Woody Allen
Título original:
Getting Even
Traducción :
Marcelo Covián
ÍNDICE
Para acabar con la crítica freudiana
Las listas de Metterling
Por fin, Venal & Sons acaba de publicar el
primer volumen tan largamente esperado de las listas de ropa de Metterling (Las
listas completas de ropa de Hans Metterling, vol. I: 437
págs., con una introducción de XXXII págs.; índice; $
18,75), con un comentario erudito del conocido estudioso de Metterling, Gunther
Eisenbud. La decisión de publicar esta obra por separado, antes de que se
termine la inmensa oeuvre en cuatro volúmenes, es satisfactoria e
inteligente ya que este libro contumaz y espumeante dejará de inmediato sin
efecto los desagradables rumores según los cuales Venal & Sons, después de
haber cosechado sustanciosas ganancias con las novelas, obras de teatro,
cuadernos de anotaciones, diarios y cartas de Metterling, sólo procuraba seguir
embolsando copiosos beneficios con el mismo material. ¡Cuán errados han estado
los propagadores de esos rumores! Por cierto, la mismísima primera lista de
ropa de Metterling
LISTA Nº 1
6 pares de calzoncillos
4 camisetas
6 pares de calcetines azules
4 camisas azules
2 camisas blancas
6 pañuelos
Sin almidón
es la perfecta y casi sublime introducción a este genio problemático,
conocido por sus contemporáneos como el «Raro de Praga». Esta primera lista fue
garrapateada mientras Metterling escribía Confesiones de un queso
monstruoso, obra de sorprendente importancia filosófica en la que probó no
sólo que Kant estaba equivocado acerca del universo, sino que tampoco había
cobrado nunca un cheque. La repugnancia que sentía Metterling por el almidón es
típica de la época, y cuando este paquete de ropa le fue devuelto demasiado
rígido, Metterling se puso de mal humor y sufrió un ataque de depresión. Su ama
de llaves, Frau Weiser, comunicó a unos amigos que «hace días que Herr
Metterling está encerrado en su habitación llorando porque le han almidonado
los calzoncillos». Breuer señaló ya en varias ocasiones la relación entre los
calzoncillos almidonados y la sensación permanente que tenía Metterling de que
hablaban de él hombres con carrillos (Metterling: Psicosis
paranoica-depresiva y las primas listas, Zeiss Press). Este tema de la
incapacidad para seguir instrucciones aparece en la única obra teatral de
Metterling, Asma, cuando Needleman lleva por equivocación al Valhalla la
pelota de tenis maldita. El evidente enigma de la segunda lista
LISTA Nº 2
7 pares de calzoncillos
5 camisetas
7 pares de calcetines negros
6 camisas azules
6 pañuelos
Sin almidón
radica en los siete pares de calcetines negros, pues hace ya mucho
tiempo que es vox populi que Metterling era sumamente proclive al azul.
Sin duda, durante años, la mera mención de cualquier otro color le ponía hecho
una furia y en cierta ocasión dio un empujón a Rilke y le hizo caer sobre un
montón de miel porque el poeta dijo que prefería las mujeres de ojos castaños.
Según Anna Freud («Los calcetines de Metterling como expresión de la madre
fálica», Journal of Psychoanalysis, nov. 1935), este cambio súbito a
ropajes más sombríos está relacionado con la infelicidad que le produjo el «Incidente
de Bayreuth». Allí fue donde, durante el primer acto de Tristán, no pudo
contener un estornudo e hizo volar el peluquín de uno de los más ricos
patrocinadores del teatro. El público se convulsionó, pero Wagner salió en su
defensa con el ahora ya clásico comentario: «Todo el mundo estornuda». Para
colmo, Cosima Wagner estalló en sollozos y acusó a Metterling de sabotear la
obra de su marido.
Ya nadie duda de que Metterling se sentía atraído
por Cosima Wagner; sabemos que una vez la cogió de la mano en Leipzig y cuatro
años más tarde, una vez más, en el valle del Rhur. En Danzig, se refirió
tangencialmente a la tibia de Cosima durante el transcurso de una tormenta y
ella decidió que era mejor no volver a verlo nunca más. De regreso a su casa en
estado de agotamiento, Metterling escribió Pensamiento de un pollo y
dedicó el manuscrito original a los Wagner. Cuando éstos lo utilizaron para
calzar la mesa de la cocina, que tenía una pata más corta, Metterling se enfadó
y se cambió a calcetines oscuros. Su ama de llaves le rogó que conservara su
azul tan amado o que, por lo menos, hiciera un intento con el marrón, pero
Metterling la maldijo exclamando: «¡Perra, ¿y por qué no escoceses, eh?!».
En la tercera lista
LISTA Nº 3
6 pañuelos
5 camisetas
8 pares de calcetines
3 sábanas
2 fundas de almohada
se menciona por primera vez la ropa de cama: Metterling sentía pasión
por la ropa de cama, en especial por las fundas que él y su hermana, cuando
eran niños, se ponían sobre la cabeza cuando jugaban a los fantasmas, hasta que
un día él se cayó de bruces en una cantera de piedra. A Metterling le gustaba
dormir con ropa de cama limpia y lo mismo le sucede a sus personajes de
ficción. Horst Wasserman, el herrero impotente de Filete de arenque, comete
un asesinato por un cambio de sábanas, y Jenny, en El dedo del pastor, está
dispuesta a acostarse con Klinesman (a quien odia por haber frotado a su madre
con mantequilla) «si esto significa dormir entre sábanas suaves». Es una
tragedia el que la lavandería jamás dejara la ropa de cama a satisfacción de
Metterling, pero afirmar, como lo ha hecho Pflatz, que su consternación al
respecto no le permitió terminar Adonde vas, cretino, es absurdo.
Metterling se permitía el lujo de enviar a lavar sus sábanas, pero no sentía
dependencia por eso.
Lo que impidió a Metterling terminar el libro de
poemas tanto tiempo proyectado, fue un romance abortado que figura en la
«Famosa Cuarta Lista»:
LISTA Nº 4
7 pares de calzoncillos
6 pañuelos
6 camisetas
7 pares de calcetines negros
Sin almidón
Servicio especial en
veinticuatro horas
En 1884, Metterling conoció a Lou Andreas-Salomé y
de pronto nos enteramos de que a partir de entonces exigió que se le lavara la
ropa todos los días. En realidad, los presentó Nietzsche quien dijo a Lou que
Metterling podía ser un genio o un idiota y que intentara averiguarlo. En
aquellos tiempos, el servicio especial en veinticuatro horas se estaba
volviendo bastante popular en el Continente, sobre todo entre los
intelectuales, y la innovación fue bien recibida por Metterling. Al menos era
rápido, y Metterling adoraba la rapidez. Siempre se presentaba a las citas
temprano —a veces varios días antes y entonces tenían que acomodarlo en el
cuarto de huéspedes. A Lou también le encantaba el envío diario de ropa limpia
de la lavandería. Se ponía tan contenta como una niña; a menudo llevaba a
pasear a Metterling por el bosque y allí abría el último envío del escritor. A
ella le encantaban sus camisetas y sus pañuelos, pero más que nada adoraba sus
calzoncillos. Escribió a Nietzsche que los calzoncillos de Metterling eran lo
más sublime que había encontrado en su vida, incluyendo Así habló
Zaratustra. Nietzsche se portó como un caballero al respecto, pero siempre
sintió celos de los calzoncillos de Metterling y le contó a sus íntimos que le
parecían «hegelianos en extremo». Lou Salomé y Metterling se separaron después
del Gran Desastre de la Melaza de 1886 y, si bien Metterling perdonó a Lou,
ésta siempre dijo de él que «su mente tenía sombras de frenopático».
La quinta lista
LISTA N° 5
6 camisetas
6 calzoncillos
6 pañuelos
confundió siempre a los estudiosos, principalmente por la total
ausencia de calcetines. (Por cierto, Thomas Mann, años más tarde, se interesó
tanto por el problema que escribió toda una obra de teatro sobre el tema: Las
calcetas de Moisés que, en un descuido, se le cayó en un albañal.) ¿Por qué
este gigante de la literatura sacó súbitamente los calcetines de su lista
semanal? No fue, como afirman algunos estudiosos, una señal de su creciente locura,
aun cuando Metterling por aquel entonces había adoptado ciertas extrañas
características en su conducta. Por ejemplo, creía que lo seguían o que él
seguía a otra persona. Contó a unos amigos íntimos algo acerca de una
conspiración gubernamental para robarle el mentón; y, en cierta ocasión,
durante unas vacaciones en Jena, no pudo decir otra cosa que la palabra
«berenjena» durante cuatro días seguidos. Sin embargo, estos ataques fueron
temporales y no explican la desaparición de los calcetines. Tampoco lo hace su
emulación de Kafka quien, durante un breve período de su vida, dejó de llevar
calcetines debido a un sentimiento de culpa. Pero Eisenbud nos asegura que
Metterling siguió llevando calcetines. ¡Simplemente dejó de enviarlos a la
tintorería! ¿Y por qué? Porque en esa época de su vida, consiguió una nueva ama
de llaves, Frau Milner, quien consintió en lavarle los calcetines a mano (gesto
que emocionó tanto a Metterling que legó a esa mujer toda su fortuna, que
consistía en un sombrero negro y un poco de tabaco). Asimismo, ella aparece en
el personaje Hilda en su alegoría cómica, El icor de Mamá Brandt.
Es obvio que la personalidad de Metterling empezó a
fragmentarse en 1894, según podemos deducir en parte de la sexta lista:
LISTA Nº 6
25 pañuelos
1 camiseta
5 calzoncillos
1 calcetín.
Ya no resulta sorprendente que, en aquel período,
iniciara un análisis con Freud. Lo había conocido años antes en Viena cuando
los dos acudieron a la representación de Edipo, ocasión en la que Freud
tuvo que ser sacado del teatro presa de un ataque de sudor frío. Las sesiones
fueron tormentosas y, si damos crédito a las anotaciones de Freud, el
comportamiento de Metterling fue hostil. En cierto momento, amenazó con
almidonar la barba de Freud y
con frecuencia decía que éste le recordaba a su tintorero. Poco a
poco, las extrañas relaciones de Metterling con su padre salieron a la
palestra. (Los estudiantes de nuestro autor ya se han familiarizado con el
padre de Metterling, un pequeño funcionario que a menudo ridiculizaba a
Metterling comparándole con una salchicha.) Freud escribe acerca de un sueño
clave que le describió Metterling:
Estoy en
una cena con unos amigos cuando de pronto entra un hombre con un bol de sopa en
una trailla. Acusa a mi ropa interior de traición y, cuando una dama me
defiende, a ésta se le cae la cabeza. Lo encuentro divertido en el sueño y me
río. Pronto todo el mundo se ríe salvo mi tintorero, que parece serio y se
queda sentado poniéndose gachas en los oídos. Entra mi padre, recoge la frente de
la dama y sale corriendo con ella. Corre hasta la plaza pública gritando: «¡Al
fin! ¡Al fin! ¡Una frente propia! Ahora no tendré que depender de ese idiota de
mi hijo». Esto me deprime en el sueño y siento la urgente necesidad de besar la
ropa del burgomaestre. En este momento, el paciente se pone a llorar y se
olvida del resto del sueño.
Con los conocimientos adquiridos gracias a este
sueño, Freud pudo ayudar a Metterling, y los dos se hicieron bastante amigos
por fuera del psicoanálisis, aunque Freud jamás permitió que Metterling se
pusiera a sus espaldas.
En el volumen II, se
anuncia que Eisenbud se hará cargo de las Listas 7-25 que incluyen los años de
la «tintorería particular» de Metterling y el patético malentendido con los
chinos de la esquina.
Para acabar con la Mafia
Un vistazo al crimen organizado
No es ningún secreto que el crimen organizado se
lleva en América más de cuarenta mil millones de dólares al año. Se trata de un
beneficio bastante respetable sobre todo si se tiene en cuenta el hecho de que
la Mafia dedica muy poco a gastos de oficina. Fuentes bien informadas indican
que la Cosa Nostra gastó menos de seis mil dólares el año pasado en papel de
correspondencia personal y aún menos en grapas. Además, tienen una sola
secretaria que hace todo el trabajo de mecanografía y sólo tres habitaciones
pequeñas en la oficina central que comparten con el Estudio de Danza Fred
Persky.
El año pasado, el crimen organizado fue responsable
directo de más de cien asesinatos, y los mafiosi participaron de forma
indirecta en otros cientos más, ya sea prestando dinero para el transporte en
vehículos del servicio público o guardándoles los abrigos mientras iban por ahí
a pegar tiros. Otras operaciones ilícitas llevadas a cabo por miembros de la
Cosa Nostra fueron el juego, el tráfico de drogas, la prostitución, secuestros,
usura y, violando fronteras estatales, el transporte de un inmenso pez rojo con
fines pornográficos. Los tentáculos de este corrupto imperio alcanzan al mismo
gobierno. Hace sólo unos pocos meses, dos jefes de banda con juicios federales
pendientes pasaron la noche en la Casa Blanca y el presidente durmió en el
sofá.
Historia del crimen organizado en los Estados Unidos
En 1921, Thomas (El Carnicero) Covello y Ciro (El
Sastre) Santucci intentaron organizar diferentes grupos étnicos del hampa y, de esa
manera, hacerse los amos de Chicago. Esto fracasó cuando Albert (El
Positivista Lógico) Corillo asesinó a Kid Lipsky encerrándolo en un armario y
aspirando todo el aire que quedaba en el interior con una pajita. El hermano de
Lipsky, Mendy (alias Mendy Lewis, alias Mendy Larsen, alias Mendy Alias) vengó
la muerte de Lipsky secuestrando al hermano de Santucci, Gaetano (también
conocido como Little Tony o Rabino Henry Sharpstein), y devolviéndolo pocas
semanas después en veintisiete potes de mermelada. Esta fue la señal para el
inicio de un baño de sangre.
Domicik (El Herpetólogo) Mione mató a tiros a
Suertudo Lorenzo (el sobrenombre se debe a que la bomba que explotó en el
interior de su sombrero no pudo matarlo) a la salida de un bar en Chicago. Como
respuesta, Corillo y sus hombres siguieron la pista de Mione hasta Newark y
convirtieron su cabeza en un instrumento de viento. En ese momento, la banda de
Vítale, dirigida por Giuseppe Vítale (su nombre real, Quincy Baedeker), se puso
en acción para hacerse con toda la bebida ilegal de Harlem que administraba el
irlandés Larry Doyle (un hampón tan suspicaz que se negaba a permitir que nadie
en Nueva York se colocara a sus espaldas y que caminaba por las calles haciendo
piruetas y dando vueltas sin parar). Doyle resultó muerto cuando la Compañía de
Construcción Squillante decidió levantar sus nuevas oficinas en el puente de su
propia nariz. El segundo de Doyle, Little Petey (el Gray Petey) Ross, pasó a
ser el primero; resistió la invasión de Vitale y le convenció con engaños de
que fuera a un garaje vacío del centro con el pretexto de que allí se iba a
celebrar una fiesta. Sin sospechar nada, Vitale entró en el garaje vestido como
un ratón gigante y se quedó tieso en el acto por una ráfaga de ametralladora.
En señal de lealtad al jefe caído, los hombres de Vitale se pasaron de
inmediato a Ross. Lo mismo hizo la novia de Vitale, Bea Moretti, una artista,
estrella del éxito musical de Broadway Dí Kaddish, que terminó
contrayendo matrimonio con Ross, aunque más tarde le presentó una demanda de
divorcio acusándole de que en cierta ocasión le había vaporizado el cuerpo con
un aceite que apestaba a moho.
Temiendo una intervención federal, Vincent
Columbraro, el Rey de la Tostada con Mantequilla, pidió la paz. (Columbraro
tenía un control tan rígido sobre todas las tostadas con mantequilla que
entraban y salían de Nueva Jersey que una sola palabra suya podía privar de
desayuno a dos terceras partes del estado.) Todos los miembros del hampa fueron
convocados a una cena en Perth
Amboy donde Columbraro les comunicó que debían cesar todas las guerras
intestinas y que a partir de ese momento tenían que vestirse con decencia y
dejar de andar escabulléndose por todas partes. Las cartas, que antes se
firmaban con una mano negra, en el futuro terminarían «con nuestros mejores
deseos», y todo el territorio se dividiría en partes iguales, quedando Nueva
Jersey para la madre de Columbraro. De ese modo, nació la Mafia o Cosa Nostra
(literalmente, «mi pasta de dientes» o «nuestra pasta de dientes»). Dos días
más tarde, Columbraro se metió en una bañera para darse un buen baño y hace
cuarenta y seis años que no se le ha vuelto a ver.
Estructura de la Mafia
La Cosa Nostra está estructurada como cualquier
gobierno o gran corporación, o grupo de gangsters, pongamos por caso. En la
cima está el capo di tutti capi, o jefe de todos los jefes. Las reuniones
se realizan en su casa, y tiene la obligación de ofrecer pinchitos y cubitos de
hielo. Dejar de hacerlo significaría la muerte instantánea. (La muerte, dicho
sea de paso, es una de las peores cosas que pueden ocurrirle a un miembro de la
Cosa Nostra y muchos prefieren simplemente pagar una multa.) Por debajo del
jefe de todos los jefes están sus oficiales, cada uno de ellos gobierna un
sector de la ciudad con su «familia». Las familias de la Mafia no consisten en
una mujer y niños que siempre van a lugares como el circo o a hacer picnics. En
realidad, se trata de grupos de hombres más bien serios cuya mayor satisfacción
en la vida consiste en contemplar cuánto tiempo puede alguien permanecer
sumergido en el río East antes de empezar a hacer gárgaras.
La iniciación en la Mafia es algo bastante
complicado. Al miembro propuesto se le tapan los ojos y se le conduce a un
cuarto oscuro. Se le llenan los bolsillos de pedazos de melón Cranshaw y se le
obliga a saltar sobre un solo pie gritando: «¡Viva! ¡Viva!». Luego todos los
miembros del consejo de administración, o commissione, le tiran del
labio inferior y se lo sueltan de golpe. Algunos hasta desean hacer esto dos
veces. A continuación, le ponen granos de avena en la cabeza. Si se queja,
queda descalificado. Sin embargo, si dice «muy bien, me gusta la avena en la
cabeza», recibe la bienvenida de la hermandad. Esto se hace besándole en la
mejilla y
estrechándole la mano. A partir de ese momento, no se le permite comer chutney,
divertir a sus amigos imitando a una gallina ni matar a nadie llamado Vito.
Conclusiones
El crimen organizado es una plaga en nuestra nación.
Si bien muchos norteamericanos resultan engañados y empiezan una carrera en el
crimen con la promesa de una vida fácil, la mayoría de los criminales deben
trabajar durante largas horas, a menudo en edificios sin aire acondicionado.
Identificar a los criminales depende de cada uno de nosotros. Por lo general,
se les puede reconocer por los grandes gemelos que suelen llevar y porque no
dejan de comer cuando al hombre que está sentado a su lado se le cae un ancla
encima.
Los mejores métodos para combatir el crimen
organizado son los siguientes:
1. Decir a los criminales que no estás en casa;
2. Llamar a la policía siempre que un número
insólito de hombres de la Compañía de Lavado Siciliano empieza a cantar en el
vestíbulo de tu casa;
3. Grabaciones.
Las grabaciones no pueden ser empleadas de modo
indiscriminado, pero su eficacia queda ilustrada en esta transcripción de una
conversación entre dos jefes de banda en el área de Nueva York cuyas llamadas
telefónicas fueron grabadas por el F.B.I.:
Anthony: ¿Hola? ¿Rico?
Rico: ¿Hola?
Anthony: ¿Rico?
Rico: Hola.
Anthony: ¿Rico?
Rico: No te oigo.
Anthony: ¿Eres tú, Rico? No te oigo.
Rico: ¿Qué?
Anthony: ¿Me oyes?
Rico: ¿Hola?
Anthony: ¿Rico?
Rico: Hay un cruce.
Anthony: ¿Me oyes?
Rico: ¿Hola?
Anthony: ¿Rico?
Rico: ¿Hola?
Anthony: Operadora, hay un cruce.
Operadora: Cuelgue y vuelva a llamar, señor.
Rico: ¿Hola?
Gracias a esta prueba, Anthony (El Pescado) Rotunno
y Rico Panzini fueron condenados y en este momento descuentan quince años en
Sing Sing por posesión ilegal de alcohol de menta.
Para
acabar con las memorias de guerra
Las memorias de Schmeed
El torrente literario aparentemente
inagotable del Tercer Reich va a seguir fluyendo a caudales con la futura
publicación de Las memorias de Friedrich Schmeed, el
barbero más famoso de la Alemania en guerra, quien rindió servicios tonsuriales
a Hitler y a muchos otros altos funcionarios del gobierno y del aparato
militar. Como se puso de manifiesto durante los juicios de Nuremberg, Schmeed
no sólo pareció estar siempre en el lugar indicado en el momento oportuno, sino
que tenía una «memoria más que total» y, por lo tanto, era el único cualificado
para escribir esta guía incisiva de las más secretas anécdotas de la Alemania
nazi. A continuación publicamos un breve extracto del libro:
En la primavera de 1940, un gran Mercedes estacionó
frente a mi barbería del 127 Koenigstrasse, y Hitler entró en mi barbería.
«Sólo quiero un ligero corte», dijo, «y no me saque mucho de arriba.» Le
expliqué que tendría que esperar un poco porque Von Ribbentrop estaba antes que
él. Hitler dijo que tenía prisa y le pidió a Ribbentrop si podía cederle su
turno, pero Ribbentrop insistió en que, si le pasaban delante, el hecho
causaría mala impresión en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Entonces,
Hitler hizo una rápida llamada telefónica: Ribbentrop fue en el acto
transferido al Afrika Korps y Hitler tuvo su corte de pelo. Este tipo de
rivalidad era muy frecuente. En cierta ocasión, Göring hizo que la policía
detuviera a Heydrich bajo falsas acusaciones para quedarse con la silla al lado
de la ventana. Göring era un disoluto y a menudo quería sentarse en el
caballito, que yo tenía para los niños en la barbería, para que le cortara el
cabello. El alto mando nazi se sintió avergonzado, pero no pudo hacer nada. Un
día, Hess lo desafió: «Hoy quiero yo el caballito, Herr mariscal de campo», le
dijo.
«Imposible, lo tengo reservado», replicó Göring.
«Tengo órdenes directas del Führer. Me autorizan a
sentarme en el caballo mientras me cortan el pelo.» Y Hess enarboló una carta
de Hitler notificándolo. Göring se puso lívido. Jamás se lo perdonó a Hess y
dijo que en el futuro haría que su mujer le cortara el pelo en casa con un bol.
Hitler se rió cuando se enteró de esto, pero Göring había hablado en serio y
habría llevado a cabo su propósito si el Ministerio del Ejército no le hubiera
denegado su pedido de tijeras rebajadas.
Me han preguntado si tenía conciencia de las
implicaciones morales de lo que hacía. Como declaré ante el tribunal de Nuremberg,
no sabía que Hitler era nazi. La verdad es que durante años pensé que trabajaba
para la compañía de teléfonos. Cuando al fin me enteré del monstruo que era, ya
era demasiado tarde para hacer algo, pues había dado un anticipo para comprar
unos muebles. Una vez, casi al final de la guerra, contemplé la posibilidad de
abrir un poco la sábana que Hitler tenía atada al cuello y dejar caer por su
espalda los pelitos que acababa de cortarle, pero, en el último instante, me
traicionaron los nervios.
Un día, en Berchtesgaden, Hitler se dirigió a mí y
me dijo: «¿Cómo me quedarían unas patillas?». Speer se rió y Hitler se ofendió.
«Estoy hablando en serio, Herr Speer», dijo. «Pienso que tal vez me queden bien
unas patillas.» Göring, ese payaso servil, de inmediato estuvo de acuerdo y
dijo: «El Führer con patillas —¡qué excelente idea!». Speer seguía en contra.
De hecho, era el único con suficiente integridad para decirle al Führer cuándo
necesitaba un corte de pelo. «Está muy visto», dijo entonces Speer, «asocio
siempre las patillas con Churchill.» Hitler se exasperó. ¿Tendría Churchill la
intención de dejarse patillas?, quiso saber, y, de ser así, ¿cuántas y cuándo?
Himmler, que, al parecer, estaba a cargo del Servicio de Inteligencia, fue
convocado al instante. Göring se disgustó con la actitud de Speer y le susurró:
«¿Por qué levantas olas, eh? Si quiere patillas, déjale tener patillas». Speer,
que por lo general era quisquilloso, dijo que Göring era un hipócrita y «un
bulto de garbanzos embutido en un uniforme alemán». Göring juró que se
vengaría, y más tarde corrió el rumor de que metió en la cama de Speer a
guardias especiales de las S.S.
Himmler llegó presa de un gran frenesí. Estaba en
plena clase de claqué cuando sonó el teléfono y le convocaron al Berchtesgaden.
Temía que se tratase de un cargamento perdido de varios miles de sombreros de
papel, en forma de cono, que le había prometido a Rommel para la ofensiva de invierno.
(Himmler no estaba acostumbrado a que lo invitaran a cenar al Berchtesgaden
porque era corto de vista, y Hitler no podía soportar verle llevarse el tenedor
a la cara y clavarse la comida en alguna parte de la mejilla.) Himmler se dio
cuenta de que algo iba mal porque Hitler le llamó «enano», algo que sólo hacía
cuando estaba de mal humor. De pronto, el Führer dio media vuelta, lo encaró y gritó:
«¿Sabe usted si Churchill va a dejarse patillas?».
Himmler se puso rojo.
«¿Y bien?»
Himmler dijo que había corrido el rumor de que
Churchill contemplaba esa posibilidad, pero que no había confirmación oficial
alguna. En cuanto al tamaño y la cantidad, explicó que era probable que fueran
dos y de mediana longitud, pero que nadie se atrevía a afirmarlo antes de tener
plena seguridad. Hitler gritó y dio un golpe sobre el escritorio. (Esto
representó un triunfo de Göring sobre Speer.) Hitler sacó un mapa y nos mostró
cómo pensaba cortar las provisiones de toallas calientes a Inglaterra.
Bloqueando los Dardanelos, Doenitz podía conseguir que las toallas no fueran
desembarcadas ni pudieran ser aplicadas a los ansiosos rostros ingleses que las
esperaban con impaciencia. Pero el punto fundamental seguía sin solución:
¿podía Hitler vencer a Churchill en materia de patillas? Himmler dijo que
Churchill llevaba ventaja y que tal vez sería posible alcanzarle. Göring, ese
vacuo optimista, dijo que probablemente a Hitler le crecerían más rápido las
patillas, y en especial si se concentraba todo el poderío de Alemania en un
esfuerzo conjunto. Von Rundstedt, en una reunión del Estado Mayor, dijo que
sería un error intentar que crecieran patillas en dos frentes al mismo tiempo y
aconsejó que sería más sabio concentrar todos los esfuerzos en una sola buena
patilla. Hitler replicó que él podía hacerlo en las dos mejillas de forma
simultánea. Rommel estuvo de acuerdo con Von Rundstedt. «Nunca saldrán iguales,
mein Führer», dijo, «en todo caso, no si las apura.» Hitler montó en
cólera y dijo que eso era asunto suyo y de su barbero. Speer prometió que podía
triplicar nuestra producción de crema de afeitar en el otoño y Hitler se puso
eufórico. Luego, en el invierno de 1942, los rusos lanzaron una contraofensiva
y las patillas dejaron de crecer. Hitler se desalentó temiendo que muy pronto
Churchill tendría un excelente aspecto mientras que él seguiría siendo
«ordinario», pero poco tiempo después recibimos noticias de que Churchill había
abandonado la idea de las patillas por ser demasiado cara. Una vez más, el Führer había
probado tener la razón.
Después de la invasión de los aliados, a Hitler el
cabello se le puso seco y desordenado. Esto se debió en parte al éxito de los
aliados y en parte a los consejos de Goebbels, quien le dijo que se lo lavara
cada día. Cuando esto llegó a oídos del general Guderian, éste regresó al acto
del frente ruso y le dijo al Führer que no debía ponerse champú en el pelo más
de tres veces por semana. Este era el procedimiento que había seguido el Estado
Mayor con gran éxito en las dos guerras anteriores. Hitler pasó una vez más por
encima de los generales y continuó con el lavado diario. Bormann ayudaba a
Hitler a secárselo y siempre parecía estar presente con un peine en la mano. Al
final Hitler empezó a depender de Bormann y, antes de mirarse al espejo,
siempre hacía que Bormann se mirase primero. A medida que las fuerzas aliadas
avanzaban hacia el este, el estado del pelo de Hitler empeoraba. Con el pelo
seco y descuidado, Hitler soñaba durante horas seguidas en el corte de pelo y
el afeitado que se haría el día en que Alemania ganase la guerra; se haría
incluso, quizá, lustrar los zapatos. Ahora me doy cuenta de que nunca tuvo la
intención de hacerlo.
Un día, Hess cogió la botella de Vitalis del Führer
y se fue a Inglaterra en un avión. El alto mando alemán se enfureció. Creía que
Hess iba a entregársela a los aliados a cambio de una amnistía para él. Hitler
se enfureció de forma especial cuando se enteró de la noticia porque acababa de
salir de la ducha y estaba a punto de acicalarse el pelo. (Tiempo después, Hess
explicó en Nuremberg que su plan era hacerle un tratamiento de cráneo a
Churchill en un esfuerzo por terminar la guerra. Llegó a hacer agachar a
Churchill sobre una palangana, pero en ese momento fue aprehendido.)
A finales de 1944, Göring se dejó el bigote y esto
hizo correr el rumor de que pronto reemplazaría a Hitler. Hitler se enfureció y
acusó a Göring de deslealtad. «Sólo debe haber un bigote entre los líderes del
Reich: ¡el mío!», gritó. Göring argumentó que dos bigotes podían dar al pueblo
alemán una mayor sensación de esperanza acerca de la guerra, que iba mal, pero
Hitler pensó que no. Luego, en enero de 1945, fracasó una conspiración de
varios generales para afeitar el bigote de Hitler mientras dormía y proclamar a
Doenitz como nuevo líder, cuando Von Stauffenberg, en la oscuridad del
dormitorio de Hitler, sólo le afeitó, por equivocación, una de las cejas. Se
proclamó el estado de emergencia y, de improviso, Goebbels apareció en mi
barbería. «Acaban de atentar contra el bigote del Führer, pero han fracasado»,
dijo tembloroso. Goebbels se las arregló para que yo hablara por la radio y me
dirigiera al pueblo alemán, lo que hice con el mínimo de notas. «El Führer está
en perfecto estado», les aseguré, «todavía está en posesión de su bigote.
Repito. El Führer todavía está en posesión de su bigote. Una conspiración para
cortárselo ha sido abortada.»
Cerca del final, fui al búnker de Hitler. Las
fuerzas aliadas se cernían sobre Berlín, y Hitler opinaba que, si los rusos
llegaban primero, necesitaría un corte completo de cabello, pero que, si lo
hacían los norteamericanos, podía pasar con un arreglo. Todo el mundo se peleó.
En medio de todo esto, Bormann quiso afeitarse y yo le prometí que me pondría a
trabajar según un plan detallado. Hitler se puso moroso y distante. Habló de
hacerse una raya en el pelo de oreja a oreja y luego afirmó que el desarrollo
de la máquina de afeitar eléctrica volcaría la guerra en favor de Alemania.
«Seremos capaces de afeitarnos en segundos, ¿eh, Schmeed?», murmuró. Mencionó
otras estrategias enloquecidas y dijo que algún día no sólo haría que le
cortasen el pelo, sino que le hicieran una permanente. Obsesionado como de
costumbre por el tamaño, juró que un día tendría un frondoso peluquín «uno que
hará temblar al mundo y requerirá una guardia de honor para peinarlo». Al
final, nos estrechamos la mano y le hice un último corte. Me dio una propina de
un pfenning. «Ojalá pudiera ser más», dijo, «pero, desde que los aliados
invadieron Europa, he estado un poco corto de dinero.»
Para
acabar con la filosofía
Mi filosofía
La evolución de mi filosofía se dio de la siguiente
manera: mi mujer, al invitarme a probar el primer soufflé que había hecho, dejó
caer por accidente una cucharadita del mismo sobre mi pie fracturándome varios
pequeños huesos. Acudieron los médicos, hicieron y examinaron radiografías y me
ordenaron un mes de cama. Durante la convalecencia, me concentré en la obra de
algunos de los pensadores más eximios de Occidente —una pila de libros que yo
había seleccionado para eventualidades como ésta. No presté atención al orden
cronológico y empecé por Kierkegaard y Sartre, luego pasé rápidamente a
Spinoza, Hume, Kafka y Camus. No me aburrí como me había temido; en cambio, me
fascinó la energía con la que esas grandes mentes atacaban resueltamente la
moral, el arte, la ética, la vida y la muerte. Recuerdo mi reacción a una
observación típicamente luminosa de Kierkegaard: «Semejante relación, que se
relaciona con su propio ser (es decir, un ser), debe haberse constituido a sí
misma, o ha sido constituida por otra». El concepto me arrancó lágrimas de los
ojos. ¡Dios santo, pensé, ser tan inteligente! (Soy un hombre con dificultades
para escribir dos frases coherentes sobre «Un día en el zoo».) La verdad es que
el pasaje me resultó totalmente incomprensible, pero ¿qué más da si Kierkegaard
se lo había pasado bien? Súbitamente me convencí de que la metafísica era lo
que siempre había querido hacer: tomé mi bolígrafo y empecé en el acto a
garabatear la primera de mis propias fantasías. La obra avanzó aprisa y en sólo
dos tardes (con tiempo para echarme una siesta), completé la obra filosófica
que espero no será descubierta hasta después de mi muerte o hasta el año 3000
(lo que ocurra primero) y que modestamente creo me asegurará un lugar
privilegiado entre los pensadores de más peso en la historia. Aquí presento un
breve ejemplo del cuerpo principal de tesoros intelectuales que lego a la posteridad, o
hasta que llegue la mujer de la limpieza.
I. Crítica de la sinrazón
pura
Al formular cualquier filosofía, la primera
consideración siempre debe ser: ¿Qué podemos saber? Es decir, qué podemos
estar seguros de saber, o seguros de que sabemos que sabíamos, si realmente es
de algún modo «cognoscible». ¿O lo habremos olvidado todo y tenemos demasiada
vergüenza de decir algo? Descartes insinuó el problema cuando escribió: «Mi
mente jamás puede conocer mi cuerpo, aunque se ha hecho bastante amiga de mis
piernas». Por «cognoscible», dicho sea de paso, no quiero decir aquello que
puede ser conocido por medio de la percepción de los sentidos o que puede ser
comprendido por la mente, sino más bien aquello que puede decirse que es
Conocido o que posee un Conocimiento o una Conocibilidad, o por lo menos algo
que puedas mencionar a un amigo.
¿Podemos en realidad «conocer» el universo? Dios
santo, no perderse en Chinatown ya es bastante difícil. Sin embargo, el asunto
es el siguiente: ¿Habrá algo allá fuera? ¿Y por qué? ¿Por qué tendrán que hacer
tanto ruido? Por último, no cabe duda de que la característica de la «realidad»
es que carece de esencia. Esto no quiere decir que no tenga esencia, sino
simplemente que carece de ella. (La realidad a la que me refiero es la misma
que describió Hobbes, pero un poco más pequeña.) Por lo tanto, el dictum cartesiano,
«Pienso, luego existo», podría expresarse mejor por «¡Eh, allí va Edna con el
saxofón!». Así pues, para conocer una sustancia o una idea, debemos dudar de
ella y así, al dudar, llegamos a percibir las cualidades que posee en su estado
finito, que están en, o son realmente «la misma cosa», o «de la cosa misma», o
de algo, o de nada. Si esto está claro, podemos dejar por el momento la
epistemología.
II. La dialéctica
escatológica como medio
de lucha contra el zona
Podemos decir que el universo consiste en una
sustancia y que a esta sustancia la llamamos «átomo», o también «mónada». Demócrito
la denominó átomo. Leibnitz la llamó mónada. Por fortuna, los dos hombres jamás
se conocieron, de lo contrario se hubiera armado una discusión muy aburrida.
Estas «partículas» fueron puestas en movimiento por alguna causa o principio
fundamental, o quizás algo se cayó en algún lugar. El asunto es que ahora ya
es demasiado tarde para remediarlo, salvo quizá comer mucho pescado crudo. Por
supuesto, esto no explica por qué el alma es inmortal. Tampoco dice nada sobre
una vida ultraterrena ni aclara la sensación que siente mi tío Sender de que le
persiguen los albanos. La relación causal entre el primer principio (es decir,
Dios o viento fuerte) y cualquier concepción teológica del ser (Ser), según
Pascal, es «tan ridícula que ni siquiera es graciosa (Graciosa)». Schopenhauer
llamó a esto «voluntad», pero su médico la diagnosticó como fiebre del heno. En
sus últimos años, se amargó por eso o, más aún, por la creciente sospecha de
que él no era Mozart.
III. El
cosmos por cinco dólares al día
¿Qué es, entonces, lo «bello»? ¿La fusión de la
armonía con lo justo, o la fusión de la armonía con algo que sólo se parece a
«lo justo»? Quizá la armonía se haya fundido con «la costra terrestre» y eso es
lo que nos ha estado dando tantos problemas. La verdad, podemos estar seguros,
es la belleza —o «lo necesario». Es decir, lo que es bueno, o que posee las
cualidades de «lo bueno», da como resultado «la verdad». Si no lo da, siempre
puedes apostar a que la cosa no es bella, aunque aún puede que sea impermeable.
Estoy empezando a pensar que tenía razón antes y que todo tendría que
fusionarse con la costra. Ah, bueno.
Dos parábolas
Un hombre se acerca a un palacio. La única entrada
está guardada por unos fieros hunos que sólo dejan pasar a hombres llamados Julius.
El hombre trata de sobornar a los guardias ofreciéndoles por un año las
mejores partes del pollo. Ellos ni se burlan de su oferta ni la aceptan, sino
que simplemente lo cogen por la nariz y se la tuercen hasta que parezca un
tornillo. El hombre dice que tiene que entrar a la fuerza en el palacio porque
le trae al emperador una muda de calzoncillos. Al ver que los guardias siguen
negándose, el hombre empieza a bailar el charleston. Ellos parecen divertirse
con su baile, pero pronto se ponen tristes por el trato que el gobierno federal
otorga a los navajos. Sin aliento, el hombre se derrumba. Muere sin haber visto
al emperador y dejando una deuda de sesenta dólares a los de la Steinway por un
piano que les había alquilado en agosto.
Me entregan un mensaje para un general. Cabalgo y
cabalgo, pero el cuartel general del general parece distanciarse siempre más.
Por último, se arroja sobre mí una gigantesca pantera negra que me devora la
mente y el corazón. Me paso la tarde terriblemente angustiado. Por más que lo
intente, no puedo llegar al general a quien veo corriendo a lo lejos en shorts
y musitando la palabra «nuez moscada» a sus enemigos.
Aforismos
Es imposible vivir la propia muerte con objetividad
y, además, cantar una canción.
*
* *
El universo no es más que una idea transitoria en la
mente de Dios. Es un hermoso pensamiento, aunque bastante incómodo, sobre todo
si acabas de pagar el anticipo de una casa.
*
* *
La nada eterna está muy bien si vas vestido para la
ocasión.
*
* *
¡Ojalá viviera
Dionisos! ¿Dónde comería?
*
* *
No sólo no hay Dios, sino que ¡intenta conseguir un
electricista en un fin de semana!
Para acabar con las biografías
Sí, ¿pero puede hacer esto la máquina a vapor?
Estaba hojeando una revista mientras esperaba a que
Joseph K., mi basset, terminara su acostumbrada consulta de cincuenta minutos
de todos los martes con un psicoterapeuta de Park Avenue (un veterinario
junguiano que, por cincuenta dólares la sesión, se empeña en convencerle de que
los mofletes no son una desventaja social), cuando, por casualidad, di con una
frase a pie de página que atrajo mi atención tanto como la notificación de un
cheque sin fondos. Sin embargo, no se trataba más que de uno de esos artículos
en rúbricas pseudoculturales tipo «Conozca usted la vida de...» o «¡A que no lo
sabe!», pero su evidencia me sacudió con la fuerza de las primeras notas de la
Novena de Beethoven. «El sandwich», decía, «fue inventado por el conde de
Sandwich.» Estupefacto por la noticia, volví a leerla y me estremecí con un
temblor involuntario. Mis ideas se arremolinaron mientras evocaba los sueños,
las esperanzas y los inmensos obstáculos que debieron acompañar el invento del
primer sandwich. Se me humedecieron los ojos cuando miré por la ventana las
centelleantes torres de la ciudad y experimenté una sensación de eternidad,
maravillado por el lugar inextirpable del hombre en el universo. ¡El hombre, el
inventor! Los cuadernos de anotaciones de Da Vinci se cernieron sobre mí
—valientes hipótesis para las más elevadas aspiraciones de la raza humana.
Pensé en Aristóteles, Dante, Shakespeare. El primer folio de sus obras. Newton.
El Messiah de Haendel. Monet. El impresionismo. Edison. El cubismo.
Stravinsky. E = mc2...
Me concentré con firmeza en la imagen mental del
primer sandwich, conservado en una vitrina del Museo Británico y dediqué los
tres meses siguientes a la elaboración de una breve biografía de su gran
inventor, el conde de Sandwich. Aunque mis conocimientos de historia no son
muy brillantes y aunque mi capacidad para novelar los hechos supera con mucho la del
común de los aficionados al ácido, espero haber captado al menos la esencia de
este genio ignorado y deseo que estas notas sueltas induzcan a algún verdadero
historiador a trabajar sobre él a partir de estos datos.
1718: nace el conde de Sandwich en una familia de
aristócratas. El padre está encantado por haber sido nombrado jefe herrador de
su majestad el rey, posición de la que disfruta durante bastantes años hasta
que descubre que no es más que un herrero y renuncia, amargado. La madre es una
simple hausfrau de extracción germánica cuyo sencillo menú consiste
esencialmente en manteca de cerdo y avenate, aunque a veces demuestra cierta
imaginación culinaria al confeccionar un postre de natas, huevos, vino y
azúcar.
1725-1735: asiste a la escuela, donde aprende el
latín y a montar a caballo. En la escuela toma contacto por primera vez con los
embutidos y muestra especial interés por los cortes muy finos de roast-beef y
de jamón. Para cuando se gradúa, esto se ha convertido ya en una obsesión y,
aunque su tesis sobre «El análisis y los fenómenos concomitantes de la merienda
de la tarde» llama la atención de los profesores, sus compañeros de estudio le
consideran estrambótico.
1736: ingresa en la Universidad de Cambridge, a
instancias de sus padres, para seguir estudios de retórica y metafísica, pero
muestra poco entusiasmo por los mismos. En constante rebelión contra todo lo
académico, es acusado de robar pan y de llevar a cabo experimentos
antinaturales con ese material. Las acusaciones de herejía determinan su
expulsión.
1738: desheredado, se refugia en los países
escandinavos donde, durante tres años, estudia intensivamente el queso.
Fascinado por la gran variedad de sardinas que encuentra, anota en su cuaderno:
«Estoy convencido de que existe una realidad permanente, más allá de lo que aún
ha podido lograr el hombre, en la yuxtaposición de los alimentos. Simplifica,
simplifica». A su regreso a Inglaterra, conoce a Nell Smallbore, hija de un
verdulero, y contrae matrimonio. Ella le enseñará todos sus conocimientos
sobre la lechuga.
1741: reside en el campo con una modesta herencia y
trabaja día y noche apretando con frecuencia el cinturón para ahorrar y comprar
comida. Su primera obra terminada (una rebanada de pan, otra rebanada de pan
encima de la primera y un trozo de pavo encima de las dos rebanadas) fracasa
miserablemente. Desilusionado hasta la amargura, regresa a su estudio y vuelve
a empezar todo de nuevo.
1745: después de cuatro años de frenética labor,
está convencido de haber alcanzado la antesala del éxito. Expone ante sus
colegas dos trozos de pavo con una rebanada de pan en medio. Todos rechazan su
obra salvo David Hume, quien presiente la inminencia de algo grandioso y le
alienta a seguir. Enardecido por la amistad del filósofo, vuelve a su trabajo
con renovado vigor.
1747: en la miseria, no puede darse el lujo de
trabajar con roast-beef o pavo y se dedica al jamón que es más barato.
1750: en primavera, expone tres trozos consecutivos
de jamón uno encima de otro, y hace una demostración que sólo despierta cierto
interés en círculos intelectuales y que pasa desapercibida para el gran
público. Tres rebanadas de pan apiladas aumentan su reputación y, aunque
todavía no se evidencia un estilo maduro Voltaire muestra su interés por
conocerle.
1751: viajes a Francia donde el filósofo-dramaturgo
acaba de lograr interesantes resultados con pan y mahonesa. Los dos hombres
traban amistad y se inicia una larga correspondencia que termina repentinamente
cuando a Voltaire se le acaban los sellos.
1758: su creciente aceptación entre los
manipuladores de 1a opinión pública hace que la reina le encargue «algo
especial» con motivo de un almuerzo con el embajador de España. Trabaja día y
noche experimentando con cientos de posibilidades y, por fin a las 16 horas 17
minutos del 27 de abril de 1758, crea la obra que consiste en varias tajadas de
jamón cubiertas, por encima y por debajo, por dos rebanadas de pan de centeno.
En un golpe de inspiración, adorna la obra con mostaza. Es un éxito inmediato y
queda encargado para el resto del año de los almuerzos de sábado.
1760: cosecha un éxito tras otro creando
«sandwiches», como se los denomina en su honor, con roast-beef, pollo,
lengua y casi cualquier fiambre concebible. No satisfecho con repetir fórmula
ya tratadas, busca nuevas ideas y elabora el sandwich-combinado por el cual
recibe la Orden de la Jarretera.
1769: en su residencia de campo, recibe la visita de
los hombres más ilustres del siglo: Haydn, Kant, Rousseau y Ben Franklin se
detienen en su casa, algunos disfrutando de sus admirables creaciones, otros
con pedidos para llevar.
1788: aunque
físicamente cansado, todavía investiga nuevas formas y escribe en su diario: «Trabajo
hasta altas horas de la noche y tuesto todo lo que encuentro en un esfuerzo por
mantener el calor». A fines de ese mismo año, su sandwich abierto de roast-beef
caliente provoca un escándalo por su franqueza.
1783: para celebrar su sexagésimo quinto cumpleaños,
inventa la hamburguesa y hace giras personales por las grandes capitales del
mundo preparando hamburguesas en salas de concierto ante numerosas y
agradecidas audiencias. En Alemania, Goethe sugiere servirlas con panecillos,
una idea que deleita al conde quien, más tarde, dice del autor de Fausto: «Este
Goethe es un gran tipo». Estas palabras deleitan a Goethe, aunque al año
siguiente los dos hombres rompen su relación por una desavenencia en torno a
los conceptos de poco hecho, a punto y muy hecho.
1790: en una exposición retrospectiva de su obra,
celebrada en Londres, sufre un repentino ataque de dolores en el pecho, y se le
vaticina una muerte inminente, pero se recupera lo suficiente como para
supervisar la construcción de un monumento al sandwich de barra promovido por
un grupo de talentosos seguidores. Su inauguración en Italia produce serios
disturbios y allí permanece incomprendido salvo para unos pocos críticos.
1792: cae víctima de un genu varum que no
puede tratar a tiempo y fallece mientras duerme. Es enterrado en Westminster
Abbey, y miles de personas presencian sus funerales. En esa ocasión, el gran
poeta alemán Hölderlin resume sus logros con una manifiesta reverencia:
«Liberó a la humanidad del almuerzo caliente. Todos estamos en deuda con él».
Para
acabar con Ingmar Bergman
El séptimo sello
(El drama se desarrolla en el dormitorio de la casa de dos pisos de
Nat Ackerman, en algún lugar de Kew Gardens, Nueva York. La habitación está
enmoquetada. Hay una gran cama doble y un inmenso velador. La habitación está
amueblada y acortinada de forma meticulosa y en las paredes hay varias pinturas
y un barómetro no muy atractivo. Se oye una música suave cuando se levanta el
telón. Nat Ackerman, un confeccionista de prêt-à-porter de
cincuenta y siete años, calvo y panzudo, está echado en la cama terminando de
leer el Daily News. Lleva puestas una bata y zapatillas y lee a la luz
de una lamparilla cogida con grapas al cabezal blanco de la cama. Es cerca de
medianoche. De pronto, se oye un ruido, Nat se sienta y mira la ventana.)
NAT: ¿Qué diablos es eso?
(Trepando torpemente por la ventana, aparece una figura sombría y con
capa. El intruso viste una capucha negra y ropa ajustada al cuerpo también de
color negro. La capucha le cubre la cabeza, pero no la cara, que es de mediana
edad y absolutamente blanca. De algún modo, tiene cierto parecido con Nat.
Resopla sonoramente y luego, saltando por encima del marco de la ventana, se
deja caer en la habitación.)
LA MUERTE (porque de eso se trata): ¡Dios
santo! Casi me rompo el cuello.
NAT (observando perplejo): ¿Quién
es usted?
LA MUERTE: La Muerte.
NAT: ¿Quién?
LA MUERTE: La Muerte. Escuche... ¿puedo
sentarme? Casi me rompo el cuello. Estoy temblando como una hoja.
NAT: ¿Quién es usted?
LA MUERTE: La Muerte. ¿No tendría
un vaso de agua?
NAT: ¿La Muerte? ¿Qué quiere decir... La
Muerte?
LA MUERTE: ¿Qué diablos le pasa? ¿No ve
mi traje negro y mi rostro blanco?
NAT: Sí.
LA MUERTE: ¿Y le parece que puedo ser
Pinocho?
NAT: No.
LA MUERTE:
Entonces soy La Muerte. Ahora bien, ¿podría darme un vaso de agua... o un agua
tónica?
NAT: Si se trata de una broma...
LA MUERTE: ¿Qué clase de broma? ¿Tiene
cincuenta y siete años? ¿Nat Ackerman? ¿Calle Pacific 118? A menos que me haya
equivocado... ¿dónde habré dejado el papel?
(Se revisa los bolsillos hasta que saca
una tarjeta con una dirección. La verifica.)
NAT: ¿Qué quiere de mí?
LA MUERTE: ¿Que qué quiero? ¿Qué le
parece que quiero?
NAT: Debe de estar bromeando. Estoy en
perfecto estado de salud.
LA MUERTE (sin dejarse impresionar): Uh-uh.
(Mira en derredor.) Es un hermoso lugar. ¿Lo hizo usted mismo?
NAT: Tuvimos una decoradora, pero yo la
ayudé.
LA MUERTE (mirando una foto en la
pared): Me encantan esos chicos de ojos grandes.
NAT: No quiero irme todavía.
LA MUERTE: ¿Usted no quiere irse?
Por favor, no empecemos. No empeore las cosas, la ascensión me ha mareado.
NAT: ¿Qué ascensión?
LA MUERTE: Subí por la tubería del
desagüe. Quería hacer una entrada dramática. Vi las ventanas abiertas y pensé
que usted estaría despierto leyendo. Imaginé que sería divertido subir y entrar
así, por las buenas, ya sabe... (Chasquea los dedos.) Pero me enganché
el tacón en una enredadera, se rompió la tubería y me quedé colgado por un
pelo. Después se me rasgó la capa. Mire, mejor vamonos de una vez. Ha sido una
noche terrible.
NAT: ¿Así que, además, me ha roto la
tubería del desagüe?
LA MUERTE: Roto, roto, no, sólo un poco
torcido. ¿No oyó nada? Me pegué un porrazo en el suelo.
NAT: Estaba leyendo.
LA MUERTE:
Entonces debía estar muy concentrado. (Hojea el periódico que leía Nat.) «Colegialas
sorprendidas en una orgía de marihuana.» ¿Me lo presta?
NAT: Aún no he terminado.
LA MUERTE: Bueno... no sé cómo
decírselo, amigo, pero...
NAT: ¿Por qué no tocó el timbre abajo?
LA MUERTE: ¿Y qué, si no, estoy tratando
de explicarle? Podría haberlo hecho, pero ¿qué impresión le habría causado? Así
queda más dramático. Pasa algo. ¿Ha leído Fausto?
NAT: ¿Qué?
LA MUERTE: ¿Y qué habría ocurrido si
hubiera estado acompañado? Estaría sentado, ahí, con gente importante. Llego
yo, La Muerte. ¿Qué le parece mejor? ¿Que toque el timbre o aparezca de pronto?
¿En qué está pensando, hombre?
NAT: Escuche, señor, es muy tarde.
LA MUERTE: Tiene razón. Bueno, ¿vamos?
NAT: ¿Adonde?
LA MUERTE: La Muerte. Eso. La cosa. Los
Felices Campos de Caza. (Se mira la rodilla.) ¿Sabe?, es una herida
bastante profunda. Mi primer trabajo y puede que coja una gangrena.
NAT: Espere un minuto. Necesito tiempo.
No estoy listo para ir.
LA MUERTE: Lo lamento mucho. No puedo
hacer nada por usted. Me gustaría, pero ha llegado la hora.
NAT: ¿Cómo puede haber llegado la hora?
¡Si acabo de asociarme con Original Prêt-à-porter!
LA MUERTE: ¿Qué diferencia hay entre un
par de billetes más o un par de billetes menos?
NAT: ¡Claro! A usted ¿qué le importa?
Debe de tener todos los gastos pagados.
LA MUERTE: ¿Quiere venir conmigo ahora?
NAT (estudiándolo): Perdone, pero
no puedo creer que sea usted La Muerte.
LA MUERTE: ¿Por qué? ¿Qué se esperaba...
Rock Hudson?
NAT: No, no se trata de eso.
LA MUERTE: Siento
mucho haberle desilusionado, pero,
oiga usted...
NAT: No se enfade. No sé; siempre pensé
que usted sería... eh... un poco más alto.
LA MUERTE: Mido un metro setenta. Es
normal para mi peso.
NAT: Se parece algo a mí.
LA MUERTE: ¿Y a quién tendría que
parecerme? Al fin y al cabo soy su Muerte.
NAT: Deme un poco de tiempo. Un día más.
LA MUERTE: No puedo, ¿qué quiere que le
diga?
NAT: Un día más. Veinticuatro horas.
LA MUERTE: ¿Para qué las necesita? La
radio dijo que mañana llovería.
NAT: ¿No podríamos llegar a algún
acuerdo?
LA MUERTE: ¿Como cuál?
NAT: ¿Juega al ajedrez?
LA MUERTE: No.
NAT: Una vez vi una foto suya jugando al
ajedrez.
LA MUERTE: No podía ser yo porque no
juego al ajedrez. Gin rummy, quizás.
NAT: Juega al gin rummy?
LA MUERTE: ¿Si juego al gin rummy? Juega
McEnroe al tenis?
NAT: Es muy bueno, ¿no?
LA MUERTE: Muy bueno.
NAT: Le diré lo que haré...
LA MUERTE: No quiera llegar a ningún
acuerdo conmigo.
NAT: Le reto al gin rummy. Si gana
usted, me voy enseguida. Si gano yo, me da un poco más de tiempo. Un
poquitín... un día más.
LA MUERTE: ¿Y quién tiene tiempo para
jugar al rummy?
NAT: Vamos, vamos. Dice que es tan
bueno...
LA MUERTE: Aunque me gustaría hacer una
partidita...
NAT: Vamos, pórtese como un caballero.
Jugamos media hora.
LA MUERTE: En realidad, no debería...
NAT: Aquí mismo tengo las cartas. No se
ahogue en un vaso de agua. Vamos.
LA MUERTE: De acuerdo, empecemos.
Juguemos un poco. Me relajará.
NAT(tomando las cartas, una hoja,
para anotar, un lápiz): No se arrepentirá.
LA MUERTE: No me dore la píldora. Vamos
a las cartas, deme un agua tónica y algo de picar. ¡Vaya! Aparece un
desconocido en su casa y usted no tiene ni patatas fritas para ofrecerle.
NAT: Abajo hay galletas en un plato.
LA MUERTE: ¿Galletas? Y si viene el
presidente, ¿qué? ¿También le daría galletas?
NAT: Usted no es el presidente.
LA MUERTE: Dé las cartas.
(Nat da y sirve un cinco.)
NAT: ¿Quiere jugar a una décima de
centavo para hacerlo más interesante?
LA MUERTE: ¿No le parece aún lo
suficientemente interesante para usted?
NAT: Juego mejor si hay dinero de por
medio.
LA MUERTE: Lo que usted diga, Newt.
NAT: Nat. Nat Ackerman. ¿No sabe mi
nombre?
LA MUERTE: Newt, Nat... ¡tengo tanta
jaqueca!
NAT: ¿Quiere ese cinco?
LA MUERTE: No.
NAT: Entonces, recoja.
LA MUERTE (mirando sus cartas
mientras recoge): Dios santo, no conseguí nada.
NAT: ¿A qué se parece?
LA MUERTE: ¿A qué se parece qué!
(A lo largo de la siguiente
conversación, cogen y abren cartas.)
NAT: La Muerte.
LA MUERTE: ¿Cómo tendría que ser? Usted
abrió allí.
NAT: ¿Hay algo después?
LA MUERTE: Aaahhh, se está guardando los
dos.
NAT: Le estoy preguntando. ¿Hay algo
después?
LA MUERTE (con aire ausente): Ya
verá.
NAT: Ah, entonces, ¿voy a ver algo?
LA MUERTE: Pues, quizá no tendría que
habérselo dicho de ese modo. Descarte.
NAT: No suelta usted prenda, ¿eh?
LA MUERTE: Estoy jugando a las cartas.
NAT: Pues bien, juegue.
LA MUERTE: Mientras tanto, le estoy
regalando una carta tras otra.
NAT: No mire el mazo.
LA MUERTE: No estoy mirando. Lo estoy
poniendo recto. ¿Cuál es la carta para cerrar?
NAT: ¿Ya está listo para cerrar?
LA MUERTE: ¿Quién dijo que estaba listo
para cerrar? Lo único que pregunté es con qué carta se cierra.
NAT: Y lo único que yo pregunto es si
debo esperar algo después.
LA MUERTE: Juegue.
NAT: ¿No puede decirme nada? ¿Adonde
vamos?
LA MUERTE: ¿Nosotros? Para decirle la
verdad, usted tropezará en un montón de pliegues en el suelo y se caerá.
NAT: ¡Oh, no quiero verlo! ¿Me va a
doler?
LA MUERTE: Un par de segundos.
NAT: Extraordinario. (Suspira.) Lo
que me faltaba Un hombre acaba de asociarse con Original Prêt-à-Porter y...
LA MUERTE: ¿Qué tal con cuatro puntos?
NAT: ¿Cierra y se va?
LA MUERTE: ¿Son buenos cuatro puntos?
NAT: No, yo tengo dos.
LA MUERTE: Está bromeando.
NAT: No, usted pierde.
La MUERTE: ¡Dios
santo! Y pensar que creía estar guardando los seis.
NAT: No, su turno. Veinte puntos y dos
cajas. Dé. (La Muerte da las cartas.) Debo caerme al suelo, ¿eh? ¿No
puedo estar de pie encima del sofá cuando suceda?
LA MUERTE: No; juegue.
NAT: ¿Por qué no?
LA MUERTE: ¡Porque todo el mundo se cae
al suelo! Déjeme en paz. Estoy tratando de concentrarme.
NAT: ¿Por qué tiene que ser al suelo?
¡Es lo único que digo! ¿Por qué demonios no puedo estar al lado de un sofá
cuando suceda?
LA MUERTE: Haré lo que pueda. ¿Quiere
jugar, sí o no?
NAT: De eso estoy hablando. Usted me
recuerda a Moe Leftkowitz. Tozudo como una mula.
LA MUERTE: ¿Que le recuerdo a Moe
Leftkowitz? ¡Soy una de las figuras más terroríficas que pueda imaginarse y al
señor le recuerdo a Moe Leftkowitz! ¿Quién es? ¿Un peletero?
NAT: Ya le gustaría ser ese peletero.
Gana ochenta mil dólares al año.
Fabricante de pasamanos. Tiene su propia fábrica. Dos puntos.
LA MUERTE: ¿Qué?
NAT: Dos puntos. Voy. ¿Qué tiene?
LA MUERTE: Tengo una mano como el
resultado de un partido de baloncesto.
NAT: Y son espadas.
LA MUERTE: ¡Si no hablara tanto!
(Vuelven a dar y siguen el juego.)
NAT: ¿Qué quiso decir cuando dijo que
era su primer trabajo?
LA MUERTE: ¿Qué le parece?
NAT: ¿Quería decirme acaso... que antes
de mí no ha muerto nadie?
LA MUERTE: Por supuesto que sí. Pero no
los llevé yo.
NAT: Entonces ¿quién lo hizo?
LA MUERTE: Los Otros.
NAT: ¿Hay otros?
LA MUERTE: Claro. Cada uno tiene su
forma personal de irse.
NAT: No lo sabía.
LA MUERTE: ¿Por qué habría de saberlo? ¿Quién
se cree que es al fin y al cabo?
NAT: ¿Qué pretende decir con eso de
quién me creo que soy? ¿Acaso soy un Don Nadie?
LA MUERTE: Nadie no. Es un
confeccionista de prêt-à-porter. ¿De dónde va a sacar un conocimiento de
los misterios eternos?
NAT: ¿De qué está hablando? Yo gano
mucha pasta. Envié a mis dos chicos a la universidad. Uno está en publicidad,
el otro se casó. Tengo casa propia. Llevo un Chrysler. Mi mujer tiene lo que se
le antoja. Criadas, abrigo de visón, vacaciones. En este momento está en Eden
Roc. Cincuenta dólares al día sólo porque quiere estar cerca de su hermana.
Tengo que reunirme con ella la semana que viene, entonces, ¿qué piensa que soy?
¿Un tipo corriente?
LA MUERTE: Está bien. No sea tan
quisquilloso.
NAT: ¿Quién es quisquilloso?
LA MUERTE: Yo también podría enfadarme
porque me ha insultado.
NAT: ¿Quién le ha insultado?
LA MUERTE: ¿No dijo que lo había
desilusionado?
NAT: ¿Qué espera? ¿Pretende que tire la
casa por la ventana?
LA MUERTE: No estoy hablando de eso.
Quiero decir, yo personalmente, que soy demasiado bajo, que soy eso, que soy
lo otro.
NAT: Dije que se parecía a mí. Es como
un reflejo.
LA MUERTE: OK, está bien, corte, corte.
(Continúan jugando mientras sube el volumen de la música y se van
apagando las luces hasta la oscuridad total. Las luces vuelven a encenderse
lentamente; ha pasado el tiempo y se ha terminado la partida. Nat cuenta los
puntos.)
NAT: Sesenta y ocho... ciento
cincuenta... Bueno, ha perdido.
LA MUERTE (mirando, abatido, los
naipes): Sabía que no debía haber tirado ese nueve. ¡Mierda!
NAT: Entonces, le veo mañana.
LA MUERTE: ¿Qué significa eso de que me
ve mañana?
NAT: Me gané un día extra. Ahora déjeme.
LA MUERTE: ¿Habla en serio?
NAT: Un trato es un trato.
LA MUERTE: Sí, pero...
NAT: No me venga con «peros». Le gané
las veinticuatro horas. Vuelva mañana.
LA MUERTE: No sabía que jugábamos por
tiempo.
NAT: Lo siento mucho. Tendría que
prestar más atención.
LA MUERTE: ¿Y
ahora qué voy a hacer durante veinticuatro horas?
NAT: A mí ¿qué me importa? El asunto es
que le gané un día extra.
LA MUERTE: ¿Qué quiere que haga... que
camine por las calles?
NAT: Métase en un hotel, váyase al cine.
Tome un schvitz.[1]
¡No haga de eso un asunto de Estado!
LA MUERTE: A lo mejor se ha equivocado
al contar.
NAT: No sólo no me he equivocado, sino
que me debe, además, veintiocho dólares.
LA MUERTE: ¿Qué?
NAT: Así es, amigo. Aquí está, léalo.
LA MUERTE (revisándose los
bolsillos): Tengo sólo unas cuantas monedas, pero no veintiocho dólares.
NAT: Le acepto un cheque.
LA MUERTE: ¿Un cheque? ¿En qué cuenta?
NAT: ¡Si todos mis clientes fueran como
usted!
LA MUERTE: Ponga un pleito, demándeme,
haga lo que quiera. ¿Cómo voy a tener yo una cuenta corriente?
NAT: Muy bien, muy bien. Deme lo que
tenga y quedamos en paz.
LA MUERTE: Escuche, necesito este
dinero.
NAT: ¿Por qué va a necesitar dinero La
Muerte? Cuénteselo a su tía.
LA MUERTE: No haga bromitas. Está a
punto de ir al Más Allá.
NAT: ¿Y qué?
LA MUERTE: ¿Cómo, y qué? ¿Sabe lo lejos
que está?
NAT: ¿Y qué?
LA MUERTE: Y la gasolina ¿qué? ¿Y el
peaje?
NAT: ¿Conque vamos en coche?
LA MUERTE: Ya verá. (Agitado.) Mire,
vuelvo mañana y me da otra oportunidad para recuperar mi pasta, ¿eh? De lo
contrario, tendrá problemas.
NAT: Como quiera. Es muy posible que
gane una semana extra o un mes. Quizás un año... De modo que juega...
LA MUERTE: Mientras tanto, me he quedado
sin un centavo.
NAT: ¡Hasta mañana!
LA MUERTE (empujado hacia la puerta):
¿Dónde hay un buen hotel? ¿Qué hablo de hoteles si no tengo un céntimo? Iré
a sentarme en una confitería. (Recoge el News.)
NAT: Eh, deje eso. Es mi diario. (Se
lo quita.)
LA MUERTE (yéndose): ¡Y pensar
que pude agarrarlo y llevármelo sin problemas! ¿Por qué me dejé enrollar con el
rummy?
NAT (llamándole): Y tenga cuidado
al bajar. ¡En uno de los escalones, la alfombra está suelta!
(Y, al instante, se oye un gran estruendo y el sonido de alguien que
cae. Nat suspira, luego se dirige a la mesita de noche y hace una llamada
telefónica.)
NAT: ¿Hola, Moe? Yo. Escucha, no sé si
alguien me ha hecho una broma o qué, pero La Muerte acaba de salir de aquí.
Jugamos un poco al rummy... No, La Muerte. En persona. O alguien que
afirma ser La Muerte. Pero, Moe, ¡es un schlep![2]
¡El rey de los huevones!
TELÓN
Para
acabar de una vez por todas con la cultura
Boletín de cursos de primavera
La cantidad de anuncios de cursos universitarios y de cursos por
correspondencia para adultos que hacen su aparición diaria en mi buzón ha
acabado por convencerme de que debo figurar en alguna lista especial de
atrasados mentales. No es que me queje; hay algo en una lista de cursillos de
perfeccionamiento que provoca mi curiosidad con una fascinación que hasta ahora
sólo me había producido un catálogo de accesorios para luna de miel llegado por
equivocación a mis manos desde Hong Kong. Cada vez que leo el último boletín de
cursos de perfeccionamiento, me vienen enseguida ganas de plantarlo todo y regresar
a la escuela. (Hace muchos años, fui expulsado de la universidad, víctima de
acusaciones sin pruebas, no muy distintas a las que una vez le endilgaron a Al
Capone.) Sin embargo, hasta la fecha sigo siendo un adulto inculto e
imperfecto; por eso, ahora, se me ha ocurrido redactar un boletín imaginario,
primorosamente impreso, que condensa más o menos todos los boletines
existentes.
CURSOS
DE VERANO
Teoría económica: aplicación sistemática y evaluación
crítica de los conceptos analíticos básicos de la teoría económica. Se presta
especial atención al dinero y para qué sirve. Funciones productivas de
coeficiente fijo, curvas de costos y de presupuestos; eso durante el primer
semestre; el segundo semestre está dedicado al gasto, a aprender cómo hacer calderilla
y cómo tener un billetero siempre bien ordenado. Se analiza el Sistema de Reserva
Federal y se entrena a los estudiantes avanzados en el método apropiado para
rellenar un formulario de depósito. Otras materias: inflación y depresión —cómo
vestirse en cada caso, créditos, intereses, cómo hacer suspensión de pagos.
Historia de la civilización europea: desde el mismo
instante en que se descubrió un eohippus fosilizado en el lavabo de
hombres de la cafetería Siddon's, en East Rutherford, Nueva Jersey, se sospecha
que hubo un tiempo en que Europa y América estuvieron unidas por una franja de
tierra que después se hundió o se transformó en East Rutherford, Nueva Jersey,
o las dos. Esto abre una nueva perspectiva en la formación de la sociedad
europea y permite que los historiadores conjeturen acerca de por qué se llevó a
cabo en una zona que podría haber hecho un Asia mucho mejor. Asimismo, el curso
estudia la decisión de mantener el Renacimiento en Italia.
Introducción a la psicología: la teoría del
comportamiento humano. Por qué a ciertos hombres se les llama «individuos
encantadores» y por qué a otros sólo se les quisiera matar a palos. ¿Existe una
división entre cuerpo y espíritu, y, de ser así, cuál es preferible? Se discute
sobre la agresión y la rebelión. (Para aquellos estudiantes que sienten interés
especial por estos aspectos de la psicología se aconseja cualquiera de los
siguientes cursos de invierno: Introducción a la hostilidad; Hostilidad
intermedia; Odio avanzado; Fundamentos teóricos del asco.) Se considera en
particular el estudio de la conciencia como opuesta a la inconsciencia, y se
dan muchos consejos útiles para permanecer consciente.
Psicopatología: tiene por objeto llegar a la comprensión
de obsesiones y fobias, incluyendo el terror a ser atrapado de improviso y
rellenado de carne de cangrejo; de la repugnancia a devolver un servicio de
balonvolea; y, finalmente, de la incapacidad de pronunciar la palabra mackinaw[3]
en presencia de damas. Se analiza también el impulso que lleva a buscar la
compañía de castores.
Filosofía I: se lee a todos los autores, de Platón a
Camus. Se estudian los siguientes temas:
Etica: el imperativo categórico, y seis maneras para que funcione
bien.
Estética: ¿es el arte el espejo de la vida, o qué?
Metafísica: ¿qué le pasa al alma después de la muerte? ¿Cómo se las
arregla?
Epistemología: ¿es cognoscible el conocimiento? De no ser así, ¿cómo
podemos saberlo?
El Absurdo: ¿por qué a menudo la existencia es considerada absurda, en
especial por hombres que usan calzado marrón y blanco? Se estudia la
multiplicidad y la unicidad y cómo se relacionan entre sí. (Los estudiantes
que logren la unicidad podrán pasar a la duplicidad.)
Filosofía XXIX-B: introducción a Dios. Confrontación con
el Creador del universo por medio de conferencias informales y paseos por el
campo.
Las nuevas matemáticas: la matemática
tradicional ha sido declarada superada después del reciente descubrimiento de
que durante siglos hemos escrito el número cinco al revés. Esto ha llevado a
una revisión de la idea según la cual contar era un método para ir de uno a
diez. Se enseña a los estudiantes los más avanzados conceptos del álgebra de
Boolean, y ecuaciones que antes eran insolubles son resueltas bajo amenazas de
represalias.
Astronomía fundamental: un estudio
detallado del universo y de su cuidado y limpieza. El sol, que está hecho de
gas, puede estallar en cualquier momento y acabar con todo nuestro sistema
planetario; se informa a los estudiantes acerca de qué puede hacer el
ciudadano medio en tal caso. Asimismo, se les enseña a identificar varias
constelaciones como el Gran Carro, El Cisne, Sagitario el Arquero y las doce
estrellas que conforman Lúmides el Vendedor de Pantalones.
Biología moderna: funcionamiento del cuerpo y dónde se le
suele encontrar. Se analiza la sangre y se aprende por qué es conveniente que
corra por las venas. Los estudiantes diseccionan una rana y comparan su tubo digestivo
con el del hombre. La rana da, sin embargo, mejores resultados, salvo cuando es
servida con curry.
Lectura, veloz: este curso aumentará la velocidad de
lectura un poco más cada día hasta el final del curso; en ese momento el
estudiante deberá leer Los hermanos Karamavoz en quince minutos. El
método se basa en echar un vistazo a la página y eliminar del campo visual todo
menos los pronombres. Pronto se eliminan los pronombres. Poco a poco se
alienta al estudiante a dormirse una siesta. Se disecciona una rana. Llega la
primavera. La gente se casa y muere. Pinkerton ya no regresa nunca más.
Musicología III: La grabadora o
el magnetófono. Se enseña al estudiante a tocar «Cielito lindo» en su flauta de
madera; rápidamente progresa hasta llegar a los Conciertos de Brandeburgo.
Luego, lentamente, vuelve a «Cielito lindo».
Cultura musical: Para «oír» correctamente una gran obra
musical, se debe: (1) saber el lugar de nacimiento del compositor, (2) ser
capaz de distinguir un rondó de un scherzo y probarlo en la práctica. La
actitud es importante. Sonreír significa malos modales, a menos que el
compositor haya querido que su música fuera graciosa, como en el caso de Till
Eulenspiegel que contiene numerosas bromas musicales (aunque el trombón
acapara los efectos más cómicos). Asimismo, el oído debe estar entrenado, ya
que se trata de un órgano que se despista con gran facilidad. La gente suele
tener poco oído. Según como se colocan los auriculares estereofónicos es como
si tuvieran una nariz en el lugar de la oreja. Otros temas incluyen: la pausa
de cuatro compases y su potencial como arma política. Canto Gregoriano: cuántos
monjes mantienen el ritmo.
Escribir para el teatro: todo drama es un
conflicto. El desarrollo de los personajes es también muy importante. Asimismo
lo que dicen. Los estudiantes aprenden que los discursos largos y aburridos no
son tan eficaces como los breves y chistosos que parecen cumplir con creces su
cometido. Se investiga la psicología simplificada del público: ¿por qué a
menudo una obra de teatro sobre un viejo personaje, llamado Gramps, capaz de
inspirar ternura, no es tan interesante en el teatro como contemplar la nuca de
otro espectador y tratar de que se dé la vuelta? Asimismo se investigan
aspectos interesantes de la historia de las tablas. Por ejemplo, antes de la
invención de la cursiva, se confundían con frecuencia las indicaciones de
escena con el diálogo y a menudo grandes actores se encontraban diciendo: «John se pone de
pie, cruza hacia la izquierda». Naturalmente, esto causaba grandes
desconciertos y, a veces, una mala crítica. El fenómeno se analiza en detalle a
fin de que los estudiantes no cometan estos errores. Texto obligado: de A. F.
Shulte, Shakespeare: ¿fue él cuatro mujeres?
Introducción a la asistencia social: un curso
programado para el asistente social que quiera trabajar en «la práctica». Los
temas tratados son: cómo organizar equipos de baloncesto con bandas callejeras,
y viceversa; parques recreativos como medio para prevenir la delincuencia
juvenil; cómo lograr que homicidas en potencia se dediquen al patinaje sobre
hielo; la discriminación racial; los hogares destruidos; ¿qué hacer en caso de
ser golpeado con una cadena de bicicleta?
Yeats y la higiene, un estudio comparativo: se
analiza la poesía de William Butler Yeats en el contexto de un cuidado
odontológico adecuado. (El curso está abierto a un número limitado de estudiantes.)
Para
acabar con la tradición judaica
Leyendas hasídicas según la interpretación de un distinguido erudito
Un hombre viajó a Chelm a fin de pedir consejo al
rabino Ben Kaddish, el más sabio de todos los rabinos del siglo XIX y
quizás el noodge [4]
más importante de la Edad Media.
—Rabino —preguntó el hombre—, ¿dónde puedo encontrar
la paz?
El hasídico lo miró y dijo:
—¡Rápido, mira detrás de ti!
El hombre dio media vuelta, y el rabino Ben Kaddish
le dio en la nuca con un candelabro.
—¿Te parece suficiente paz? —le dijo ajustándose su yarmulke.[5]
En esta parábola se hace una pregunta absurda. No
sólo es absurda la pregunta, sino también el hombre que viajó a Chelm para
hacerla. No es que estuviera muy lejos de Chelm, pero ¿por qué no se quedó
donde estaba? ¿Por qué fue a molestar al rabino Ben Kaddish? ¿Acaso el rabino
no tenía suficientes problemas? La verdad es que el rabino estaba hasta la
coronilla de este tipo de graciosos, sólo porque una tal señora Hecht hubiera
mencionado su nombre en un juicio de paternidad. No, la moraleja de este cuento
es que este hombre no tiene nada mejor que hacer que vagabundear y poner
nerviosa a la gente. Por ello, el rabino le golpea en la cabeza, algo que,
según el Torah, es uno de los métodos más sutiles de demostrar interés. En una
versión similar de este cuento, el rabino salta encima del hombre en un estado
de frenesí y le graba la historia de Ruth en la nariz con un estilete.
*
* *
El rabino Raditz de Polonia era un rabino muy bajo
con una barba muy larga. Se dice de él que inspiró muchos progroms con su
sentido del humor. Uno de sus discípulos le preguntó:
—¿Quién era el preferido de Dios? ¿Moisés o Abraham?
—Abraham —replicó el saduceo.[6]
—Pero Moisés condujo a los judíos a la Tierra
Prometida —dijo el discípulo.
—Pues bien, entonces Moisés —contestó el saduceo.
—Comprendo, rabino. Fue una pregunta estúpida.
—No sólo eso, sino que eres un imbécil, tu mujer es
un meeskeit[7] y si no dejas de
pisarme, quedas excomulgado.
En este caso, al rabino se le pide que emita un
juicio de valor sobre Moisés y Abraham. No es asunto fácil, en especial para un
hombre que jamás ha leído la Biblia y que siempre lo ha disimulado. Además,
¿qué significa el término, espantosamente subjetivo, «mejor»? Lo es que
«mejor» para el rabino no es necesariamente «mejor» para el discípulo. Por
ejemplo, al rabino le gusta dormir panza abajo. Al discípulo, en cambio, le
gusta dormir sobre la panza del rabino. Aquí el problema es obvio. También es
preciso señalar que pisar el pie de un rabino (como hace el discípulo en el
cuento) es un pecado, según el Torah, comparable a acariciar matzos[8] con cualquier
intención que no sea la de comerlos.
*
* *
Un hombre, que no podía casar a una hija suya muy
fea, visitó al rabino Shimmel de Cracovia.
—Tengo una gran pena en el corazón —le dijo al Rey—
porque Dios me ha dado una hija fea.
—¿Cuán fea? —preguntó el rabino.
—Si la tumbara en un plato al lado de un arenque,
usted no podría distinguir quién es quién.
El rabino de Cracovia pensó un largo rato y por
último preguntó:
—¿Qué clase de arenque?
El hombre, sorprendido por la pregunta, pensó
rápidamente y contestó:
—Eh... un arenque Bismark.
—¡Qué lástima! —exclamó el rabino—. Si fuera del
Báltico tendría más posibilidades.
He aquí un cuento que ilustra la tragedia de las
cualidades transitorias de la belleza. ¿Se parece realmente esta muchacha a un
arenque? ¿Por qué no? ¿Habéis visto algunas de esas cosas que caminan por ahí
estos días, sobre todo en lugares de veraneo? Y aun cuando así sea, ¿acaso
todas las criaturas no son hermosas a los ojos de Dios? Quizá, pero, si una
muchacha parece estar más a sus anchas en un frasco con salsa de vinagre que en
un traje de noche, entonces sí tiene graves problemas. Por una extraña casualidad,
se decía que la mujer del rabino se parecía a un calamar, pero sólo de frente,
aunque su tos carrasposa suplía con creces este defecto —algo que no alcanzaré
jamás a comprender.
*
* *
El rabino Zwi Chaim Yisroel, erudito ortodoxo del
Torah y que hizo de la lamentación un arte hasta entonces desconocido en
Occidente, fue unánimemente considerado como el hombre más sabio del
Renacimiento por sus hermanos hebreos, quienes constituían la decimosexta
parte del uno por ciento de la población. En cierta ocasión, cuando se
encaminaba hacia la sinagoga para celebrar la fiesta sagrada judía, que
conmemora la renuncia de Dios a toda promesa, una mujer le detuvo y le hizo la
siguiente pregunta:
—Rabino, ¿por qué no podemos comer cerdo?
—¿No podemos? —preguntó incrédulo el rabino—. ¡Ah,
eso sí tiene gracia!
Esta es una de las pocas leyendas de toda la
literatura hasídica que trata la ley hebrea. El rabino sabe que no debería
comer cerdo; pero a él no le importa porque le gusta el cerdo. No sólo le gusta el cerdo, sino
que se harta de huevos de Pascua. En suma, a él le tiene muy sin cuidado la
ortodoxia tradicional, y considera la alianza de Dios con Abraham como «un
disparate más». Por qué la ley hebraica proscribió el cerdo es algo que aún no
se ha aclarado, y algunos estudiosos creen que el Torah simplemente sugiere que
no se debe comer cerdo en ciertos restaurantes.
El rabino Baumel, erudito de Vitebsk, decidió llevar
a cabo una huelga de hambre con el objeto de protestar contra la injusta ley
que prohibía a los judíos rusos llevar zapatillas fuera del ghetto. Durante
dieciséis semanas el religioso se tendió en un jergón rústico mirando al techo
y se negó a tomar alimento alguno. Sus pupilos temían por su vida, y, un día,
una mujer se acercó al camastro e, inclinándose sobre el sabio erudito, le
preguntó:
—Rabino, ¿de qué color eran los cabellos de Esther?
El Rey se giró débilmente a un lado y la miró.
—¡Mira lo que se te ocurre preguntarme! —dijo—.
¿Sabes el dolor de cabeza que tengo por no probar bocado durante dieciséis
semanas?
De inmediato, los discípulos del rabino escoltaron a
la mujer al sukkah[9] donde comió
vorazmente hasta reventar el cuerno de la abundancia.
Hay en este caso un tratamiento muy sutil del
problema del orgullo y la vanidad, y todo parece indicar que el ayuno es una
tremenda equivocación. En especial con el estómago vacío. El hombre no debe ser
el promotor de su propia infelicidad; en realidad, el sufrimiento es fruto de
la voluntad de Dios, aunque jamás alcance a comprender por qué El disfruta
tanto con ello. Algunas tribunas ortodoxas creen que el sufrimiento es la única
manera de redimirse; los eruditos escriben sobre los miembros de un culto,
llamados esenitas,[10]
quienes de forma premeditada andaban por ahí golpeándose la cabeza contra las
paredes. Dios, según los últimos libros de Moisés, es benévolo, aunque haya aún
muchos temas que él prefiere no tocar.
El rabino Yekel de Zans, quien tenía la mejor
dicción del mundo hasta que un gentil le robó el amplificador que llevaba
oculto, soñó tres noches consecutivas que, con sólo viajar a Vorki, encontraría
un importante tesoro. Se despidió de su mujer y sus hijos y se puso en marcha
diciendo que volvería en diez días. Dos años más tarde, se le encontró
vagabundeando por los Urales, liado con un panda hembra. Congelado y muerto de
hambre, el Rey fue trasladado de vuelta a su hogar donde se le pudo hacer
volver a la vida a fuerza de sopas calientes y flanken[11]
A continuación, le dieron algo de comer. Después de la cena, narró su
historia: a los tres días de su partida de Zans, fue asaltado por nómadas
salvajes. Cuando se enteraron de que era judío, le obligaron a zurcir todas sus
chaquetas sport y a hacerles el dobladillo a los pantalones. Como si no fuera
suficiente humillación, le pusieron crema de leche en los oídos y se los
taparon con cera. Por último, el rabino se escapó y se encaminó hacia la ciudad
más próxima, pero, en cambio, terminó en los Urales, porque le avergonzaba
preguntar direcciones.
Después de contar la historia, el rabino se puso de pie
y se fue a dormir al dormitorio, y ¡atención!, debajo de la almohada encontró
el tesoro que había ido a buscar. En éxtasis, bajó de la cama y dio gracias a
Dios. Tres días después, vagaba otra vez por los Urales, pero esta vez con un
traje de conejo.
Esta pequeña otra maestra ilustra ampliamente el
absurdo del misticismo. El rabino sueña tres noches seguidas. Los Cinco
Libros de Moisés, restados de los Diez Mandamientos, suman un total de cinco.
Menos los hermanos Jacob y Esaú, nos quedan tres. Fue un razonamiento
parecido el que llevó al rabino Yitzhok Ben Levi, el gran místico judío, a
ganar en el hipódromo la apuesta doble durante cincuenta y dos carreras
consecutivas y aun así terminar viviendo del seguro social.
Para
acabar con el ajedrez
Correspondencia
Mi querido Vardebedian:
Hoy tuve el gran disgusto, al revisar mi
correspondencia de esta mañana, de comprobar que mi carta del 16 de septiembre,
que contenía mi vigésimo segundo movimiento (caballo cuatro rey), me había sido
devuelta debido a un pequeño error en el sobre —precisamente, la omisión de su
nombre y residencia (¿cuán freudiano puede uno llegar a ser?), amén de olvidar
el sello. Nadie ignora que últimamente he estado un tanto desconcertado debido
a una irregularidad en la Bolsa y, pese a que ese día, el 16 de septiembre, la
culminación de una prolongada caída en espiral hizo volar las acciones de
Antimateria Amalgamada de la tabla de cotizaciones y redujo de un solo golpe a
mi agente de seguros a una auténtica piltrafa, no tengo excusas para mi
negligencia y monumental ineptitud. Metí la pata. Perdóneme. El hecho de que
usted no se percatara de que faltaba una carta indica igualmente cierto
despiste por su parte, que yo, por la mía, atribuyo a su impaciencia, pero Dios
sabe que todos cometemos errores. Así es la vida. Y el ajedrez.
Pues bien, aclarado el error, debo hacer una pequeña
rectificación. Si usted tuviera la amabilidad de transferir mi caballo al
cuarto escaque de su rey, pienso que podremos seguir adelante con nuestro
pequeño juego de modo más exacto. El anuncio de jaque mate que usted me hiciera
en su carta de hoy, creo que es, con toda honestidad, una falsa alarma, y, si
usted vuelve a examinar las posiciones a la luz del descubrimiento de esta
mañana, se dará cuenta de que su rey es el que está próximo al mate,
expuesto y sin defensas, un blanco inmóvil para mis alfiles depredadores.
¡Irónicas son las vicisitudes de esta pequeña guerra! El destino, oculto en
alguna oficina de correos extraviada, crece omnipotente y —voilà— la
suerte ha dado una voltereta. Una vez más, le ruego que acepte mis más sinceras
excusas por este infortunado descuido y quedo, ansioso, a la espera de su
próximo movimiento.
Le adjunto mi cuadragésimo quinto movimiento: mi
caballo se come a su reina.
Atentamente,
Gossage
Gossage:
He recibido esta mañana su carta relativa al
movimiento cuarenta y cinco (¿su caballo se come a mi reina?) y asimismo su
prolongada explicación acerca de la elipsis de mediados de septiembre que
sufriera su correspondencia. Veamos si le comprendo correctamente: su caballo,
al que yo retiré del tablero hace ya unas semanas, debiera estar, según ahora
afirma usted, en el cuarto escaque del rey a consecuencia de una carta perdida
en correos hace veintitrés movimientos. No estaba al tanto de que hubiera
ocurrido semejante percance y recuerdo perfectamente, cuando usted llevó a cabo
el vigésimo segundo movimiento, que fue su torre seis reina la que luego quedó
fuera de combate durante un gambito suyo que fracasó trágicamente.
En este momento, el cuarto escaque del rey está
ocupado por mi torre y, como usted no tiene alfiles, pese a la carta
perdida en correos, no alcanzo a comprender qué pieza piensa utilizar para
comerse a mi reina. A lo que, creo, usted se refiere, dado que la mayoría de
sus piezas están bloqueadas, es a solicitar que mueva su rey cuatro alfil (su
única posibilidad), arreglo que me he tomado la libertad de hacer, por lo que
contraataco en el movimiento de hoy, mi cuadragésimo sexto. Me como a su reina
y dejo a su rey en jaque. Ahora su carta queda aclarada.
Pienso que los últimos movimientos del juego podrán
llevarse a cabo con sobriedad y presteza.
Suyo,
Vardebedian
Vardebedian:
Acabo de leer su última nota, en la que me comunica
un estrambótico movimiento cuarenta y seis por el cual usted saca a mi reina de
un escaque por el que desde hace once días no ha pasado. Por medio de un
cálculo paciente, pienso que he encontrado la causa de su confusión y falta de
comprensión de los hechos, sin embargo, evidentes. Que su torre esté en el
cuarto escaque del rey es algo tan imposible como dos copos de nieve idénticos;
si usted se remite al movimiento noveno del juego, comprobará que hace ya mucho
tiempo que perdió la torre. Fue evidentemente aquella arriesgada operación
suicida la que deshizo su frente de ataque y le costó ambas torres. ¿Qué
hacen, pues, en el tablero en este momento?
Para su consideración, le ofrezco mi versión de lo
sucedido: la intensidad de los intercambios salvajes y precipitados del
vigésimo segundo movimiento le dejaron en un estado de leve distracción, y, en
la ansiedad que sintió por mantenerse en sus cabales en ese momento, no se
percató de que llegaba mi carta y, en cambio, movió sus piezas dos veces
otorgándose de ese modo una ventaja injusta, ¿no le parece? Este incidente ya
pertenece al pasado, y deshacer nuestros pasos sería tediosamente dificultoso,
por no decir imposible. En consecuencia, considero que la mejor manera de
rectificar todo este asunto es permitirme la oportunidad de hacer ahora dos
movimientos consecutivos. Lo justo es lo justo.
Por tanto, en primer lugar, como su alfil con mi
peón. Luego, como este movimiento deja a su reina sin protección, también se la
como. Pienso que ahora podemos proceder con los últimos movimientos sin
dificultades.
Atentamente,
Gossage
P.S. Le
adjunto un diagrama que muestra de forma exacta cómo está el tablero en este
momento después de la última jugada. Como puede ver, su rey está atrapado, sin
protección y solitario en el centro. Saludos.
G.
Gossage:
Ayer recibí su última carta y, pese a que era
levemente incoherente, creo comprender el motivo de su devaneo. Después de
haber estudiado el diagrama que adjunta, me resultó obvio que, en las últimas
seis semanas, hemos estado jugando dos partidas de ajedrez absolutamente
distintas (yo, de acuerdo con nuestra correspondencia; usted, según unas
normas muy sui generis en lugar de hacerlo según el sistema racional
adoptado por todos). El movimiento del rey, que supuestamente se extravió en
correos, hubiera sido imposible en el vigésimo segundo movimiento, porque, en
aquel momento, la pieza estaba en la esquina de la última fila, y el movimiento
que usted describe lo hubiera enviado sobre la mesa del café, al lado del
tablero.
En cuanto a permitirle llevar a cabo dos movimientos
consecutivos para recuperar el que supuestamente se extravió en correos, sin
duda es una broma por su parte, amigo mío. Aceptaré el primer movimiento (usted
come mi alfil), pero no puedo permitir el segundo y, como es mi turno,
contraataco comiéndome su reina con mi torre. El hecho de que usted me
comunique que no tengo torres significa muy poco en la realidad, porque sólo
necesito echar un vistazo al tablero para verlas vivas en plena batalla,
rebosantes de astucia y vigor.
Por último, el diagrama que usted fantasea que es
igual al tablero pone en evidencia que ha recibido mayor influencia de los Hermanos
Marx que de Bobby Fisher y que, si bien es astuto, poco dice en su favor
después de la lectura de El ajedrez según Ninzowitsch que usted se
llevó de mi biblioteca el invierno pasado oculto debajo de su abrigo de alpaca.
Le sugiero que estudie el diagrama que le adjunto y que reajuste su tablero
según esas indicaciones; así, quizá, podamos terminar el juego con cierto grado
de precisión.
Confío en usted,
Vardebedian
Vardebedian:
Sin intención de prolongar un asunto, ya de por sí
confuso (sé que su reciente enfermedad ha dejado su estado de salud, por lo general robusto,
un tanto debilitado provocando a veces la pérdida de todo contacto con la
realidad), debo aprovechar esta oportunidad para deshacer el sórdido laberinto
de circunstancias antes de que progrese de forma irrevocable hacia una
conclusión kafkiana.
De haber sabido que usted no era lo suficientemente
caballero como para permitirme recuperar el segundo movimiento, no habría, en
mi movimiento cuarenta y seis, permitido que mi peón se apoderara de su alfil.
De hecho, según su propio diagrama, estas dos piezas están ubicadas de tal
forma que lo hace imposible, obligados como estamos a las normas establecidas
por la Federación Mundial de Ajedrez y no por la Comisión de Boxeo del Estado
de Nueva York. Sin poner en duda que su intención fue constructiva al coger a
mi reina, ahora afirmo que sólo se puede llegar al desastre cuando usted se
arroga el poder arbitrario de la decisión y empieza a actuar como un dictador,
enmascarando los errores tácticos con equívocos y agresiones (una costumbre que
usted mismo condenó en nuestros líderes mundiales en su monografía «De Sade y
la no-violencia»).
Por desgracia,
ya que el juego se ha detenido, no me ha sido posible calcular con exactitud
dónde debería colocar el alfil cogido por error; sugiero que lo dejemos en
manos de los dioses: cierro los ojos y lo coloco sobre el tablero, si ambos
aceptamos el lugar fortuito en que pueda aterrizar. Debo agregar un elemento
vital a nuestro encuentro. Mi movimiento cuarenta y siete; mi caballo se come a
su alfil.
Atentamente,
Gossage
Gossage:
¡Qué extraña su última carta! Bien intencionada,
concisa, y, sin embargo, con todos esos elementos que podrían pasar, en ciertos
cenáculos intelectuales, por lo que Jean-Paul Sartre describió tan
brillantemente como la «nada». A uno le embarga de inmediato una
profunda sensación de desesperanza, algo así como los diarios de los
exploradores moribundos y perdidos en el Polo, o las cartas de los soldados
alemanes en Stalingrado. ¡Es fascinante comprobar hasta qué punto puede
desintegrarse la razón cuando se enfrenta a una siniestra verdad ocasional y
huye en desordenada retirada
para mejor materializar un espejismo y construir defensas precarias contra el
asalto de una realidad demasiado terrible!
Tal como están las cosas, amigo mío, acabo de pasar
casi toda la semana intentando aclarar el ovillo de pretextos lunáticos que
conforman su correspondencia en un esfuerzo por ajustar el asunto y lograr que
nuestra partida finalice simplemente de una vez por todas. Su reina no existe.
Dígale adiós. Lo mismo sucede con sus torres. Olvídese por completo de uno de
los alfiles porque yo ya me lo comí. El otro está situado en una posición tan
desoladora, lejano y ajeno a la acción principal, que no cuente con él, o se
llevará un disgusto que le partirá el corazón.
En cuanto al caballo, que usted perdió sin solución
pero que se niega a ceder, lo he colocado otra vez en la única posición
concebible, permitiéndole de ese modo la más increíble de las heterodoxias
desde que, hace ya tanto tiempo, los persas se sacaran de la manga este pequeño
pasatiempo. Está en el séptimo escaque de mi alfil y si usted, durante el
tiempo suficiente, puede mantener en orden sus alteradas facultades, se
percatará de que esta pieza codiciada bloquea ahora el único camino que tiene
su rey para escapar a mi irresistible movimiento en forma de tenaza. ¡Qué
ironía! ¡Su conspiración egoísta se ha resuelto en ventaja para mí! ¡El caballo,
fascinado, regresa al campo de batalla y torpedea su final de partida!
Mi movimiento es alfil cinco caballo, y predigo
jaque mate en un solo movimiento.
Cordialmente,
Vardebedian
Vardebedian:
Es obvio que la constante tensión nerviosa, además
de su desgaste de energía en defender una serie de torpes y desesperanzadas
posiciones de ajedrez, ha terminado por desbarajustar la delicada maquinaria de
su aparato psíquico y ha hecho que su comprensión de los fenómenos externos
sea en este momento un tanto lamentable. No queda otra alternativa para remover
la tensión antes de que usted termine con una lesión permanente:
Caballo —¡sí, caballo!— seis reina. Jaque.
Gossage
Gossage:
Alfil cinco reina. Jaque mate.
Lamento que la competición haya sido demasiado
difícil para usted, pero, si puede servirle de consuelo, le diré que, después
de haber observado mi técnica, varios maestros locales de ajedrez han desistido
de presentarme batalla. Si usted quiere una revancha, le sugiero que hagamos un
intento con el scrabble, un juego en el que me intereso desde hace poco
y que, espero, no suscite tantas protestas.
Vardebedian
Vardebedian:
Torre ocho caballo. Jaque mate.
En vez de atormentarle con nuevos detalles acerca de
mi jaque mate, como creo que es usted esencialmente un hombre honrado (algún
día, alguna forma de terapia me dará la razón), acepto muy complacido su
invitación para el scrabble. Tenga listo su tablero. Ya que usted jugó
blancas en ajedrez, y por lo tanto tuvo la ventaja del primer movimiento (de
haber conocido sus limitaciones, le hubiera dado más satisfacciones), creo
tener derecho al primer movimiento. Las siete letras que acabo de descubrir son
O, A, E, J, N, R y Z (una mezcla sin futuro que debe garantizar, hasta al más
suspicaz, la integridad de mi elección). Sin embargo, afortunadamente, un
extenso vocabulario, unido a una cierta afición por lo esotérico, me han
permitido poner un orden etimológico a lo que, a una persona menos culta,
hubiera parecido un absurdo. Mi primera palabra es «ZANJERO». Búsquela en el
diccionario. Ahora colóquela, horizontalmente, con la E en el cuadro del
centro. Cuente con cuidado, sin olvidar la doble puntuación por ser el primer
movimiento y del bono de cincuenta puntos que me corresponde por el uso de las
siete letras. El marcador ahora está 116 a 0.
Su turno.
Gossage
Para
acabar con los regímenes de bajas calorías
Reflexiones de un sobrealimentado
(Después de leer a Dostoievsky y una nueva revista de dietética
durante el mismo viaje en avión.)
Soy gordo. Soy asquerosamente gordo. Soy el ser
humano más gordo que conozco. Lo único que tengo es exceso de peso en todo el
cuerpo. Tengo los dedos gordos. Tengo las muñecas gordas. Mis ojos son gordos.
(¿Puedes imaginar ojos gordos?) Tengo muchos kilos de más. Se desparrama la
carne sobre mí como el chocolate caliente encima de un helado. Mi cintura es
motivo de asco para todos los que me miran. No hay la más mínima duda, soy lo
que se dice un montón de grasa. Quizá, pregunte el lector, ¿hay ventajas o
desventajas en tener forma de planeta? No es mi intención hacerme el gracioso o
hablar con paradojas, pero debo contestar que la gordura en sí está por encima
de la moral burguesa. Simplemente se trata de gordura. Que la gordura pueda
tener un valor en sí, que la gordura pueda ser, pongamos por caso, mal vista o
lamentable, es, por supuesto, una broma. ¡Qué absurdo! Porque, después de todo,
¿qué es la gordura si no una acumulación de kilos? ¿Y qué son los kilos?
Simplemente un compuesto agregado de células. ¿Acaso una célula puede ser
moral? ¿Está una célula más allá del bien y del mal? ¿Quién sabe? ¡Son tan
pequeñas! No, amigo, jamás debemos tratar de distinguir entre una gordura buena
o mala. Debemos acostumbrarnos a considerar al obeso sin emitir juicios, sin
pensar: «la gordura de este hombre es una gordura de primera categoría» o «la
de este pobre diablo es lamentable».
Consideremos el caso de K. Era un tipo porcino hasta
el punto de que no podía pasar por el marco normal de una puerta sin la ayuda de una
palanca. Es cierto que a K. no se le ocurría pasar de una habitación a otra en
una vivienda convencional sin desnudarse antes completamente y luego untarse
con mantequilla. Imagino los insultos que debe de haber sufrido K. por parte de
pandillas de jóvenes groseros. ¡Con qué frecuencia deben haberle llamado a
gritos «globo terráqueo» o «ballena»! ¡Qué humillación debió ser para él que el
gobernador de su estado se dirigiera a él, en la víspera de la fiesta de San
Miguel, y le interpelara delante de los dignatarios «¡Usted, el gordo, esa
inmensa olla de canalones!».
Entonces, un día, cuando K. no pudo ya soportar esa
situación, se puso a régimen. ¡Sí, a régimen! Primero sacrificó los dulces.
Luego, el pan, el alcohol, las féculas, las salsas. En suma, K. sacrificó el
relleno que hace que un hombre no pueda atarse los zapatos sin la ayuda de los
Hermanos Santini.[12]
Poco a poco empezó a adelgazar. Cayeron los pliegues de carne de los brazos y
de las piernas. Y allí donde había parecido como un gato castrado, ahora, de
pronto, aparecía normal. Sí, incluso atractivo. Parecía el más feliz de los
mortales. Digo «parecía», porque, dieciocho años más tarde, cuando estaba con
un pie en la tumba y la fiebre le convulsionaba el delgado esqueleto, se le oyó
decir: «¡Mi gordura! ¡Que me devuelvan mi gordura! ¡Oh, por favor! ¡Quiero mi
gordura! ¡Oh, que alguien me regale un poco de peso! ¡Qué tonto he sido!
¡Abandonar mi gordura! ¡Debo haber caído en las garras del Demonio!». Pienso
que la moraleja de la historia es obvia.
Ahora, quizás el lector esté pensando: «¿Por qué, si
eres más obeso que un cerdo, no te has metido en un circo?». Porque (y lo
confieso con no poca vergüenza) no puedo salir de casa. No puedo salir porque
no puedo ponerme los pantalones. Mis piernas son demasiado gordas. Son el
resultado viviente de la absorción de tanto corned-beef como el que hay
en La Pampa. Diría que alrededor de doce mil sandwiches por pierna. Y no todos
de carne magra, aunque así los pedí. Una cosa es cierta: si mi gordura hablara,
quizás hablaría de la inmensa soledad del hombre... con, ¡oh!, tal vez unas
indicaciones adicionales para la confección de barquitos de papel, pero eso ya
no es tan seguro. Cada gramo de mi cuerpo desea con todas sus fuerzas enviar un
mensaje al mundo. Mi gordura es una gordura extraña. Ha visto de todo. Sólo mis
pantorrillas han vivido ya toda una vida. La mía no es una gordura feliz, pero
es real. No es una gordura falsa. Lo peor que puedes tener es una gordura
falsa, aunque no sé si aún está a la venta.
Pero déjame decirte cómo pasé a ser gordo. Porque no
siempre fui gordo. La Iglesia me ha hecho así. En un tiempo era delgado,
bastante delgado. De hecho, tan flaco que llamarme gordo hubiera sido un
evidente error de percepción. Seguí flaco hasta el día (pienso que fue cuando
cumplí veinte años) en que estaba tomando té y bizcochos con un tío mío en un
buen restaurante. De improviso mi tío me sorprendió con una pregunta: «¿Crees
en Dios? Si crees en El, ¿cuánto crees que pesa?». Después de estas palabras,
aspiró de su cigarro una profunda y prolongada bocanada y, con ese modo
intimista y confiado que cultivaba, prorrumpió en un ataque de tos tan violento
que pensé que sufriría una hemorragia.
—No creo en Dios —le dije—, porque, si existe un
Dios, entonces, dime, tío, ¿por qué existe la pobreza y la calvicie? ¿Por qué algunos
hombres pasan por la vida inmunes a mil enemigos mortales de la especie y otros
pescan unas gripes que duran semanas enteras? ¿Por qué tenemos los días
contados y no clasificados por orden alfabético? Contéstame, tío. ¿O es que te
he dejado perplejo?
Sabía que estaba a buen resguardo porque no había
nada que pudiera sorprender a ese hombre. Habría podido haber visto sin chistar
cómo los turcos violaban a la madre de su maestro de ajedrez. El incidente le
hubiera parecido divertido aun cuando encontrase que le había hecho perder
demasiado tiempo.
—Querido sobrino —me dijo—, hay un Dios, pese a lo
que piensas, y El está en todas partes. ¡Así es! ¡En todas partes!
—¿En todas partes, tío? ¿Cómo puedes decir eso
cuando ni siquiera sabes seguro que existe? Es verdad que en este momento te
estoy tocando la verruga, pero ¿acaso no podría tratarse de una ilusión? ¿Acaso
toda la vida no podría ser una ilusión? Por cierto, ¿no existen acaso ciertas
sectas de santones en Oriente que están convencidos de que nada, existe
fuera de sus mentes con la excepción de la marisquería de la esquina?
Simplemente, ¿no será que estamos solos y a la deriva, sin esperanza de
salvación ni la menor posibilidad de nada, salvo la miseria, la muerte, y la
vacía realidad de la nada eterna?
Pude comprobar que le había causado una profunda
impresión con mi discurso porque me dijo:
—¿Y aún te sorprendes de que no te inviten a más
fiestas? ¡Es que llevas un morbo encima que asusta!
Me acusó de nihilista y luego dijo en ese tono
sentencioso que adoptan los viejos:
—Dios no siempre está donde uno lo busca, pero te
aseguro querido sobrino, que El está en todas partes. En estos bizcochos por
ejemplo.
Con esas palabras,
se retiró dejándome su bendición y con un cuenta que parecía la lista de
víveres de un portaaviones.
Regresé a casa preguntándome lo que había querido
decir con esa simple declaración: «El está en todas partes. En estos bizcochos,
por ejemplo». Mareado y de mal humor, me eché en la cama y dormí una corta
siesta. En ese momento, tuve un sueño que me cambió la vida para siempre. En el
sueño, yo caminaba por el campo cuando, de pronto, me daba cuenta de que tenía
hambre. Estaba muerto de hambre, si prefieres. Llegué a un restaurante y entré.
Pedí un sandwich caliente de roast-beef y una ración de patatas fritas.
La camarera, que se parecía a mi portera (una mujer absolutamente insípida que
recuerda un montón de líquenes peludos), me insinuó que pidiera una
ensaladilla de pollo que no parecía recién hecha. Mientras conversaba con esa
mujer, ella se convirtió en un juego de cubiertos de veinticuatro piezas. Me
puse histérico de risa, de pronto me deshice en lágrimas y pesqué una seria
infección en el oído. La habitación se inundó de un brillo radiante y vi que se
aproximaba una figura fulgurante en un corcel blanco. Era mi callista y caí al
suelo convulsionado por un sentimiento de culpabilidad.
Así fue mi sueño. Me desperté con una tremenda
sensación de bienestar. De improviso, me sentí optimista. Todo estaba claro.
Las palabras de mi tío repercutieron en lo más profundo de mi ser. Me dirigí a
la cocina y empecé a comer. Devoré todo lo que había a la vista. Pasteles,
panes, cereales, carne, frutas. Chocolates suculentos, verduras con salsa,
vinos, pescado, cremas y pastas, merengues y salchichas, superando con mucho
los sesenta mil dólares. Si Dios está en todas partes, había sido mi
conclusión, entonces también está en la comida. Por consiguiente, cuanto más
tragara, más santo sería. Llevado por este nuevo fervor religioso, me cebé como
un condenado. En seis meses, era el más santo de todos los santos, con un
corazón completamente dedicado a la oración y un estómago que, él sólito,
cruzaba la frontera estatal. La última vez que me vi los pies fue una mañana de
martes en Vitebsk, aunque, según creo, aún están allí abajo. Comí y comí y
crecí y crecí. Adelgazar hubiera representado la peor de las locuras. ¡Hasta un pecado! Porque,
cuando perdemos diez kilos, querido lector (y supongo que no tienes mis
dimensiones), ¡quizás estemos perdiendo los mejores diez kilos que tenemos!
Quizás estemos perdiendo los kilos que contienen nuestro genio, nuestra
humanidad, nuestro amor y nuestra honradez. (Excepto en el caso de un inspector
que conozco que sólo perdió unos pocos michelines alrededor de la cintura.)
Sé muy bien lo que vas a decirme. Dirás que esto
está en completa contradicción con todo, sí, con todos los principios que antes
enuncié. ¡De pronto, va y atribuyo valores a esta carne nuestra que no es más
que eso: carne! Sí, ¿y qué? ¿Acaso la vida no está hecha de ese mismo tipo de
contradicciones? La opinión que uno tenga de la gordura puede cambiar del mismo
modo que cambian las estaciones, que se nos cambia el pelo, que cambia la misma
vida. Porque la vida es cambio y la gordura es vida y la gordura también es
muerte. ¿No te das cuenta? ¡La gordura lo es todo! A menos, por supuesto, que
tengas demasiada.
Para acabar con los libros de recuerdos
Memorias de los años veinte
Llegué por primera vez a Chicago en los años veinte
para presenciar un combate de boxeo. Ernest Hemingway estaba conmigo y ambos
nos hospedamos en el campo de entrenamiento de Jack Dempsey. Hemingway acababa
de terminar dos cuentos sobre boxeo y, si bien Gertrude Stein y yo pensamos
que eran bastante potables, creíamos que aún necesitaban cierta elaboración. Le
hice unas bromas a Hemingway sobre su novela en preparación y nos reímos mucho
y nos divertimos y luego nos calzamos unos guantes de boxeo y me rompió la
nariz.
Ese invierno, Alice Toklas, Picasso y yo alquilamos
una villa en el sur de Francia. En ese entonces, yo estaba trabajando en lo que
me parecía que iba a ser una gran novela americana, pero los caracteres eran
demasiado pequeños y no pude terminarla.
Por las tardes, Gertrude Stein y yo salíamos a la
caza de antigüedades en las tiendas locales, y recuerdo que, en cierta ocasión,
le pregunté si consideraba que yo tenía que hacerme escritor. En la típica
manera enigmática, que a todos nos tenía encantados, me contestó: «No».
Consideré que me había querido decir sí y, al día siguiente, partí hacia
Italia. Italia me recordó mucho Chicago, en especial Venecia, ya que ambas
ciudades tienen canales y en las calles abundan las estatuas y las catedrales,
producto de los más grandes escultores del Renacimiento.
En ese mes fuimos al taller de Picasso en Arles, que
en aquel tiempo se llamaba Rouen o Zürich, hasta que los franceses volvieron a
bautizarlo en 1589 bajo el reinado de Luis El Vago. (Luis fue un rey bastardo
del siglo XVI que se portó como un cerdo con todo el
mundo.) Entonces, Picasso estaba a punto de empezar lo que más tarde se
conocería como el «período azul», pero Gertrude Stein y yo tomamos café con él
y tuvo que empezarlo diez minutos más tarde. Duró cuatro años y, por tanto, esos diez
minutos no significaron gran cosa.
Picasso era un hombre bajo que tenía un modo
gracioso de caminar poniendo un pie delante del otro hasta que daba lo que él
denominaba «un paso». Nos reímos de sus deliciosas ideas, pero a fines de 1930,
con el fascismo en alza, había muy pocas cosas de qué reírse. Tanto Gertrude
Stein como yo examinamos con meticulosidad las últimas obras de Picasso, y
Gertrude Stein opinó que «el arte, todo el arte, es simplemente la expresión de
algo». Picasso no estuvo de acuerdo y dijo: «Déjame en paz. Estoy comiendo». Mi
opinión fue que Picasso tenía razón: estaba comiendo.
El taller de Picasso era muy distinto al de Matisse.
Mientras el de Picasso era desordenado, en el de Matisse reinaba el más
perfecto orden. Bastante curioso, pero precisamente lo inverso era cierto. En
septiembre de ese mismo año, a Matisse se le encargó que pintara una alegoría
pero, por la enfermedad de su mujer, no pudo pintarla y, en su lugar, se le
enganchó papel pintado. Recuerdo todas esas anécdotas porque ocurrieron justo
antes del invierno y todos estábamos viviendo en un piso barato en el norte de
Suiza, un lugar donde llueve de improviso y luego del mismo modo deja de
hacerlo. Juan Gris, el cubista español, había convencido a Alice Toklas a que
posara para una naturaleza muerta y, con su típica concepción abstracta de los
objetos, empezó a romperle la cara y el cuerpo para llegar a sus básicas formas
geométricas hasta que llegó la policía y los separó. Gris era provincianamente
español, y Gertrude Stein decía que sólo un español de verdad podía comportarse
como él, es decir, hablaba en castellano y a veces iba a visitar a su familia
en España. Realmente era algo maravilloso verle y oírle.
Recuerdo una tarde en que estábamos sentados en un
alegre bar en el sur de Francia con nuestros pies cómodamente puestos sobre
taburetes en el norte de Francia, cuando, de pronto, Gertrude Stein dijo:
«Estoy mareada». Picasso pensó que se trataba de algo sumamente gracioso, y yo
lo tomé como una señal para largarme a África. Siete semanas después, en Kenia,
nos encontramos con Hemingway. Entonces, bronceado y con barba, empezaba ya a
madurar ese estilo tan suyo: no se le veía más que los ojos y la boca. Allá,
en el continente negro inexplorado, Hemingway había tenido que padecer, los
labios partidos más de mil veces.
—¿Qué hay, Ernest? —le pregunté. Se puso a hablar
sobre la muerte
y las aventuras como sólo él podía hacer, y cuando me desperté, ya había
levantado las tiendas y estaba sentado al lado de una gran fogata preparando
unos aperitivos cutáneos para todos. Le hice una broma sobre su nueva barba y
nos reímos tomando unos tragos de coñac y luego nos calzamos unos guantes de
boxeo y me rompió la nariz.
Ese año fui por segunda vez a París a hablar con un
compositor europeo, flaco y nervioso, de aguileño perfil y ojos admirablemente
rápidos, que algún día llegaría a ser Igor Stravinsky, y luego, más tarde, su
mejor amigo. Me hospedé en casa de Sting y Man Ray, donde Salvador Dalí iba a
cenar a menudo, y Dalí decidió hacer una exposición individual, cosa que hizo,
y resultó un éxito estrepitoso ya que apareció un solo individuo, y fue un
invierno alegre y muy francés, de los buenos.
Recuerdo una noche en que Scott Fitzgerald y su
mujer regresaron a su casa después de la fiesta de Noche Vieja. Era en abril.
Hacía tres meses que no tomaban otra cosa que champagne; una semana antes,
vestidos de etiqueta, habían arrojado su coche desde lo alto de un acantilado
al océano a raíz de una apuesta. Había algo auténtico en los Fitzgerald: sus
valores eran fundamentales. Eran gente tan sencilla que cuando más tarde Grant
Wood[13]
les convenció para que posaran para su Gótico americano, recuerdo lo
contentos que estaban. Zelda me contó que, mientras posaban, Scott no paró de
dejar caer al suelo la horca.
En los años .siguientes creció mi amistad con Scott;
la mayoría de nuestros amigos creía que el protagonista de su última novela
estaba inspirado en mí y que mi vida estaba inspirada en su anterior novela.
Acabé siendo considerado un personaje de ficción.
Scott tenía un grave problema de disciplina y, si
bien todos adorábamos a Zelda, pensábamos que ejercía una influencia nefasta en
la obra de él, reduciendo su producción de una novela al año a una ocasional
receta de mariscos y una serie de comas.
Finalmente, en 1929, fuimos todos juntos a España.
Allí, Hemingway nos presentó a Manolete que era tan sensible que parecía una
loca. Llevaba ajustados pantalones de torero o, a veces, de ciclista. Manolete
era un gran, gran artista. Su gracia era tal que de no haberse convertido en matador de
toros, podría haber llegado a ser un contable mundialmente famoso.
Nos divertimos mucho en España aquel año y viajamos
y escribimos y Hemingway me llevó a pescar atún y pesqué cuatro latas y nos
reímos y Alice Toklas me preguntó si estaba enamorado de Gertrude Stein ya que
le había dedicado un libro de poemas aunque eran de T. S. Eliot y dije que sí,
que la amaba, pero el asunto nunca podría funcionar porque ella era demasiado
inteligente para mí y Alice Toklas estuvo de acuerdo y luego nos calzamos unos
guantes de boxeo y Gertrude Stein me rompió la nariz.
Para
acabar con las películas de terror
El conde Drácula
En algún lugar de Transilvania yace Drácula, el
monstruo, durmiendo en su ataúd y aguardando a que caiga la noche. Como el
contacto con los rayos solares le causaría la muerte con toda seguridad,
permanece en la oscuridad en su caja forrada de raso que lleva sus iniciales
inscritas en plata. Luego, llega el momento de la oscuridad y, movido por un
instinto milagroso, el demonio emerge de la seguridad de su escondite y,
asumiendo las formas espantosas de un murciélago o un lobo, recorre los alrededores
y bebe la sangre de sus víctimas. Por último, antes de que los rayos de su gran
enemigo, el sol, anuncien el nuevo día, se apresura a regresar a la seguridad
de su ataúd protector y se duerme mientras vuelve a comenzar el ciclo.
Ahora, empieza a moverse. El movimiento de sus cejas
responde a un instinto milenario e inexplicable, es señal de que el sol está a
punto de desaparecer y que se acerca la hora. Esta noche, está especialmente
sediento y, mientras allí descansa, ya despierto, con el smoking y la capa
forrada de rojo confeccionada en Londres, esperando sentir con espectral
exactitud el momento preciso en que la oscuridad es total antes de abrir la
tapa y salir, decide quiénes serán las víctimas de esta velada. El panadero y
su mujer, reflexiona. Suculentos, disponibles y nada suspicaces. El pensamiento
de esta pareja despreocupada, cuya confianza ha cultivado con meticulosidad,
excita su sed de sangre y apenas puede aguantar estos últimos segundos de
inactividad antes de salir del ataúd y abalanzarse sobre sus presas.
De pronto, sabe que el sol se ha ido. Como un ángel
del infierno, se levanta rápidamente, se metamorfosea en murciélago y vuela
febrilmente a la casa de sus tentadoras víctimas.
—¡Vaya, conde Drácula, qué agradable sorpresa! —dice
la mujer del
panadero al abrir la puerta para dejarlo pasar. (Asumida otra vez su forma
humana, entra en la casa ocultando, con una sonrisa encantadora, su rapaz
objetivo.)
—¿Qué le trae por aquí tan temprano? —pregunta el
panadero.
—Nuestro compromiso de cenar juntos —contesta el
conde—. Espero no haber cometido un error. Era esta noche, ¿no?
—Sí, esta noche, pero aún faltan siete horas.
—¿Cómo dice? —inquiere Drácula echando una mirada
sorprendida a la habitación.
—¿O es que ha venido a contemplar el eclipse con
nosotros?
—¿Eclipse?
—Así es. Hoy tenemos un eclipse total.
—¿Qué dice?
—Dos minutos de oscuridad total a partir de las doce
del mediodía.
—¡Vaya por Dios! ¡Qué lío!
—¿Qué le pasa, señor conde?
—Perdóneme... debo...
—¿Qué, señor conde?
—Debo irme... Hem... ¡Oh, qué lío!... —y, con
frenesí, se aferra al picaporte de la puerta.
—¿Ya se va? Si acaba de llegar.
—Sí, pero, creo que...
—Conde Drácula, está usted muy pálido.
—¿Sí? Necesito un poco de aire fresco. Me alegro de
haberlos visto...
—¡Vamos! Siéntese. Tomaremos un buen vaso de vino
juntos.
—¿Un vaso de vino? Oh, no, hace tiempo que dejé la
bebida., ya sabe, el hígado y todo eso. Debo irme ya. Acabo de acordarme que
dejé encendidas las luces de mi castillo... Imagínese la cuenta que recibiría a
fin de mes...
—Por favor —dice el panadero pasándole al conde un
brazo por el hombro en señal de amistad—. Usted no molesta. No sea tan amable.
Ha llegado temprano, eso es todo.
—Créalo, me gustaría quedarme, pero hay una reunión
de viejos condes rumanos al otro lado de la ciudad y me han encargado la
comida.
—Siempre con prisas. Es un milagro que no haya
tenido un infarto. —Sí, tiene razón,
pero ahora...
—Esta noche haré pilaf de pollo —comenta la mujer
del panadero—. Espero que le guste.
—¡Espléndido, espléndido! —dice el conde con una
sonrisa empujando a la buena mujer sobre un montón de ropa sucia. Luego,
abriendo por equivocación la puerta de un armario, se mete en él—. Diablos,
¿dónde está esa maldita puerta?
—Ja, ja! —se ríe la mujer del panadero—. ¡Qué
ocurrencias tiene, señor conde!
—Sabía que le divertiría —dice Drácula con una
sonrisa forzada—, pero ahora déjeme pasar.
Por fin, abre la puerta, pero ya no le queda tiempo.
—¡Oh, mira, mamá —dice el panadero—, el eclipse debe
de haber terminado! Vuelve a salir el sol.
—Así es —dice Drácula cerrando de un portazo la
puerta de entrada—. He decidido quedarme. Cierren todas las persianas, rápido, ¡rápido!
¡No se queden ahí!
—¿Qué persianas? —preguntó el panadero.
—¿No hay? ¡Lo que faltaba! ¡Qué par de...! ¿Tendrán
al menos un sótano en este tugurio?
—No —contesta amablemente la esposa—. Siempre le
digo a Jarslov que construya uno, pero nunca me presta atención. Ese Jarslov...
—Me estoy ahogando. ¿Dónde está el armario?
—Ya nos ha hecho esa broma, señor conde. Ya nos ha
hecho reír lo nuestro.
—¡Ay... qué ocurrencia tiene!
—Miren, estaré en el armario. Llámenme a las siete y
media.
Y, con esas palabras, el conde entra en el armario y
cierra la puerta.
—Ja, ja...! ¡Qué gracioso es, Jarslov!
—Señor conde, salga del armario. Deje de hacer
burradas.
Desde el interior del armario, llega la voz sorda de
Drácula.
—No puedo... de verdad. Por favor, créanme. Tan sólo
permítanme quedarme aquí. Estoy muy bien. De verdad.
—Conde Drácula, basta de bromas. Ya no podemos más
de tanto reírnos.
—Pero, créanme, me encanta este armario.
—Sí, pero...
—Ya sé, ya sé... parece raro y sin embargo aquí
estoy, encantado. El otro día precisamente le decía a la señora Hess, deme un
buen armario
y allí puedo quedarme durante horas. Una buena mujer, la señora Hess. Gorda,
pero buena... Ahora, ¿por qué no hacen sus cosas y pasan a buscarme al
anochecer? Oh, Ramona, la la la la la, Ramona...
En aquel instante entran el alcalde y su mujer,
Katia. Pasaban por allí y habían decidido hacer una visita a sus buenos amigos,
el panadero y su mujer.
—¡Hola, Jarslov! Espero que Katia y yo no te
molestemos.
—Por supuesto que no, señor alcalde. Salga, conde
Drácula. ¡Tenemos visita!
—¿Está aquí el conde? —pregunta el alcalde,
sorprendido.
—Sí, y nunca adivinaría dónde está —dice la mujer
del panadero.
—¡Qué raro es verlo a esta hora! De hecho, no puedo
recordar haberle visto ni una sola vez durante el día.
—Pues bien, aquí está. ¡Salga de ahí, conde Drácula!
—¿Dónde está? —pregunta Katia sin saber si reír o
no.
—¡Salga de ahí ahora mismo! ¡Vamos! —La mujer del
panadero se impacienta.
—Está en el armario —dice el panadero con cierta vergüenza.
—¡No me digas! —exclama el alcalde.
—¡Vamos! —dice el panadero con un falso buen humor
mientras llama a la puerta del armario—. Ya basta. Aquí está el alcalde.
—Salga de ahí, conde Drácula —grita el alcalde—.
Tome un vaso de vino con nosotros.
—No, no cuenten conmigo. Tengo que despachar unos
asuntos pendientes.
—¿En el armario?
—Sí, no quiero estropearles el día. Puedo oír lo que
dicen. Estaré con ustedes en cuanto tenga algo que decir.
Se miran y se encogen de hombros. Sirven vino y
beben.
—Qué bonito el eclipse de hoy —dice el alcalde
tomando un buen trago.
—¿Verdad? —dice el panadero—. Algo increíble.
—¡Dígamelo a mí! ¡Espeluznante! —dice una voz desde
el armario.
—¿Qué, Drácula?
—Nada, nada. No tiene importancia.
Así pasa el tiempo hasta que el alcalde, que ya no
puede soportar esa situación, abre de golpe la puerta del armario y grita:
—¡Vamos, Drácula! Siempre pensé que usted era una
persona sensata. ¡Déjese de locuras!
Penetra la luz del día; el diabólico monstruo lanza
un grito desgarrador y lentamente se disuelve hasta convertirse en un esqueleto
y luego en polvo ante los ojos de las cuatro personas presentes. Inclinándose
sobre el montón de ceniza blanca, la mujer del panadero pega un grito:
—¡Se ha fastidiado mi cena!
Para
acabar con los espectáculos de mimo
¡Un poco más alto, por favor!
Debéis comprender que estáis tratando con un hombre
que se tragó el Finnegans Wake en una montaña rusa de Coney Island,[14]
penetrando en el abstruso laberinto de Joyce con soltura, pese a las violentas
sacudidas que me han hecho perder las prótesis de mis dientes. Comprended
también que pertenezco a esa minoría selecta que presintió al instante, ante la
primera chatarra de un Buick expuesta en el Museo de Arte Moderno, esta interacción
sutil entre el fondo y la forma que Odilon Redon podría haber logrado de haber
olvidado la delicada ambigüedad del cincel y haber trabajado con una prensa de
automóviles. Asimismo, señores, soy uno de los pocos cuya perspicacia hizo que
situara a Esperando a Godot en su correcta perspectiva para los
numerosos espectadores perplejos que se arrastraban por el foyer del teatro
durante el intermedio, mosqueados de haber pagado más de la cuenta a los
revendedores de billetes por diálogos incomprensibles en un espectáculo de una
sola estrella. Tendría que añadir que mantengo con las artes estrechas
relaciones. Además, puedo escuchar ocho emisoras de radio a la vez y, de tanto
en tanto, me siento con mi propia Philco, en horas de descanso, en un sótano de
Harlem para oír las noticias de última hora y las previsiones meteorológicas.
En cierta ocasión, un obrero agrícola, un tanto lacónico, llamado Jess, que
jamás había estudiado en su vida, interpretó los pronósticos de la Bolsa con
gran sentimiento. Auténtica música soul. Por último, y para cerrar mi
caso con precisión, tomen nota de que soy asiduo espectador de happenings y
de estrenos underground y que colaboro con frecuencia en Sight and
Stream, una publicación trimestral e intelectual dedicada a las ideas más
avanzadas sobre cine y la pesca
de agua dulce. Si éstas no les parecen credenciales suficientes para
que me conozcan por Joe el Sensible, entonces, amigos, me doy por vencido. Y,
no obstante, gracias a esta intuición que me chorrea del cuerpo cual miel de un
pastel, hace poco recordé que tengo un fallo cultural, un talón de Aquiles que
me sube por la pierna hasta la base de la nuca.
Empezó a manifestarse en enero pasado cuando, una
noche, de pie en el bar McGinnis de Broadway, donde comía el pastel de queso
más bueno del mundo, tuve, además de un sentimiento de culpabilidad, la
impresión colesterosa de que mi aorta se volvía tan rígida como un bastón de
hockey. A mi lado había una rubia de cortar la respiración, cuyos pechos se
hinchaban rítmicamente debajo de una blusa negra con tanta provocación que
habría llevado fácilmente a un boy scout a un estado licantrópico.
Durante los primeros quince minutos, mi «páseme la mostaza» había sido el único
tema de nuestra conversación, pese a mis más que múltiples intentos de crear
una mayor intimidad. Lo peor es que ella, en efecto, me había pasado la mostaza
y yo me vi obligado a untar con ella un trozo de pastel de queso para
justificar mis buenas intenciones.
—Tengo entendido que las acciones de los huevos
están en alza —me animé por último a decir, fingiendo la despreocupación de
quien fusiona sociedades en sus ratos libres.
Ignorando que había entrado el novio de la chica,
que era estibador, con una falta del sentido de la oportunidad propia de Laurel
y Hardy, y que, por si fuera poco, estaba justo detrás mío, le eché una mirada
ávida de hambriento necesitado. Recuerdo aún haber dicho algo ingenioso sobre
Kraft-Ebing antes de perder el conocimiento. Me recuerdo, poco después,
corriendo por la calle para evitar las iras de lo que parecía ser el garrote de
un primo siciliano dispuesto a vengar el honor de la joven. Busqué refugio en
la fría oscuridad de un cine donde Bugs Bunny y tres Libriums devolvieron mi
sistema nervioso a su ritmo acostumbrado. La película principal empezó y
resultó ser un documental turístico sobre la selva de Nueva Guinea, un tema que
en mi escala de valores puede rivalizar con «Formaciones de musgos» o «Cómo
viven los pingüinos». «Los seres primitivos», comentaba el narrador, «viven hoy
igual que el hombre de hace millones de años, cazan el jabalí (cuyo standard de
vida no parece tampoco haber mejorado), se sientan alrededor del fuego por las
noches y reconstruyen las escenas de caza con pantomimas.» Pantomimas. La
palabra me golpeó con la fuerza de un estornudo. Aquí se resquebraja mi armazón
cultural, el único fallo, por cierto, pero un vacío que no había dejado de
perseguirme desde mi más tierna infancia, desde el día en que un mimodrama, sacado
de El abrigo de Gogol, había escapado por completo a mi entendimiento y
me había convencido de que estaba presenciando a catorce rusos haciendo
gimnasia. La pantomima me ha resultado siempre un misterio; un enigma que
prefiero olvidar por la vergüenza que me ha hecho pasar. Pero allí se
manifestaba otra vez esa debilidad y, muy a pesar mío, peor que nunca. Entendía
tan poco las gesticulaciones frenéticas del jefe de la tribu guineana como a
Marcel Marceau en cualquiera de sus sketches cómicos que atraen a multitudes
llenas de admiración. Me retorcí en mi asiento mientras el actor aficionado de
la selva hacía reír en silencio a sus compañeros primitivos y, después de su
actuación, les pasaba el plato a los ancianos de la tribu; entonces, no pude
más y me retiré abatido de la sala.
En casa, aquella tarde, mi deficiencia se convirtió
en obsesión. Era la cruel verdad: pese a mi olfato canino en todos los demás
campos del arte, bastaba una tarde de mímica para convertirme en el hombre de
la azada de Markham:[15]
«Estúpido, estupefacto, como un buey de arado». Me enfurecí de impotencia, pero
un calambre endureció la parte posterior de mi muslo y tuve que sentarme.
Después de todo, razoné, ¿habrá otra forma más elemental de comunicación que
ésta? ¿Por qué esta forma artística universal resulta tan clara para todo el
mundo menos para mí? Traté de enfurecerme de impotencia una vez más y esta vez
lo conseguí, pero mi barrio es muy tranquilo y pocos minutos después
aparecieron dos robustos muchachos de la comisaría local para informarme que
enfurecerse de impotencia podía significar una multa de quinientos dólares,
seis meses de prisión o ambas penalidades. Les di las gracias y me metí en la
cama donde mi lucha por dormir lejos de mi monstruosa imperfección dio como
resultado ocho horas de ansiedad nocturna que no se las desearía ni al mismo
Macbeth.
Otro ejemplo espeluznante de mi vacío mimético se
materializó tan sólo unas pocas semanas después, cuando aparecieron ante mi
puerta dos billetes gratuitos para el teatro (que gané por haber identificado
correctamente la voz de Frank Sinatra en un concurso radiofónico quince días antes). El
primer premio era un Bentley, así que, para llamar en el acto al locutor, había
salido desnudo y dando brincos de la bañera. Al coger el teléfono con una mano
mojada mientras intentaba apagar la radio con la otra, pegué un salto hasta el
techo mientras las chispas llenaban la habitación como si me ejecutaran en una
silla eléctrica. Mi segunda órbita alrededor de la lámpara, que colgaba del
techo, fue interrumpida por el cajón abierto de mi escritorio Luis XV contra
el que me di de cabeza con una moldura dorada en la boca. Mi rostro parecía
haber sido comprimido en un molde de pastel rococó, tenía además un chichón en
la cabeza del tamaño de un huevo de avestruz que afectó mi lucidez, y
quedé en segundo lugar detrás de la señora Sleet Mazursky
Entonces, al hacerse trizas mi sueño del Bentley, me
conformé con un par de billetes gratis para una representación en un teatro off
Broodway. Que un famoso mimo internacional estuviera en el programa enfrió
mi ardor hasta temperaturas polares, pero, con la esperanza de acabar de una
vez por todas con mi mala suerte, decidí hacer acto de presencia. Me fue
imposible invitar a una chica ya que sólo contaba con seis semanas de tiempo,
entonces regalé el billete a un limpiador de ventanas, Lars, un letárgico
subalterno tan rebosante de sensibilidad artística como el Muro de Berlín. Al
principio, creyó que aquel papelito color naranja era comestible, pero, cuando
le expliqué que servía para un espectáculo de mimo (el único espectáculo, con
excepción de un incendio, que tenía alguna posibilidad de entender), me lo
agradeció con grandes efusiones.
La noche del espectáculo, los dos (yo con mi capa de
etiqueta y Lars con su cubo) salimos con aplomo del fondo de un coche
alquilado, y al entrar en el teatro nos precipitamos hacia nuestros asientos
donde pude examinar el programa y me enteré, con cierto nerviosismo, de que el
primer sketch era un breve entretenimiento silencioso titulado Día de
picnic. Empezó cuando un microbio de hombre entró al escenario con el
rostro encalado y vestido con una malla de baile negra y ajustada. Un clásico
traje de picnic igual que el que yo mismo llevé en un picnic en Central Park el
año pasado y que, salvo para unos pocos adolescentes resentidos que lo tomaron
por una coquetería senil, pasó desapercibido. El mimo empezó a desdoblar un
mantel para colocarlo en la hierba, y, al instante, mi vieja duda volvió a
asaltarme. Tanto podía estar desdoblando un mantel de picnic como ordeñando una
cabra. Luego, con
sumo cuidado se sacó los zapatos, si bien no estoy muy seguro de que fueran sus
zapatos, porque se fraguó uno de ellos y envió el otro por correo a Pittsburgh.
Digo «Pittsburgh» pero, en realidad, es sumamente difícil imitar el concepto de
Pittsburgh y, pensándolo bien, creo que no estaba en absoluto imitando
Pittsburgh, sino a un hombre que conducía un triciclo a través de una puerta
giratoria o quizá también a dos hombres que desmantelaban una rotativa de
imprenta. Cómo se relacionaba todo esto con el picnic es algo que no comprendo.
Luego, el mimo empezó a separar una colección invisible de objetos
rectangulares, sin la menor duda pesados, como una edición completa de la Enciclopedia
Británica, que, sospecho, sacaba de la cesta de picnic, aunque, por el modo
en que maniobraba, también podrían haber sido los músicos del Cuarteto de
Cuerdas de Budapest, todos atados y amordazados.
Por aquel entonces, para sorpresa de los que estaban
sentados a mi lado, me encontré, como de costumbre, tratando de ayudar al mimo
a aclarar los detalles de la escena adivinando en voz alta y de forma exacta lo
que estaba haciendo: «Almohada... gran almohada. ¿Cojín? Parece un
cojín...». Este tipo de participación benévola suele molestar al auténtico
amante del silencio en un tearo, y he notado en ocasiones una clara tendencia
en las personas sentadas a mi lado a expresar su intranquilidad de distintas
maneras, que van de significativos carraspeos a un golpe de porra en la nuca,
como el que recibí de un miembro de la Liga Cultural de Amas de Casa de
Manhasset. En el caso del picnic, una viuda, arrugada como una momia, me
machacó los nudillos con sus anteojos, a modo de látigo, incriminándome:
«Quieto ahí, viejo zorro». Luego, embalada, con la lenta y paciente elocución
de quien se dirige a un soldado de infantería aturdido por las bombas, me
explicó que el mimo estaba tratando de parodiar los distintos elementos que
suelen complicar la vida del que va de picnic: las hormigas, la lluvia y el
sacacorchos que siempre se olvida uno en casa. Momentáneamente advertido, me
partí de risa ante la idea de un hombre obsesionado por el olvido de su
sacacorchos y me maravillé de sus infinitas posibilidades dramáticas.
Por último, el mimo empezó a soplar vidrio. O bien
soplaba vidrio, o bien ponía inyecciones intravenosas a un equipo de fútbol.
Parecía un equipo de jugadores de fútbol, pero podría haber sido un coro de
hombres (o una máquina diatérmica), también podría estar disecando un coro de
cualquiera de esos cuadrúpedos inmensos, ya inexistentes, frecuentemente
anfibios, pero por lo general
herbívoros, cuyos restos fosilizados han sido encontrados en la región
más septentrional del Ártico. A estas alturas, el público se tronchaba de risa
con las tonterías que veían en el escenario. Hasta el primate de Lars se secaba
las lágrimas de hilaridad con el limpia-cristales. Pero yo seguía siendo un
caso perdido; cuanto más me empeñaba, menos comprendía. Una sensación de
fracaso se abatió sobre mí, me saqué los zapatos y me puse a dormir. Cuando
recobré los sentidos, lo primero que vi fue un par de mujeres de la limpieza trabajando
en la platea y discutiendo los pros y los contras de la celulitis.
Restregándome los ojos en el brillo mortecino de la luz de servicio del teatro,
me ajusté la corbata y fui a Riker's donde una hamburguesa y un buen chocolate
caliente no me dieron problemas en cuanto a su significado: por primera vez en
toda la noche me sacudí de encima el peso de mi culpabilidad. Hasta hoy sigo
siendo culturalmente incompleto, pero lo estoy superando. Si alguna vez veis
bizquear a un esteta en un espectáculo de mimo, luchar y hablar consigo mismo,
acercaos y venid a saludarme, pero, por favor, hacedlo al principio del
espectáculo; no me gusta que me molesten cuando duermo.
Para
acabar con el psicoanálisis
Conversaciones con Helmholtz
A continuación presentamos fragmentos de
conversaciones extraídas de un libro de próxima publicación: Conversaciones
con Helmholtz.
El doctor Helmholtz, que ahora tiene casi noventa
años de edad, fue contemporáneo de Freud, un pionero del psicoanálisis y el
fundador de la escuela de psicología que lleva su nombre. Quizá su mayor fama
se deba a sus investigaciones sobre el comportamiento humano en las que probó
que la muerte es una característica congénita.
Helmholtz vive en una residencia de campo en
Lausanne, Suiza, con su criado, Hrolf, y su perro danés, Rholf. Pasa la mayor
parte del tiempo escribiendo; en este momento, está revisando su autobiografía
con el propósito de incluirse en la misma. Estas «conversaciones» fueron
mantenidas durante un período de varios meses entre Helmholtz y su estudiante y
discípulo, Fears Hoffnung, a quien Helmholtz detesta en grado sumo, pero a
quien tolera porque siempre le lleva turrones. Estas conversaciones abarcan
varios temas que van desde la psicopatología a la religión, de la que Helmholtz
no parece haber podido aún obtener una tarjeta de crédito. «El Maestro», como
lo flama Hoffnung, emerge de estas páginas como un ser humano acogedor y
perceptivo que sostiene que prescindiría muy a gusto de todos los logros de su
vida si sólo pudiera sacarse de encima la erupción cutánea que padece.
*
* *
1° de abril: Llegué
a la casa de Helmholtz a las once en punto, y la criada me comunicó que el
doctor estaba en su dormitorio horadando. En el estado febril en que me
encontraba, creí que la criada
había dicho que el doctor estaba en su habitación orando. Pero pronto
todo se confirmó, y Helmholtz estaba horadando frutos secos. Tenía grandes puñados
de frutos secos en cada mano y los apilaba al azar. Cuando le pregunté qué
estaba haciendo, me dijo:
—¡Ajj... si todo el mundo horadara frutos secos!
La respuesta me sorprendió, pero pensé que era mejor
no insistir. Cuando se acomodó en su sillón de cuero, le pregunté sobre el
período heroico del psicoanálisis.
—Cuando conocí a Freud por primera vez, yo ya estaba
dedicado al estudio de mis propias teorías. Freud estaba en una panadería.
Quiero decir que intentaba comprar schnekens, pero no podía. Freud, como
usted sabe, no podía pronunciar la palabra schneken porque le producía
una tremenda vergüenza. «Quisiera unos pasteles, de ésos», decía señalándolos.
El panadero respondía: «¿Quiere decir estos schnekens, Herr Professor?».
Cuando eso sucedía, Freud se ponía colorado y se alejaba murmurando: «Hem,
no... nada-no tiene importancia». Compré los pasteles sin el menor esfuerzo y
se los llevé como regalo a Freud. Nos hicimos buenos amigos. Desde entonces, he
pensado que cierta gente se avergüenza de decir ciertas palabras. ¿Hay alguna
palabra que le avergüence a usted?
Le expliqué al doctor Helmholtz que no podía decir
«langos-tomate» (un tomate relleno de langosta) en un restaurante donde este
plato era la especialidad. Helmholtz encontró que esa palabra era lo
suficientemente imbécil como para romperle la cara al hombre que la había
inventado.
La conversación volvió a Freud, quien parece dominar
todos los pensamientos de Helmholtz, aunque los dos hombres se detestaran
mutuamente después de una grave discusión sobre el perejil.
—Recuerdo un caso de Freud. Edma S., parálisis
histérica de la nariz. Incapaz de imitar a un conejo cuando sus amigos se lo
pedían, esto le causaba una gran ansiedad cuando estaba con sus amigos que, a
menudo, tenían un comportamiento cruel: «Vamos, Liebchen, enséñanos lo bien que
imitas a un conejo». Acto seguido movían las aletas de su nariz con toda
libertad y se divertían a costa de ella.
»Freud la llevó a su consultorio para una serie de
sesiones de análisis, pero algo funcionó mal, porque, en vez de atraer su
atención sobre él, Freud, atrajo su atención sobre el perchero, un inmenso
mueble de madera al otro lado de la habitación. Freud se sintió presa del
pánico, porque en aquel tiempo al psicoanálisis se le miraba aún con cierto
escepticismo; el día en que la muchacha se fue de crucero en compañía del
perchero, Freud juró que jamás volvería a practicar su profesión. La verdad es
que, durante un tiempo, consideró seriamente la idea de hacerse acróbata de
circo hasta que Ferenczi le convenció de que jamás aprendería a hacer el triple
salto mortal con soltura.
Me di cuenta de que a Helmholtz le había entrado
sueño porque se había deslizado de la silla y estaba en el suelo debajo de la
mesa, completamente dormido. Sin querer aprovecharme de su generosidad, me fui
de puntillas.
5 de abril: al
llegar, encontré a Helmholtz practicando con su violín. (Es un maravilloso
violinista aficionado, aunque no puede leer un pentagrama y sólo puede tocar
una nota.) Una vez más, Helmholtz evocó algunos problemas de los comienzos del
psicoanálisis.
—Todo el mundo quería quedar bien con Freud. Rank
sentía celos de Jones. Jones envidiaba a Brill. Brill se sentía tan molesto por
la presencia de Adler que le escondió el sombrero color ratón. En cierta ocasión,
Freud tenía unos caramelos de miel en el bolsillo y ofreció algunos a Jung.
Rank se enfureció. Se me quejó de que Freud favorecía a Jung. Especialmente en
la distribución de los caramelos. Yo lo ignoré, porque no sentía especial
simpatía por Rank ya que hacía poco tiempo se había referido a mi monografía, De
la euforia en los gasterópodos, como «el cénit del razonamiento
mongoloide».
»Años más tarde, Rank mencionó el incidente mientras
paseábamos en coche por los Alpes. Le recordé la idiotez de su comportamiento
en aquel tiempo y él admitió que había actuado bajo el efecto de una gran
depresión debido a que su nombre, Otto, se escribía del mismo modo para
adelante que para atrás.
Helmholtz me invitó a cenar. Nos sentamos a la gran
mesa de roble que, según él, había sido un regalo de Greta Garbo, aunque ella
niega haber conocido ni a la mesa ni a Helmholtz. Una típica cena de Helmholtz
consistía en una pasa de uva grande, generosas porciones de grasa de cerdo y
una lata individual de salmón. Después de la cena, sirvieron hierbabuena, y
Helmholtz sacó su colección de mariposas lacadas que le provocaron cierto
nerviosismo cuando se negaron a volar.
Más tarde, en la sala, Helmholtz y yo nos relajamos
fumando puros.
(Helmholtz olvidó encender su puro, pero aspiraba con tanta fuerza que el puro
disminuyó igual.) Conversamos sobre algunos de los casos más celebrados del
Maestro.
—Tuve a un tal Joachim B. Un hombre de unos cuarenta
años que no podía entrar en una habitación donde hubiera un violoncello. Lo más
grave era que, una vez en el interior de una habitación con el violoncello, no
podía retirarse a menos que se lo pidiera un Rothschild. Además, Joachim B.
tartamudeaba. Pero no cuando hablaba. Sólo cuando escribía. Si por ejemplo
escribía la palabra «por», en la carta aparecía «p-p-p-p-por». Se le hacían
muchas bromas con respecto a este defecto, y una vez intentó suicidarse por
asfixia con una crepé. Lo curé con hipnosis y le fue posible llevar una
vida normal, saludable, aunque, años más tarde, le entraron ciertas fantasías:
por ejemplo, la de encontrarse con un caballo que le aconsejaba estudiar
arquitectura.
Helmholtz habló del famoso violador V., quien,
en cierta época, aterrorizó a todo Londres:
—Un caso muy extraño de perversión. Tenía
regularmente una visión sexual en la que era humillado por un grupo de
antropólogos que le obligaban a caminar con las piernas arqueadas, lo que,
según confesión, le producía un intenso placer sexual. Recordaba que, cuando
niño, había sorprendido al ama de llaves de sus padres, una mujer de dudosa
moral, besando un ramo de berros, lo cual le pareció erótico. Cuando era
adolescente, fue castigado por haberle barnizado la cabeza a su hermano, aunque
su padre, pintor de oficio, se enfadó aún más por el hecho de que no le hubiera
pasado una segunda mano.
»V. atacó a su primera mujer cuando tenía dieciocho
años y, a continuación, violó a media docena a la semana durante años. Lo más
que pude hacer por él fue sustituir sus tendencias agresivas por un hábito; a
partir de entonces, cuando encontraba por casualidad a una mujer desprevenida,
en vez de atacarla, sacaba de su chaqueta un inmenso pez y se lo mostraba. Si
bien esta visión causaba en algunas cierta consternación, las mujeres no eran
objeto de ninguna violencia y algunas confesaron que sus vidas habían sido
inmensamente enriquecidas por la experiencia.
12 de abril: hoy,
Helmholtz no se encontraba muy bien. El día anterior se había perdido en un
prado y había resbalado sobre unas peras maduras. Debía guardar cama, pero se incorporó
cuando entré y hasta se rió cuando le conté que tenía un grano mal colocado.
Discutimos sobre su teoría de la psicología
invertida, algo que se le ocurrió poco tiempo después del fallecimiento de
Freud. (El fallecimiento de Freud, según Ernest Jones, fue el incidente que
causó la ruptura definitiva entre Helmholtz y Freud; prueba de ello es que en
muy contadas ocasiones volvieron a dirigirse la palabra.)
En esa época, Helmholtz había llevado a cabo un
experimento que consistía en agitar una campanilla y, en el acto, un equipo de
ratones blancos escoltaba a la señora Helmholtz hasta la puerta y la acompañaba
hasta la acera. Realizó varios experimentos sobre el comportamiento, y sólo los
abandonó cuando un perro, entrenado para salivar en cuanto recibía una señal,
se negó a dejarlo entrar en su casa. A Helmholtz se le debe también la ya
clásica monografía sobre la Risa histérica del caribú.
—Así es, fundé la Escuela de Psicología Invertida.
De forma bastante casual, en realidad. Mi mujer y yo estábamos cómodamente en
la cama cuando, de improviso, sentí deseos de beber agua. Demasiado perezoso
para levantarme, pedí a la señora Helmholtz que me la trajera. Se negó
aduciendo que estaba exhausta por haber recogido garbanzos. Discutimos acerca
de quién tenía que ir a buscar el agua. Finalmente, dije: «En realidad, no
quiero un vaso de agua. En realidad, un vaso de agua es lo último que quiero en
este mundo». De inmediato, mi mujer se levantó de un salto y dijo: «Ah, ¿conque
no quieres agua? ¡Qué lástima!». Rápidamente abandonó el dormitorio y me trajo
un vaso lleno. Traté de comentar el incidente con Freud en el picnic anual de
analistas en Berlín, pero él y Jung formaban equipo en la carrera de sacos y
estaba demasiado absorto por las festividades para poder escucharme.
»Pocos años más tarde, encontré la manera de
utilizar este principio en el tratamiento de la depresión y pude curar al gran
cantante de ópera J. de su morboso terror a terminar sus días metido en una
cesta.
18 de abril: llegué
y encontré a Helmholtz podando unos arbustos. Habló mucho de la belleza de las
flores, a las que ama porque «no se pasan la vida pidiendo dinero prestado».
Hablamos sobre el psicoanálisis contemporáneo, al
que Helmholtz considera un mito mantenido con vida por la industria del sofá.
—¡Estos analistas modernos! ¡Cobran fortunas! En mis
tiempos, por cinco marcos, el mismo Freud te trataba. Por diez marcos, te
trataba y te planchaba incluso los pantalones. Por quince marcos, Freud
permitía que tú lo trataras a él y eso incluía una invitación a
comer. ¡Treinta dólares la hora! ¡Cincuenta dólares la hora! ¡El Kaiser no
ganaba más que doce veinticinco, y porque era el Kaiser! ¡Y tenía que ir a
trabajar a pie! ¡Y con lo que dura un tratamiento! ¡Dos años! ¡Cinco años! Si
uno de nosotros no podía curar a un paciente en seis meses, le devolvíamos el
dinero, lo llevábamos a ver una revista musical y le regalábamos un plato de
caoba para frutas o un juego de cuchillos de acero inoxidable. Recuerdo que
siempre se podía saber con qué pacientes había fracasado Jung porque les
regalaba grandes osos de peluche.
Caminamos por el sendero del jardín, y Helmholtz se
puso a hablar sobre otros temas de interés. Era un verdadero torrente de
visiones y me las arreglé para anotar algunas.
Sobre la condición humana: «Si
el hombre fuera inmortal, ¿te das cuenta lo que sería su cuenta en la
carnicería?».
Sobre la religión: «No
creo en la vida ultraterrena, aunque por las dudas me llevaré una muda de ropa
interior».
Sobre la literatura: «Toda
la literatura es una nota a pie de página del Fausto. No tengo ni idea
de lo que quiero decir con esto».
Estoy convencido de que Helmholtz es un gran hombre.
Para
acabar con las revoluciones en Latinoamérica
¡Viva Vargas!
3 de junio: ¡viva
Vargas! Hoy nos lanzamos a la sierra. Indignados y asqueados por la
explotación que lleva a cabo en nuestro pequeño país el corrupto régimen de
Arroyo, enviamos a Julio al palacio del gobierno con una lista de nuestras
quejas y reivindicaciones, todas, en mi opinión, justificadas. Resultó que el
sobrecargado orden del día de Arroyo no incluía el que dejaran de abanicarle
para encontrarse con nuestro amado enviado revolucionario, por lo que delegó
el asunto en su primer ministro, quien afirmó que consideraría con atención
nuestras peticiones, pero que, primero, quería ver cuánto tiempo podía sonreír
Julio con la cabeza sumergida en lava hirviendo.
Como consecuencia de éstas y otras agresiones,
decidimos finalmente, bajo el inspirado liderazgo de Emilio Molina Vargas,
tomar el asunto en nuestras propias manos. Puestos a traicionar, gritamos por
las calles, traicionemos del todo.
Estaba relajándome inoportunamente en una bañera de
agua caliente, cuando llegó la noticia de que la policía pasaría en unos
minutos para colgarme. Pegué un salto fuera del baño con comprensible
presteza; pisé un jabón húmedo y patiné hasta el patio; por suerte amortigüé
la caída con los dientes, que se desparramaron por el suelo como salidos de
una caja de chicles. Aunque desnudo y herido, el instinto de conservación me
dictó que actuara con rapidez y, cuando monté a Diablo, mi alazán, lancé el
grito de los rebeldes. El caballo se encabritó sobre sus dos patas traseras y
volví a encontrarme en el suelo con muchos huesecitos fracturados.
Por si fuera poco, había hecho apenas unos metros a
pie cuando me
acordé del ciclostil; no quise dejar atrás semejante arma política, prueba
judicial de suma importancia, di media vuelta y fui a buscarla. Para colmo de
la mala suerte, el trasto ese pesaba más de lo que parecía y levantarlo era
trabajo más apropiado para una grúa que para un estudiante universitario de
sesenta kilos. Cuando llegó la policía, tenía la mano atrancada en la máquina
que rugía de forma incontrolable mientras imprimía largas citas de Marx sobre
mi espalda desnuda. No me preguntéis cómo me las arreglé para desengancharme y
pegar un salto por la ventana de atrás. Por suerte, eludí a la policía y me
abrí camino hacia la seguridad del campamento de Vargas.
4 de junio: ¡Qué
paz en estas sierras! ¡Vivir al aire libre bajo las estrellas! ¡Un puñado de
hombres entregados a una causa! ¡Trabajando por un objetivo común! Aunque yo
había intervenido en el plan de ataque, Vargas consideró que mis servicios
podían tener mejor destino como cocinero del campamento. No es un trabajo fácil
cuando escasean los alimentos, pero alguien tenía que hacerlo y, teniendo en
cuenta las circunstancias, mi primer rancho fue todo un éxito, aunque no a
todos los hombres les apeteciera el monstruo Gila,[16]
pero no era el momento adecuado para sutilezas, y, aparte algunos desgraciados
que no soportan los reptiles, la cena se desarrolló sin el menor incidente.
Hoy, oí hablar a Vargas y me pareció bastante seguro
de nuestros planes. Piensa que tendremos la capital bajo control a mediados de
diciembre. Su hermano Luis, en cambio, un hombre de naturaleza taciturna, cree
que en muy poco tiempo habremos muerto todos de hambre. Los hermanos Vargas
discuten constantemente de estrategia militar y filosofía política; resulta
difícil imaginar que estos dos grandes jefes rebeldes eran, hace apenas una
semana, chicos de la limpieza en el Hilton. Mientras tanto, seguimos esperando.
10 de junio: día
dedicado al ejercicio. Es milagroso ver cómo hemos pasado de ser una pandilla
de guerrilleros desastrosos a un ejército de primera. Esta mañana, Hernández y
yo practicamos el uso
de los machetes, nuestros cuchillos para la caña de azúcar, afilados como hojas
de afeitar, y, debido al exceso de entusiasmo de mi compañero, descubrí que
tenía sangre de tipo O. Lo peor de todo es la espera. Arturo tiene una
guitarra, pero sólo sabe tocar «Cielito lindo» y, si bien a los hombres les
gustó escucharlo al principio, ahora ya ni le aplauden. Traté de guisar el
monstruo Gila de otra manera y pienso que a los hombres les gustó, aunque noté
que algunos tenían que masticar mucho y agitar la cabeza para que les bajara.
Oí hablar por casualidad a Vargas otra vez. El y su
hermano elaboraban planes para cuando la capital caiga en nuestras manos. Me
pregunto qué cargo habrán pensado para mí cuando haya triunfado la revolución.
Estoy bastante seguro de que mi extrema lealtad, sólo comparable a la de un
perro, será recompensada.
1º de julio: un
comando de nuestros mejores hombres atacó hoy un pueblo en busca de alimentos y
tuvo oportunidad de emplear muchas de las tácticas que hemos estado
practicando. La mayoría de los rebeldes se portaron muy bien y, aunque el
comando fue aniquilado casi en su totalidad, Vargas lo considera una victoria
moral. Los que no formamos parte del comando, nos quedamos sentados en el
campamento mientras Arturo nos cantaba «Cielito lindo». La moral permanece
elevada pese a que los alimentos y las armas son virtualmente inexistentes y a
que el tiempo pasa con mucha lentitud. Por suerte, nos distrae el calor de más
de cincuenta grados, el cual, se me ocurre, puede ser la causa del extraño
ruido de gorjeos que emiten nuestros hombres. Ya nos llegará el momento.
10 de julio: hoy
fue, en líneas generales, un buen día pese a que los hombres de Arroyo nos
tendieran una emboscada y casi nos liquidaran. En parte fue culpa mía porque
delaté nuestra posición al invocar la Santísima Trinidad a voz en grito cuando
una tarántula se me subió por la pierna. Durante unos segundos, no pude
deshacerme de la tenaza de la maldita araña mientras se abría camino en las
secretas profundidades de mi ropa haciendo que corriera como un loco hasta el
río y me tirara en él, lo cual me pareció que duraba tres cuartos de hora. Poco
después, los soldados de Arroyo abrieron fuego sobre nosotros. Luchamos con valentía, aunque
la sorpresa haya creado una leve desorganización y durante los primeros diez
minutos nuestros hombres se hayan acribillado entre sí. El mismo Vargas se
salvó por un pelo de la catástrofe cuando una granada aterrizó a sus pies. Me
ordenó que me arrojara sobre ella. Consciente de que sólo él es indispensable
a nuestra causa, lo hice. El destino quiso que la granada no estallara, y salí
entero del incidente con sólo un ligero temblor y la incapacidad de dormir a
menos de que alguien me tenga cogida la mano.
15 de julio: la
moral de nuestros hombres parece seguir alta a pesar de los ligeros
contratiempos. En primer lugar, Miguel robó unos misiles de tierra, pero los
confundió con misiles de tierra-aire y, al intentar derribar varios aviones de
Arroyo, hizo volar por los aires todos nuestros camiones. Cuando trató de
disculparse, como si hubiera sido una broma, José se enfureció y se pelearon.
Más tarde, hicieron las maletas de prisa y desertaron. Dicho sea de paso, la
deserción puede convertirse en un grave problema, aunque por el momento, el
optimismo y el espíritu de cuerpo la han limitado a sólo tres de cada cuatro
hombres. Yo, por supuesto, sigo leal y sigo cocinando, pero los hombres no
parecen apreciar las dificultades de mi misión. La verdad es que han amenazado
con matarme si no encuentro otra alternativa al monstruo Gila. A veces los
soldados pueden llegar a ser irracionales. Sin embargo, no pierdo confianza, y
puede que un día de estos los sorprenda con algo nuevo. Mientras tanto, nos
sentamos en el campamento y esperamos. Vargas camina para arriba y para abajo
en su tienda de campaña y Arturo toca «Cielito lindo».
1º de agosto: pese
a todo por lo que debemos estar agradecidos, no hay duda de que en nuestro
cuartel general reina un estado de ligera tensión. Cosas insignificantes, sólo
perceptibles al ojo observador, indican la presencia de una corriente
subterránea de intranquilidad. Por un lado, han aumentado los navajazos entre
los hombres a medida que se hacen más frecuentes las peleas. Asimismo, un
intento de atacar un depósito de municiones para rearmarnos terminó cuando el
cohete de señales que llevaba Julio le estalló en el bolsillo. Todos nuestros
hombres pudieron escapar, menos Julio que fue capturado después de haber volado
dos docenas de
edificios como si nada. Aquella tarde, de regreso al campamento, cuando volví a
sacar el monstruo Gila, los hombres se amotinaron. Me agarraron y me
inmovilizaron mientras Ramón me golpeaba con mi propio cucharón. De forma
misericordiosa me salvó una tormenta eléctrica que se cobró tres vidas. Por
último, cuando las frustraciones alcanzaban ya su punto álgido, Arturo tocó
«Cielito lindo» y los que tenían menos inclinaciones musicales en el grupo lo
llevaron detrás de una roca y le obligaron a comerse la guitarra.
En la columna del activo podemos anotar que el enviado
diplomático de Vargas, tras muchos intentos abortados, consiguió llegar a un
interesante acuerdo con la C.I.A. por el cual, a cambio de nuestra irrevocable
lealtad hacia ellos, se comprometían a aprovisionarnos con no menos de
cincuenta pollos asados a la semana.
Vargas piensa ahora que tal vez había sido prematuro
predecir la victoria para diciembre e indica que la victoria total podrá exigir
algo más de tiempo. Resulta extraño que haya dejado sus mapas y sus diagramas
para dedicarse a la astrología y a la lectura de entrañas de pájaros.
12 de agosto: la
situación ha empeorado. El destino ha querido que los hongos, que yo recogiera
con tanto cuidado para variar el menú, resultaran venenosos; si bien el único
efecto notable consistiera en unas pocas convulsiones menores, los compañeros
me trataron, a mi juicio, exageradamente mal. Y, para colmo, la C.I.A., tras
reconsiderar nuestras posibilidades revolucionarias de éxito, invitó a Arroyo y
a todo su gabinete a un almuerzo en el Wolfie's de Miami Beach. Esto, sumado al
obsequio de 24 bombarderos jet, indujo a Vargas a temer un cambio sutil en las
alianzas.
La moral permanece razonablemente alta y, si bien ha
aumentado el ritmo de deserciones, éstas aún quedan reducidas a aquellos que
pueden caminar. El mismo Vargas parece estar un poco taciturno y le ha dado por
ahorrar trozos de hilo. Ahora piensa que la vida bajo el régimen de Arroyo
quizá no sería tan incómoda y se pregunta si no tendríamos que volver a
adoctrinar a los hombres que nos quedan, abandonar los ideales de la revolución
y formar una orquesta de rumba. Mientras tanto, las fuertes lluvias han
provocado un aluvión que arrastró a los hermanos Juárez al desfiladero mientras
dormían. Hemos despachado a un emisario a ver a Arroyo con una lista modificada
de nuestras reivindicaciones; pusimos especial interés en sacar los párrafos
referentes a su rendición incondicional y la sustituimos por una suculenta
receta para preparar monstruos Gila. Me pregunto en qué terminará todo esto.
15 de agosto: ¡hemos
tomado la capital! ¡Increíble! Siguen detalles de la operación:
Después de muchas deliberaciones, los compañeros
votaron y decidieron depositar nuestras últimas esperanzas en una expedición
suicida, suponiendo que el elemento sorpresa podía ser un tanto a nuestro favor
para derrotar las fuerzas superiores de Arroyo. Mientras marchábamos por la
selva en dirección al palacio, el hambre y el cansancio diezmaron lentamente
gran parte de nuestro entusiasmo y, al aproximarnos a nuestro lugar de destino,
decidimos realizar un cambio en la estrategia. Nos entregamos a los guardias
del palacio quienes nos llevaron a punta de pistola ante la presencia de
Arroyo. El dictador tomó en consideración el atenuante de habernos entregado
voluntariamente; aunque a Vargas no pensaba más que en sacarle las entrañas, al
resto de nosotros sólo pensaba desollarnos vivos. Al reconsiderar nuestra
situación a la luz de esta nueva circunstancia, fuimos presa del pánico y
salimos corriendo en todas direcciones mientras los guardias abrían fuego.
Vargas y yo subimos corriendo la escalera en busca de un escondite, irrumpimos
en el boudoir de la señora Arroyo y la sorprendimos en un momento de
pasión ilícita con el hermano de su marido. Ambos quedaron aturdidos. Entonces,
el hermano de Arroyo desenfundó su revólver y disparó. No sabía que el disparo
actuaría como señal para un grupo de mercenarios que habían sido contratados
por la C.I.A. para ayudar a barrernos de la sierra a cambio de que Arroyo
garantizase plenos derechos a los Estados Unidos para abrir una cadena de
confiterías en el país. Los mercenarios, que también estaban confundidos
ideológicamente después de semanas de una política exterior ambigua por parte
de los Estados Unidos, atacaron el palacio por equivocación. Arroyo y sus
oficiales pensaron, al principio, en una traición de la C.I.A. y volvieron sus
armas contra los invasores. En ese mismo instante, una conspiración maoista
largamente planeada para asesinar a Arroyo quedó truncada cuando una bomba,
escondida en una piña, estalló prematuramente volando el ala izquierda del
palacio y proyectando a la mujer y al hermano de Arroyo hacia las vigas de
madera.
Arroyo agarró una maleta llena de talonarios suizos,
se dirigió hacia la puerta trasera y saltó a su avión particular. El piloto
pudo despegar por entre los disparos, pero, confundido por los extraños
acontecimientos del momento, apretó el mando equivocado y el avión bajó en
picado. Segundos después, se estrelló sobre el campamento del ejército
mercenario causándole graves pérdidas y haciendo que abandonasen toda intención
de continuar la lucha.
Durante todo este tiempo, Vargas, nuestro amado
líder, adoptó una táctica brillante de meticulosa vigilancia que consistió en
quedarse absolutamente inmóvil cerca de la chimenea como si fuera una estatua
de cerámica negra. Cuando la situación se calmó un poco, avanzó de puntillas
hasta la oficina principal y asumió el mando, haciendo una sola pausa para
abrir el real refrigerador y hacerse un bocadillo de jamón.
Celebramos nuestra victoria toda la noche y todos se
emborracharon mucho. Más tarde hablé con Vargas acerca de la pesada tarea de
dirigir un país. Si bien cree que las elecciones libres son esenciales para el
buen funcionamiento de cualquier democracia, prefiere esperar a que el pueblo
esté un poco más preparado antes de llevarlo a las urnas. Hasta entonces, ha
improvisado un sistema de gobierno práctico basado en la monarquía por la
gracia de Dios y ha premiado mi lealtad permitiéndome sentarme a su derecha en
las comidas. Además, estoy encargado de vigilar que su letrina esté siempre
inmaculada.
Para acabar con la historia de los
grandes descubrimientos humanos
Descubrimiento
de la falsa mancha de tinta y su utilización
No existe la menor prueba de que la falsa mancha de
tinta apareciera en Occidente antes del año 1921, aunque se tenga noticia de
que Napoleón encontró gran diversión en el «vibrador hilarante», un aparato
que se escondía en la palma de la mano y que causaba una vibración parecida a
la eléctrica cuando la mano entraba en contacto con otra. Napoleón tendía su
mano regia en señal de amistad a un dignatario extranjero, estrechaba la palma
de la inocente víctima y lanzaba imperiales carcajadas mientras el tonto de
turno, con el rostro colorado, improvisaba piruetas para mayor deleite de la
corte.
El vibrador hilarante sufrió varias modificaciones;
la más célebre fue la que se produjo después de la introducción del chicle por
Santa Anna[17] (estoy convencido de que
el chicle fue, en su origen, un guiso de su mujer que simplemente no había
quien lo tragara) cuando el vibrador tomó la forma de un paquete de chicle de
menta equipado de un sutil mecanismo parecido a una trampa de ratones. La
víctima, cuando se le ofrecía una barrita de chicle, experimentaba un fuerte
dolor al dispararse la barrita de acero sobre sus inocentes dedos. Por lo
general, la primera reacción era de dolor, luego de risa contagiosa y, por
último, de una especie de sabiduría popular. Nadie ignora ya que el viejo truco
del chicle saltarín relajó mucho la atmósfera en la batalla de Los Alamos; y,
aunque no se registraron sobrevivientes, la mayoría de los historiadores
piensan que las
cosas podrían haber ido sustancialmente peor sin este pequeño artefacto lleno
de ingenio.
Con el advenimiento de la Guerra Civil, los
norteamericanos procuraron aturdirse para olvidar los horrores de una nación
dividida por la lucha fratricida; si bien los generales norteños prefirieron
divertirse con el vidrio baboso, Robert E. Lee superó muchos momentos cruciales
gracias a la flor regadera. En los primeros años de guerra, nadie podía
acercarse a oler el «encantador clavel» en la solapa de Lee sin recibir en el
ojo un buen chorro de agua del río Swanee. Sin embargo, a medida que la
situación empeoraba para el Sur, Lee abandonó aquella broma que había estado de
moda y se limitó a colocar chinchetas en los asientos de la gente que no le
caía bien.
Después de la guerra, y hasta principios de 1900, en
la era de los denominados barones del robo, el polvo para estornudar y una
cajita de latón, en la que había escrito ALMENDRAS y de la que largas
serpientes saltaban de improviso sobre el rostro de la víctima, fueron los dos
inventos más destacados en el campo de las bromas. Se decía que J. P. Morgan
prefería el segundo mientras que el viejo Rockefeller disfrutaba más con el
primero.
Luego, en 1921, un grupo de biólogos, reunidos en
Hong Kong para comprar trajes, ¡descubrieron la falsa mancha de tinta! Hacía ya
mucho tiempo que constituía un elemento importante en el repertorio de las
diversiones orientales, y varias de las últimas dinastías sólo pudieron
conservar el poder gracias a la sabia utilización de lo que parecía ser una
botella derramada y una fea mancha de tinta. En realidad, la mancha era de
metal.
Las primeras manchas de tinta, según me informaron,
eran muy toscas y mal hechas, medían tres metros de diámetro y no engañaban a
nadie.
No obstante, tras el descubrimiento de la
miniaturización de los objetos por un físico suizo, quien probó que un objeto
de un tamaño dado podía disminuirse simplemente con «hacerlo más pequeño», la
falsa mancha de tinta empezó una brillante carrera.
Anduvo por el mundo hasta 1934, cuando Franklin
Delano Roosevelt la detuvo y la colocó en su lugar. Roosevelt la utilizó con
suma inteligencia para solucionar una huelga en Pennsylvania; los detalles del
acontecimiento son curiosos: los dirigentes sindicales y los empresarios,
convencidos de que se había derramado una botella de tinta estropeando un
inestimable sofá Imperio, se acusaron mutuamente del hecho. ¡Imagínense su
alivio cuando se enteraron de que todo había sido una broma! Tres días más
tarde volvieron a abrirse las puertas de los altos hornos.
Para
acabar con las novelas policíacas
El gran jefe
Estaba sentado en mi oficina limpiando el cañón de
mi 38 y preguntándome cuál sería mi próximo caso. Me gusta ser detective
privado. Cierto, tiene sus inconvenientes, me han dejado más de una vez las
encías hechas papilla, pero el dulce aroma de los billetes de banco tiene
también sus ventajas. Nada que ver con las mujeres, que son una preocupación
menor para mí y que coloco, en mi escala de valores, justo antes del acto de
respirar. Por eso, cuando se abrió la puerta de mi oficina y entró una rubia de
pelo largo llamada Heather Butkiss y me dijo que era modelo y que necesitaba mi
ayuda, mis glándulas salivares se pusieron a segregar desaforadamente. Llevaba
una minifalda y un jersey ajustado, y su cuerpo describió una serie de parábolas
que habrían podido provocar un ataque cardíaco a un buey.
—¿Qué puedo hacer por ti, muñeca?
—Quiero que encuentre a una persona.
—¿Una persona perdida? ¿Has hablado con la policía?
—No exactamente, señor Lupowitz.
—Llámame Kaiser, muñeca. Pues bien, ¿de quién se
trata?
—Dios.
—¿Dios?
—Así es, Dios. El Creador, el Principio Universal,
el Ser Supremo, el Todopoderoso. Quiero que usted me lo encuentre.
Ha desfilado ya por mi oficina más de un buen
bocado, pero, cuando una chica está tan buena como ésta, uno debe escucharla
hasta el final.
—¿Por qué?
—Kaiser, eso es asunto mío. Usted ocúpese de
encontrarlo.
—Lo siento, bombón. No has dado con el tipo
adecuado...
—Pero, ¿por qué?
—... a no ser que me des toda la información —dije
poniéndome de pie.
—Está bien, está bien —dijo ella y se mordió el
labio inferior. Enderezó las costuras de sus medias, gesto hecho evidentemente
para mí, pero, cuando trabajo, trabajo, y no era el momento de andarse con
tonterías.
—No nos apartemos del tema, nena.
—Bueno, la verdad es... que en realidad no soy
modelo.
—¿No?
—No. Tampoco me llamo Heather Butkiss. Soy Claire
Rosensweig, y estudio en Vassar. Filosofía. Historia del pensamiento occidental
y todo eso. Tengo que entregar un trabajo en enero. Sobre religión occidental.
Todas las chicas de la clase entregarán estudios teóricos. Pero yo ¡quiero saber!
El profesor Grebanier dijo que si alguien descubre la Verdad puede llegar a
aprobar el curso. Y mi padre me prometió un Mercedes si apruebo con sobresaliente.
Abrí un paquete de Lucky, luego otro de chicle, y
mastiqué el cigarrillo y fumé el chicle. La historia empezaba a interesarme.
Una estudiante demasiado mimada. Inteligente y con un cuerpo por el que reto a
cualquiera haber visto otro mejor.
—Su Dios, ¿qué aspecto tiene?
—Nunca Lo he visto.
—Entonces, ¿cómo sabes que existe?
—Eso es lo que usted tiene que averiguar.
—¡Ah! ¿Con que no sabes qué aspecto tiene?
¿Ni dónde debo empezar a buscarlo?
—No, en realidad, no. Aunque sospecho que está en
todas partes. En el aire, en cada flor, en usted y en mí... y en esta silla.
—Ya.
Así que la chica era panteísta. Tomé nota mental del
detalle y dije que haría un esfuerzo por cien dólares al día, gastos aparte y
una cena con ella. Sonrió y aceptó en el acto. Bajamos juntos en el ascensor.
Afuera anochecía. Quizá Dios exista, o quizá no, pero en alguna parte de esta
ciudad con seguridad había un montón de tipos que iban a tratar de impedirme
averiguarlo.
Mi primera pista fue la del rabino Itzhak Wiseman,
un clérigo local que me debía un favor por haberle averiguado quién le ponía
cerdo en el sombrero. Me di cuenta en el acto de que algo no pitaba cuando le
hice unas preguntas, porque se azaró mucho. Estaba asustado.
—Por supuesto que existe ya-sabe-quién, pero no
puedo siquiera pronunciar Su nombre, de lo contrario me fulminaría en el acto.
Entre nosotros, le diré que jamás he podido comprender por qué alguien se
vuelve tan quisquilloso al pronunciar Su nombre.
—¿Le ha visto alguna vez?
—¿Yo? ¿Está bromeando? ¡Suerte tengo si alcanzo a
ver a mis nietos!
—Entonces ¿cómo sabe que existe?
—¿Cómo lo sé? ¡Vaya pregunta! ¿Podría comprarme un
traje como éste por catorce dólares si no hubiera nadie allá arriba? ¡Toque,
toque esta tela de gabardina! ¿Cómo puede dudar?
—¿No tiene ninguna otra prueba?
—Oiga, ¿qué es para usted el Antiguo Testamento? ¿Un
plato de garbanzos? ¿Cómo cree que Moisés pudo sacar a los israelitas de
Egipto? ¿Con una sonrisa y un claqué americano? Créame, ¡no se abren las aguas
del Mar Rojo con polvo de rascarse! Se necesita poder.
—Así pues, es un duro, ¿eh?
—Sí, un duro. Podría pensarse que con tantos éxitos
estaría más amable, pero no.
—¿Cómo es que sabe usted tanto?
—Porque somos el Pueblo Elegido. Cuida más de
nosotros que de todas Sus demás criaturas. Este es un tema que, por cierto,
también me gustaría comentar con El.
—¿Cuánto Le pagáis para ser los elegidos?
—No me lo pregunte.
Entonces, así iba la cosa. Los judíos estaban liados
con Dios hasta el cuello. El viejo negocio de la protección. Los cuidaba
mientras pasaran por caja. Y por la manera en que hablaba el rabino Wiseman, El
encajaba lo suyo. Me metí en un taxi y me fui al salón de billar Dany en la
Décima Avenida. El gerente era un tipo pequeñito y sucio al que no podía
tragar.
—¿Está Chicago Phil?
—¿Quién quiere saberlo?
Lo agarré por las solapas pellizcando a la vez un
poco de piel.
—¿Qué pasa, basura?
—En la sala del fondo — dijo cambiando de actitud.
Chicago Phil. Falsificador, asaltante de bancos,
hombre duro y ateo confeso.
—El tío nunca existió, Kaiser. Información de buena
tinta. Es un bulo. No existe tal gran jefe. Es un sindicato internacional. Casi todo en manos de
sicilianos. Pero no hay una cabeza visible. Salvo quizás, el Papa.
—Tengo que ver al Papa.
—Se puede arreglar —dijo guiñando un ojo.
—¿Te dice algo el nombre Claire Rosensweig?
—No.
—¿Y Heather Butkiss?
—¡Eh, espera un minuto! ¡Sí, claro, ya lo tengo! Esa
rubia teñida que anda por ahí con los tipos de Radcliffe.
—¿Radcliffe? Me dijo Vassar.
—Pues te está mintiendo. Es maestra en Radcliffe.
Estuvo liada con un filósofo durante un tiempo.
—¿Panteísta?
—No, empirista, que yo recuerde. Un tipo de poco
fiar. Rechazaba completamente a Hegel y a cualquier metodología dialéctica.
—Conque uno de ésos, ¿eh?
—Sí. Primero fue batería en un trío de jazz. Luego,
se dedicó al Positivismo Lógico. Cuando el asunto le fue mal, inventó el
Pragmatismo. Lo último que supe de él fue que había robado dinero para montar
un curso sobre Schopenhauer en Columbia. A los compañeros les gustaría ponerle
la mano encima, o dar con sus libros de texto para poder revenderlos.
—Gracias, Phil.
—Hazme caso, Kaiser. No hay nadie por encima de
nosotros. Sólo el vacío. No podría emitir todos esos talones falsos ni joder a
la gente como lo hago si por un segundo tuviera conciencia de un Ser Supremo.
El universo es estrictamente fenomenológico. No hay nada eterno. Nada tiene
sentido.
—¿Quién ganó la quinta en Aqueduct?[18]
—Santa Baby.
—Esto sí tiene sentido.
Tomé una cerveza en O'Rourke y traté de hilvanar
todos los datos, pero no dio resultado. Sócrates era un suicida, o por lo menos
eso decían. A Cristo lo mataron. Nietzsche murió loco. Si había realmente
alguien responsable de todo eso, era lógico que quisiera que se guardara el
secreto.
Y ¿por qué había mentido Claire Rosensweig acerca de
Vassar? ¿Podía haber tenido razón Descartes? ¿Era el universo dualista?
¿O es que Kant dio en el clavo cuando postuló la
existencia de Dios por razones morales?
Aquella noche cené con Claire. Diez minutos después
de que pagara ella la cuenta estábamos en la cama y, hermano, te regalo todo el
pensamiento occidental. Organizó para mí una demostración de gimnasia que se
hubiera llevado la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de la Tía Juana. Más
tarde, descansó sobre la almohada a mi lado con sus largos cabellos rubios
desparramados. Nuestros cuerpos, desnudos aún, estaban entrelazados. Yo fumaba
y miraba el techo.
—Claire, ¿y si Kierkegaard tuviera razón?
—¿Qué quieres decir?
—Si realmente jamás se pudiera saber. Sólo
tener fe,
—Esto es absurdo.
—No seas tan racionalista.
—Nadie es racionalista, Kaiser. —Encendió un
cigarrillo—. Lo único que te pido es que no empieces con la ontología. No en
este momento. No podría aguantar que fueras ontólogo conmigo, Kaiser.
Se había mosqueado. Me acerqué para besarla cuando
sonó el teléfono. Ella contestó.
—Es para ti.
La voz al otro lado de la línea era la del sargento
Reed, de Homicidios.
—¿Todavía a la caza de Dios?
—Sí.
—¿Un ser Todopoderoso? ¿El Creador? ¿El Principio
Universal? ¿El Ser Supremo?
—Así es.
—Un tipo que se ajusta a la descripción acaba de
aparecer en el depósito de cadáveres. Mejor que venga a echarle un vistazo.
Era El sin lugar a dudas y, por lo que quedaba de
él, se trataba de un trabajo profesional.
—Ya estaba muerto cuando Lo trajeron.
—¿Dónde Lo encontraron?
—En un depósito de la calle Delancey.
—¿Alguna pista?
—Es el trabajo de un existencialista. Estamos
seguros.
—¿Cómo lo sabéis?
—Todo hecho muy al azar. No parece que hayan seguido
ningún sistema. Un impulso.
—¿Un crimen pasional?
—Eso es. Lo cual significa que eres sospechoso,
Kaiser.
—¿Por qué yo?
—Todos los muchachos del departamento conocen tus
ideal sobre Jaspers.
—Eso no me convierte en un asesino.
—Aún no, pero sí en un sospechoso.
Una vez en la calle, llené mis pulmones de aire puro
y traté de poner orden en mis ideas. Tomé un taxi a Newark y caminé cien metros
hasta el restaurante italiano Giordino. Allí, en una mesa del fondo, estaba Su
Santidad. Era el Papa, seguro. Sentado con dos tipos que yo había visto media
docena de veces en las comisaría en sesiones de identificación.
—Siéntate —dijo levantando los ojos de sus
spaghetti. Me acercó el anillo. Sonreí mostrando todos los dientes, pero no se
lo besé. Le molestó, y yo me alegré. Un punto para mí—. ¿Te gustarían unos
spaghetti?
—No gracias, Santidad. Pero siga comiendo, que no se
1e enfríen.
—¿No quieres nada? ¿Ni siquiera una ensalada?
—Acabo de comer.
—Como quieras, pero mira que aquí sirven una
estupenda salsa Roquefort con la ensalada. No como en el Vaticano, donde es
imposible conseguir una comida decente.
—Iré al grano, Pontífice. Estoy buscando a Dios.
—Has llamado a la puerta adecuada.
—Entonces, ¿existe?
Mi pregunta les pareció divertida y se rieron. El
hampón sentado a mi lado, dijo:
—¡Eso sí tiene gracia! ¡Un chico inteligente que
quiere saber si El existe!
Moví la silla para estar más cómodo y coloqué mi
pierna izquierda sobre el dedo gordo de su pie.
—¡Lo siento! —dije, pero el tipo estaba que bramaba.
El Papa tomó la palabra:
—Por supuesto que El existe, Lupowitz. Yo soy el
único que se comunica con El. Sólo habla a través de mí.
—¿Por qué usted, amigo?
—Porque yo soy quien lleva el traje rojo.
—¿Este atuendo?
—¡No toques con esos dedos sucios! Me levanto cada
mañana, me
pongo este traje rojo y, de pronto, me convierto en un gran queso. Todo está en
el traje. Imagínate si anduviera por ahí en pantalones estrechos y en camiseta,
¿qué sería de la cristiandad?
—¡El opio del pueblo! ¡Ya me lo temía! ¡Dios no
existe!
—No lo sé. Pero ¿qué más da? Mientras haya dinero...
—¿No le preocupa que la tintorería no le devuelva a
tiempo el traje rojo y vuelva a ser como todos nosotros?
—Utilizo un servicio especial de veinticuatro horas.
Vale la pena gastarse un poco más y estar seguro.
—¿El nombre Claire Rosensweig le dice algo?
—Seguro. Está en el Departamento de Ciencias de Bryn
Mawr.
—¿Ciencias, dice? Gracias.
—¿Por qué?
—Por la respuesta, Pontífice.
Me metí en un taxi y crucé volando el puente George
Washington. En el camino, me detuve en mi oficina para hacer unas
verificaciones rápidas. Durante el trayecto hacia el piso de Claire, aclaré el
rompecabezas. Las piezas, por primera vez, encajaban a la perfección. Cuando
llegué a su casa, ella llevaba su diáfana bata y parecía estar preocupada por
algo.
—Dios ha muerto. La policía estuvo aquí. Te están
buscando. Piensan que ha sido un existencialista.
—No, querida, fuiste tú.
—¿Qué? No hagas bromas, Kaiser.
—Tú fuiste quien lo hizo.
—¿Qué estás diciendo?
—Tú, angelito. Ni Heather Butkiss ni Claire
Rosensweig, sino la doctora Ellen Shepherd.
—¿Cómo supiste mi nombre?
—Profesora de física en Bryn Mawr. La persona más
joven que ha llegado a estar al frente de un departamento en esa universidad.
Durante la fiesta de fin de curso, te liaste con un músico de jazz que se
inyecta mucha filosofía. Está casado, pero eso no te detuvo. Un par de noches
revoleándote con él en el heno y ya te pareció que era el gran amor. Pero no
funcionó, porque alguien se interpuso entre los dos: ¡Dios! Ves, muñeca, él
creía, o quería creer, pero tú, con esa hermosa cabecita científica,
necesitabas la certeza absoluta.
—No, Kaiser, te lo juro.
—Entonces,
simulas estudiar filosofía porque eso
te da la posibilidad
de eliminar ciertos obstáculos. Te deshaces de Sócrates con cierta facilidad,
pero aparece Descartes y, entonces, te sirves de Spinoza para liquidar a
Descartes y, cuando llega Kant, también tienes que eliminarlo.
—No sabes lo que dices.
—A Leibnitz lo hiciste picadillo, pero eso no fue
suficiente porque sabías que, si alguien oía hablar a Pascal, estabas lista
entonces, también a él tenías que sacártelo de encima, pero allí fue donde
cometiste el error, porque confiaste en Martin Buber. Te falló la suerte. Creía
en Dios y, por tanto, tenías que librarte del mismo Dios y, por si fuera poco,
por tus propias manos.
—¡Kaiser, estás loco!
—No, nena. Te hiciste pasar por panteísta creyendo
que eso te conduciría hasta El, si es que El existía, y existía. Te llevó a la
fiesta Shelby y, cuando Jason no miraba, lo mataste.
—¿Quién diablos son Shelby y Jason?
—¿Qué importancia tiene? Ahora, de cualquier modo,
la vida es absurda.
—Kaiser —dijo ella, presa de un repentino
estremecimiento— ¿me entregarás?
—¿Cómo no, muñeca? Cuando el Ser Supremo recibe una
paliza como ésta, alguien tiene que pagar los platos rotos.
—Oh, Kaiser, podemos escaparnos juntos, lejos de
aquí. Sólo nosotros dos. Podríamos olvidar la filosofía. Establecernos en algún
lugar y, tal vez, más tarde, dedicarnos a la semántica.
—Lo lamento, nena. No hay trato.
Ya estaba bañada en lágrimas cuando empezó a bajarse
la bata por los hombros. Quedó de pronto desnuda ante mí como una Venus cuyo
cuerpo parecía decirme: «Tómame, soy tuya». Una Venus cuya mano derecha me
acariciaba el pelo mientras la izquierda empuñaba una 45 que apuntaba a mi
espalda. Le descargué en el cuerpo mi 38 antes de que pudiera apretar el gatillo;
dejó caer la pistola y se dobló con un gesto de total sorpresa.
—¿Cómo pudiste hacerlo, Kaiser?
Se debilitaba rápidamente, pero me las arreglé para
contarle el resto de la historia.
—La manifestación del universo, como una idea
compleja en sí misma, en oposición al hecho de ser interior o exterior a su
propia Existencia, es inherente a la Nada conceptual en relación con cualquier
forma abstracta existente, por existir, o habiendo existido en perpetuidad sin estar sujeto
a las leyes de la física, o al análisis de ideas relacionadas con la
antimateria, o la carencia de Ser objetivo o subjetivo, y todo lo demás.
Era un concepto sutil, pero espero que lo haya
pescado antes de morir.
FIN
[1]
Baño de vapor, en yiddish.
(N. del T.)
[2] Pobre tipo. (N. del
T.)
[3]
Espeso manto
utilizado en el Polo Norte. (N. del T.)
[4]
Cutre. (N. del
T.)
[5]
Casquete. (N.
del T.)
[6] Secta judía opuesta a los
fariseos. (N. del T.)
[7] Horror. (N. del T.)
[8] Panecillo. (N. del
T.)
[9]
Lugar de retiro durante la
fiesta del Soukath en otoño. (N. del T.)
[10] Secta judía austera en los
tiempos de los macabeos. (N. del T.)
[11]
Comida judía
del este de Europa. (N. del T.)
[12] Célebres
contorsionistas. (N. del T.)
[13]
El «pintor del suelo
americano», que representaba todo con campesinos en acción. Gótico americano
es el célebre cuadro que representa a dos campesinos típicos del Middle
West americano, en primer plano y de frente. (N. del T.)
[14]
Famoso parque
de atracciones de Nueva York. (N. del T.)
[15]
Edwin Markham (1852-1940),
poeta norteamericano famoso por su poema «El hombre con la azada». (N. del T.)
[16]
Lagarto
venenoso de gran tamaño, comparable a la iguana, que habita en Centroamérica.
(N. del T.)
[17]
Antonio López
de Santa Anna (1795-1867), revolucionario mexicano, general, presidente y luego
dictador. (N. del T.)
[18]
El hipódromo
más importante de Nueva York. (N. del T.)