fundamentales, a sus relaciones recíprocas, a la ma­nera con que ellas se entrecruzan y se anudan, que pueden plantearse algunos pro­­blemas, que no son tampoco puros y simples problemas de inter-psi­cología, sino precisamente los de una estructura que concierne al su­jeto en su doble relación con el saber.

El saber continúa quedando para él marcado con un valor nodal, por aquello cu­yo carácter central en el pensamiento se olvida, esto es, que el deseo sexual, *tal co­mo lo entiende*[13] el psicoanálisis, no es la ima­­­gen que debemos hacernos según un mi­to de la tendencia or­gá­ni­ca: es algo infinitamente más elevado y anudado en pri­mer término pre­cisamente al lenguaje, en tanto que es el lenguaje el que pri­me­ra­men­­te le ha dado su lugar, y que su primera aparición en el desarrollo del individuo se manifiesta a nivel del deseo de saber. Si no se ve que ahí está el punto central don­de arraiga la teoría de la libido de Freud, sim­plemente se pierde la cuerda. Es per­der la cuerda querer reunirse con los marcos preformados de una pre­ten­di­da psicología general, ela­bo­rada en el curso de los siglos para responder a ne­ce­si­da­des extre­ma­da­mente diversas, pero que constituye el residuo de la serie de las teo­rías filosóficas. Es perder la cuerda también no ver qué nueva pers­pec­ti­va, qué cambio total de pun­to de vista es introducido por la teoría de Freud, pues se pierde entonces, a la vez, su práctica y su fecundidad.

Uno de mis alumnos, exterior al campo del análisis, muy a me­nu­do me ha pre­guntado: ¿cree usted que baste con explicar eso a los fi­lósofos, que a usted le al­cance con poner en un pizarrón el esquema de su grafo para que ellos reaccionen y com­prendan?

Por supuesto, yo no tenía al respecto la más mínima ilusión, y de­masiadas prue­bas de lo contrario. A pesar de eso, las ideas se pa­sean, y en la posición en la que estamos por relación a la difusión del len­guaje y al mínimo de impresos ne­ce­sa­rios para que una cosa dure, eso basta. Es suficiente que eso haya sido dicho en al­gu­na parte y que una oreja sobre 200 lo haya escuchado, para que en un porvenir bas­tan­­te próximo estén asegurados sus efectos.

Lo que indico al hablar de la posición que puede ocupar el psi­co­analista, es que actualmente es la única por la que el médico pueda man­tener la originalidad de siem­pre de su posición, es decir, la de aquél que tiene que responder a una demanda de saber, aunque no pue­­da hacerlo más que llevando al sujeto a que se vuelva del la­do opue­sto a las ideas que emite para presentar esa demanda. Si el in­cons­ciente es lo que es, no una cosa monótona, sino al contrario una ce­rradura tan precisa como sea po­sible, y cuyo manejo no es ninguna otra cosa que abrir, a la manera inversa de una lla­ve, lo que está más allá de una cifra, esta apertura no puede más que servir al sujeto en su de­­manda de saber. Lo que es inesperado, es que el sujeto confiese él mis­mo su ver­dad, y que la confiese sin saberlo[14].

El ejercicio y la formación del pensamiento son los preliminares ne­cesarios a una operación así: es preciso que el médico se haya es­for­za­do en plantear los pro­ble­mas a nivel de una serie de temas cuyas co­ne­­xiones, cuyos nudos, debe conocer, y que no son los temas co­rrien­tes de la filosofía y de la psicología. Los que están en cur­so en cierta prác­­tica investigadora que se llama psicotécnica, donde las respuestas es­­tán determinadas en función de ciertas cuestiones, ellas mismas re­gis­tradas en un pla­­no utilitario, tienen su precio y su valor en unos lí­mi­tes definidos que no tienen na­da que ver con el fondo de lo que está en la demanda del enfermo.

Al cabo de esta demanda, la función de la relación con el sujeto su­puesto sa­ber, revela lo que nosotros llamamos la transferencia. En la medida en que más que nun­ca la ciencia tiene la palabra, más que nun­ca se sostiene ese mito del sujeto su­pues­to saber, y eso es lo que per­mite la existencia del fenómeno de la transferencia en tanto que re­mi­te a lo más primitivo, a lo más arraigado del deseo de saber.

En la época científica, el médico se encuentra en una doble po­si­ción: por una par­te, se las tiene que ver con una investidura ener­gé­ti­ca cuyo poder no sospecha si no se le explica, por otra parte, debe po­ner esta investidura entre paréntesis, en ra­zón mis­ma de los poderes de los que dispone, de los que debe distribuir, del plano cien­tí­fi­co donde es­tá situado. Lo quiera o no, el médico está integrado a ese mo­vi­mien­to mun­dial de la organización de una salud que se vuelve pública y, por este hecho, le se­rán propuestas nuevas cuestiones.

En ningún caso podrá motivar el mantenimiento de su función pro­piamente mé­­dica en nombre de un “privado”, que sería del resorte de lo que se llama el se­cre­to profesional, y no hablemos demasiado de la manera con que es observado, quiero de­cir en la práctica de la vida a la hora en que se bebe el cognac. Pero no es eso el re­­sorte del secreto pro­fesional, pues si fuera del orden de lo privado, sería del orden de las mismas fluctuaciones que socialmente han acompañado la ge­ne­ra­li­zación en el mundo de la práctica del impuesto a las ganancias. Es otra cosa la que está en jue­go; es propiamente esa lectura por la cual el mé­dico es capaz de conducir al sujeto a lo que transcurre dentro de cier­to paréntesis, el que comienza en el nacimiento, que ter­mina en la muer­te, y que comporta las cuestiones que van de uno a la otra.

¿En nombre de qué tendrán los médicos que estatuir el derecho o no al na­ci­mien­to? ¿Cómo responderán a las exigencias que con­flui­rán muy rápidamente con las exigencias de la productividad? Pues si la salud se vuelve objeto de una orga­ni­za­ción mundial, se tratará de sa­ber en qué medida ella es productiva. ¿Qué podrá opo­­ner el médico a los imperativos que lo harían empleado de esta empresa uni­ver­sal de la productividad? No tiene otro terreno que esa relación por la cual él es el mé­dico, a saber, la demanda del enfermo. Es en el interior de esta re­lación firme don­de se producen tantas cosas que está la revelación de esa dimensión en su valor ori­ginal, que no tiene nada de idealista, pe­ro que es exactamente lo que yo he dicho: la relación con el goce del cuerpo.

¿Qué tienen ustedes que decir, médicos, sobre lo más es­can­da­lo­so de lo que va a seguir? Pues si era excepcional el caso en el que el hom­bre profería hasta ahora “Si tu ojo te escandaliza, arráncalo”[15], ¿qué dirán del slogan “Si tu ojo se vende bien, dó­­nalo”? ¿En nombre de qué tendrán ustedes que hablar, sino precisamente de esa di­men­sión del go­ce de su cuerpo y de lo que ella ordena como participación en todo lo que le corresponde en el mundo?

Si el médico debe seguir siendo algo, que no podría ser la he­ren­cia de su an­ti­gua función, que era una función sagrada, es, para mí, pro­siguiendo y manteniendo en su vida propia el descubrimiento de Freud. Es siempre como misionero del mé­di­co que yo me he con­si­de­ra­do: la función del médico, como la del sacerdote, no se li­mi­ta al tiem­po que se le dedica.[16]


Sra. AUBRY — Sr. Royer, ¿tiene usted algo para decir antes de la expo­si­ción de la Sra. Raimbault?


Sr. ROYER — Me excuso por volver a tomar la palabra tras la “breve” in­ter­vención del Sr. Lacan.

Pienso que la exposición que acaba de hacer de lo que llamó un “minúsculo mues­­­tre­o” de sus obras, es bastante chocante para los médicos que están en es­ta asamblea, y me pa­­rece bien decirlo, ya que si entendí bien, y si no se me tendió ningún cebo, estamos aquí pa­ra discutir sobre el lugar del psi­co­­a­ná­lisis en la medicina general,[17] y más particularmente so­bre las re­la­cio­nes entre psicoanalistas y generalistas en el seno de un mismo hospital. El pro­­ble­ma me fue planteado así, y tengo el sentimiento de haber caído un poco en una tram­pa.

Acabamos de escuchar una exposición que contiene muchas banalidades — es el pro­­pio autor quien lo ha dicho — y no he sido muy sensible, debo con­fe­sarlo, a los ar­gu­men­tos que ha desarrollado. Aquí estamos, me parece, pa­ra cosas más serias.

Sr. Lacan, nosotros tuvimos, el Sr. Klotz y yo mismo, la honestidad de de­cir, al co­mien­zo de esta mesa redonda, que no éramos psicoanalistas y que no deseábamos juzgar al psi­coanálisis. Hubiese sido honesto de su parte, me pa­rece, reconocer que usted no conocía ni a los médicos, ni a la medicina. Us­ted emitió cierto número de juicios sobre los mé­di­cos que son in­a­cep­ta­bles, y — me permito decírselo — cuando usted hace de nosotros sim­ples “dis­­tribuidores de medicamentos” suministrados por las firmas far­ma­céu­ti­cas, eso prue­ba que usted ciertamente no está al corriente de los inn­u­me­ra­bles problemas con los que es­ta­mos confrontados y que tratamos de re­sol­ver.

Había venido aquí con la esperanza de que pudiéramos encontrar un len­gua­je co­mún, puesto que usted está interesado en los problemas de lingüística... Aho­ra bien, es im­po­­sible encontrarlo sobre este terreno, y debo confesar que con­sidero a esta reunión como un completo fracaso.


Sra. AUBRY — No creo que jamás hayamos considerado al Sr. Royer como un distribuidor de me­di­ca­mentos, y, si trato de precisar el pensamiento del Sr. Lacan, él probablemente ha querido de­­cir que ése era un peligro que ace­cha­ba al médico.


Sr. LACAN — No, no es eso lo que yo he dicho: hablé de la demanda del enfermo.


Sra. AUBRY — Yo creo, Sr. Royer, que la manera con que el psicoanálisis ha si­do puesto al servicio de su equipo de investigación aclarará esta dis­cu­sión, y me gus­taría que la Sra. Raimbault nos diga algunas palabras al res­pec­to.[18]


Sra. RAIMBAULT — Debo decir en primer lugar que mi posición en el ser­vi­cio del Sr. Royer ha estado fa­­­cilitada por el hecho de que él no me ha de­man­dado nin­gún esfuerzo terapéutico, sino que sim­­plemente me pidió que me integrara a su equi­po de especialistas investigadores como otro es­pe­cia­lis­ta investigador. Eso es, pues, en la práctica, lo que le propuse, y lo que he­­mos he­­cho juntos desde hace un año y medio.

Yo adopté de entrada una posición diferente de la del psicoanalista tal como pue­de ca­­­ricaturizárselo como siendo aquél que busca una psicogénesis — de pre­ferencia es­­pe­cí­fi­ca — para trastornos orgánicos o funcionales; mi ob­je­ti­vo era más bien la re­lación médico-en­fermo-enfermedad. En la práctica, me co­loqué en una posición com­plementaria a la de los otros investigadores par­­ticipando en todas las ac­ti­vi­da­des del servicio, ya sea en la sala con las vi­sitas, en el curso de las discusiones cien­tíficas y clínicas dirigidas por el Sr. Royer, o en la consulta externa. Por otra par­te, escuché a padres e hijos con “la oreja analítica”. Es de­cir, con una actitud y re­­ferencias muy di­fe­ren­tes del interrogatorio médico o médico-psi­co­­lógico ha­bi­tual.

En las reuniones semanales del servicio, que agrupan al equipo y los co­rres­pon­­sa­les de París y de Provincia, expuse esas entrevistas de manera tan fiel co­mo fuera po­sible. Es­to reveló a los médicos la importancia del discurso del niño enfermo y de su familia, de­ve­lando un “vivido” de la enfermedad al que no correspondía sino de manera lejana la vi­sión “científica” objetiva que ellos mismos tenían de ella. La di­ferencia entre lo que hemos lla­mado, con el Sr. Royer, la enfermedad endógena (“la enfermedad autógena” de Ba­lint) y la enfermedad vista por el médico, apareció co­mo una de las fuentes de dificultades en la re­la­ción “médico-enfermo”: el diag­nós­tico global que de­­be integrar y articular los cuatro po­los del problema: “niño-fa­mi­lia-mé­di­co-enfermedad” y servir de base a la discusión de la con­ducta te­ra­péu­ti­ca.

En el curso del año, entonces, proseguimos esas discusiones y, con los mé­di­cos, nos pa­reció que podíamos desprender algunas nociones en cuanto a la vi­sión en­dó­ge­na de la en­fer­medad en los padres y en los niños, en los casos de enfermedades cró­nicas letales.

De este modo el equipo de los especialistas hospitalarios es situado por la fa­milia en la posición de “médico de la familia”, a quien ésta demanda una to­ma a su cargo to­tal. La hos­pitalización es el momento de un llamado, que ya ha sufrido nu­me­ro­sos avatares, aunque más no fuese en las anteriores re­la­ciones con los otros mé­di­cos.

La enfermedad real, por específica que sea, es decir deterioro de un órgano o de una fun­ción, vendrá a servir de soporte a toda la fantasmática familiar so­bre la muer­te y la vida. No responder más que a nivel “reparación del ór­ga­no o de la fun­ción” equivale a responder só­lo a nivel del síntoma.

Por otra parte, desde la primera entrevista, los padres dan parte de sus pro­pias in­ves­­ti­gaciones en cuanto a la etiología de la enfermedad considerada co­mo un mal. Aquí remito a los trabajos anteriores de la Sra. Aubry, de la Sra. Bargues, de Va­la­bre­ga. La formulación de los padres va de “eso no tie­ne sentido” a “ése es el sen­ti­do que le damos”. Por cierto, la bús­­queda mé­di­ca sistemática en relación a los an­te­ce­dentes, la falta de información, o la ma­­­la información del público en cuanto a los pro­blemas de nefrología, la im­potencia de la cien­cia médica en ciertos casos, fa­vo­re­cen esta actitud y la ela­boración de los fantasmas en cuan­to al agente res­pon­sa­ble.

La culpabilidad aparece ante todo en esos fantasmas, ya sea expresada di­rec­ta­­men­te: in­fracción de un orden, una ley, una prohibición, o indirectamente por des­pla­za­mien­to, de­ne­gación, proyección. La enfermedad del niño parece pues ser un re­ve­la­dor de la pro­ble­má­ti­ca y del drama familiar, que se ac­tua­li­za en esta enfermedad y se alimenta de ella, pero no es verdaderamente sus­citado por ella. Las dificultades en­contradas por los médicos se sos­tie­­nen en parte del hecho de que ellos no es­cu­chan más que la demanda explícita: “cu­re esta cri­sis”, y no la demanda implícita: “vea nuestro drama”.

En este primer tiempo, hemos descubierto entonces la importancia de los dis­cursos del niño enfermo y de su familia. La cuestión que plantean ac­tual­men­te los mé­di­cos del equi­po es la siguiente: “¿cómo explotar cien­ti­fi­ca­men­te el material así des­cu­bierto?”.

En esta segunda etapa de nuestro trabajo de colaboración, propongo todavía la uti­li­­za­ción del psicoanálisis como ciencia del desciframiento del discurso in­­cons­cien­te y de sus efec­tos. Se trata de localizar, en el discurso del sujeto, los acon­te­ci­mien­tos, las situaciones, las palabras que van a develar su te­má­ti­ca y la articulación de la enfermedad en esta te­má­ti­ca. Tal es nuestra po­si­ción actual.

Aunque hayamos avanzado poco en esta investigación, que, como se los di­je, no da­­ta de más de 18 meses, hemos sido llevados necesariamente a dis­cu­tir sobre pro­ble­mas de prác­tica médica. De este modo, hemos abordado va­rias veces un asunto que­mante en el cur­so de nuestras reuniones se­ma­na­les: el de la información, a dar por el médico a la familia, en cuan­to a la na­tu­raleza de la enfermedad y a su pro­nós­tico fatal. Dos tipos de actitudes se des­­­prenden: unos prefieren advertir a los pa­dres, otros reservan su pro­nós­ti­co hasta el final. El carácter apasionado de las con­tro­versias que tuvieron lu­gar, el hecho de que los ar­gu­men­tos se utilizaban con toda bue­na fe para jus­ti­ficar una u otra de estas actitudes, incitaron a al­gu­­nos a tratar de de­limitar, más allá de esas racionalizaciones, su verdadera determinación, y a re­co­no­cer que cada cual utiliza, ante ese problema específico — es decir, la an­gus­tia de su propia muerte y de la del otro — sus mecanismos de defensa per­so­na­les. De he­cho, que el médico tenga tal o cual actitud no parece ser el fac­tor primordial para el en­fermo y su fa­mi­lia. Más importante parece ser el he­cho de que el médico actúe de­masiado a menudo de la ma­nera estereotipada, en función de sus presupuestos per­sonales.

Para resumir, digamos que a partir de una demanda de los médicos en lo que con­­cier­­ne a la repercusión de la enfermedad crónica sobre el niño y las cau­sas de las di­ficultades de la relación médico-enfermo, el trabajo del equipo se orientó hacia la to­ma en con­si­de­ra­ción del discurso del niño enfermo y de su familia, el análisis de ese material, y la explo­ta­ción que puede hacerse de éste con fines terapéuticos.

Si el niño enfermo y su familia son considerados como sujetos a escuchar, es­te ma­te­­rial no podría ser aislado del diálogo en el cual se inserta. Seremos lle­vados en­ton­ces a es­tu­diar de manera análoga el discurso de los médicos. En efecto, el mé­di­co no puede ser con­si­derado como una máquina de diag­nos­ticar, un robot te­ra­péu­ti­co: es un sujeto tomado, co­mo todos los sujetos, en un discurso inconsciente, que de­termina su respuesta al sujeto en­fer­mo, es decir, su conducta en la terapéutica.


Sr. LACAN — No creo que la Sra. Raimbault, aunque con un estilo di­ferente y que puede ser más placentero para ciertas orejas, haya di­cho co­sas esencialmente diferentes de las que yo enuncié recién.

De todos modos quisiera decir al Sr. Royer simplemente lo si­guien­te: que yo hu­bie­ra creído que se le iba a dar una acogida mejor a mis palabras. Aunque yo haya he­cho de la abundancia del arsenal te­ra­péu­tico el único criterio del pasaje de la me­di­cina a la era científica, lo esen­cial de mi distinción me parecía, pero sin duda es un error, que re­cu­bría la dimensión por la cual, antes de mi discurso, él mismo había di­­cho que se inquietaba, a saber lo que él ha nombrado, en su vo­ca­bu­la­rio, que es de su registro, la enfermedad endógena como opuesta a la en­fermedad exógena. Si com­prendí bien, la enfermedad exógena, es la que es vista desde el exterior, por el mé­dico, desde ese punto de vista que hace un momento llamé científico. La en­fer­me­dad endógena re­cu­bre todos esos problemas que yo indicaba, los de la demanda y del fon­­do que ella encubre. Para poder resolverlos e intervenir allí de una ma­nera apro­piada, no basta con adelantarse en una formación apre­su­ra­da. Al considerar la di­fusión actual de la teoría de la relación mé­di­co-enfermo, vista de una manera más o menos aproximativa como psi­co­analítica, y lo que ella permite en algunos casos co­mo in­ter­ven­cio­nes intempestivas, *en ciertos casos*[19] una no-iniciación es preferible a una demasiado grande.[20]

Sr. WOLF — Quisiera preguntar si el Sr. Lacan no ha revelado in­cons­cien­te­mente — me excuso — una parte del problema que se plantea a los mé­di­cos que se con­fron­tan con los psicoa­na­lis­tas, lo que todavía no sucede muy a menudo en la prác­ti­ca.

Este problema reside en el hecho de encontrarse, de alguna manera, des­po­seí­do (ya que, como lo ha dicho el Sr. Royer, nosotros queremos con­si­de­rar­nos como unos mé­dicos com­pletos, y no como distribuidores de píldoras), frus­trado en esa especie de relación con el en­fermo de la que se tiene la im­pre­sión que el psicoanalista va a des­viarlo. Y, en esta me­di­da, eso puede vol­­ver a las relaciones tanto más difíciles cuan­to que, siendo el análisis, por de­­finición, algo relativamente esotérico (por otra par­te, de nin­gún modo quie­ro decir que eso sea por culpa de los psicoanalistas), los mé­dicos están tan­to más excluidos de éste. Quizá la experiencia de la Sra. Raim­bault res­pon­de precisamente a este problema, en la medida en que es un éxi­to.


Sr. LACAN — Estoy muy contento por la intervención del Sr. Wolf. Ocu­rra lo que ocurra con mi inconsciencia, hay que emplear esa pa­la­bra en el sentido corriente del tér­mi­no, y no es del inconsciente freu­dia­­no que se trata, es siempre una gran in­cons­ciencia servir “así” una ta­jada más o menos transversal de algo que requiere ser expuesto con to­do tipo de escalonamientos.

Volveré a leer el registro de lo que he dicho recién. Creía haber pre­cisado bien, al comienzo, que yo tomaba al pie de la letra la cues­tión del lugar del psi­co­a­ná­li­sis en la medicina. Voy a engordar todavía mi tesis, y así quizá llegará a pasar. La me­­dicina se mantendrá en tan­to que el médico se maneje más cómodamente — in­for­ma­do como pue­de serlo — con lo que he llamado la topología del sujeto. Existen de és­ta esquemas que no he querido imponerles esta noche, y quise so­la­mente dirigirles un discurso que implica la dimensión a donde en­ten­día llevar el debate. Para nada se tra­ta, y en ningún momento, de saber si la cura psicoanalítica está indicada en tal o cual caso, o si ella debe ser más o menos extendida.

En cuanto a pensar que, en sus relaciones con sus enfermos, un psi­coanalista de­be sustituir al médico, quisiera que me corten la ca­be­za si he dicho algo que se apro­xime a eso así sea un poco. Sim­ple­men­te me parecía, dados los datos adquiridos, y he precisado expre­sa­men­te que no todos estaban difundidos, que sería tiempo de que en alguna par­te estos sean, si no difundidos *o enseñados*[21], pero al menos pues­tos al día de la expe­rien­­cia en el marco de una Facultad de Me­di­ci­na.

El carácter puramente didáctico de modulación que más o me­nos, según mis cos­tumbres, dí en esta ocasión a mi voz, no señala de nin­gún modo la tensión de una pa­sión personal, ni siquiera en nombre de una autenticidad o de una sinceridad cual­quie­ra; y justamente, no qui­se emitir un voto que en esta ocasión hubiera podido te­ner el as­pec­to de una pasión así, voto que además seguiría siendo muy gratuito, pues las respuestas que he recibido muestran que es evidente que gran­des obstáculos se opo­nen a la admisión de una idea semejante, la de, por ejemplo, enseñar a los estu­dian­tes de medicina, lo que quiere de­cir un significante y un significado, mientras que todo el mundo ha­bla de lingüística, salvo los estudiantes de medicina, por la sim­ple ra­zón de que no se les enseña.

En cuanto al carácter esotérico de mi enseñanza, las puertas siem­pre han es­ta­do bien abiertas, contrariamente a lo que se practica en otros lugares del psi­co­a­ná­li­sis, y jamás ha sido prohibido a nadie, en todo caso no por mí, asistir a lo que sería exa­gerado llamar mi cur­so, sino a mis comunicaciones y a mi seminario.[22]


establecimiento del texto,
traducción y notas:
RICARDO E. RODRÍGUEZ PONTE

Anexo 1:
FUENTES PARA EL ESTABLECIMIENTO DEL TEXTO, TRADUCCIÓN Y NOTAS DE ESTE TEXTO DE LACAN[23]


· PEC ― Jacques LACAN, «Psychanalyse et Médecine», en Petits écrits et con­­férences, 1945 - 1981, recopilación de fotocopias de diverso ori­gen, que agru­­pa varios textos iné­ditos de La­can, sin indicación editorial. Bi­­blio­te­ca de la E.F.B.A.: CG-254. Esta fuente, en sus pp. 450-454, ofrece la fotocopia, par­cial, del texto publicado en los Cahiers du Co­llège de Médecine, 1966, 7 (nº 12), pp. 765-769. Esta fuente no incluye ni la presentación de la mesa redonda ni el debate posterior.

· LEF ― Jacques LACAN, «Psychanalyse et Médecine», en Lettres de l’École freu­dienne, nº 1, 1967, pp. 34-51. Esta fuente incluye el debate posterior, pero no la presentación de la mesa redonda. Incluye también el artículo de Emile Raim­bault, «Psychanalyse et Médecine: Notes pour une discussion», que no he­­mos traducido pero del que nos hemos servido para orientarnos en el con­tex­to del debate.

· PTL ― Jacques LACAN, «La place de la psychanalyse dans la mé­de­ci­ne», en Pas-tout Lacan, recopilación de la mayoría de los pequeños es­cri­tos, charlas, etc., de Lacan entre 1928 y 1981, a excepción de los se­mi­na­rios, que ofrece en su pá­gina web 
http://www.ecole-lacanienne.net/ la école lacanienne de psy­cha­­na­ly­se: Esta ver­sión, que ofrece tanto la pre­sen­ta­ción de la mesa redonda co­mo el debate posterior, se basa a su vez en el tex­to publicado en los Cahiers du Co­llège de Médecine, 1966, aunque in­di­ca una paginación diferente del mis­mo por relación a la que informa PEC: pp.761-774.

· IyT ― Jacques LACAN, «Psicoanálisis y Medicina», en Intervenciones y Tex­­tos, Ediciones Manantial, Buenos Aires, 1985, pp. 86-99. Traducción de Dia­­na Silvia Rabinovich. Esta traducción, que afirma basarse en el texto pu­bli­ca­do por LEF, no incluye ni la presentación de la me­sa redonda ni el debate posterior.


NOTAS.

[1] Para las abreviaturas que re­­mi­­ten a los di­fe­­rentes textos-fuente de esta tra­duc­ción, véase, al final, el Anexo 1. Las notas, así como lo incluido entre llaves, es de la traducción.

[2] Traduzco según cita en francés el Sr. Klotz. El lector confrontará el párrafo en: Sig­mund FREUD, «Nuevos caminos de la terapia psicoanalítica» (1919 [1918]), en Obras Completas, Volumen 17, Amorrortu editores, Buenos Aires, 1979, pp. 162-163.

[3] Institut de la Santé et de la Recherche Médicale.

[4] Como nota editorial precediendo la primera intervención de Lacan en la mesa re­don­da, LEF informa:

“Es bajo este encabezado {Psychanalyse et Médecine} que se le había pe­di­do a Jacques La­can que participara en una mesa redonda del Co­llè­ge de Mé­de­ci­ne, el 16 de Fe­bre­ro de 1966, teniendo lugar la reunión en la Sal­pê­triè­re.

“En primer lugar, ofrecemos la primera intervención de Jac­ques La­can.

“Ob­servemos que éste se atuvo a que el texto se atuviera es­tric­­ta­men­te al dis­­curso que improvisó. No aportó al registro de la ban­da mag­né­ti­ca más que un aña­­dido, el que se encontrará de la re­fe­ren­cia del sujeto del go­ce a la del célebre mi­­to o Ban­quete: re­fe­ren­cia que sólo hay que en­ten­der, hay que decirlo, por el po­­co lu­gar que tiene en el presente de las preo­cu­paciones médicas”.

[5] Cf. Michel FOUCAULT, Historia de la locura en la época clásica, tomos I y II, Fon­do de Cultura Económica, México. La obra había aparecido en Francia en 1964.

[6] Cf. Michel FOUCAULT, El nacimiento de la clínica, Siglo Veintiuno Editores, Mé­xico. Esta obra ha­­bía aparecido en Francia en 1963.

[7] Así, en LEF. En PEC y PTL: *que es la condición del advenimiento*

[8] Lo entre asteriscos, sólo el LEF.

[9] *el análisis*

[10] PEC y PTL: *ha revelado sus verdaderas dimensiones y sus verdaderas es­truc­tu­ras*

[11] Alusión a Calibán, el esclavo salvaje y deforme del drama La tempestad, de Sha­kes­­peare.

[12] PEC y PTL: *el registro de la dimensión imaginaria*

[13] PEC y PTL: *en*

[14] sans le savoir, también: “sin el saber”.

[15] Cf. Evangelio según San Mateo, 329: “Si, pues, tu ojo derecho te es ocasión de pe­cado, sácatelo y arró­jalo de ti...”.

[16] En este punto, LEF señala: “La señora Aubry da entonces la palabra a uno de los médicos invitantes, cu­ya intervención reproducimos aquí, por cuanto motiva la res­puesta que se le dio tras una intervención de la señora Ginette Raimbault” — pe­ro nosotros seguimos ahora el texto de PTL.

[17] La reproducción fotocopiada que hace PEC del texto publicado en los Cahiers du College de Médecine se interrumpe aquí.

[18] PTL no reproduce las palabras de G. Raimbault.

[19] *a veces*

[20] En este punto, LEF señala: “Aquí, una nueva intervención permite a Jacques La­can otra respuesta.” — La nueva intervención, que PTL tampoco reproduce, es la que sigue, del Sr. Wolf.

[21] Lo entre asteriscos, sólo el PTL, no en LEF.

[22] Al concluir la intervención de Lacan, LEF informa:

“Fue la Señora Aubry quien había propuesto al Collège de Médecine la invitación a donde todo esto tuvo lugar.

“Jacques Lacan rinde aquí homenaje a la serenidad sin des­fa­lle­ci­mien­tos con la que la Señora Aubry supo hacer frente a la manera en que es­ta invitación fue comprendida: de una y otra parte.

“Le agradece haber mantenido el principio de una publicación no co­rre­gi­da de las intervenciones y haber obtenido su comunicación casi in­te­gral.

“Para decir todo, es gracias a ella, como conserva aquí su in­di­ca­ción la pri­me­­ra frase, que Jacques Lacan pudo sortear sin siquiera pre­ca­ver­se la “trampa” que sin duda es el accesorio en curso en este tipo de co­lo­­quio, puesto que no se ve có­­mo algo parecido habría podido llegar al pun­to en que se testimonia haberlo sen­­tido tan vivamente, sino que lo haya de­jado en el aire”.

[23] Este texto fue también publicado en Le bloc-notes de la psy­chanalyse, nº 7, 1987, pp. 17-28, al que no hemos tenido acceso.