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sábado, 22 de diciembre de 2012

CUENTOS ISAAC ASIMOV BIBLIOTECA VIRTUAL

Isaac Asimov

Carne de su carne, sangre de su sangre


Uno de los más grandes nombres en el campo de la SF, Asimov siempre se ha distinguido por su interés especial hacia las grandes epopeyas espaciales. Y, en este relato corto, nos encontramos con una mini-epopeya, que no desmerece en nada a sus mejores obras.

La serie de catástrofes había tenido lu¬gar hacía cinco años: cinco revoluciones de aquel planeta, HC-12549d según los ma¬pas, y desprovisto de cualquier otro nom-bre. Más de seis revoluciones de la Tierra; pero, ¿quien lo contaba... ya?

Si la gente, allá en casa, lo supiera, qui¬zá dijesen que era una lucha heroica, una epopeya del Cuerpo Galáctico: cinco hom¬bres contra un mundo hostil, mantenien-do una amarga defensa durante cinco (o más de seis) años... Y ahora estaban muriendo, perdida la batalla después de todo. Tres habían entrado en el coma final, un cuarto tenía aún abiertos sus ojos teñi¬dos de amarillo, y el quinto seguía aún en pie.

Pero no se trataba, en lo más mínimo, de una cuestión de heroísmo. Habían sido cinco hombres enfrentándose con el aburrimiento y la desesperación y mantenien-do su burbuja metálica de condiciones vi¬tales únicamente por la menos heroica de las razones: que no había otra cosa que hacer mientras les quedase vida.

Si alguno de ellos se sintió estimulado por la batalla, jamás lo mencionó. Pasado el primer año, dejaron de hablar de res¬cate, y tras el segundo la palabra «Tierra» pasó a ser tabú.

Pero una palabra estaba siempre pre¬sente, y si no la pronunciaban, al menos la tenían en mente: amoníaco.

La habían pronunciado por primera vez cuando estaban tratando, contra toda posibilidad, de lograr un aterrizaje con sus motores averiados y su casco maltrecho.

Naturalmente, uno acepta la mala suer¬te... pero sólo si no es demasiado mala. Una explosión estelar quema los hipercircuitos: pueden repararse con el tiempo. Un meteorito desalinea las válvulas de ali¬mentación: eso puede arreglarse, con el tiempo. Una trayectoria es mal calculada en un momento de tensión, y un instante de aceleración arranca las antenas de na¬vegación y merma los sentidos de todos los hombres de la nave: pero las antenas pueden ser remplazadas y los sentidos se recobran, si hay tiempo.

Las posibilidades de que estas tres ma¬las pasadas del destino sucedan al mismo tiempo son una por un número inconta¬ble de veces; y aún menos de que sucedan durante un aterrizaje particularmente complejo, cuando lo que más falta es ese factor indispensable para la corrección de todo error: el tiempo.


El Cruiser John se había encontrado con esa posibilidad casi imposible y había realizado su último aterrizaje, pues nunca volvería a alzarse de una superficie planetaria.

El que hubiera aterrizado prácticamen¬te intacto era ya de por sí casi un milagro. Al menos, a los cinco les quedaba vida para algunos años; aparte de esto, sólo la accidental llegada de otra nave podría ayudarles, pero nadie lo esperaba. Habían tenido ya una cuota de coincidencias su¬perior a la que cabe esperar en toda una vida, y todas ellas habían sido malas.

Así estaban las cosas.

Y la palabra clave era «amoníaco». Con la superficie subiendo en espiral hacia la nave y la muerte (piadosamente rápida) aguardándoles con una casi total seguri-dad, Chou había tenido, de alguna manera, tiempo para fijarse en el espectrógrafo de absorción, que estaba funcionando a toda marcha.

–Amoníaco –gritó.

Los otros lo oye¬ron, pero no tenían tiempo para prestarle atención. Sólo lo tenían para una lucha de¬sesperada contra una muerte rápida, para lograr una muerte lenta.

Cuando finalmente aterrizaron, en un terreno arenoso, con una escasa y maltre¬cha vegetación azulada –hierbas, y unos objetos con forma de árboles, de corteza azul y sin hojas–, ningún signo de vida animal, y con un cielo casi verdoso cruza¬do por algunas nubes, la palabra volvió a su atención.

–¿Amoníaco? –dijo en voz alta Petersen.

–Cuatro por ciento –confirmó Chou.

–Imposible –exclamó Petersen.

Pero no lo era. Los libros no decían que fuera imposible. Lo que el Cuerpo Galác¬tico había descubierto era un planeta de una cierta masa y volumen y que se halla¬ba a una determinada temperatura: era un planeta oceánico; y los planetas oceáni¬cos siempre tenían uno de estos dos tipos de atmósfera: nitrógeno/oxígeno o nitrógeno/dióxido de carbono.

En el primer caso la vida era abundan¬te; en el segundo, primitiva.

Nadie se preocupaba ya en comprobar más que la masa, el volumen y la temperatura. Se suponía que la atmósfera sería una de las dos citadas. Pero los libros no decían que tuviera que ser así; sino que, hasta entonces, siempre había sido así. Termodinámicamente, eran posibles otras atmósferas; pero eran muy poco proba¬bles, así que, en la práctica, no eran ha¬lladas.

Hasta entonces. Los hombres del Crui¬ser John se habían encontrado con una, y tenían que permanecer durante todo el tiempo que pudieran sobrevivir bajo una atmósfera de nitrógeno/dióxido de carbo¬no/amoníaco.

Los tripulantes convirtieron su nave en una burbuja subterránea con condiciones de vida de tipo terrestre. No podían des¬pegar de la superficie ni trasmitir una onda de comunicación a través del hiperespacio, pero todo lo demás podía utili¬zarse. Para compensar las deficiencias de su sistema de reciclado, incluso podían aprovechar el suministro de aire y agua del propio planeta: siempre, claro está, que le quitasen el amoníaco.

Organizaron grupos de exploración, da¬do que sus trajes estaban en excelentes condiciones, y aquello ayudaba a pasar el tiempo. El planeta era inofensivo: no ha-bla vida animal, y por todas partes la vida vegetal era escasa. Azul, siempre azul: clorofila amoniacada; proteína amoniacada.

Montaron laboratorios, analizaron los componentes de las plantas, estudiaron secciones microscópicas de las mismas, compilaron grandes volúmenes con sus hallazgos. Intentaron hacer crecer plantas nativas en una atmósfera sin amoníaco, y fracasaron. Se convirtieron en geólogos y estudiaron la corteza del planeta; en astrónomos, y estudiaron el espectro del sol del sistema.

A veces, Barrere decía:

–Algún día el Cuerpo llegará a este pla¬neta y encontrará esperándole nuestro le-gado de conocimientos. Después de todo, es un planeta único. Quizá no haya otro planeta de tipo terrestre con amoníaco en toda la Vía Láctea.

–Maravilloso –dijo Sandropoulos, con amargura–. ¡Qué suerte hemos tenido!

Sandropoulos estudió el aspecto termodinámico de la situación.

–Es un sistema metaestable –dijo–. El amoníaco desaparece constantemente a causa de una oxidación geoquímica que forma nitrógeno; las plantas utilizan el nitrógeno y vuelven a producir amoníaco, adaptándose a la presencia de ese amonía¬co. Si la producción de amoníaco por las plantas descendiese en un dos por ciento, se produciría una espiral descendente. La vida vegetal iría muriendo, reduciendo aún más el amoníaco, lo que influiría en las plantas que quedasen, etc., etc..

–¿Quieres decir que si matásemos su¬ficientes plantas –preguntó Vlassov– podríamos acabar con el amoníaco?

–Si tuviéramos deslizadores aéreos y atomizadores de gran potencia, y un año para trabajar, quizá lo lográsemos –contestó Sandropoulos–, pero no lo tenemos, y hay un método mejor. Si lográsemos ha¬cer crecer nuestras plantas, la formación de oxígeno a causa de la fotosíntesis incre¬mentaría la velocidad de oxidación del amoníaco. Incluso un aumento pequeño y localizado haría disminuir el amoníaco de la región y estimularía aún más el creci¬miento de las plantas terrestres, y, al inhi-bir el crecimiento de las nativas, haría que aún descendiese más el amoníaco, etcéte¬ra.

Se convirtieron en agricultores durante la estación de la siembra. Después de to¬do, aquello era rutina para el Cuerpo Ga¬láctico. La vida en los planetas parecidos a la Tierra era habitualmente del tipo agua/proteína, pero la variación era infi¬nita, y pocas veces los alimentos extraterrestres eran nutritivos, mientras que a menudo (no siempre, pero a menudo) su¬cedía que algunos tipos de plantas terres¬tres se imponían y acababan con la flora nativa. Y con la flora nativa en disminu¬ción, otras plantas terrestres podían echar raíces.



Docenas de planetas habían sido con¬vertidos en nuevas Tierras mediante este método. En el proceso, las plantas terrícolas se habían desarrollado en centena¬res de variantes muy resistentes que flo¬recían en las más difíciles condiciones; lo que mejoraba las posibilidades de que so¬breviviesen en el siguiente planeta.

El amoníaco podía matar a cualquier planta de la Tierra, pero las semillas de que disponían en el Cruiser John no eran verdaderas plantas de la Tierra, sino mutaciones de esas plantas obtenidas en otros mundos. Lucharon bien, pero no lo bas¬tante. Algunas variedades crecieron de forma débil y enfermiza, y acabaron muriendo.

Aún así se portaron mejor que la vida microscópica. Los bacterioides de aquel planeta eran mucho más florecientes que la anémica vida vegetal de color azul. Los microorganismos nativos acabaron con cualquier intento de competencia de sus congéneres terrestres. El intento de sem¬brar el suelo del planeta con flora bacte-riana de tipo terrícola, con el fin de ayu¬dar a las plantas de la Tierra, fracasó.

Vlassov agitó la cabeza:

–De todos modos, no iba a servir de nada. Si nuestras bacterias sobreviviesen, sería únicamente adaptándose a la presen¬cia del amoníaco.

–Las bacterias no van a ayudarnos –di¬jo Sandropoulos–. Necesitamos las plan¬tas; ellas son las que tienen sistemas de fabricación de oxígeno.

–Podríamos fabricarlo nosotros mis¬mos –dijo Petersen–. Podríamos electro¬lizar el agua.

–¿Y cuánto tiempo nos duraría nuestro equipo? Si pudiésemos conseguir que nuestras plantas prosperasen, eso equival¬dría a estar electrolizando agua constantemente, poco a poco, pero año tras año, hasta que el planeta se rindiese.

–Entonces, tratemos el suelo –inter¬vino Barreré–. Está podrido de sales de amoníaco. Sacaremos las sales y dejare¬mos un suelo limpio de amoníaco.

–¿Y qué hay de la atmósfera? –pre¬guntó Chou.

–En un suelo limpio de amoníaco qui¬zá sobrevivan a pesar de la atmósfera. Ya casi lo consiguen sin eso.

Trabajaron como posesos, pero sin lo¬grar ver un final a sus esfuerzos. Ninguno de ellos creía verdaderamente que fuera a funcionar y, aunque lo hiciese, no había futuro para ellos. Pero el trabajar ayuda¬ba a pasar los días.

En la siguiente época de siembra tenían su suelo libre de amoniaco, pero las plan-tas terrestres seguían creciendo enfermi¬zas. Incluso colocaron domos sobre algu-nas plantas y bombearon en su interior aire libre de amoníaco. Sirvió de algo pero no fue suficiente. Ajustaron la com¬posición química del suelo de todas las maneras que les era posible, No obtuvie¬ron premio.

Las débiles plantas producían sus pe¬queñas vaharadas de oxígeno, pero no era bastante para alterar el equilibrio de la atmósfera de amoniaco.

–Un empujón más –dijo Sandropou¬los–, uno más. Estamos haciéndola tam-balearse; se tambalea; pero no podemos derribarla.



Su equipo y herramientas se desgastaron y fueron fallando con el tiempo, y el futuro fue terminando para ellos. Cada mes tenían menos posibilidades de ma-niobra.

Cuando por último llego el final, fue con una premura que casi era de agrade¬cer. No sabían qué nombre darle a aquella debilidad y aquellos vértigos, que nadie su¬ponía que fueran debidos a un envenena¬miento directo del amoníaco. Sin embargo, estaban viviendo de las algas que ha¬bían formado parte del sistema hidropónico de la nave, y durante aquellos años era posible que las algas hubieran sufrido una contaminación del medio ambiente.

O tal vez hubiese sido la obra de algún microorganismo nativo que, al fin, hubie¬se aprendido cómo alimentarse de ellos. Aunque quizá hubiese sido un microorga-nismo terrestre, mutado bajo las condicio¬nes de un mundo extraño.

Así que tres murieron por fin aunque, afortunadamente, lo hicieron sin sentir dolor. Estaban contentos de irse y poder dejar aquella inútil lucha.

Chou dijo en un susurro casi inaudible:

–Es tonto perder de esta manera.

Petersen, el único de los cinco que se¬guía en pie (¿sería inmune a aquella do-lencia, fuera la que fuese?) volvió su ros¬tro dolorido hacia su único compañero con vida.

–No mueras –le dijo–. No me dejes solo.

Chou trató de sonreír.

–No tengo elección, pero puedes se¬guirnos, viejo amigo. ¿Para qué luchar? Ya no tienes herramientas, y no hay for¬ma de vencer, aunque quizá no la hubo nunca.

Aún así, Petersen combatió la desespe¬ración final, concentrándose en la lucha contra la atmósfera. Pero su mente estaba cansada y su corazón desgastado, y cuan¬do Chou murió a la hora siguiente, se que¬dó con cuatro cadáveres que eliminar.

Miró los cuerpos, evocando los recuer¬dos, volviendo hacia atrás (ahora que es¬taba solo y se atrevía a llorar) hasta llegar a la misma Tierra, que había visto por úl¬tima vez en una visita hacia once años.

Tendría que enterrar los cuerpos. Rom¬pería las azuladas ramas de los árboles nativos desprovistos de hojas y construiría cruces con ellas. Encima, colgaría el casco espacial de cada hombre y recosta¬ría contra ella los cilindros de aire. Cilin-dros vacíos para simbolizar la lucha per¬dida.

Un sentimiento estúpido dedicado a hombres a los que ya no les importaba, y para ojos futuros que quizá jamás llega¬sen a verlo.

Pero en realidad lo estaba haciendo pa¬ra él mismo, para mostrar respeto por sus amigos y también por sí mismo, pues no era el tipo de hombre que no se cuidase de sus amigos muertos mientras le fuera posible.

Además...

¿Además? Se sentó cansado, pensando durante un rato.

Mientras siguiera vivo lucharía con las herramientas de que dispusiese y enterra¬ría a sus amigos.

Enterró a cada uno de ellos en un pun¬to del suelo libre de amoníaco que habían logrado con tanto trabajo; los enterró sin sudario y sin ropa alguna, dejándolos desnudos en el suelo hostil, a merced de la lenta descomposición que producirían sus propios microorganismos antes de que también ellos muriesen por la inevitable invasión de los bacterioides nativos.

Petersen colocó cada cruz, con su casco y cilindros de aire, la aseguró con piedras y se volvió, hosco y triste, para regresar a la nave enterrada en la que ahora vivía solo.

Siguió trabajando y, al fin, también a él le llegaron los síntomas.

Se metió trabajosamente en su traje es¬pacial y salió a la superficie en lo que sa¬bía que sería su última visita.

Cayó de rodillas en los espacios culti¬vados. Las plantas terrestres se veían verdes. Habían vivido mucho más que nunca antes. Tenían un aspecto lozano, incluso vigoroso.

Habían tratado el suelo, cuidado la at¬mósfera, y ahora Petersen había utilizado la última herramienta, la única de que ya disponía, y también les había dado fertilizantes...

De la carne, en lenta descomposición, de los terrestres, salían los productos nutritivos que estaban proporcionando el úl¬timo empujón. De las plantas terrestres surgía el oxígeno que derrotaría al amo¬níaco y sacaría al planeta del inexplicable nicho ecológico en el que se había visto encerrado.

Si los terrestres volvían alguna vez (¿cuándo?, ¿dentro de un millón de años?) se encontrarían con una atmósfera de ni¬trógeno/oxígeno y una flora limitada que recordaría extrañamente a la terrestre.

Las cruces se pudrirían y descompon¬drían, el metal se oxidaría y convertiría en polvo. Quizá los huesos se fosilizasen y quedasen para dar una pista de lo que había sucedido. Tal vez fueran hallados sus informes, que había dejado sellados.

Pero nada de aquello importaba. Si no encontraban ninguna de esas cosas, el planeta mismo, todo el planeta, sería su mo¬numento.

Y Petersen se recostó para morir en me¬dio de la victoria de aquel grupo de terrestres.