El coño de lrene
LOUIS ARAGÓN
No me despertéis, hostia, puercos, no me despertéis, cuidado que muerdo lo veo todo rojo. Qué horror otra vez el día otra vez la perrera la inestabilidad la acritud. Quiero volver a entrar en el mar ciego basta de relámpagos qué significan esas tormentas continuas quieren hacerme vivir la vida del trueno han cambiado mis orejas por chapas hay explosiones de grisú en cada respiración de mi pecho mis mineros huyen hacia las galerías de angustia estalla estalla más y mejor. Pero no es la claridad es la dinamita.
Atraviesan con espadas mis párpados hunden dedos en mi garganta frotan mi piel con la grava del despertar. No arranquéis mis uñas sumidas en el mantillo de los sueños mi piel se pega a la sombra la noche está en mi boca mi sangre no quiere fluir. Duermo rediós duermo.
Brutos voy a gritar grito brutos hijos de cerdas enculados por los reclinatorios abortos de calzoncillos sucios fangos de los cagaderos carreras en las medias de las putas sapos domésticos mucosas purulentas pulgas chinches dejadme pelanduscas de rododendros pelos de axila candelas esquiladas de pulgas supuraciones de ratas virutas virutas negras deyecciones dejadme os mato os machaco os arranco los cojones os mastico la nariz os pisoteo.
Muerte muerte pues me despertarán me despiertan. A mí las cascadas las trombas los ciclones. El ónice en el fondo de los espejos el agujero de las pupilas el duelo la suciedad la fotografía las cucarachas el crimen el ébano el buyo los carneros de Africa con cara de hombre la clerigalla a mí la tinta de las sepias la grasa negra el tabaco mascado los dientes cariados los vientos del norte la peste a mí la basura y la melancolía la pez espesa la paranoia, el miedo a mí desde las tinieblas sibilantes desde las cabalgatas de incendios de las poblaciones de carbón y las turberas y las exhalaciones maloliente s de los trenes en las ciudades de ladrillo todo lo que se parece al afeite de las noches sin luna todo lo que se desgarra ante los ojos en manchas en moscas en carbonillas en espejismos de muerte en aullidos en desesperación escupitajos de cachú cangrejos de regaliz furias residuos mágicos moscateles focas oro coloidal pozos sin fondo.
A mí la oscuridad.
Culos cacas vómitos maricas maricas cerdos podridos castañas de Indias salmuera de orina excrementos escupitajos sangrientos reglas puaf sudor de orugas cola moco baba vosotros vosotros pus y semen viejo abominables saníes hinchazones vejigas reventadas coños mohosos blandengues merdosos eructos de ajo.
¡Si habéis amado aunque sólo sea una vez en la vida no me despertéis si habéis amado!
*
Al dejarme la mala situación de mis negocios en una indigencia casi completa, la obsesión de una terrible historia que me habría gustado olvidar más aún que la miseria me hizo aceptar la invitación de unos parientes que vivían en provincias. C..., donde desembarqué con mis fantasmas no me ofreció precisamente la diversión que esperaba. Estoy poco hecho para la vida de familia. La reduje al mínimo. Me veían a las horas de las comidas. El resto del tiempo lo empleaba en paseos, y más todavía en largas divagaciones en mi habitación, lejos de la ventana, por la que sólo veía un siniestro trozo de calle vacía, bordeada por esas grises casas que llevan en el rostro todo el desabrimiento del levante francés. La ciudad se acostaba temprano, se levantaba temprano, justo para despertarme con los golpes de las persianas, pues al acercarme a la ventana ya no veía ni un alma viviente en las aceras, excepto los ordenanzas de los oficiales de artillería que paseaban los caballos con aspecto acecinado de fámulos. Los tres o cuatro cafés no abrían más que hacia las once, hasta entonces te echaban agua sucia a los pies con el pretexto de fregar el suelo, luego volaba la arena, la recibías en las encías con rápidos perdón-disculpas; eran lugares piojosos, cuyos asientos desfondados habrían podido aceptarse, de no ser por la mugre increíble de las mesas y el luto realmente inquietante de los espejos que las moscas habían convertido en uñas innobles, semejantes a las de los camareros. El más accesible de esos lugares de solaz estaba en una plaza arisca, no muy lejos del barrio militar, un establecimiento en el que había terciopelo rojo y adornos en los marcos de los espejos. Aun así te ensordecía rápidamente el ruido del billar, pues la sala por desventura tenía un inoportuno eco, que aplaudía las carambolas. Después de dos estancias en ese edén, empecé a reconocer los rostros de los habituales, cinco o seis personas, entre ellas tres oficiales y sus amiguitas que era como si no estuvieran. Grandes explosiones de voz me revelaron rápidamente la horrible verdad de los cotilleos en C... La llegada de un nuevo recaudador de impuestos dio pasto a la conversación durante tres días. Supe que la mujer del profesor Tal no tenía nada de honorable. Se chismorreaba sobre la mujer de un relojero pero no se aseguraba nada preciso. En cuanto a la funcionaria de Correos, habían visto a alguien saltar su ventana, y podrían decir hasta su nombre, no era un misterio. Dejé de ir al café.
Durante cierto tiempo todavía me dediqué al campo y a los bosques. Luego sentí por ellos un violento asco y me confiné en la habitación. La prodigiosa longitud del tiempo, la horrible puntualidad de las comidas, la lectura de lo que encontraba en la biblioteca de la casa, y sobre todo un recuerdo que se encarnizaba, me dieron unas rápidas ganas de huir de aquel infortunado lugar. Pero, ¿con qué medio? Todo radicaba en una imagen que me poseía y que estaba decidido a apartar definitivamente. Lo único que podía reprochar a esa mujer, ¿no es cierto?, era el que no me amara. Incluso si creyó amarme. Incluso si lo dijo. En fin, dejémoslo. Era tan increíblemente semejante a una perla. Físicamente. El resplandor de una perla. Para apartar ese oriente intenté pensar en otras mujeres. Volví a salir, a mirar. ¡Vaya una faena! La provincia francesa. La fealdad de las francesas. La estupidez de sus cuerpos, de sus cabellos. Agua de fregar. En fin.
E! diablo era esa maldita polla. Primero, como si nada. No importa un comino. Y luego transcurre el tiempo. Pasa a ser un peso. Levantarse, sentarse. A mí me marea. No exactamente, sino que después de la comida, una... un malestar digestivo, una necesidad de moverse penosamente. Tengo sin embargo un temperamento muy tranquilo. Regular. Nada del otro mundo. Lo más lejos posible de las hazañas amorosas. Una vez hecho eso, no siempre tengo ganas de hacer lo. A veces no se me acaba de poner dura. Pero qué mal soporto la continencia prolongada. Es quizá cosa de la circulación. Mientras tanto me va demoliendo. Imposible pensar en lo que sea. Realmente, en C..., mejor habría sido hacerse pajas. Para lo que se veía en materia de muslos. Amantes de oficiales, que se aburren mientras sus porta-cojones se someten al ejercicio. Habría tenido que invitarlas a beber, y darles conversación. Así me habría informado sobre la guarnición. De todos modos ya estaba harto de las falsas intrigas, de las virtudes hueras, de las prohibiciones en chapa. No, no tenía paciencia. Mejor habría sido hacerse pajas. Muy fácil decirlo, es probable que a ustedes les arregle las cosas. Yo, entonces, me la meneaba un poco y luego, como en aquella condenada habitación no había aire, me asomaba a la ventana, escrutaba la calle. ¡Ah, la inspiración amorosa no subía de la calle con aquel mezquino olor a cocina que caracteriza nuestra heroica Lorena! Ya podía mirarme al espejo, de frente, de tres cuartos, de perfil. Pasarme la mano por los cojones. Apretarme el pito hasta llorar. Soy así, hay que aguantar el tipo. Me quedaba con ese apéndice congestionado, terriblemente ridículo. Me miraba con vergüenza. Y cierta rabia. Me metía pañuelos mojados en el pantalón. Regularmente las horas de las comidas me sorprendían en una postura imposible, y tenía que hacer toda una gimnasia para poder bajar a la mesa sin ofender elementalmente el pudor familiar.
Un sueño dio una pequeña tregua a sobrexcitación tan continua: seis mujeres austeramente vestidas hasta la cintura me habían rodeado mientras yo me entretenía en anudar las cuerdas que sostenían el andamiaje de una casa en construcción a una anilla a la que también había atado un caballo. Habían hecho un corro a mi alrededor, inclinadas, pasándose una a otra el brazo alrededor de la cintura para, con la mano izquierda, llegar a toquetear el botón de su vecina, mientras sus lenguas meneaban por la derecha los culos de las que se retorcían para tocarlas. En mi sueño eso era totalmente natural, y todo daba vueltas. Y las chicas me rozaban con sus vulvas hinchadas. Yo, con unos calzoncillos pequeños de tela, me sentía alcanzar un volumen mitológico. Una vieja que estaba ahí, y que llevaba un rosario adornado con múltiples medallas religiosas, me agarró el miembro con la boca, y me desperté en la mayor confusión.
Hay como para dejarte con resaca. Luego, esa molestia en las sábanas, los pelos que se pegan, y el rato que pasa antes de tomar la decisión de levantarse y lavarse. La tregua no fue ni de veinticuatro horas. Además de una horrible impresión de desperdicio, de asco y de todo lo que se quiera. Al cabo de tres días, otro sueño. Acostado en mi basura decidí ir al prostíbulo.
Las bromas familiares sobre aquel honorable edificio me habían dado a conocer el nombre de la calle en la que se encontraba. Lo descubrí fácilmente en el barrio más pobre de la ciudad barrio obrero de cuya moralidad el municipio no se responsabilizaba, ya que no estaba habitado a la burguesa. Era un barrio de casas vacías. Hombres y mujeres trabajaban durante el día en las fábricas. En una calle muy curva vi la casa, que no tenía sobre esa calle más que dos ventanas con rejas y una pesada puerta con clavos al final de una larga pared gris. Una verdadera cárcel, de no ser por el farolillo. Era temprano después del almuerzo. La sustituta de la Madame, una mujer desgarbada, me pidió excusas por presentarme sólo tres chicas: dos estaban comprometidas y otras dos aún hacían la siesta. Un insulso olor a pitanza se arrastraba por la piel de las chicas. Un triste mes de agosto que sabía a cebollas tiernas. Tedio. La más gorda de las tres hacía melindres con un echarpe, tenía el aspecto de una gran mierda que se estremece. De un rubio pútrido. Y manitas cortas que no se habían lavado después de comer. Debía de ser de las que se atracan. En cuanto a la segunda, era lo que suele llamarse una soñadora, porque tenía una gran mandíbula que cerraba mal. Sus zapatitos incomodaban visiblemente sus enormes pies de criada. Debía de tener callos. Preferí la tercera. Hubiese sido castaña sin el agua oxigenada, que, mal aplicada, dejaba adivinar en las raíces de los cabellos un secreto relativo. Una cabecita de gata que ha fornicado con una rata, encima de un cuerpo mal cuidado que debía saber a fosfatina Fallieres: no me dejó insensible. Por lo demás, yo estaba empinado como una estaca desde hacía dos horas. Me llamó gatito lindo a pesar de mi aspecto esquelético, y me escupió en seguida en la boca con gran amabilidad. Las otras damas habían vuelto a sus ocupaciones, una hacía ganchillo, la otra leía La Vie de Guynemer de Henry Bordeaux. Subimos. Mi compañera precisamente se aburría mucho, no le gustaba leer, no sabía hacer ganchillo. Así que yo había llegado en buena hora. Hacía valer al mismo tiempo el jarrón de porcelana naranja y oro, adornado con grandes lirios de tela que se abarquillaban enseñando el alambre, y sus pechos, que llevaba ya muy juntos, y que acercaba con una mano hasta que casi se tocaran, porque creía que aquella mezquindad natural era su mejor atributo. Su pubis quedaba bellamente sombreado por unos pelos que habían conservado su color natural. Los labios un poco largos colgaban. Para un cuerpo bastante largo, los hombros eran muy redondos, y el cuello empezaba apenas a marcarse de pliegues grasos, exagerados por la crema. En la cama tuvo de repente el aspecto de un plato de macarrones. Se aburría, quería hacer fantasías. Me enseñaba su culo con aire pícaro. Se ponía boca abajo.
Pataleaba, y decía: te excito, ah cerdo, etc. Era inútil. Nada me hacía ya el más mínimo efecto, habría seguido teniéndola tiesa aunque sonara un cañonazo. Dijo que quería ponerse a tono y me agarró cuando me corría, con el pantalón caído y puestos aún los zapatos. Desde la cama donde se había echado, convertida en un animal, acercó su boca, en la que vi un diente azul, debido a un empaste barato. Su lengua aún no había alcanzado el miembro que su mano agarraba enérgicamente, cuando el semen le saltó a los ojos. Yo apenas había sentido lo que pasaba allí. Vamos, que eso no valía más que un sueño.
Ella se picó. Habría que volver a bajar, bostezar. Se aseaba con el agua preparada en el bidet. Se oía un ruido al lado. «Les va bien en la otra habitación» dije, por decir algo. Mi compañera se encandiló como un fuego de artificio que súbitamente comprendiera lo que escribe en el cielo. Apretó una vez más sus pechos, los habría cosido juntos, y me hizo una señal para que la siguiera. Me condujo a la puerta, miró por el agujero de la cerradura, y me explicó:
«Es la ninfómana, así la llaman. Le va tanto la marcha que ya ha tomado por costumbre montárselo con tres a la vez; fíjate, mira». En efecto, a duras penas se distinguía en la cama a un artillero desaliñado, acostado de espalda, al que cabalgaba una chica gorda de pechos colgantes, con michelines y un cuello largo de exoftálmica, grandes ojos y una boca pequeña en forma de sablazo. Se agitaba como una perdida. Frente a ella, los otros dos clientes, dos reclutas sin frente ni mirada, con aspecto estúpido, se hacían tranquilamente una paja sentados en las sillas a la espera de su turno. «Ya te digo, le va la marcha, y aunque los clientes pagan menos, como son más las cuentas salen mejor. Todo el mundo sale beneficiado. Menos nosotras. Pero está en los papeles de la Madame. También le van las tías, ya me entiendes. Ya te digo que no para. Llega a resultar asqueroso. Cuando no tiene a nadie, se toca. No es una mujer, es un río. Reconoces las sillas en las que se sienta por las manchas. Incluso en la mesa, chico. Yo me sentaba a su lado y tuve que cambiarme, se me revolvía el estómago.» En la habitación, uno de los militares sentados se impacientaba. Se veía su cara de cerdo con una pequeña lluvia de sudor que, por un fenómeno simpático, reproducía un rocío análogo muy visible sobre el culo regordete de la ninfómana, cuyas ligas azul claro me llamaron la atención. El hombre se levantó y, pesadamente debido a sus botas, se acercó a la cama, donde su compañero gruñía, tan atónito de gustarle tanto a una puta que olvidaba moverse.
Ella, por su parte, se retorcía por dos. Noté también que, encima de la chimenea, el mismo jarrón contenía lunarias en lugar de lirios, y, anomalía sin precedentes que yo sepa, en la pared un calendario de las Galerías Nancéennes permitía casi distinguir el día del mes.
El impaciente había agarrado a la mujer que se retorcía. «Acaba de una vez, me haces cosquillas» y redoblaba con mayor vigor los golpes de culo. Eso tentó al intruso, y pude verle con increíble precisión, con una rapidez que tenía algo de milagroso y probablemente algo de la excelente instrucción pirotécnica de los cuarteles de C..., saltar sobre el edredón sin soltar ni su polla ni a la mujer, ni tampoco desenvainar ésta, que estaba bien clavada encima de su pareja, y con el mismo movimiento introducir la polla entre las nalgas de la tunanta con tal suerte que la metió a la primera en el culo, mientras que su dueño, deslizándose un poco para atrás, se encontró sentado al pie de la cama, con las piernas estiradas a lo largo del primer ocupante, acariciándole los sobacos con las botas. Este pegó un grito, y el trío vaciló mientras la chica, en la gloria, brincaba sobre los dos pitos, que soltaban continuamente su inquietante semen habitual. El tercer hombre seguía entreteniéndose con un gesto amplio y despreocupado. La ninfómana le llamó. «Psst, chato, sube a la cama. No, delante. Sí. Quédate de pie, dobla un poco las rodillas. No eres muy alto.» Se dispuso a chupársela.
La postura era lograda. Dejé de mirar. «¿Qué?», me preguntó la chica haciéndome cosquillas, «¿no te animan un poco estos truquitos?» Nada de nada. Volví a subirme los pantalones. ¡Qué condenada tristeza la de todas esas realizaciones del erotismo! Pienso en la torpeza de los perros de la calle, achuchándos e e intentando ensartarse más y mejor. Los perros del cuarto de al lado llevaban botas, eso es todo. Y luego todo vuelve a caer en la misma vulgaridad arquitectónica. Cuando ya han construido una pirámide con sus cuerpos, se les ha acabado la imaginación. Todos descargan, un poco al azar, y al final el pelele múltiple se deshincha y se aplana en el sudor, los pelos y el semen. Grotesco globo. ¡Cuando pienso que no hace mucho estas máquinas estaban de moda en el mundillo! Pero es que entonces eso se hacía artísticamente. Era de muy buen ver construir una catedral. Hasta se cuenta que, una noche, personas cuyos nombres se mencionan en todas las conversaciones organizaron en su residencia particular ¡una reconstrucción de la catedral de Chartres, sin olvidar ni una sola ojiva! Se veían obligados a cambiar continuamente los contrafuertes, y no esperaban a que se colocara la última piedra para hacer lo suyo.
Mi compañera no tenía ganas de volver al salón. Le gustaban las habitaciones, a la pobre le parecía eso muy chico Y le prohibían permanecer en ellas entre dos clientes con el pretexto de que eso no se hacía en una casa como Dios manda. «En el fondo, te comprendo, a mí tampoco me gustan todos esos tinglados, pero ¡si vieses la otra habitación!» Se arrepintió enseguida. «No, no, no puedo enseñártelo. Un hombre tan educado (me ha elegido dos veces) ¡y con su reputación!» Dejé de vestirme, la última frase me interesaba. Me hizo jurar que yo era un extraño de paso por C... y que no conocía a nadie, luego me arrastró a la segunda puerta a la izquierda, donde tras un tapiz hábilmente deshilachado por una curiosidad que ya debía de ser habitual, una pequeña mirilla permitía ver lo que sucedía al lado, sin que el cliente, demasiado confiado en la virtud de los tapices Gobelins, pudiese sospecharlo. Vi en primer lugar a una mujer que me pareció incontestablemente la más bella de todo aquel indiscreto tugurio. Era una flor silvestre, morena, con los pechos pequeñitos, cuyos pezones eran tan largos como cigarros puros.
Tenía unas caderas muy anchas y unas nalgas absolutamente redondas. Las medias negras sentaban de maravilla a sus piernas finas y agitadas. Jugaba con unas chinelas pequeñas y rojas que se sacaba y volvía a ponerse sin parar, mientras miraba desnudarse a su cliente. Este, un hombre rechoncho que empezaba a perder el pelo, se giró. Tenía una gran barba rubia en abanico. ¡Vaya por Dios, era el alcalde de la ciudad, al que había visto una noche en casa de mis parientes! «Todo un señor», explicaba mi cómplice, «no siempre puede ir a París, lo entiendes, ¿no? Entonces viene aquí, pero todo queda entre nosotros. Mantener a una fulana, aquí, es imposible. Además de que cuesta lo suyo, ya no lo votarían. ¡Caramba, en su situación!» De momento, el alcalde, con la camisa por fuera, extendía un hule doblado. Me extrañó: «Ya lo verás tú mismo. Tiene una pequeña dolencia. Cuando goza, ¡vaya!, pues que caga; oh, no mucho, pero un poco. No puede aguantarla. Una caquita blanda y líquida. Como la de un niño. Ya verás». Pues no, no lo vería, me levanté y me aparté del puesto de observación. Tuve entonces que soportar mil arrumacos cuyo objetivo comprendí muy bien. El dinero se deslizó en el zapato, yo a la calle. .
Esta breve excursión no arregló nada: dormí tranquilo una noche. Al día siguiente, todo volvió a empezar. Con el inconveniente de que regresar a aquel lupanar me daba asco. Y además no tenía ganas de ' ser exhibido a los vecinos a través de cerraduras o mirillas. Volvieron los sueños. Algunas escenas familiares acabaron con mi humor. Hubo un pequeño lío por un tenedor desaparecido y yo. me puse del lado de la criada. Para mayor desgracia, la criada era vieja y fea, y olía mal.
*
Lo que pienso, naturalmente, se expresa. El lenguaje de cada uno con cada uno varía. Yo por ejemplo no pienso sin escribir, quiero decir que escribir es mi método de pensamiento. El resto de las veces, al no escribir, sólo tengo un reflejo de pensamiento, una especie de mueca de mí mismo, como un recuerdo de lo que es. Otros se remiten a distintos procedimientos. Por eso envidio mucho a los eróticos, cuya expresión es el erotismo. Magnífico lenguaje. Realmente, no es el mío. .
Pese a lo que pienso de lo limitado de la experiencia erótica, de la indefectible, de la inevitable repetición de un tema elemental y perfectamente reductible a toda otra acción indiferente, siento el más profundo respeto por aquéllos para quienes esa limitación aparece como la libertad misma.. Son los verdaderos amos del mundo físico, los perfectos ejecutantes de una especie de metafísica de obras notables en la que se resume, para mí, espectador, todo tipo de moralidad. Que aquel que no haya soñado con la idea de una muerte en plena fornicación me interrumpa aquí. Todo lo que en las complicaciones posibles de la voluptuosidad, resulta irremediablemente pobre para los desgraciados individuos de mi temple, tiene para otros, ya lo sé, el prodigioso valor metafórico que yo sólo concedo a las palabras. Quiero decir que soy víctima de las palabras. Estoy probablemente cerrado a esa poesía particular e inmensa. Lo sé. De ahí lo terriblemente finito de mis sensaciones y, peor aún: de mi vida. Erotismo... esa palabra me ha llevado con frecuencia a un campo de reflexiones amargas. Paso por orgulloso. Dejémoslo. En la época de la que hablo, ante un mortificante papel pintado de flores, me dejaba llevar en la soledad de mi habitación por largas divagaciones sobre las cosas del erotismo y su importancia para mí. La idea erótica es el peor espejo. Lo que se revela en él sobre uno mismo estremece. El primer maníaco que apareciese, cómo me gustaría ser el primer maníaco que apareciese. Ese deseo me decía mucho sobre mi concepción profunda de toda verdad. No me gusta demasiado pensar en la aventura sexual de nadie, y sin embargo tengo que reconocer que la mía ha sido intensa. La lectura de los diarios nos da a conocer de vez en cuando historias bastante incompletas que van desde el trivial crimen pasional hasta excesos que nos dejan estupefactos, desviaciones que, a mí, me sumergen en abismos de añoranza y ensueño. Entonces me comparo, entonces dejo de sentirme orgulloso. No soy un mago, no hago esta constatación sin tristeza.
La magia del placer es quizá la más extraordinaria, con lo que supone de material, de maravillosamente material. Y su sanción turbadora, el semen parecido a las nieves de las cimas.
Me gusta... esas palabras me detienen. Aunque no me gustase, daría lo mismo. Involucrar en esto a alguien a quien nada parecía involucrar en aquel momento, alguien que fue para mí, hoy lo sé, mucho más de lo que quería creer. A ti me dirijo, amiga mía, s mi muy querida amiga, a ti cuyo nombre no puede figurar aquí, ya quien en medio de semejantes consideraciones le parecería muy oportuno extrañarse de que yo me atreviera siquiera a aludir a su existencia, a las extrañas relaciones que, no obstante, en otro lugar, y probablemente para siempre, nos unieron, que unieron algo de ti y algo de mí. Me las arreglaré para que esto caiga en tus manos. No te lo llevaré para que lo leas, tal como me gustaría. No, conozco el camino. Alguien, que no seré yo, inconscientemente, te enseñará esto, y tú lo leerás. Lo leerás a solas. Y al principio creerás que me dirijo a otra. ¿A quién, en realidad? ¿No reconoces cierto tono, que perdí desde que ya no hablo contigo, desde que ya no hablo contigo realmente? Es propio de tu carácter el no reconocerlo de inmediato. Sin embargo, cuando te recuerde el precio que ponías a un abandono muy particular, que las demás mujeres consideran como un favor mínimo, cuanto te recuerde que te había confesado cuán precioso me era ese favor, más precioso que todo lo que después de todo esperaba, esperaba terriblemente de ti, cuando te recuerde el lugar público en el que aquello que no es nada para el mundo se hizo, y el alboroto, los vecinos, la insípida orquesta, el dorado de las columnas, las copas sin tocar ante nosotros, mi larga espera, entonces cómo te atreverías, tu nombre casi se me escapa aquí, un nombre como el viento cuando cae a tus pies, ¿cómo te atreverías a no reconocerte? Era por ti por lo que, en medio de las inquietudes físicas, estaba única, y puramente, hechizado. Descansabas tus manos muy frías sobre mi frente. Solitario, sentía tu presencia.
Volvías. Extraño pensamiento, me parecía que por eso estabas muerta, y tenía terribles aprensiones a las horas del correo que me impedían acudir cerca de tu pálida imagen. ¡Cuánto traicionan las palabras! No quería hacerte creer, al decir tu imagen, que la veía. No. ¡Si al menos te hubiese visto! Desesperadamente intentaba a veces verte, cerrando los ojos, abriéndolos por el contrario de par en par en la sombra del cuarto. Pero ahí estabas tú de pronto. Tu manera de andar. Tu vestido. Era como si eligieses para venir precisamente el momento en que escribía en mi pequeña mesa, teniendo ante mí sólo la pared. La habitación con todos sus rincones, y el aura azulada de la alfombra, te pertenecían entonces por entero. Sabía que, a mis espaldas, ibas y venías, muda. A veces te acercabas a mí. Mi corazón latía. Sabía que volverme era desvanecerte. No me volvía. Escribía. Poco a poco te envalentonabas. Sentía tu aliento. No me volvía.
¡Que extrañas citas tácitas! No había razón para fijarlas. Por mucho que hubiese querido hacer trampas contigo no hubiese podido. Si me hubiesen pedido entonces que dejase aquel rincón maldito de provincias... para ser del todo sincero, me hubiese ido, te hubiese dejado. Pero nadie, y menos tú, menos tú, puede valorar qué desesperación habría comportado eso para mí. Las largas veladas bajo la débil luz te devolvían aún, pero cambiada. Ya no eras aquella compañera de sobremesa, aquella presencia sinuosa que sin decir palabra vuelve a poner orden en los objetos esparcidos. Estabas más triste, más distante. Jamás te acercaste a mí en las tinieblas. Ni pensé en pedírtelo.
Una noche, sin embargo, estaba más cansado que de costumbre, y tú no venías. ¡Cuánto me irrita decir tan groseramente lo que bien podía prescindir de todos los términos que acompañan los desplazamientos humanos. Venir. Se trataba efectivamente de venir. Sabía muy bien que no vendrías, que no vendrías nunca. Sin embargo, a veces estabas ahí, a veces no.
¿Venir? Se llega a perder el sentido de las más triviales condiciones. Súbitamente tu persona ausente sufría un eclipse singular, como si ella misma se hubiese oscurecido. Volvías a desaparecer, sin haber aparecido aún. Yeso por el efecto de tus ojos que no llenaban tan sólo mi memoria, sino la habitación, la habitación real, con sus sillas, la cama, las paredes, el , techo, mi maleta. Tus ojos desmesurados. Hoy no sé, aunque a veces me encuentre contigo, de qué color son tus ojos. Sí, olvidé tus ojos hasta el punto de que volver a verlos me resultaba hasta ese punto indiferente. Indiferente.. Oh, no, las palabras no expresan mejor el amor que la muerte del amor. Tus ojos eran aquella noche de un azul muy pálido y en uno solo de sus reflejos anidaba la habitación, en la que no escribía.
*
Así pues, escribía. El tiempo debía quemarse por alguna piedra infernal. La única que conozco es el pensamiento, y dije que escribir es mi único método de pensar. Escribía. Siempre envidié a los eróticos, esa gente libre. Ellos no escriben. Yo no esperaba del tiempo más que la definitiva desaparición del tipo de obsesión que me atenazaba. La miseria, y una terrible nostalgia. Podía esperar un poco de dinero hacia el final del verano. Había que aguantar hasta entonces, físicamente, intelectualmente. Escribía. Seguía lo que ocurría allí, como el viajero mira sin gran alegría, por la ventanilla de un vagón, desfilar un paisaje interminable, en el que todo se sostiene, varía, y finalmente vuelve a encontrarse igual que antes, en el que todo se reduce a una tira de postales desplegada. No tiene la ilusión de haber elegido aquel lugar entre mil para escudriñar sus aspectos soporíferos. Yo no tenía esa ilusión, y sin embargo no desviaba mis ojos del papel en el que se deshilvanaban las cotas de valores imaginarios. Una gran confusión me devolvía a una región que iba haciéndose precisa. A través de las nieblas lentamente disipadas, un rostro tendía a oponerse a mis obsesiones, un rostro irreal, y no el más bello, sino un rostro que provenía de una manera de ser anterior, muy similar, una cierta fuerza de conjuro. A su alrededor, los elementos de un mundo se organizaban. Extraño entramado. Me remitía a la época en la que por primera vez me había montado ese escenario, situando en él varios espectros de los que la mayor parte jamás había tomado cuerpo. Me encontraba allí lo mismo que hoy. Ya el aislamiento, la tristeza, la imposibilidad de establecerme, de admitir una suerte, entre tantas otras que tampoco hubiese querido. Ya sufría el agobio particular de un cuerpo inoportuno, que se encaminaba hacia preocupaciones que creía más altas. Ya, con algún subterfugio, trataba de transformar esa extenuante y estúpida alucinación para convertirla en sustrato de alguna aventura experimental, ya qué marranada, qué miseria de los sentidos, hostia, qué jodida vida. Era hace dos años, tres años, qué más da. Finalmente lo había dejado todo, así lo creía, en las semanas anteriores. El campo. El campo, pese al sol precoz de aquel año, me sentaba mal.
Mirar revolverse el agua en aquel río muy frío, donde iba a bañarme; a las horas en la hierba ya alta, tumbado de espaldas, esperando la noche; las primeras moscas; la noche por fin, con su gran aroma violeta. Una cabeza no puede permanecer vacía. A lo largo de los caminos por los que caminaba, recorriendo pequeños valles sin carácter, había una especie de albergues con calvados. No en todos la sirvienta era habladora. Los cromos de calendario acaban hartando. Encima del papel a cuadros que te dan con parsimonia, emprendí el juego de nuevas compañías. Mis frases me arrastraban. Eran lo bastante largas como para acarrear en sus pliegues algunos nombres de pila que no evocaban nada y que luego volvieron con menos modestia, que por fin se despertaron. Así es como, en casa de un carretero que se llamaba Gentil-Daniel, conocí a Irene.8 Apareció en la concavidad de un período, de repente. A partir del viento, se había montado una especie de escena que hubiese podido continuar. Fracasó ante aquella mujer. Pensé largamente en aquella mujer.
En C..., releyendo lo que seguirá, me puse a pensar otra vez en ello, y pasé así del poder de un fantasma al de otro fantasma. Pero este último, a través de los años de olvido, se había enriquecido con un cuerpo particular. Era sin duda todo lo que no acompañaba los ojos de cuya mirada desproporcionada huía por la noche, todo lo que no se parecía a aquellos cuerpos ocasionales que hubiese encontrado atravesando la ciudad. No era en absoluto un ideal. ¿Cómo no cambié?
*
En la cocina, la gente intercambió sus miradas.
Un gran viento que salía de la mar hueca y negra, que salía de la mar llena de ahogados desnudos, un gran viento levantó, hinchó la cortina de percal con un repentino ruido de risas en la gavia. Habíamos visto malas caras por la carretera: caras de polvo, iracundas. Una noche sobrenatural coge de repente el paisaje por la garganta de las colinas saladas en los bajos fondos de las ciénagas donde yerra, es sabido, el difunto grisú que, lo juro, es el alma aparecida de los encenagados o, para ser justos y remitir la opinión pública a todos los que piensan haber sacudido para siempre el escuálido manto de las supersticiones, la combustión inexplicada y detonante del gas metano de las turberas, y no hay por qué inquietarse, ni por la noche, ni por la noche sobrenatural que hacia las cuatro se abate repentinamente en los azules bosques de las cañadas húmedas, mientras merodea un hombre en alguna parte, magnífico si damos crédito al cochero que vuelve a la estación, bajo las primeras anchas gotas de lluvia y en el desorden de los pastizales temblorosos por el pánico previsor de los insectos. Cortina, suspiras como un seno. Se diría la proximidad del amor. Cuando una inminente tormenta hace rodar ya en el oscuro escenario de las nubes sus poderosos hombros de luchador, cuando una tormenta pesa sobre una región oprimida donde el malestar se despereza en las casas aisladas que precisamente limpiaban las criadas con gran acopio de agua abandonados los zuecos y con el cepillo en el extremo de la escoba que empujan sus pies descalzos, cuando el sudor chorreante coge ya a toda una población por los sobacos, y cuando las mujeres ociosas abandonen la tarea que se imponían con benevolencia para contemplar silbando la compostura y, sin saber por qué, abriendo la blusa sobre su piel húmeda, el ir y venir de los chicos de la granja armados de horcas o escardillos, y para seguir, con los ojos, con sus ojos pesados y apagados como bolas de billar, los torpes cuerpos de esos hombres jóvenes que su indumentaria parece querer abandonar en la gran transpiración de la primavera eléctrica, entonces la cortina de percal que se hinchaba con toda la fuerza, con todo el poder de la atmósfera, vuelve a caer con un chasquido, un restallido puro. Dicen que hay que cerrar puertas y ventanas cuando se acerca una tormenta. Hay que evitar a toda costa las corrientes de aire: atraen los rayos, atraen la descarga mortal sobre las mozas poseídas por el espíritu del pecado en sus moradas malditas, que atraviesan sin comprender nada de esa luz de plomo ni de las fulgurantes miradas con las que las queman, Irene, los labradores y los cocheros mal afeitados, atormentados por los recuerdos de la ciudad donde las mujeres, de inmediato en camisa, sonríen tras las persianas al sonido nasal del fonógrafo. Irene, hay que evitar, apoyar en el cristal una boca ardiente en el momento en que atraviesan el patio esas formas domésticas, desde hace tanto tiempo visitadas por tus deseos. El simulacro de un beso sin duda atraerá mejor a tus labios ardientes la lengua ardiente de la tormenta que las corrientes de aire. Irene imagina tocando sus cabellos el rayo que se precipita sobre ella. Oye distraídamente hablar entre risas al fondo de la sala del extranjero que camina hacia el norte bajo la amenaza del cielo, en medio de los fangos devoradores de hombres. Un olor a jabón y a resina emana del suelo húmedo. Los animales son devueltos a los establos: los caminos se atascan por la lanosa presión de los rebaños. Las yeguas del establo reclaman desesperadamente una dulzura negada.
Los perros inquietos dan vueltas debajo de la marquesina de la puerta. El abuelo paralítico hace la señal de que quiere hablar. Le empujan. Quiere hablar, quiere hablar, hablar a cualquier precio. Se piensa más en las cabras que en él. Nos fastidia. Hace ya diez años que no puede hablar. Quiere hablar. Babea. Mira a Irene, que se sonroja. El hijo del aparcero, Gastón, que hace el servicio militar en el este, entra en la sala cantando. Todas las miradas se dirigen hacia un armario abierto en el que descansa la ropa blanca. La tierra amarilla de las colinas debe ya pegarse a los pasos del viajero. El anciano señala a Irene con el dedo. ¿Qué querrá ese viejo loco? ¡Cuántas necedades debe pensar! Todos los camareros atraviesan la sala hacia las cocinas. Pedro, José, Prudencio... se hacen bromas, se codean, se dan golpecitos en el vientre, en un perfume de cabellos mojados.
Gastón le pellizca los cojones a Prudencio. Se pelean un poco. Resbalan sobre un viejo pedazo de jabón negro: eso les hace renegar. ¿Qué diríais en las ciénagas, entonces? Me cago en Dios, seguro, o la Virgen que lo parió. Gastón no te rías, oh, no te rías de esa blasfemia. Ya la sífilis, pero él no lo sabrá hasta dentro de quince días, recorre su sangre, dispuesta a dibujar extrañas flores rojas sobre su piel y pálidas grietas en los meandros de sus nervios. Pobre chico, qué lástima. Ha contraído el mal que le hará un día semejante al abuelo, ahogándose en su silla, ¡calla bocazas!, de la manera más trivial en Nancy, y sin embargo es un soldado de infantería, en una sórdida y sucia habitación azul, encima de una taberna, mientras en un hornillo se cocían a fuego lento las rojas pastillas del permanganato de las que esperaba, el muy loco, una protección eficaz. La mirada implorante de su madre que pasa con una pila de platos en los brazos excita extremadamente al soldado de permiso. Escupe al suelo y grita: ¡Por la verga de Dios!
El trueno cubre el nombre del Creador y las carcajadas del impío. La lluvia golpea ruidosamente los cristales. En los ojos del abuelo, lrene percibe el rayo siguiente y se tapa los oídos. ¿Qué teme? ¿Un improperio
o el estampido de la cólera celestial? Se apoya en la artesa cuyas molduras la amasan suavemente.
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«Perdí la cuenta de los años. En los primeros tiempos, acechaba la mano que arrancaba una hoja del calendario negro en el límite de mi campo visual. Lunes, martes, ya no entendía muy bien esas distinciones humanas. ¡ Los días se parecían tanto en mi cuerpo! El enésimo producía un sonido especial en mis oídos debilitados. Ese número que crecía en la pared no alcanzaba jamás el valor que hubiese querido darle. Cada mes esperaba de un modo insensato que se atravesara sin posible retorno la frontera más allá de la cual el hombre vuelve a contar a partir de su pulgar. Luego, ¿qué pasó? ¿Habrán empujado ligeramente mi sillón, o mi campo óptico se habrá estrechado una vez más? Dejé de ver el calendario, confundí días y meses. Al principio las estaciones me permitieron orientarme, pero finalmente perdí la cuenta de los años.
»Tenía veinticinco años cuando me senté para siempre. La hija de mi hija ya tiene edad de inspirarme amor. Tengo pues mucho más de sesenta, y ese fuego no se apaga, no puede apagarse en el corazón de mi inmovilidad. Al principio, cuando aún esperaba una curación lejana, hacía esfuerzos sobrehumanos para hacer entender a mi mujer, con la mirada, cuando ésta me rozaba, que yo era aún, que era precisamente entonces un hombre. Decía ella, poniendo la mano sobre mi hombro: "Pobrecito ¡cómo se agita!", con la suave esperanza, sólo perceptible para mí, de que una buena congestión se me llevara al fin un día. Se quedaba ahí durante horas prodigándome calma, consejos, muy cerca, muy cerca de mí, sin ver, jamás. supe si veía, sin ver en mis trágicas pupilas el odio y el deseo mezclados, sangrientos. En el silencio y en la quietud mis ojos bailaban para conmover. Una marea de imágenes subía hacia ellos, se interponía poco a poco entre el mundo y yo. Cuerpos, cuerpos, cuerpos de toda la gente a mi alrededor, mis manos impedidas arrancaban los trajes, os arrancaban los vestidos reveladores de las formas condenatorias, y a la vez, arrancaban, desollaban vuestra piel tentadora y dejaban sobre vuestras blancuras y sobre mi córnea grandes regueros rojos hasta morir de mala muerte sin confesor, de la divina y rabiosa muerte que reclamaba sordamente mi carne trastornada en la orilla que no consigue gritar el placer, vedado al que ya no dispone de sus manos sujetas a un lado y a otro de los muslos inertes entre los cuales se levanta enorme, ¡maldita sea, chúpala, hazle una paja o jódela!, la polla a punto de levantar las paredes, tiesa hacia las estrellas. Una mañana, a mi devota esposa se le ocurrió leerme, cuando mis ojos traicionaban una desesperación salvaje, los rezos de los agonizantes. A veces obligaba a mi hija a sentarse a mis pies, y en mi espíritu trastocado, el incesto unía entonces su gran voz de trueno a la tormenta de blasfemias que me atravesaba. "Jamás olvides a tu padre, Victoria, ni la paciencia que tuve en su desgracia", murmuraba la buena madre, "ni cómo le cuidé, ni cuánto lo amé”.
Los enfermos tienen ya un pie en el paraíso. Participan del eterno descanso en el que se ve a Dios en medio de las nubes. Poco a poco les abandona el espíritu del pecado. No mueren de golpe, no se vuelven repentinamente ángeles: pero la gracia les invade como la marea que sube. Victoria querida, mira bien a tu padre en los ojos, y verás cómo sube lentamente la azul marea celestial". Y Victoria levantaba hacia mí aquellos ojos suyos, sus ojos de niña ingenua, oscuramente turbada. Leía en ellos un misterio naciente, semejante a los secretos de los grandes bosques cuando respiran en las frondas las primeras violetas. Luego, mi mirada se deslizaba desde los bordes de los párpados puros de mi hija a su piel nacarada: al pasar, me detenía un instante en los labios. Una mancha revelaba la tinta ingerida a escondidas. El cordón del escapulario asomaba de la camiseta bordada sobre la delgada nuca. Dos ágiles manitas tocaban a veces mis rodillas.
»No, jamás pude saber si mi mujer veía. A veces, corría entre nosotros, lo hubiese jurado, una especie de escalofrío que no era el recuerdo. Sí, y luego nada más. ¿Habré soñado? Tomaba mi fiebre por la suya. Ahí la tienen, la dignidad misma, yendo y viniendo, toda de negro, porque conviene más a su situación. ¡Ah, cuánta rabia me daba ese duelo preventivo! Hubiese querido vestirla como una saltimbanqui, desnudarla, maquillar la, no dejarle más que las medias negras. Ella, en cambio, rezaba el rosario, ya veces me besaba la frente. ¡Qué monstruo! Pero me traía a la pequeña, y yo creía captar en su rostro una expresión de socarrona complicidad, y ya no sabía qué pensar. Tanto más cuanto que otro sentimiento se apoderaba de mis sentidos, e intentaba sonreírle a Victoria. ¡Vaya!, otro delirio: mi mujer habla con esa voz fría que conozco. Me da las noticias. Piedad cotidiana, implacable. Sin embargo, una tarde, sigo en lo mismo, ella acababa de darme de beber. Agosto entero abochornaba la habitación. El aire no había golpeado las puertas desde hacía semanas. En el patio desplumaban un pollo. Me cogió de pronto. Una ráfaga. Huracán inmóvil entre nuestros rostros cercanos. Sentía ferozmente la belleza madura y dispuesta a deshacerse de aquella compañera inaccesible. Textura magnífica de la piel ligeramente húmeda, olor moreno, inmenso calor. No me tocaba, permanecía erguida. ¿Habrá entendido? Me parece que se aparta cerrando los ojos, se pone rígida, qué silencio. Me parece. Me parece. Huye desviando la cabeza. Después de todo, era simple tristeza, de mí o de ella. De ella probablemente.
»Entretanto, Victoria crecía. Sus ojos esquivaban los míos. A hurtadillas, espiaba a los chicos. Al principio no se escondía de mí. Hojeaba a mi lado libros ilustrados y permanecía todo un cuarto de hora ante la misma imagen haciendo morritos. Una vez, estaba precisamente ahí, en el vano de la ventana. Cosía, y, mientras cosía, alguna atracción en la calle la había interrumpido. Con la aguja en el aire, permanecía así, con la boca entreabierta; yo veía su brazo redondo. Contra la luz, su pecho se estremecía. Lo sentía bajo el corpiño escocés: apenas formado, inconsciente, como ciego. Sentía aquel pecho infantil volverse duro, duro. El cuello se inclinó, los labios temblaron.
Luego la mano, ardiente, volvió a su labor. Victoria no levantó la cabeza cuando del patio entró uno de los criados, con cara inocentona, y atravesó la sala abrochándose el pantalón. Cuando a mis espaldas se cerró la puerta de la cocina, los ojos de Victoria se apartaron de la tela, lentamente, y miraron hacia el fondo de la habitación, pero por el camino tropezaron con los míos. Desde aquel día mi propia hija me cogió manía.
»Victoria y su madre no eran las únicas en reanimar esos deseos mal apagados que cualquier tontería encendía en mí. Había criadas cuya sola presencia me revolvía como un arado la tierra. Sólo las nuevas me hacían caso. Con la costumbre se volvían indiferentes. Cuando yo era muy joven aún, algunas se turbaban al ver aquella fuerza yerta. Hubo algunas cuyas miradas se extraviaron. Huían entonces, temerosas: o reían. Una, una vez. Se había dado cuenta de lo que me sucedía. Una chica alta, lenta, con manos grandes, lentas. Una lavandera. Cuando no había nadie en la sala, se plantaba ante mí sin decir palabra. Se ensombrecía. Dejaba correr el tiempo. Luego separaba los muslos. Hacía esto dos, tres veces al día.
Recorría la habitación con la mirada. Con una mano se aseguraba el peinado. No me rozó siquiera con la manga en los seis meses que la tuvimos en la granja.
Una mañana, en época de siega, estando todo el mundo en el campo, entró como de costumbre y vino a colocarse ante mí. Pero algo la preocupaba. Sacudía la cabeza para decir no. Debatía una cuestión profunda. Bruscamente se levantó la falda y enseñó su monte. Un hermoso montecillo castaño claro, abombado. Llevaba medias de algodón gris sostenidas por cordeles. La falda volvió a caer, la chica salió diciéndose: "Tengo que ir a ver dónde puse la leche". Tres días después dejaba la granja, había recibido una carta.
»Cada primavera observaba la crecida de las pasiones entre los comensales de la granja. Las chicas y los chicos no se molestaban demasiado por mí. Conocía sus relaciones, sus engaños, sus vicios. Desde mi rincón, veía cómo se hacían y se deshacían parejas, a veces curiosos tríos, matrimonios complejos. No tenían en cuenta mi presencia para besarse: "¿El viejo? No dirá nada, no puede decir nada". A ciertos enamorados incluso les divertía mi presencia. ¿Divertía? No deja de ser cierto que el aparcero, el padre de Gastón, durante muchos años y con distintas mujeres, se las arregló, no cabe duda, para que yo lo viera. Se ponía en la ventana, como si tomase el fresco.
A veces incluso fumaba su pipa. La mujer, agachada en el suelo, lo manoseaba, mirándome. O bien no podía mirarme. El vigilaba el patio. A menudo gritaba unas palabras a alguien. La mujer entonces se asustaba. El le daba un golpe con la rodilla.
»Yo experimentaba un placer positivo viendo a los hombres y mujeres juntos. Me parecía que el ejemplo acababa con mi mal. Me excitaba terriblemente. Llegó a ocurrir que estos espectáculos me arrastraban más lejos de lo que hubiese pensado. Eso me dejaba siempre en una gran confusión. Pero cada vez me gustaba más esa confusión. Cada vez me gustaba más lo que era mi vergüenza en los primeros tiempos de mi parálisis. Llegaba a acechar a los hombres, a querer que desearan a las sirvientas, a mi hija. Las desnudaba para ver el efecto que un pecho entrevisto, un hombro, no podía, no debía dejar de causarles.
»Un invierno, mi mujer murió sepultada en su duelo. Me condujeron ante el cadáver. Tenía los labios apretados. Se llevaba su secreto. Hubiese querido gritar el mío, torturaba mi rostro reacio. La gente se daba codazos. "Es triste, pobre viejo. Fue tan buena con él." Eso simplificó un poco la vida. Victoria no se creía obligada a los remilgos de su madre. Reía incluso cuando los campesinos me hacían bromas.
Yo pensaba: en lugar de ocuparos de mí, tomadla pues, a la niña. Hacia el mes de mayo, probablemente abril, mayo, el aparcero volvió a la ventana, y esa vez estaba Victoria a sus pies. Creía hacerme una mala pasada. Reía con maldad. Yo la miraba fijamente: volvía a encontrar los ojos puros de antaño, el cuerpecito ahora desarrollado. Seguía llevando un escapulario. La escena se reprodujo varias veces. Me agitaba un placer singular que Victoria tomaba por rabia. Una vez al levantarse pasó muy cerca de mí y me mostró las grietas de sus labios.
»En cuanto todo esto pasó a ser suyo, Victoria, mi hija Victoria, se casó. Tuvo amantes, tuvo niños. Jamás dejó de perseguirme con su odio. Y yo le tomé a ese odio un gusto que ella no puede imaginar. Amo a Victoria, jamás amé a nadie más en el mundo, palabra. Se mostró ante mí en los brazos de todos los hombres con quienes estuvo, creo efectivamente que de todos ellos. La vi hasta con sirvientas. Es ahora toda una mujer, sólida. Se ha ajado un poco. Ha llegado a los cuarenta. Es mi hija. Hay una larga historia en el fondo de las miradas que cruzamos. Me gusta su odio tenaz, y lo experimento cada día. Me gusta el desprecio oculto en cada palabra que me dirige.
Domina a los hombres. Sigue teniendo al aparcero de antaño a su servicio. El también está casado. Es como un perro que se estira ante ella. Toda una mujer. Ah, si su madre hubiese sido como ella.
»Así pues, desde hace cuarenta años, ni más ni menos, permanezco estático entre las pasiones que me desgarran sin destruir el dique que me separa del universo. Una gran conmiseración indiferente rodea el sillón de los impotentes. Espectadores imbéciles, jamás comprenderéis nada. No cedería mi lugar por todo el oro del mundo. Fuera de toda humana consideración pueril, dedico' aquí todo mi tiempo a la voluptuosidad. Mis sentidos reducidos se han afinado en extremo, y es en su pureza donde al fin encuentro el placer. La vejez ha rozado apenas mi cuerpo. Si ha blanqueado mi cabello, no he malgastado en cambio mis días en la cama de una mujer que cada noche hace agonizar en su piel arrugada. En mi aparente esclavitud, qué libertad verdadera. Cuando tenía el poder de andar, de hablar, tenía que tener en cuenta a los demás. No me atrevía a pensar, todo me parecía criminal. Me limitaba. Temía las preguntas que acudían a mi mente. Una gran injusticia le pone a uno a sus anchas. Ninguna desgracia puede ya alcanzarme hoy, ningún acontecimiento puede desconcertarme. Así pues, he aprendido a gozar de mí mismo, a gozar del prójimo. No pienso en morir. No me aburro. No es más difícil no aburrirse que no hablar, y yo ya no puedo hablar. De vez en cuando vuelven a apoderarse de mí unas ganas violentas de estar vivo como todo el mundo. Son crisis breves, que me hacen sentir mejor mi felicidad. ¿Puede sucederme algo peor? ¿El fuego en la granja? Casi ningún lugar de mi cuerpo es apto para el sufrimiento físico. Aún sería un hermoso espectáculo, y poco me falta para desear ese incendio aunque sólo fuera para descubrir los gestos del instinto en todos esos hombres, en esas mujeres, en Victoria, y en su hija Irene, y para morir en el escenario de esas revelaciones embriagadoras, en medio de esa población descabellada, medio desnuda, corriendo al ritmo más acelerado de su vida y de sus sentimientos. Si sólo supieseis, jóvenes que os reís de este inválido, qué especie de sorda alegría, qué estremecimiento despierta en el fondo de mi carne entumecida el ruido ligero de vuestras irrisiones. Ab, reíd, seguid riendo, hermosos brutos de veinte años. Os puedo por el placer mismo que siento al escucharos.
Más, reíros aún más de mí, por favor, hasta poneros morados, hasta atragantaros, hasta sofocaros. Así, así.
Cómo se tensa su piel. También ellos creen entonces que me enfado. Se ponen a odiarme cordialmente.
Viejo cochino, piensan, nos haría la vida imposible si no se pudriera en sus babas. Me insultan: se atreven porque saben que Victoria, doña Victoria, no se opondrá. Los más valientes me dan empujones. Por desgracia no se atreven a maltratarme demasiado. A veces creo que algunos están a punto de pegarme.
Pero no. Al menos no hoy. Fui antaño un hombre más bello y más fuerte que todos vosotros, y más inteligente. Un hombre instruido, pedazos de bestia.
Me amaron. Entonces me hubieseis saludado. Vivía en la ciudad. Me apasionaban los problemas insolubles. Os diría demasiadas cosas si pudiese hablar. Pero, ¡bendita sea la sífilis!, ya no puedo hablar. No adivinaréis jamás quién está aquí desde hace cuarenta años. Ah, ¿por qué no me pegáis?, ¿qué superstición de la debilidad os retiene? Mi vida me da vértigo. Siento en' mis pantalones que ensucio una inmensa alegría arrebatadora: ¡pegadme, os digo, soy quizás algo mejor, algo más que Alejandro o Julio César!»
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Peces peces soy yo, os llamo: hermosas manos ágiles es el agua. Peces os parecéis a la mitología.
Vuestros amores son perfectos y vuestros ardores inexplicables. No os acerquéis a vuestras hembras y permaneced exaltados ante la sola idea de la semilla que os sigue como un hilo, ante la idea del misterioso depósito que produjo en la sombra de las aguas relucientes otra exaltación muda, anónima. Peces no intercambiéis cartas de amor, encontráis vuestros deseos en vuestra propia elegancia. Flexibles masturbadores de los dos sexos, peces me inclino ante el vértigo de vuestros sentidos. Quiera el cielo, quiera la tierra otorgarme el poder de salir así de mí mismo.
Cuántos crímenes omitidos, cuántos dramas contenidos en el hoyo del apuntador. Vuestras transparentes exaltaciones. Dios mío, ah, cuánto las envidio. Queridas divinidades de las profundidades, me yergo y me agito al' pensar un solo instante en el instante de vuestro espíritu en el que se forma la bella planta marina de la voluptuosidad cuyos brazos se ramifican en vuestros seres sutiles, mientras el agua vibra alrededor de vuestras soledades y emite un canto de arrugas hacia la orilla. Peces, peces, prontas imágenes del placer, puros símbolos de las poluciones involuntarias, os amo y os invoco, peces semejantes a globos aerostáticos. Echad al hueco de vuestros surcos un lastre pasional, signo de vuestra grandeza intelectual.
Peces peces peces peces Pero también el hombre hace a veces el amor.
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La mirada de los amantes delimita entre los dos términos de la pareja una zona en la cual la atención se concentra y se deshilvanan las personalidades. Es en esos confines, al descomponerse la luz de los deseos desde el rojo delirio al violeta conciencia, cuando el milagro sensible insensiblemente se produce. Entonces entonces... pero no anticipemos.
De momento, déjame introducirte, lector -tú que pagaste tan caro la semana pasada el derecho a asistir gracias a un periscopio a una escena bastante breve que, desde el fondo del agujero donde te habían ocultado, tomaste por una exaltación auténtica del alma humana, pero que no lo era en absoluto: aquella pálida ficción de barriada, a la que habían previamente maquillado por temor a que la lástima se apoderara de ti, de ti o de otro, pues no eras tú precisamente a quien esperaban, en vista de lo que la disolución y la mala alimentación pueden hacer cuando se empeñan, había aprendido gracias a una triste experiencia cotidiana el arte de fingir la voluptuosidad sin sentir su veneno-, en la habitación de Irene, sí, es Irene quien hace el amor. La reconozco muy bien hasta desnuda, tiene los pechos un poco largos para mi gusto. En cuanto al hombre, me da la espalda: no consigo ponerle un nombre y, además, si he tenido la ocasión de encontrarme con aquel cuerpo en alguna parte, fue sin duda debajo de un traje y para mí el traje hace la personalidad del hombre ya que no la de la mujer. Si un hombre desnudo lleva barba, creo ver a Jesucristo. Pero el que se abría de piernas encima de Irene y la cabalgaba con dureza, cuando se levanta entreveo cuatro pechos que no acaban de abandonarse unos a otros, a juzgar por los pequeños movimientos laterales de sus mandíbulas iba totalmente afeitado. A menos que llevase perilla o un bigote a la americana.
Apoyado en su brazo izquierdo, la mano derecha sobre el costado derecho de Irene. La mano derecha atrapando a contrapelo el hombro izquierdo de la mujer. Dando la impresión de estar muy enamorado. Murmurando ah, ¿me sientes bien? Ella primero temerosa al parecer, al principio frenando, luego dejándose llevar siguiendo, provocando, exagerando la carrera. He aquí que se desmanda.
Le toca al macho moderar a la muy arisca. Eh, no tan aprisa. El no quiere gozar aún, o más bien quiere gozar a sus anchas del deseo que siente, que le precipita y que le retiene. No queda en el fondo del placer más que un débil recuerdo, reflejo añoranza, del deseo que lo causó. Lector, cuando hagas el amor, deténte así. Pero Irene no lo entiende de ese modo.
Empuja con los riñones, como quien grita. Agita circularmente la pelvis y el vientre, se arquea, sus muslos se entreabren y van en busca del miembro del hombre inmovilizado. El con un gesto magnífico retrocede y da muestras a su compañera de que el deseo que siente por ella no ha disminuido: saca del reducto convulsivo una polla enorme y humeante. Ella no se resigna, se yergue y se estremece cuando la extremidad sensible de él abandona frotando la entrada del antro que la persigue. Los cojones colgantes golpean blandamente el coño. Joven burgués obrero laborioso y tú, alto funcionario de esta República, os autorizo a echar una mirada al coño de Irene.
¡Oh delicado coño de Irene!
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¡Tan pequeño y tan grande! Aquí es donde estás a tus anchas, hombre finalmente digno de tu nombre, es aquí donde te encuentras a la escala de tus deseos. No temas acercar el rostro a ese lugar, y ya tu lengua, la muy charlatana, no se está quieta, ese lugar de delicias y de sombra, ese patio de ardor, en sus límites nacarados, la hermosa imagen del pesimismo. Oh raja, raja húmeda y suave, querido abismo vertiginoso.
En ese surco humano es donde los navíos al fin perdidos, con su maquinaria ya inutilizable, volviendo a la infancia de los viajes, despliegan en su mástil improvisado el velamen de la desesperación. Entre los pelos rizados, qué bella es la carne: bajo ese bordado bien compartido por el hacha amorosa, amorosamente aparece la piel pura, espumosa, láctea. Y los pliegues, al principio pegados, de los grandes labios se entreabren. Encantadores labios, vuestra boca se parece a la de un rostro que se inclina sobre un cuerpo adormecido, no horizontal y paralela a todas las bocas del mundo, sino fina y larga, y transversal a los labios habladores que la tientan en su silencio, dispuesta a un largo beso puntual, labios adorables que habéis sabido dar a los besos un sentido nuevo y terrible, un sentido para siempre pervertido.
Cómo me gusta ver reanimarse un coño.
Cómo se ofrece a nuestros ojos, cómo se comba, atrayente e hinchado, con su cabellera de la que surge, semejante a las tres diosas desnudas por encima de los árboles del Monte Ida, el incomparable resplandor del vientre y de los dos muslos. Tocad, tocad de una vez: no podríais hacer mejor uso de vuestras manos. Tocad esa sonrisa voluptuosa, dibujad con vuestros dedos el hiato embelesador. Así: que vuestras dos palmas inmóviles, que vuestras falanges apasionadas por esa prominente comba se junten en el punto más duro, el mejor, el que eleva la ojiva santa a su cima, oh iglesia mía. No os mováis más, quedaos, y ahora, con dos acariciadores pulgares, aprovechad la buena voluntad de esa niña cansada, hundid, con vuestros dos acariciadores pulgares, apartad suavemente, más suavemente, los hermosos labios con vuestros dos pulgares acariciadores, vuestros dos pulgares. Y ahora, te saludo, palacio rosa, plácido estuche, alcoba un poco deshecha por la alegría grave del amor, vulva entrevista un instante en su amplitud. Bajo el satén arañado de la aurora, el color del verano cuando cerramos los ojos.
No por nada, ni por azar ni premeditación, sino por esa FELICIDAD de expresión que es semejante al goce, a la caída, a la abolición del ser en medio del semen descargado, es por lo que esas hermanas pequeñas de los grandes labios recibieron como una bendición celestial el nombre de ninfas que les va como un guante. Ninfas al borde de los estanques, en el seno de las aguas que brotan, ninfas cuyo arrebol se expone en el brocal de sombra, más variables que el viento, apenas una graciosa ondulación en Irene, y en mil más otros mil efectos recortados, desgarrados, encajes del amor, ninfas a las que alcanzáis en un nudo de placer, y el botón adorable se estremece ante la mirada que se detiene en él, el botón que apenas rozo y lo cambia todo. Y el cielo se vuelve puro, y el cuerpo es más blanco. Meneémosla, esa alarma de incendio. Ya un fino sudor cubre de perlas la carne en el horizonte de mis deseos. Ya las caravanas del espasmo aparecen en la lejanía de las arenas. Caminaron, esos viajeros, llevando la pólvora en estuche y las pacotillas en las cajas de clavos oxidados, desde las ciudades de las terrazas y los largos caminos de aguas que contienen las dársenas negras. Fueron allende las montañas. Helos aquí con sus abrigos rayados. Viajeros, viajeros, vuestra suave fatiga se parece a la noche.
Les siguen los camellos, portadores de géneros. El guía agita su bastón, y el simún se levanta de la tierra, Irene se acuerda repentinamente del huracán.
Aparece el espejismo, y sus hermosas fuentes... El espejismo está sentado desnudo en el viento puro. Bello espejismo en forma de martillopilón. Bello espejismo del hombre que entra en el coño. Bello espejismo de fuente y de pesados y jugosos frutos. He aquí los viajeros locos de tanto frotar los labios.
Irene es como un arco sobre la mar. No he bebido desde hace cien días, y los suspiros me sacian. Ah, oh. Irene llama a su amante. Su amante tieso a distancia. Ah, oh. Irene agoniza y se retuerce. El está tieso como un dios sobre el abismo. Ella se mueve, él la rehúye, ella se mueve y se ofrece. Ah. El oasis se inclina con sus altas palmeras. Viajeros vuestros albornoces dan vueltas en la arena. Irene jadea como si fuera a estallar. Ella contempla. El coño está empañado por la espera del pito. Sobre la imagen ilusoria, una sombra de gacela...
Infierno, que tus condenados se la meneen, Irene se ha corrido.
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Cuando las hojas a la orilla de los bosques han perdido su monedero verde, cuando su tallo ha por fin olvidado la circulación de las savias, y la mano que saludaba al viento vuelve a cerrarse con avaricia sobre el oro que robó al esplendor del día, las frondosidades secas ya por entonces, dispuestas a dejarse acoger por la tierra, echan al universo sin verdor una última mirada amarga y sin lamentos. Esqueletos de nervaduras agitad vuestra sabiduría aún disfrazada por los maquillajes del otoño. Pienso que después de todo hay quizás en el mundo de las hojas suficientes juegos como para que un ser al que me gusta imaginar del color de los retoños que se agitarán un día con vuestros mismos gestos juegue finalmente en el musgo a la taba del reino vegetal. No es siquiera la mano de un niño. No es tampoco esa mano cuya caída, mucho más emocionante que la de las hojas, acompaña a la muerte prevista para enternecedores tísicos por médicos sentimentales que señalan tan pronto el cielo como la tierra, no es la mano del sacerdote acostumbrada a los histéricos lugares comunes de la muerte, ni la mano que espera en el fondo de un tugurio a la orilla del mar la impaciencia y la ebriedad de los marinos, y a veces de la gente de tierra, sino de todas las hojas a las que arrastra un viento fatal para su decadencia; más que los ramajes, esas manos habrían tenido que hacer delirar a los poetas de la antología, esas manos que, a punto de ser reconocidas por una señal de sus dedos, los criminales en los túneles ponen de repente en la portezuela de los trenes y que una gran bofetada de los muros dispersa en la noche sangrienta, otoño de las manos asesinas. Os toca a vosotros, elegíacos. Reconstruid a partir de estos restos que fueron en su unión el instrumento maravilloso del crimen y de las rapiñas, a partir de estos restos en el humo y la velocidad, el país fantástico en el que este punto de la resignación humana, este momento acosado y azorado, es el mes de octubre de un indiscernible algo. Y volviendo a coger este problema por los cabellos ardientes de la metáfora, pensad que el otoño y sus milagros rojizos, con su metabolismo silvestre, sirve de imagen al que exprime con los dedos como una esponja las lentas y terribles transformaciones de su corazón. Que abandone sus perspectivas de bosque herido: le ofrezco un lugar en el que reconoce sus mudos dolores, cuando, sin una palabra, se esfuman a la medianoche de las vías férreas las manos denunciadoras. Si, agotando su nostalgia al adaptar esta tragedia de las tinieblas a su caso personal, se pierde en los pasillos de la Analogía, ese prostíbulo cuyas puertas llevan un eco por número, que me lo agradezca una vez más, lo habré apartado de esos lamentables símbolos del otoño trivial, lo habré cogido de esa mano despegada y desgarrada, lo habré arrastrado conmigo hasta un rellano vedado de la turbación. Ya no sabe si es la mano, el criminal, o la hoja. Busca con las horribles lamentaciones de la migraña el equivalente humano del ciclón ideal que lo arrebató. ¿De qué se quejaba? No puede leer esta trama, odia al final las imágenes y la complicación de sus laberintos. Es sin embargo muy simple, pequeño. Jamás pudo representarse la geometría en el espacio, ¿cómo no iba a descarriarse en el espíritu? Se aferra a la caída de las hojas, y ¿qué sé yo lo que esa avalancha de pavesas significa exactamente para él? Miradlo pasar por el viento de su pensamiento con el puño crispado sobre un ramito de muertas. ¿Qué querrá de esos cadáveres? La absurda comparación de su vida con el transcurso de un año no es suficiente para explicar ese cuadro sorprendente y grotesco, en el que contrariamente a las leyes de la gravedad los pies del infeliz, lejos de tocar el suelo, se vuelven ligeramente hacia las nubes. El contenido de sus bolsillos se le escapa y hay ahí un otoño más singular que el de los árboles, pequeño lápiz casi gastado, trozos de papel, moneda de dos reales, cartas de indiferentes, muestras para el traje de invierno, ah ah bromista, no hablaba de su mortaja, un trozo de cinta, una aguja. Reflexiona sobre el otoño de tus bolsillos, amigo mío, de tus bolsillos denunciadores, cuando, bajo el túnel de las imágenes, trucado por la incomprensión, les das la vuelta en la portezuela, es demasiado tarde, es tu corazón el que huye, tu corazón arrancado a los árboles de los bosques, ¿adónde habrá ido el niño que pedía a su madre corazones para jugar a la taba en la noche?
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¡Cuánto se desorienta una vida! Los años huyen y dejan al hombre, tras tantas peregrinaciones y tantas metamorfosis, absolutamente semejante a sí mismo con ocasión de una pequeña similitud moral de una circunstancia que hace que uno recuerde. ¿Es cierto que sólo se ama una vez en la vida? Conocí a quienes lo pensaban. Lo creí a veces. Ahora me opongo con violencia a esta concepción inhumana. El amor sigue sin embargo siendo muy importante para mí.
Sigue siendo lo que más me gusta. Lo que doblega todo. Lo que hace abandonarlo todo en el mundo, y está muy bien así.
Hacía años que no había encontrado lo que para mí se reviste concretamente de una apariencia, ese espejismo del agua negra, Irene. La otra imagen, la viva, la que había intentado borrar con ella, ¿había realmente desaparecido? Es difícil creerlo, para alguien que siente con frecuencia el precio de la eternidad.
Había desaparecido, había desaparecido. Estaba locamente enamorado de una mujer extraordinariamente bella. De una mujer en la que había creído como en la realidad de las piedras. De una mujer que había creído que me amaba. Yo era su perro. Es mi manera de hacer. Entonces ocurrió algo incomprensible, algo así como un pensamiento disimulado entre nosotros, y transcurrió el tiempo cruel de las vacaciones antes de que cayera en la cuenta de que algo insólito se producía en ciertas miradas. Era imposible que estuviésemos en el mismo lugar durante aquellos meses de verano. Mil razones. Me fui a una soledad en la que múltiples complicaciones de frontera, de redes ferroviarias, ponían entre ella y yo obstáculos apenas superables para la escritura. No hacían falta los obstáculos. Recibí dos cartas muy breves en tres meses. Dos cartas. Hay que sopesar esos sobres para comprenderme.
Me había refugiado en casa de unos amigos que mostraban por mí una inútil solicitud. El paso del cartero me dejaba cada día lívido hasta la noche. Superaba las veladas con dos o tres copitas. Ah, qué verano. Un verano de espera. Aquella a quien amaba, no, no me dejaré llevar a seguir hablando de ella. Vuelvo a ver con demasiada precisión un instante en un jardín público de París, ella tenía sobre las rodillas las resbaladizas hojas que yo le había escrito en aquella época, era primavera, detrás de un café, en sillas de hierro.
Si quiere saber la idea que conservo de ella, que se alegre: me dejó la prodigiosa imagen de la agonía, ¡y se lo agradezco! Eso también ha terminado.
No había en aquel lugar meridional ninguna de las irrisorias posibilidades de C... El campo, y un torrente muy azul al que arrojé guijarros En un palomar que habían puesto a mi disposición, me entregué pues una vez más a mi droga. Escribía de la noche a la mañana. A veces evocaba fantasmas. Nuevos, antiguos. Un día me sorprendí pensando en Irene, y me vino de ella una idea social, una idea circunstancial. Después de aquello, quizá desanimado, jamás volví a verla.
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De la granja donde creció, ni un detalle que no esté largamente impreso en su cabeza: de todo el edificio, Irene no sólo conoce la disposición que se aprecia, sino que conoce las desigualdades de la pared, lo que distingue a una baldosa del embaldosado, las variaciones del color de las vigas en los techos. Adquirió la costumbre, como el que cuida mucho su cuerpo y anota sus accidentes, de interesarse por el yeso, la madera, el ladrillo. Vive con esa casa como consigo misma. Está impregnada de sus olores. Siente las estaciones como la granja, por las ranuras de los postigos, la recogida de las cosechas. Le gusta esa gama infinita del año, su límite, en el que se exaspera también una sensualidad salvaje que traiciona ese moño mal anudado, negro y salvaje, que se deshace con frecuencia y que ella vuelve a levantar con impaciencia. .
No sabe negarse nada. No le gustan los demás. Jamás le han gustado los demás. Son sus enemigos, lo pensó desde la infancia. Los olvida, a veces, inmóvil.
Es como si ya no tuviera motivo alguno para despertarse. Ni de su sueño, el más recio del mundo. Pesada y violenta. Bastante alta con todo, altanera. Indolente. Si la madre la atosiga, ella le lanza una mala mirada. Piensa mucho en los hombres. Como en todos los placeres. Es sensible a su vigor y a su belleza. No es lo que se dice fácil, pues se cuida mucho de no prostituir su cuerpo. No por virtud. Parece que se acueste con todo el mundo. Es un error. Piensa mucho tiempo en aquel a quien marcó con su deseo. No se entrega a la primera, por sorpresa. Siente muy poco el gusto por la fantasía. Se apodera de un hombre como el agua de las marismas, por sorda infiltración.
A los catorce años, se entregó a un mozo de labranza. Luego hizo que lo despidieran enseguida.
Decir que está enamorada, es como decir que lo estuviera una perra. No es sentimental con sus amantes. Cuando tiene ganas, hay que satisfacerla. O adiós. Más de uno no pediría otra cosa. Y es que es bella, y complaciente, y fresca. Y dotada para los quehaceres del amor. No permanece ajena a él. No se echa atrás ante el acto. Es incansable, y cuando un suave sudor la recubre de perlas, tiene el brillo del placer, resplandece. La voluptuosidad con ella no es un asunto cualquiera. Entiende que debe compartirla.
Dice que no tiene el sentido del engaño. Que eso es lo que hace que odie a los curas, que en su mayoría tienen costumbres lamentables. Ni se le ocurre comprometerse. Quienes hablan, no tienen más remedio que callarse. Sólo contesta a su madre. Y los que se le someten, pues no es ella la que se somete, lo hace sólo cuando quiere, siempre han bajado los ojos ante ella. Tiene boca de escorpión, y generalmente vuelve la cabeza, se la ve de tres cuartos, como si no viese a la gente. Luego su mirada arremete contra los ojos como un animal de presa. No es habladora. Pero es dura para todos. Despreciativa.
Sabe muy bien que los placeres del amor son lo esencial de su vida. Se siente hecha para ellos. Todo lo demás le parecen moratorias, bagatelas. Tiene cierta seriedad que otorga un carácter brutal a sus besos. El dinero, en una existencia como la suya, tiene poca importancia. Jamás pensó en vivir en otra parte, y es, será aquí el ama. El bienestar que reina en la granja y en sus dependencias, pacientemente acumulado por su madre, Victoria, no le deja, a falta de imaginación o conocimiento, más que deseos muy simples, el hambre, el deseo. ..Un hombre le aburre por momentos, sus palabras, su estupidez. No cree que se pueda hacer nada mejor que dejarlo, y tomar a otro. El cuerpo del hombre tiene algo muy fuerte que la atrae. Se lo confiesa a sí misma, sin remilgos. y además, ¿qué podría hacer, si no amase? ¿Pasearse? El trabajo del campo no corresponde a su rango, y hay suficientes sirvientas en la casa como para hacer otra cosa que simular que la gobierna.
Hay muchas viejas, muy capaces. Su madre se ocupa de los hombres, y es la reina. Las dos mujeres se odian; pero no se molestan. Se estiman. Se parecen mucho. Extraña familia ésta en la que desde hace dos generaciones los varones han sido dominados por sus compañeras. El padre de Irene murió poco después de su matrimonio. Corrió por la región la voz de que Victoria se lo había sacado de encima, no gustándole tener que alimentar a un hombre al que tenía que considerar como a un igual. El padre de Victoria sigue estando ahí en su sillón de enfermo que contempla desde hace cuarenta años el triunfo de las mujeres y su orgullosa salud. El fue quien se estableció en aquel campo que debía convertirse en su trágico horizonte. ¿Qué era exactamente? Tenía algún dinero, había seducido a la hija de un campesino. Se casó con ella, compró la granja y un poco de tierra. Luego, una vez enfermo, vio cómo a su alrededor aumentaba tanto la fortuna de los suyos como su descendencia.
Sin embargo; parece ser que al principio de todo sólo hubo por su parte una bravata. Un reto que tomó cuerpo. Pero el pensamiento inicial se perdió. Lo que de singular había en esa ruina murió antes que ella misma. De una hija a otra, hasta llegar a Irene, se mezcló sin duda al salvajismo campesino una especie de ardor sin escrúpulo que se propagó.
En toda la comarca se cuentan historias, se teme la sangre furiosa que fluye aquí.
Lo que distingue bastante a Irene de Victoria, lo que por otra parte ha alejado mucho a ésta de su hija, es el hecho de que Irene jamás se aficionara a las mujeres, por quienes su madre sintió y sigue sintiendo una fuerte atracción, hasta el punto de que jamás se dio el caso desde que ella dirige la granja de que una sirvienta se haya quedado, sin ser o llegar a ser una tríbada. Esa particularidad no ha dejado de contribuir al éxito de Victoria. Se ha unido a ella toda una población de mujeres que no tienen otro deseo que la grandeza de su casa. Se siente cierto respeto en la región por esa irregularidad que no se oculta demasiado, y que parece constituir una virtud. Ha hecho mucho por el prestigio de Victoria, a quien los hombres tratan como a una igual, a una temible igual. Ha sido considerado como un honor el ser distinguido por sus favores. Algunos campesinos de otras regiones recuerdan con orgullo que ella no se mostró feroz con ellos. Una mujer como ésa. Como sus bienes se han extendido como una mancha de aceite a su alrededor, la admiración se impuso a todos los sentimientos que suscitó Victoria. A pesar de los curas, por quienes nadie siente mucho afecto.
Que hacen cosas peores, y que vienen a dar la lata con el cuento de lo que es o no natural.
A Irene pues no le gustan las mujeres, aunque en casa siempre haya estado rodeada de líos de mujeres. Lo probó, por supuesto. Era muy simple, y tentador. Una rubia alta la había poseído varias veces en su cama antes de que ella tuviera a su primer amante.
No puede decir que eso le resultara desagradable. Valía si se daba el caso, si se aburría. Pero en fin, ni tan sólo un poco más tarde, con una chica de su edad a la que aterrorizaba, o con otras que los hombres con frecuencia le habían llevado en broma, pues aquel lugar se había acostumbrado a esos caprichos y los hombres se habían aficionado a esas zalamerías, no había gozado muy vivamente de un placer que llegaba a la larga, pero que no le parecía muy distinto del que ella misma podía darse, y por lo tanto ya no vale la pena. Entiende mucho de gozar. Necesita al hombre. Y sus comodidades. Pero entonces no pierde ni un momento. El placer es el placer. Sabe lo que quiere. Algunos se andan con cumplidos. Ella los ve venir. Habla, chato. Y luego venga, ya no respeta nada. El hombre. Todo lo que se aprende en la ciudad no significa nada. No le gusta eso. Algunos se hacen los finos por una tontería. Primero a su antojo. Luego, ya veremos.
Victoria nota muy bien, y con bastante lucidez, que Irene no concuerda en todo con ella. No le importa demasiado. Pero tampoco le gusta. Naturalmente le reconoce a su hija el derecho de actuar como le venga en gana. No la cree tan tonta como para censurar unas costumbres que son las suyas. Sin embargo se hizo la pregunta. Si a Irene le gustaran las mujeres, todo sería más sencillo. No habría entre ellas una especie de molestia que se debe quizás a otra cosa, pues Victoria se acuerda de haber aguantado muy mal a su propia madre, pero que quizá se debe a eso. Victoria no está muy segura de que Irene resista siempre a los hombres, moralmente se entiende.
Encuentra a su hija muy ociosa, ¡y no vaya a ser que haya trabajado tanto para un yerno al que odia ya de antemano! Victoria, cuando se habla a sí misma por la noche -empieza a no dormir tan bien-, se muestra severa para con las chicas que se enamoran, así como así, de un hombre, sólo porque sirve para la cama y no en el campo. Ya se ha dado cuenta de que su hija no suele acostarse con los mejores trabajadores. Hasta granujas le han gustado. Yeso sí que irrita a Victoria. Además, piensa ella, no es que ella misma hubiese querido... sí hubiese querido, pero al fin y al cabo, Victoria no está acostumbrada a que se le resistan. No lo ha probado, pero es que se hubiese topado con un rechazo, con un desprecio. En fin, digámoslo de una vez, no hay intimidad posible entre una madre y una hija en esas condiciones. Victoria, cansada de dar vueltas en la cama, se levanta y va a contemplar por la ventana sus propiedades en la noche.
Ha llevado muy lejos los límites de su poder. Reina sobre esta región. Y como no es reina, todo lleva la señal de sus combates. Entrevé en la sombra la gran masa de las dificultades vencidas. La tierra y la gente le pertenecen por vínculos que no están sólo escritos. Ha llevado adelante por igual su vida y su sensualidad. No se ha contentado con adquirir, se ha comprometido. Pudiendo dominar, poseer es muy poco, sin duda. Ella posee y domina a la vez. Se detiene a veces ante su padre, y lo mira, baboso. Viéndolo fue como comprendió que los hombres son buenos criados, pero deplorables amos. Cuando dejan de corretear por ahí, beben, gritan. Apenas saben ir al prostíbulo a coger la sífilis, como el viejo. Está claro que fue allí donde la cogió, con esa cara. Lo encuentran más cómodo, con chicas a quienes les importa un comino, que obedecen a todos sus sucios deseos, y además no son guapas; delgadas, pálidas, viejas. Sólo la idea del prostíbulo pone a Victoria fuera de sí. Vuelve a acostarse.
Irene, en el fondo, es cierto, concibe los vicios de su madre con cierta altura. No piensa realmente que sean vicios. Lo encuentra vulgar, simplemente. Y no muy inteligente. Sin embargo no niega la habilidad de su madre. La admira bastante por haber sabido arreglárselas con los campesinos, que son toscos y retorcidos, por haberse valido de todo, hasta del hecho de ser tortillera, para reinar en la casa y sobre todas las tierras a su alrededor. Sabe qué reputación mantiene el respeto en torno de la granja. Encuentra la jugada bien hecha, y defendería sin duda a su madre si a alguien se le ocurriese atacarla. Pero quererla, lo que se dice quererla, no la quiere nada. Si su madre, por ejemplo, cometiera la imprudencia de oponerse a sus placeres, no vacilaría ante nada contra ella. Por otra parte, según ciertos movimientos que sintió en sí misma, tuvo que reconocer las grandes probabilidades de la leyenda que le contaron con malicia, según la cual su madre habría hecho matar a su padre, o más bien lo habría matado ella misma. Eso hace que Victoria le sea a la vez bastante simpática y maravillosamente ajena. Además, Irene no es capaz de muchos sentimientos. Dice que esos matices son buenos para los hombres, pero que las mujeres no necesitan tantas argucias para engañar a quien se les resiste, las mujeres que encuentran siempre a alguien para realizar sus deseos naturales, a menos que sean unos petardos, no tienen más que gozar todo lo que puedan, sin buscarle tres pies al gato.
Y, de hecho, no se enreda en las sutilezas de sus amantes quienes por ser campesinos resultan a veces sentimentales y curiosos, creen en ciertas ocasiones en un progreso respecto al rústico amor que conocen. Es éste un rasgo que comparte con su madre, en lo que ésta tiene de viril. Irene se porta con los hombres como se portan los hombres con las chicas, abominablemente impacientes si éstas hacen proyectos para el porvenir, cuentan su vida, se enternecen.
Piensa sin grandes rodeos que el amor no difiere de su objeto, y que no hay nada que buscar en otras partes. Lo dice si es preciso de un modo francamente desagradable, directo. Sabe ser grosera y precisa. Teme tan poco a las palabras como a los hombres, y como .ellos éstas le producen a veces cierto placer. No las escatima en plena voluptuosidad. Salen de ella entonces sin esfuerzo, con toda violencia. Ah, qué basura puede llegar a ser. Se calienta, y su amante con ella, con un vocabulario ardiente e innoble. Se revuelca en las palabras como en su sudor. Cocea, delira. Qué más da, vale mucho el amor de Irene.
No lo ignora, y cuando el animal cansado que acaba de someter descansa, se yergue con su cuerpo saludable, sus largos pechos, en el abandono de su victoria, y habla con vanidad de sí misma. Oh, no mucho tiempo. Enseguida, si no se arroja sobre el hombre para extenuarlo una vez más, lo echa, no le gusta que se arrastre así a su lado, holgazán. Y sola de nuevo, realmente sola como siempre sintió que lo estaba en el mundo, se mira en un espejo enmarcado de cañas de bambú. Hermoso rostro en el que brilla el gusto por el placer, desdeñoso y ávido. Con esa nariz aguileña que le viene de su madre. Los ojos cercanos a la nariz, pero grandes, y oscuros, como de estatua. La frente muy alta, los cabellos espesos. La boca determina la voluntad. Y, sobre todo, un aire que no se puede definir, en el que se presiente el peligro sin que nada lo precise, la sensualidad conquistadora y una especie de vulgaridad que embriaga. Se gusta. Sus manos por supuesto no están cuidadas, y son demasiado fuertes para una chica. Pero eso también forma para ella parte de su belleza. Juega con sus manos mientras vuelve a peinarse, y su imagen es muy blanca entre los cabellos. Flota a su alrededor un gran perfume de morena, de morena feliz, en el que la idea del prójimo se disuelve.
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¿Qué es un proverbio sioux? En la danza blanca y azul que adivina en medio de los esfuerzos de la defecación el hombre que fija su mirada en el embaldosado de los aseos hay más belleza que en la pura aurora -es un proverbio sioux-. Cien francos. Cada cosa tiene su precio. Ah, los mosquitos.
Los espejos tienen sobre las palabras de las que me sirvo la extraordinaria ventaja de que los hacen de dos filos: pequeño y celoso, por ejemplo. Así la luna vacila en utilizar la mar, luego valientemente se refleja en ella. Lo cual llena de valor las pardas cabezas de chorlito de la segunda República. Que no debía ser la última. Fuera mosquitos.
Por qué no he podido en mi vida oír hablar de avellanas sin emocionarme hasta el punto de soñar, de, cómo decís, dormir, me, se. Suponed que todo lo que digo tiene un carácter más bien científico. Cierto dominio sobre sí mismo no podría, ni en circunstancias favorables, hacer de un hombre, de un hombre bien dotado, un emperador. Que no debía ser la última, por ejemplo. Suspiros.
Parece, se dice, o, para ser más justos, se insinúa que todo esto acabará siendo una historia. Sí, para los tontos. Hay que decir que ven en todas partes novelas, romances. Los hay que si se han encontrado un señor con un sombrero rosa lo cuentan. Todo es historia para ellos, un pedacito de madera, un adulterio, una gardenia. Eso constituye un somnífero montón de leyendas. Suponed que todo lo que digo tiene un carácter más bien científico.
Todo esto acabará siendo una historia para la crema, lo no va más, el gratinado, la nata de los tontos. Es una manía burguesa la de disponerlo todo como una historia. A vuestro antojo, si tenéis comprador.
Lo que quiero decir es, para que se entienda bien, que, bajo varios nombres, no sigo mi pequeña curva como sigue su trayectoria suavemente, según las leyes de la balística y de la Convención de Ginebra, una bala de cañón en el aire. Nada lo detendría, tiene que firmar, ¡y hostia qué bonita rúbrica! Es puro roble.
Hay gente que cuenta la vida de los demás. O la suya. ¿Por qué extremo la toman? En fin, resumirán cualquier cosa. Una escalera o una corriente de aire.
Oyeron de la vida de los demás lo que eran capaces de oír. Pero incluso si fuese así, sería de otro modo. Y además basta ya. Fijaros en un hombre que bosteza. Sus rasgos se deshacen, expresan una melancolía desconocida, una inmensa desesperación física. Sin embargo eso no puede ocupar lugar alguno en una historia propiamente dicha. ¿Quién seguiría minuciosamente la existencia de una vieja, poco a poco llevada a escribir cartas anónimas? Cuántas reflexiones supondría eso.
Es una manía burguesa la de disponerlo todo como una historia. Tengo todo el aspecto de adherirme a ello, hicieron de mí un soldado. No obstante, eso haría reír a alguien que tuviera de mí una visión general. Toma de la estación, con el semáforo al fondo.
No, no soy en absoluto un cualquiera. Que haya sido un soldado es un poco más indignante, para un imparcial testimonio imaginario, que si eso le hubiese ocurrido a un pobre perro. Un poco más, un poco menos. Una melancolía desconocida, una inmensa desesperación física. El mismo número de París-Soír que reproducía una carta relativa a una revista que prometía a troche y moche mi colaboración y la de otros más y en una entrevista falsificada de Massimo Bontempelli, anunciaba que seis mil presos, en cifras redondas, habían salido aquel mismo día hacia el presidio. Así es como, con la leyenda Aguas minerales alcalinas naturales, la etiqueta del agua de Evian-Cachat que tengo ante mí presenta sobre un fondo rosa una vista del establecimiento termal en el momento en que ante los jardines pasan una calesa y unos cuantos transeúntes, entre los que se distingue una dama con una sombrilla. Hace sol por lo tanto. Y en la cenefa azul y negro, alrededor de una columna decorativa, se lee en una banderola enrollada las siguientes palabras: Aprobación de la Academia de Medicina. Fijaos en un hombre que bosteza. El mismo número de París-Soír. Me abandono al -desánimo cuando pienso en la multiplicidad de los hechos. Lo que abarco, en comparación con lo que no abarco, no es muy lucido. Vamos, un poco más de humor, qué diablos. Un traguito más de aguardiente. Un hombre que, para no rascarse, siente la invencible necesidad de beber no es ridículo. Además, bebe.
Murmullo, agua fresca del valle del sueño. En el punto en que caes de veinte metros treinta en la extrañeza lisa de las rocas, no por nada la mano del hombre colgó un pequeño belvedere de cartón-piedra. Ahí viene a poner el codo el romanticismo, con una antología en la mano. Cuidado, César, te caerías.
Las noches son frescas. No podría decir lo mismo del pan, Papa (así designo a las nieves eternas). La multiplicidad de los hechos.
Allí donde la desnudez de la roca rechaza el pie tímido, donde el vegetal desanimado ya no desarrollará la seducción de su simiente, allí donde la azada no levanta más que la chispa, encontré mi refugio, más allá del reino azul de las moscas. Soy un animal de las alturas. No podría decir lo mismo del pan. Que aquellos que buscan su alimento dejen de importunarme con su asqueroso cuchicheo.
FIN