33ª
conferencia. La feminidad
(1)Señoras y señores: Todo el tiempo en que me preparaba
para hablarles luché con una dificultad interior. No me siento seguro de mi
buen derecho, por así decir. Es verdad que el
psicoanálisis ha cambiado y se ha enriquecido en los últimos quince años de
trabajo, pero por eso mismo una introducción al psicoanálisis podría quedar
intacta y sin complementos. De
continuo me acude la idea de que estas conferencias carecen de justificación. A
los analistas les digo demasiado poco, y nada, pero nada, nuevo; en cambio, a
ustedes les digo demasiado, y cosas tales para cuya comprensión no están
preparados, y no son adecuadas para ustedes. He estado al acecho de cada excusa
que se me presentaba, y pretendí justificar cada una de las conferencias con un
fundamento diferente. La primera, sobre la teoría del sueño, estaba destinada a
volver a situarlos de un golpe en medio de la atmósfera analítica y a
mostrarles cuán sólidas han demostrado ser nuestras intuiciones. A abordar la
segunda, que marcha por el sendero que lleva desde el sueño hacia el llamado
ocultismo, me incitó la oportunidad de decir mi palabra imparcial sobre un
campo de trabajo en que hoy combaten entre sí expectativas prejuiciosas y
resistencias apasionadas, y tenía derecho a esperar que el juicio de ustedes,
educado para la tolerancia en el ejemplo del psicoanálisis, no se rehusaría a
acompañarme en esa excursión. La tercera conferencia, sobre la descomposición de
la personalidad, les planteó sin duda las más rigurosas exigencias, tan extraño
era su contenido; pero yo no podía mantenerles en reserva ese primer esbozo de
psicología del yo, y si lo hubiéramos poseído quince años atrás, ya entonces
habría debido mencionárselo. Por fin, la última conferencia, que ustedes
probablemente sólo pudieron seguir con gran trabajo, aportó rectificaciones
necesarias, nuevos intentos de solucionar los más importantes enigmas, y si yo
hubiera callado sobre eso, mi ensayo de introducirlos {Einführung} a ustedes se
habría convertido en uno de extraviarlos {Irreführung}. Ya ven: cuando uno se
pone a disculparse, termina por afirmar que todo era inevitable, todo era
fatal, Me avengo a ello; les ruego que lo hagan también.En cuanto a la
conferencia de hoy, no debiera tener cabida en una introducción, pero acaso les
sirva como muestra de un trabajo analítico de detalle, y puedo decir dos cosas
para recomendarla. No ofrece nada más que hechos observados, casi sin añadido
de especulación, y se ocupa de un tema que posee títulos para atraer el interés
de ustedes como difícilmente otro los tenga. El enigma de la feminidad ha
puesto cavilosos a los hombres de todos los tiempos:«Cabezas con gorros
jeroglíficos,cabezas de turbante, otras de negra birreta,cabezas con peluca, y
millaresde pobres, traspiradas cabezas humanas ... »(2)Tampoco ustedes, sí son
varones, estarán a salvo de tales quebraderos de cabeza; de las mujeres
presentes, no se espera que sean tal enigma para sí mismas. Masculino y femenino
es la primera diferencia que ustedes hacen cuando se encuentran con otro ser
humano, y están habituados a establecerla con resuelta certidumbre. La ciencia
anatómica comparte esa certidumbre en un punto, pero no mucho más. Masculino es
el producto genésico masculino, el espermatozoide, y su portador; femenino, el
óvulo y el organismo que lo alberga. En ambos sexos se han formado órganos que
sirven exclusivamente a las funciones genésicas, y es probable que se hayan
desarrollado a partir de una misma disposición en dos diferentes
configuraciones. Además, los otros órganos, las formas del cuerpo y los tejidos
se muestran en ambos influidos por el sexo, pero de manera inconstante y en
medida variable; son los llamados «caracteres sexuales secundarios». Luego la
ciencia les dice otra cosa que contraría sus expectativas y es probablemente
apta para confundir sus sentimientos. Les hace notar que partes del aparato
sexual masculino se encuentran también en el cuerpo de la mujer, si bien en un
estado de atrofia, y lo mismo es válido para el otro sexo. Ella ve en este
hecho el indicio de una bisexualidad (3), como si el individuo no fuera varón o
mujer, sino ambas cosas en cada caso, sólo que más lo uno que lo otro. Entonces
se los exhortará a ustedes a familiarizarse con la idea de que la proporción en
que lo masculino y lo femenino se mezclan en el individuo sufre oscilaciones
muy notables. Pero como, a pesar de ello y prescindiendo de casos rarísimos, en
una persona está presente sólo una clase de productos genésicos -óvulos o
células de semen-, no podrán ustedes menos que desconcertarse en cuanto al
valor decisorio de estos elementos y extraer la conclusión de que aquello que
constituye la masculinidad o
la feminidad es un carácter desconocido que la anatomía no puede aprehender.¿Podrá hacerlo la
psicología? Estamos
habituados a usar «masculino» y «femenino» también como cualidades anímicas, y
de igual modo hemos trasferido el punto de vista de la bisexualidad a la vida
anímica. Decimos entonces que un ser humano, sea macho o hembra, se comporta en
este punto masculina y en estotro femeninamente. Pero pronto verán ustedes que
lo hacemos por mera docilidad a la anatomía y a la convención. No es posible
dar ningún contenido nuevo a los conceptos de masculino y femenino. Ese
distingo no es psicológico; cuando ustedes dicen «masculino», por regla general
piensan en «activo», y en «pasivo» cuando dicen «femenino». Es cierto que
existe una relación así. La célula genésica masculina se mueve activamente,
busca a la femenina, y el óvulo permanece inmóvil, aguardando de manera pasiva.
Y aun esta conducta de los organismos genésicos elementales es paradigmática
para el comportamiento de los individuos en el comercio sexual. El macho
persigue a la hembra con el fin de la unión sexual, la apresa y penetra en
ella. Pero así habrán reducido ustedes, para la psicología, el carácter de lo
masculino al factor de la agresión. Y empezarán a dudar de haber dado con algo
esencial si piensan que en muchas clases de animales las hembras son las más
fuertes y agresivas, y los machos son activos exclusivamente en el acto de la
unión sexual. Tal sucede, por ejemplo, en las arañas. Las funciones de la
crianza, que nos parecen por excelencia femeninas, tampoco se asocian entre los
animales de una manera regular con el sexo femenino. En especies muy
adelantadas en la escala zoológica se obser va que los sexos se distribuyen la
tarea de la cría, o aun sólo el macho se consagra a ella. También en el campo
de la vida sexual humana notarán enseguida cuán insuficiente es hacer
corresponder conducta masculina con actividad, y femenina con pasividad. La
madre es en todo sentido activa hacia el hijo, y hasta respecto del acto de
mamar puede decirse tanto que ella da de mamar al niño cuanto que lo deja mamar
de ella. Y mientras más se alejen del ámbito estrictamente sexual, más nítido
se les volverá ese error de superposición» (4). Las mujeres pueden desplegar
gran actividad en diversas direcciones, y los varones no pueden convivir con
sus iguales si no desarrollan un alto grado de docilidad pasiva. Si ahora me
adujeran que justamente esos hechos contendrían la prueba de que tanto varones
como mujeres son bisexuales en sentido psicológico, yo inferiría que se han
decidido de manera tácita a hacer coincidir «activo» con «masculino» y «pasivo»
con «femenino». Pero se los desaconsejo. Me parece inadecuado y no aporta
ningún discernimiento nuevo (5). Podría intentarse
caracterizar psicológicamente la feminidad diciendo que consiste en la
predilección por metas pasivas. Desde luego, esto no es idéntico a
pasividad; puede ser necesaria una gran dosis de actividad para alcanzar una
meta pasiva. Quizás ocurra que desde el modo de participación de la mujer en la
función sexual se difunda a otras esferas de su vida la preferencia por una
conducta pasiva y unas aspiraciones de meta pasiva, en extensión variable según
el imperio limitado o vasto de ese paradigma que sería su vida sexual. No
obstante, debemos cuidarnos de pasar por alto la influencia de las normas
sociales, que de igual modo esfuerzan a la mujer hacia situaciones pasivas.
Todo esto es todavía muy oscuro. No descuidaremos
la existencia de un vínculo particularmente constante entre feminidad y vida
pulsional. Su propia constitución le prescribe a la mujer sofocar
su agresión, y la sociedad se lo impone; esto favorece que se plasmen en ella
intensas mociones masoquistas, susceptibles de ligar eróticamente las
tendencias destructivas vueltas hacia adentro. El masoquismo es entonces, como
se dice, auténticamente femenino. Pero si, como ocurre con tanta frecuencia, se
topan ustedes con el masoquismo en varones, ¿qué otra cosa les resta sí no
decir que estos varones muestran rasgos femeninos muy nítidos?Ahora ya están
ustedes preparados para que tampoco la psicología resuelva el enigma de la
feminidad. Ese
esclarecimiento, en efecto, tiene que venir de otro lado, y no se obtendrá
hasta que no averigüemos cómo ha nacido, en general, la diferenciación del ser
vivo en dos sexos. Nada sabemos sobre eso, a pesar de que la división en dos
sexos es un carácter harto llamativo de la vida orgánica, que la separa
tajantemente de la naturaleza inanimada. Entretanto, tenemos abundante materia
de estudio en los individuos humanos que por la posesión de genitales femeninos
se caracterizan como pertenecientes a ese sexo de una manera manifiesta o
predominante. Pues bien; el psicoanálisis, por su particular naturaleza, no
pretende describir qué es la mujer -una tarea de solución casi imposible para
él-, sino indagar cómo deviene, cómo se desarrolla la mujer a partir del niño
de disposición bisexual. Algo hemos averiguado sobre esto en los últimos
tiempos, merced a la circunstancia de que varias de nuestras distinguidas
colegas han comenzado a elaborar esta cuestión en el análisis. La discusión
sobre ella cobró particular atractivo en virtud de la diferencia misma entre
los sexos; en efecto, cada vez que una comparación parecía resultar
desfavorable a su sexo, nuestras damas podían exteriorizar la sospecha de que
nosotros, los analistas varones, no habíamos podido
superar ciertos prejuicios hondamente arraigados contra la feminidad y lo
pagábamos con el carácter parcial de nuestra investigación. Y a
nosotros nos resultaba fácil, situándonos en el terreno de la bisexualidad,
evitar toda descortesía. No teníamos más que decir: «Eso no es válido para
ustedes; son una excepción, más masculinas que femeninas en este
punto».Abordamos la indagación del desarrollo sexual femenino con dos
expectativas. la primera, que tampoco en este caso la constitución ha de
plegarse sin renuencia a la función; la segunda, que los cambios decisivos ya
se habrán encaminado o consumado antes de la pubertad. Ambas se confirman
pronto. Además, una comparación con las constelaciones estudiadas en el varón
nos dice que el desarrollo de la niña pequeña hasta la mujer normal es más
difícil y complicado, pues incluye dos tareas adicionales que no tienen
correlato alguno en el desarrollo del varón. Persigamos los paralelismos desde
el comienzo. Por supuesto, ya el material mismo difiere entre el varón y la
niña; no hace falta ningún psicoanálisis para comprobarlo. La diferencia en la
conformación de los genitales es acompañada por otras desemejanzas corporales
demasiado conocidas para que sea preciso mencionarlas. También surgen
diferencias en la disposición pulsional, que permiten vislumbrar la posterior
naturaleza de la mujer. La niña pequeña es por regla general menos agresiva y
porfiada, se basta menos a sí misma, parece tener más necesidad de que se le
demuestre ternura, y por eso ser más dependiente y dócil. El hecho de que se la
pueda educar con mayor facilidad y rapidez para el gobierno de las excreciones
no es, probablemente, sino la consecuencia de aquella docilidad; en efecto, la
orina y las heces son los primeros regalos que el niño hace a las personas que
lo cuidan, y su gobierno es la primera concesión que puede arrancarse a la vida
pulsional infantil. También se recibe la impresión de que la niña pequeña es
más inteligente y viva que el varoncito de la misma edad, que se muestra más
solícita hacia el mundo exterior, y que sus investiduras de objeto poseen mayor
intensidad que las de aquel. No sé si este adelanto en el desarrollo se ha
comprobado mediante observaciones exactas, pero lo cierto es que no puede atribuirse
a la niña un retraso intelectual. Sin embargo, esas diferencias entre los sexos
no cuentan mucho, pueden ser contrarrestadas por variaciones individuales. Para
nuestros propósitos inmediatos podemos dejarlas de lado.Los dos sexos parecen
recorrer de igual modo las primeras fases del desarrollo libidinal. Habría
podido esperarse que ya en la fase sádico-anal se exteriorizara en la niña
pequeña un rezago de la agresión, pero no es así. El análisis del juego
infantil ha mostrado a nuestras analistas mujeres que los impulsos agresivos de
las niñas no dejan nada que desear en materia de diversidad y violencia. Con el
ingreso en la fase fálica, las diferencias entre los sexos retroceden en toda
la línea ante las concordancias. Ahora tenemos que admitir que la niña pequeña
es como un pequeño varón. Según es sabido, esta fase se singulariza en el
varoncito por el hecho de que sabe procurarse sensaciones placenteras de su
pequeño pene, y conjuga el estado de excitación de este con sus
representaciones de comercio sexual. Lo propio hace la niña con su clítoris,
aún más pequeño. Parece que en ella todos los actos onanistas tuvieran por
teatro este equivalente del pene, y que la vagina, genuinamente femenina, fuera
todavía algo no descubierto para ambos sexos. Es cierto que algunas voces
aisladas informan acerca de sensaciones vaginales prematuras, pero no parece
fácil distinguirlas de sensaciones en el ano o el vestíbulo; en ningún caso
pueden desempeñar gran papel. Ello nos autoriza a establecer que en la fase
fálica de la niña el clítoris es la zona erógena rectora. Pero no está destinada a seguir
siéndolo; con la vuelta hacia la feminidad el clítoris debe ceder en todo o en
parte a la vagina su sensibilidad y con ella su valor, y esta
sería una de las dos tareas que el desarrollo de la mujer tiene que solucionar,
mientras que el varón, con más suerte, no necesita sino continuar en la época
de su madurez sexual lo que ya había ensayado durante su temprano florecimiento
sexual.Hemos de volver luego sobre el papel del clítoris; consideremos ahora la
segunda tarea que gravita sobre el desarrollo de la niña. El primer objeto de
amor del varoncito es la madre, quien lo sigue siendo también en la formación
del complejo de Edipo y, en el fondo, durante toda la vida. También para la
niña tiene que ser la madre -y las figuras del ama y la niñera, que se fusionan
con ella- el primer objeto; en efecto, las primeras investiduras de objeto se
producen por apuntalamiento en la satisfacción de las grandes y simples
necesidades vitales (6), y las circunstancias de la crianza son las mismas para
los dos sexos. Ahora bien, en la situación edípica es el padre quien ha
devenido objeto de amor para la niña, y esperamos que en un desarrollo de curso
normal esta encuentre, desde el objeto-padre, el camino hacia la elección
definitiva de objeto. Por lo tanto, con la alternancia de los períodos la niña
debe trocar zona erógena y objeto, mientras que el varoncito retiene ambos. Así
nace el problema de averiguar cómo ocurre esto y, en particular, cómo pasa la
niña de la madre a la ligazón con el padre o, con otras palabras, de su fase
masculina a la femenina, que es su destino biológico.En este punto
conseguiríamos una solución ideal por su simplicidad si estuviéramos
autorizados a suponer que a partir de determinada edad rige el influjo
elemental de la atracción recíproca entre los sexos, que esforzaría a la
mujercita hacia el varón, mientras que la misma ley permitiría al varoncito
perseverar en la madre. Y aun cabría conjeturar que los niños siguen en esto
las señales que les imparte la predilección sexual de sus progenitores. Pero no
nos será deparada una tan fácil solución; ni siquiera sabemos si nos es lícito
creer en serio en ese misterioso poder, ya no susceptible de descomposición
analítica, que tanto entusiasma a los poetas. Laboriosas indagaciones nos han
proporcionado una información de tipo muy diverso, para la cual al menos es
fácil procurarse el material. Es esta: ustedes saben que es muy grande el
número de mujeres que hasta épocas tardías permanecen en la dependencia tierna
respecto del objeto-padre, y aun del padre real. En tales mujeres de intensa y
duradera ligazón-padre hemos hecho sorprendentes comprobaciones. Sabíamos,
desde luego, que había existido un estadio previo de ligazón-madre, pero no
sabíamos que pudiera poseer un contenido tan rico, durar tanto tiempo, dejar
como secuela tantas ocasiones para fijaciones y predisposiciones. Durante ese
período el padre es sólo un fastidioso rival; en muchos casos la ligazón-madre
dura hasta pasado el cuarto año. Casi todo lo que más tarde hallamos en el
vínculo con el padre preexistió en ella, y fue trasferido de ahí al padre. En
suma, llegamos al convencimiento de que no se puede comprender a la mujer si no
se pondera esta fase de la ligazón-madre preedípica.Ahora querremos saber
cuáles son los vínculos libidinosos de la niña con la madre. He aquí la
respuesta: son muy diversos. Puesto que atraviesan por las tres fases de la
sexualidad infantil, cobran los caracteres de cada una de ellas, se expresan
mediante deseos orales, sádico-anales y fálicos. Esos deseos subrogan tanto
mociones activas como pasivas; si se los refiere -cosa que debe evitarse en lo
posible- a la diferenciación entre los sexos, cuya emergencia es posterior, se
los puede llamar masculinos y femeninos. Además, son por completo ambivalentes,
tanto de naturaleza tierna como hostil-agresiva. Estos últimos suelen salir a
la luz únicamente después que han sido mudados en representaciones de angustia.
No siempre es fácil pesquisar la formulación de estos tempranos deseos
sexuales; el que se expresa con mayor nitidez es el de hacerle un hijo a la
madre, así como su correspondiente, el de parirle un hijo, ambos pertenecientes
al período fálico, bastante extraños, pero comprobados fuera de duda por la
observación analítica. El atractivo de estas indagaciones reside en los
sorprendentes descubrimientos que nos proporcionan. Por ejemplo, ya en este
período preedípico se descubre, referida a la madre, la angustia de ser
asesinado o envenenado, que más tarde puede constituir el núcleo de una
paranoia. 0 este otro caso: Recuerdan ustedes un interesante episodio de la
historia de la investigación analítica que me hizo pasar muchas horas penosas.
En la época en que el principal interés se dirigía al descubrimiento de traumas
sexuales infantiles, casi todas mis pacientes mujeres me referían que habían
sido seducidas por su padre. Al fin tuve que llegar a la intelección de que
esos informes eran falsos, y así comprendí que los síntomas histéricos derivan
de fantasías, no de episodios reales. Sólo más tarde pude discernir en esta
fantasía de la seducción por el padre la expresión del complejo de Edipo típico
en la mujer. Y ahora reencontramos la fantasía de seducción en la prehistoria
preedípica de la niña, pero la seductora es por lo general la madre. Empero,
aquí la fantasía toca el terreno de la realidad, pues fue efectivamente la
madre quien a raíz de los menesteres del cuidado corporal provocó sensaciones
placenteras en los genitales, y acaso hasta las despertó por vez primera (7).No
dudo de que estarán prestos a sospechar que es recargada esta pintura de la
riqueza y la intensidad de los vínculos sexuales de la niña pequeña con su
madre. Cada quien tiene oportunidad de ver niñas pequeñas y no les nota nada
parecido. Pero la objeción no es válida; es posible ver en los niños hartas
cosas si se sabe observarlos, y, además, reparen ustedes en lo poco que el niño
puede expresar o aun comunicar sobre sus deseos sexuales. No hacemos entonces
sino valernos de un buen derecho si estudiamos con posterioridad los residuos y
consecuencias de ese universo de sentimientos en personas en quienes esos
procesos de desarrollo han alcanzado una plasmación particularmente nítida o
hasta hipertrófica. En efecto, la patología nos ha prestado siempre el servicio
de darnos a conocer por aislamiento y exageración constelaciones que en la
normalidad habrían permanecido ocultas. Y como nuestras indagaciones en modo
alguno se realizaron en personas que padecieran una anormalidad grave, yo creo
que estamos autorizados a considerar fidedignos sus resultados.Dirijamos ahora
nuestro interés a este problema preciso: ¿A raíz de qué, pues, se va a pique
{se va al fundamento} esta potente ligazón-madre de la niña? Sabemos que ese es
su destino habitual: está destinada a dejar sitio a la ligazón-padre.
Tropezamos entonces con un hecho que nos indica el camino a seguir. En este
paso del desarrollo no se trata de un simple cambio de vía del objeto. El
extrañamiento respecto de la madre se produce bajo el signo de la hostilidad,
la ligazón-madre acaba en odio. Ese odio puede ser muy notable y perdurar toda
la vida, puede ser cuidadosamente sobrecompensado más tarde; por lo común una
parte de él se supera y otra permanece. Sobre esto ejercen fuerte influencia,
desde luego, los episodios de años posteriores. Pero limitémonos a estudiarlo
en la época de la vuelta hacia el padre y a indagar sus motivaciones.
Escuchamos entonces una larga lista de acusaciones y cargos contra la madre,
destinados a justificar los sentimientos hostiles del niño; son de muy diverso
valor, cuya ponderación no omitiremos. Muchos son racionalizaciones
manifiestas; queda a nuestro cargo hallar las fuentes reales de la hostilidad.
Ahora he de guiarlos por todos los detalles de una indagación psicoanalítica;
espero que esto les interesará mucho.De esos reproches a la madre, el que se
remonta más atrás es el de haber suministrado poca leche al niño, lo cual es
explicitado como falta de amor. Ahora bien, en nuestras familias este reproche
tiene cierta justifiicación. A menudo las madres no poseen alimento suficiente
para el niño y se limitan a amamantarlo algunos meses, medio año o tres
trimestres. Entre pueblos primitivos, los niños son alimentados en el pecho
materno hasta los dos o tres años. La figura de la nodriza nutricia se fusiona
por lo común con la de la madre; cuando esto no acontece, el reproche se muda
en este otro: que la madre despidió demasiado pronto a la nodriza, quien
alimentaba al niño con tan buena disposición. Pero cualquiera que haya sido la
situación real, es imposible que el reproche del hijo esté justificado tantas
veces como se lo encuentra. Parece más bien que el ansia del niño por su primer
alimento es lisa y llanamente insaciable, y que nunca se consoló de la pérdida
del pecho materno. No me sorprendería nada que el análisis de un primitivo,
pese a que este tiene permitido mamar del pecho materno cuando ya puede correr
y hablar, sacara a la luz el mismo reproche.Hasta es probable que la angustia de
envenenamiento tenga íntima relación con el destete. Veneno es el alimento que
a uno le hace mal. Acaso el niño atribuya sus primeras enfermedades a esa
denegación. Es que hace falta ya una buena dosis de adiestramiento intelectual
para creer en el azar; el primitivo, el ignorante, y sin duda también el niño,
saben indicar una razón para todo lo que sucede. Quizás originariamente fue un
motivo en el sentido del animismo. Todavía hoy, en muchos estratos de nuestra
población no puede morir nadie sin que se crea que fue asesinado por otro, de
preferencia el médico. Y la reacción neurótica regular ante la muerte de una
persona allegada es, también, la autoinculpación de que uno mismo ha causado
esa muerte.La próxima acusación a la madre se aviva cuando el siguiente hijo
aparece en su cuna. Si es posible, retiene el nexo con la denegación oral. La
madre no quiso o no pudo dar más leche al niño porque necesitaba el alimento
para el recién llegado. En los casos en que los niños se llevan tan poca
diferencia de edad que la segunda gravidez interfiere la lactancia, este
reproche cobra por cierto una base real y, asombrosamente, ni siquiera con una
diferencia de sólo 11 meses es el niño demasiado joven para percatarse de la
situación. Pero el amamantamiento no es lo único que enemista al niño con el
indeseado intruso y rival; igual efecto traducen todos los otros signos del
cuidado materno. Se siente destronado, despojado, menoscabado en sus
derechos,arroja un odio celoso sobre el hermanito y desarrolla hacia k. madre infiel
una inquina que muy a menudo se expresa en una desagradable alteración de su
conducta. Se vuelve acaso «díscolo», irritable, desobediente, e involuciona en
sus conquistas sobre el gobierno de las excreciones. Todo esto es sabido desde
hace mucho tiempo y se acepta como evidente, pero es raro que nos formemos la
representación cabal de la intensidad de esas mociones celosas, de la tenacidad
con que permanecen adheridas, así como de la magnitud de su influjo sobre el
desarrollo posterior; en particular, porque esos celos reciben continuo
alimento en los años siguientes de la niñez, y toda la conmoción se repite con
cada nuevo hermanito. No cambia mucho las cosas que el niño siga siendo el
preferido de la madre; las exigencias de amor de los niños no tienen medida,
exigen exclusividad, no admiten ser compartidas.Una rica fuente para la
hostilidad del niño hacia su madre la proporcionan sus múltiples deseos
sexuales, variables de acuerdo con la fase libidinal, y que casi nunca pueden
ser satisfechos. La más intensa de estas denegaciones se produce en el período
fálico, cuando la madre prohibe el quehacer placentero en los genitales -a
menudo con duras amenazas y todos los signos del disgusto-, hacia el cual,
empero, ella misma había orientado al niño. Uno creería que son motivos
suficientes para fundar el extrañamiento de la niña respecto de su madre. Se
juzgaría, entonces, que esa discordia se sigue inevitablemente de la naturaleza
de la sexualidad infantil, lo desmedido de las exigencias de amor y la imposibilidad
de cumplir los deseos sexuales. 0 se podría pensar que este primer vínculo de
amor del niño está condenado al sepultamiento justamente porque es el primero,
pues esas tempranas investiduras de objeto son por lo general ambivalentes en
alto grado; junto al amor intenso está siempre presente una intensa inclinación
agresiva, y cuanto más apasionadamente ame el niño a su objeto, tanto más
sensible se volverá para los desengaños y denegaciones de su parte. Al fin, el
amor tendrá que sucumbir a la hostilidad acumulada. 0 bien uno puede
desautorizar esa ambivalencia originaria de las investiduras de amor y apuntar
que es la particular naturaleza de la relación madre-hijo la que con igual
inevitabilidad lleva a la perturbación del amor infantil, pues aun la educación
más blanda no puede hacer otra cosa que ejercer compulsión e introducir
limitaciones, y cada una de estas intromisiones en su libertad tiene que
producir en el niño, como reacción, la inclinación a rebelarse y agredir. Creo
que el examen de estas posibilidades podría volverse muy interesante, pero
interviene de pronto una objeción que empuja nuestro interés hacia otro rumbo.
Todos estos factores las postergaciones, los desengaños de amor, los celos, la
seducción -con la prohibición subsiguiente- adquieren sin duda eficacia también
en la relación del varoncito con su madre, pero no son capaces de enajenarlo
del objeto-madre. Si no hallamos algo que sea específico para la niña y no se
presente en el varoncito, o no lo haga de igual modo, no habremos explicado el
desenlace de la ligazón-madre en aquella.Creo que hemos hallado ese factor
específico, y por cierto donde esperábamos hallarlo, si bien en forma
sorprendente. Donde esperábamos hallarlo, digo, pues reside en el complejo de
castración. Y en efecto, la diferencia anatómica [entre los sexos] no puede
menos que imprimirse en consecuencias psíquicas. Pero fue una sorpresa
enterarse, por los análisis, que la muchacha hace responsable a la madre de su
falta de pene y no le perdona ese perjuicio.Como lo oyen, también a la mujer le
atribuimos un complejo de castración. Y con buen fundamento; pero no puede
tener el mismo contenido que en el varón. En este, el complejo de castración
nace después que por la visión de unos genitales femeninos se enteró de que el
miembro tan estimado por él no es complemento necesario del cuerpo. Entonces se
acuerda de las amenazas que se atrajo por ocuparse de su miembro, empieza a
prestarles creencia, y a partir de ese momento cae bajo el influjo de la
angustia de castración, que pasa a ser el más potente motor de su ulterior
desarrollo. El complejo de castración de la niña se inicia, asimismo, con la
visión de los genitales del otro sexo. Al punto nota la diferencia y -es
preciso admitirlo- su significación. Se siente gravemente perjudicada, a menudo
expresa que le gustaría «tener también algo así», y entonces cae presa de la
envidia del pene, que deja huellas imborrables en su desarrollo y en la
formación de su carácter, y aun en el caso más favorable no se superará sin un
serio gasto psíquico. Que la niña admita el hecho de su falta de pene no quiere
decir que se someta sin más a él. Al contrario, se aferra por largo tiempo al
deseo de llegar a tener algo así, cree en esa posibilidad hasta una edad
inverosímilmente tardía, y aun en épocas en que su saber de la realidad hace
mucho desechó por inalcanzable el cumplimiento de ese deseo, el análisis puede
demostrar que se ha conservado en lo inconciente y ha retenido una considerable
investidura energética. El deseo de obtener al fin el pene anhelado puede
prestar todavía su contribución a los motivos que llevan a la mujer madura al
análisis, y lo que razonablemente le cabe esperar de este último (p. ej., la
aptitud para ejercer un oficio intelectual) es discernible a menudo como una
metamorfosis sublimada de ese deseo reprimido.La importancia de la envidia del
pene es indudable. Acaso lo juzguen un ejemplo de injusticia masculina si
asevero que envidia y celos desempeñan en la vida anímica de las mujeres un
papel todavía mayor que en la de los varones. No es que en estos últimos se
encuentren ausentes tales cualidades, ni que en las mujeres no tuvieran otra
raíz que la envidia del pene; pero nos inclinamos a atribuir a este último
influjo el plus que hay en las mujeres. Sin embargo, en muchos analistas ha
surgido la tendencia de rebajar el valor de esa primera oleada de envidia del
pene dentro de la fase fálica. A su juicio, lo que de esa actitud se encuentra
en la mujer es, en lo esencial, una formación secundaria producida en oportunidad
de posteriores conflictos por vía de regresión a aquella moción de la primera
infancia. Ahora bien, es este un problema general de la psicología de lo
profundo. Respecto de muchas actitudes pulsionales patológicas -o aun sólo
insólitas-, por ejemplo todas las perversiones sexuales, cabe preguntar cuánto
de su intensidad debe atribuirse a fijaciones de la primera infancia y cuánto
al influjo de vivencias o desarrollos posteriores. Casi siempre se trata ahí de
unas series complementarias como las que supusimos en la elucidación de la
etiología de las neurosis (8). Ambos factores participan con proporciones
alternas en la causación; una disminución en uno de los lados es compensada por
un aumento en el otro. Lo infantil es en todos los casos lo que marca la
dirección; no siempre es lo decisivo, pero sí lo es muy a menudo. justamente en
el caso de la envidia del pene yo sustentaría sin vacilar la preeminencia del
factor infantil.El descubrimiento de su castración es un punto de viraje en el
desarrollo de la niña. De ahí parten tres orientaciones del desarrollo: una lleva a la inhibición sexual o a la neurosis; la siguiente, a la
alteración del carácter en el sentido de un complejo de masculinidad, y la
tercera, en fin, a la feminidad normal.Acerca de las tres hemos
averiguado bastante, si bien no todo. El contenido esencial de la primera es
que la niña pequeña, que hasta ese momento había vivido como varón, sabía
procurarse placer por excitación de su clítoris y relacionaba este quehacer con
sus deseos sexuales, con frecuencia activos, referidos a la madre, ve
estropearse el goce de su sexualidad fálica por el influjo de la envidia del
pene. La comparación con el varón, tanto mejor dotado, es una afrenta a su amor
propio; renuncia a la satisfacción masturbatoria en el clítoris, desestima su
amor por la madre y entonces no es raro que reprima una buena parte de sus
propias aspiraciones sexuales. Es cierto que el extrañamiento respecto de la
madre no se produce de un golpe, pues la muchacha al comienzo considera su
castración como una desventura personal, sólo poco a poco la extiende a otras
personas del sexo femenino y, por último, también a la madre. Su amor se había
dirigido a la madre fálica; con el descubrimiento de que la madre es castrada
se vuelve posible abandonarla como objeto de amor, de suerte que pasan a
prevalecer los motivos de hostilidad que durante largo tiempo se habían ido
reuniendo. Vale decir, pues, que por el descubrimiento de la falta del pene la
mujer resulta desvalorizada tanto para la niña como para el varoncito, y luego,
tal vez, para el hombre.Todos ustedes saben cuán sorprendente valor etiológico
conceden nuestros neuróticos a su onanismo. Lo responsabilizan de todos sus
achaques y nos da mucho trabajo hacerles creer que están en un error. Pero en
verdad deberíamos concederles que tienen razón, pues el onanismo es el poder
ejecutivo de la sexualidad infantil, y a ellos justamente los aqueja el fallido
desarrollo de esta última. Ahora bien, los neuróticos casi siempre echan la
culpa al onanismo de la pubertad; al de la primera infancia, que es el que en
realidad interesa, lo han olvidado las más de las veces. Querría tener algún
día la oportunidad de probarles circunstanciadamente la importancia que
adquieren todos los detalles fácticos del onanismo temprano para la posterior
neurosis o el carácter del individuo: si fue descubierto o no, el modo en que
los padres lo combatieron o toleraron, si el niño consiguió sofocarlos por sí
mismo. Todo esto deja huellas imperecederas en su desarrollo. Pero más bien me
alegra no tener que hacerlo aquí; sería una tarea larga, tediosa, y al final
ustedes me pondrían en aprietos porque seguramente me pedirían consejos
prácticos acerca de la conducta que uno debe adoptar en calidad de padre o de
educador frente al onanismo de los niños pequeños (9). Pues bien; en el
desarrollo de la niña, que estoy presentándoles, tienen un ejemplo en que el
propio niño se empeña en librarse del onanismo. Pero no siempre lo consigue.
Cuando la envidia del pene ha despertado un fuerte impulso contrario al
onanismo clitorídeo y este, empero, no quiere ceder, se entabla una violenta
lucha por liberarse; en esa lucha la niña asume ella misma, por así decir, el
papel de la madre ahora destituida y expresa todo su descontento con el
clítoris inferior en la repulsa a la satisfacción obtenida en él. Muchos años
después, cuando el quehacer onanista hace largo tiempo que fue sofocado, se
continúa un interés que debemos interpretar como defensa contra una tentación
que se sigue temiendo. Se exterioriza en la emergencia de una simpatía hacia
personas a quienes se atribuyen dificultades parecidas, entra como motivo del
casamiento y hasta puede comandar la elección del marido o del compañero en el
amor. En verdad, el modo en que se tramite la masturbación de la primera
infancia no es asunto fácil ni indiferente.Con el abandono de la masturbación
clitorídea se renuncia a una porción de actividad. Ahora prevalece la
pasividad, la vuelta hacia el padre se consuma predominantemente con ayuda de
mociones pulsionales pasivas. Ya lo disciernen
ustedes: tal oleada de desarrollo, que remueve la actividad fálica, allana el
terreno a la feminidad. Cuando
no es mucho lo que a raíz de ello se pierde por represión, esa feminidad puede resultar normal. El deseo con que la
niña se vuelve hacia el padre es sin duda, originariamente, el deseo del pene
que la madre le ha denegado y ahora espera del padre. Sin embargo, la situación
femenina sólo se establece cuando el deseo del pene se sustituye por el deseo del
hijo, y entonces, siguiendo una antigua equivalencia simbólica, el hijo aparece
en lugar del pene. No se nos escapa que la niña había deseado un hijo ya antes,
en la fase fálica no perturbada; ese era, sin duda alguna, el sentido de su juego con muñecas. Pero
ese juego no era propiamente la expresión de su feminidad;
servía a la identificación-madre en el propósito de sustituir la pasividad por
actividad. jugaba a la madre, y la muñeca era ella misma; entonces podía hacer
con el hijo todo lo que la madre solía hacer con ella. Sólo con aquel punto de
arribo del deseo del pene, el hijo-muñeca deviene un hijo del padre y, desde
ese momento, la más intensa meta de deseo femenina. Es grande la dicha cuando
ese deseo del hijo halla más tarde su cumplimiento en la realidad, y muy
especialmente cuando el hijo es un varoncito, que trae consigo el pene
anhelado. En la expresión compuesta «un hijo del padre», muy a menudo el acento
recae sobre el hijo, y no insiste en el padre. Así,el antiguo deseo
masculino de poseer el pene sigue trasluciéndose a través de la feminidad
consumada. Pero
quizá debiéramos ver en este deseo del pene, más bien, un deseo femenino por
excelencia.Con la trasferencia del deseo hijo-pene al padre, la niña ha
ingresado en la situación del complejo de Edipo. La hostilidad a la madre' que
no necesita ser creada como si fuera algo nuevo, experimenta ahora un gran
refuerzo, pues deviene la rival que recibe del padre todo lo que la niña anhela
de él. Por largo tiempo el complejo de Edipo de la niña nos impidió ver esa
ligazón-madre preedípica que, sin embargo, es tan importante y deja como
secuela fijaciones tan duraderas. Para la niña, la situación edípica es el
desenlace de un largo y difícil proceso, una suerte de tramitación provisional,
una posición de reposo que no se abandona muy pronto, sobre todo porque el
comienzo del período de latencia no está lejos. Y en este punto, en la relación
del complejo de Edipo con el de castración, nos salta a la vista una diferencia
entre los sexos, probablemente grávida en consecuencias. El complejo de Edipo
del varoncito, dentro del cual anhela a su madre y querría eliminar a su padre
como rival, se desarrolla desde luego a partir de la fase de su sexualidad
fálica. Ahora bien, la amenaza de castración lo constriñe a resignar esta
postura {actitud}. Bajo la impresión del peligro de perder el pene, el complejo
de Edipo es abandonado, reprimido, en el caso más normal radicalmente
destruido, y se instaura como su heredero un severo superyó. Lo que acontece en
la niña es casi lo contrario. El complejo de castración prepara al complejo de
Edipo en vez de destruirlo; por el influjo de la envidia del pene, la niña es
expulsada de la ligazón-madre y desemboca en la situación edípica como en un
puerto. Ausente la angustia de castración, falta el motivo principal que había
esforzado al varoncito a superar el complejo de Edipo. La niña permanece dentro
de él por un tiempo indefinido, sólo después lo deconstruye y aun entonces lo
hace de manera incompleta. En tales constelaciones tiene que sufrir menoscabo
la formación del superyó, no puede alcanzar la fuerza y la independencia que le
confieren su significatividad cultural y ... las feministas no escucharán de
buen grado si uno señala las consecuencias de este factor para el carácter
femenino medio.Ahora volvamos atrás: mencionamos como la segunda de las
reacciones posibles tras el descubrimiento de la castración femenina el
desarrollo de un fuerte complejo de masculinidad. Se quiere significar con esto
que, por así decir, la niña se rehusa a reconocer el hecho desagradable; con
una empecinada rebeldía carga todavía más las tintas sobre la masculinidad que
tuvo hasta entonces, mantiene su quehacer clitorídeo y busca refugio en una
identificación con la madre fálica o con el padre. ¿Qué será lo decisivo para
este desenlace? No podemos imaginar otra cosa que un factor constitucional, una
proporción mayor de actividad, como suele ser característica del macho. Empero, lo esencial del proceso es que en este
lugar del desarrollo se evita la oleada de pasividad que inaugura el giro
{Wendung} hacia la feminidad. Como la operación más extrema de
este complejo de masculinidad se nos aparece su influjo sobre la elección de
objeto en el sentido de una homosexualidad manifiesta. Es verdad que la experiencia
analítica nos enseña que la homosexualidad femenina rara vez o nunca continúa
en línea recta a la masculinidad infantil. Parece deberse a que también esas
muchachas toman por objeto al padre durante cierto lapso y se internan en la
situación edípica. Pero luego son esforzadas a regresar a su anterior complejo
de masculinidad en virtud de las infaltables desilusiones con el padre. No es
lícito sobrestimar el valor de tales desengaños; tampoco le son ahorrados a la niña destinada a la feminidad, y en ella
no producen igual resultado. El hiperpoder del factor
constitucional parece indiscutible, pero las dos fases del desarrollo de la
homosexualidad femenina se reflejan muy claramente en las prácticas de las
homosexuales, que con la misma frecuencia e igual nitidez desempeñan los
papeles de madre e hija como los de varón y mujer.Lo que acabo de referirles
es, por llamarlo así, la prehistoria de la mujer. Es una adquisición de estos
últimos años, y acaso les resultó interesante como muestra de un trabajo
analítico de detalle. Puesto que el tema es la mujer misma, me permito
mencionar esta vez algunos nombres propios de mujeres a quienes esta indagación
debe contribuciones importantes. La doctora Ruth Mack Brunswick [1928b] fue la
primera en describir un caso de neurosis que se remontaba a una fijación al
estadio preedípico y no había alcanzado en modo alguno la situación edípica.
Tenía la forma de una paranoia de celos y demostró ser accesible a la terapia.
La doctora Jeanne Lampl-de Groot [1927] ha comprobado con observaciones ciertas
la tan increíble actividad fálica de la niña hacia la madre, y la doctora
Helene Deutsch [1932] demostró que los actos de amor de mujeres homosexuales
reproducen los vínculos madre-hijo.No es mi propósito perseguir la ulterior conducta de la feminidad a
través de la pubertad hasta llegar a la época de la madurez. Por lo demás, nuestras intelecciones
resultarían insuficientes para ello. En lo que sigue reuniré algunos rasgos.
Tomando como base la prehistoria, sólo destacar aquí que el despliegue de la feminidad está expuesto a ser perturbado
por los fenómenos residuales de la prehistoria masculina. Las
regresiones a las fijaciones de aquellas fases preedípicas son muy frecuentes;
en muchos ciclos de vida se llega a una repetida alternancia de épocas en que predomina la masculinidad o la
feminidad. Una parte de lo que nosotros los varones llamamos el
«enigma femenino» acaso derive de esa expresión de bisexualidad en la vida de
la mujer. Ahora bien, en el curso de estas indagaciones parece haber madurado
el veredicto sobre otra cuestión. Hemos llamado «libido» a la fuerza pulsional
de la vida sexual. La vida sexual está gobernada por la polaridad
masculino-femenino; esto nos sugiere considerar la relación de la libido con
esa oposición. No sorprendería si a cada sexualidad se subordinara su libido
particular, de suerte que una clase de libido persiguiera las metas de la vida
sexual masculina y otra las de la femenina. Pero no hay nada semejante. Existe
sólo una libido, que entra al servicio de la función sexual tanto masculina
como femenina. No podemos atribuirle sexo alguno; si de acuerdo con la
equiparación convencional entre actividad y masculinidad queremos llamarla
masculina, no debemos olvidar que subroga también aspiraciones de metas
pasivas. Comoquiera que sea, la expresión «libido femenina» carece de todo
justificativo. Además, es nuestra impresión que se ha ejercido sobre la libido
mayor compulsión cuando se la presionó a entrar al servicio de la función
femenina, y que para hablar teleológicamente la naturaleza puso menos cuidado
en considerar las exigencias de esta última que en el caso de la masculinidad.
Y acaso concebido otra vez en términos teleológicos esto tenga su fundamento en
que el logro de la meta biológica es confiado a la agresión del varón y en
alguna medida se lo ha vuelto independiente de la aquiescencia de la mujer.La
frigidez sexual de la mujer, cuya frecuencia parece confirmar esa postergación,
es un fenómeno mal comprendido. Psicógena muchas veces, y entonces accesible a
la terapia, sugiere en otros casos la hipótesis de un condicionamiento
constitucional, y aun la contribución de un factor anatómico.He prometido
presentarles todavía algunas particularidades psíquicas de la feminidad madura,
tal como las encontramos en la observación analítica. No
reclamamos para estas aseveraciones más que un valor de verdad en el promedio;
además, no siempre es fácil distinguir qué debe atribuirse al influjo de la
función sexual y qué a la domesticación social. Adjudicamos a la feminidad, pues, un alto grado de narcisismo, que
influye también sobre su elección de objeto, de suerte que para la mujer la
necesidad de ser amada es más intensa que la de amar. En la
vanidad corporal de la mujer sigue participando el efecto de la envidia del
pene, pues ella no puede menos que apreciar tanto más sus encantos como tardío
resarcimiento por la originaría inferioridad sexual (10) La vergüenza,
considerada una cualidad femenina por excelencia, pero fruto de la convención
en medida mucho mayor de lo que se creería, la atribuimos al propósito
originario de ocultar el defecto de los genitales. No olvidamos que luego ha
tomado sobre sí otras funciones. Se cree que las mujeres han brindado escasas
contribuciones a los descubrimientos e inventos de la historia cultural, pero
son tal vez las inventoras de una técnica: la del trenzado y tejido. Sí así
fuera, uno estaría tentado a colegir el motivo inconciente de ese logro. La
naturaleza misma habría proporcionado el arquetipo para esa imitación haciendo
crecer el vello pubiano con la madurez genital, el vello que encubre los
genitales. El paso que aún restaba dar consistió en hacer que adhirieran unos a
otros los hilos, que en el cuerpo pendían de la piel y sólo estaban enredados.
Si ustedes rechazan esta ocurrencia por fantástica, y consideran que es una
idea fija mía la del influjo de la falta del pene sobre la conformación de la feminidad,
yo quedo, naturalmente, indefenso.Las condiciones de la elección de objeto de
la mujer se vuelven hartas veces irreconocibles por obra de las circunstancias
sociales, Cuando puede mostrarse libremente, se produce a menudo siguiendo el
ideal narcisista del varón que la niña había deseado devenir. Si ella ha
permanecido dentro de la ligazón-padre -es decir, del complejo de Edipo-, elige
según el tipo paterno. Puesto que en la vuelta desde la madre hacia el padre la
hostilidad del vínculo ambivalente de sentimientos permaneció junto a la madre,
tal elección debiera de asegurar un matrimonio dichoso. Pero muy a menudo
interviene otro desenlace que en general amenaza esa tramitación del conflicto
de ambivalencia. La hostilidad que se dejó atrás alcanza a la ligazón positiva
y desborda sobre el nuevo objeto. El marido, que había heredado al padre, entra
con el tiempo en posesión de la herencia materna. Entonces ocurre fácilmente
que la segunda mitad de la vida de una mujer se llene con la lucha contra su
marido, así como la primera, más breve, lo estuvo con la rebelión contra su
madre. Tras desfogarse la reacción, es fácil que un segundo matrimonio se
plasme de manera mucho más satisfactoria (11). Otra mudanza en el ser de la
mujer, para la cual los amantes no están preparados, puede sobrevenir luego del
nacimiento del primer hijo en el matrimonio. Bajo la impresión de la propia
maternidad puede revivirse una identificación con la madre propia,
identificación contra la cual la mujer se había rebelado hasta el matrimonio, y
atraer hacia sí toda la libido disponible, de suerte que la compulsión de
repetición reproduzca un matrimonio desdichado de los padres. Que el antiguo
factor de la falta de pene no siempre ha perdido su fuerza se demuestra en la
diversa reacción de la madre frente al nacimiento de un hijo según sea varón o
mujer. Sólo la relación con el hijo varón brinda a la madre una satisfacción
irrestricta; es en general la más perfecta, la más exenta de ambivalencia de
todas las relaciones humanas (12). La madre puede trasferir sobre el varón la
ambición que debió sofocar en ella misma, esperar de él la satisfacción de todo
aquello que le quedó de su complejo de masculinidad. El matrimonio mismo no
está asegurado hasta que la mujer haya conseguido hacer de su marido también su
hijo, y actuar {aqieren} la madre respecto de él.La identificación-madre de la
mujer permite discernir dos estratos: el preedípico, que consiste en la ligazón
tierna con la madre y la toma por arquetipo, y el posterior, derivado del complejo
de Edipo, que quiere eliminar a la madre y sustituirla junto al padre. De ambos
estratos es mucho lo que queda pendiente para el futuro, y hasta hay derecho a
decir que ninguno se supera en medida suficiente en el curso del desarrollo.
Empero, la fase de la ligazón preedípica tierna es la decisiva para el futuro
de la mujer; en ella se prepara la adquisición de aquellas cualidades con las
que luego cumplirá su papel en la función sexual y costeará sus inapreciables
rendimientos sociales. En esa identificación conquista también su atracción
sobre el varón, atizando hasta el enamoramiento la ligazón-madre edípica de él.
Sin embargo, con harta frecuencia sólo el hijo varón recibe lo que el varón
pretendía para sí. Uno tiene la impresión de que el amor del hombre y el de la
mujer están separados por una diferencia de fase psicológica.El hecho de que
sea preciso atribuir a la mujer escaso sentido de la justicia tiene íntima
relación con el predominio de la envidia en su vida anímica, pues el reclamo de
justicia es un procesamiento de la envidia, indica la condición bajo la cual
uno puede desistir de esta. También decimos acerca de las mujeres que sus
intereses sociales son más endebles que los del varón, así como es menor su
aptitud para la sublimación de lo pulsional. Lo primero deriva sin duda del
carácter disocial que es rasgo inequívoco de todos los vínculos sexuales. Los
amantes se bastan uno al otro y aun la familia es reacia a su inclusión en
asociaciones más amplias (13). La aptitud para la sublimación está sujeta a las
máximas variaciones individuales. En cambio, no puedo dejar de mencionar una
impresión que se recibe una y otra vez en la actividad analítica. Un hombre que
ronde la treintena nos aparece como un individuo joven, más bien inmaduro, del
cual esperamos que aproveche abundantemente las posibilidades de desarrollo que
le abre el análisis. Pero una mujer en la misma época de la vida nos aterra a
menudo por su rigidez psíquica y su inmutabilidad. Su libido ha adoptado
posiciones definitivas y parece incapaz de abandonarlas por otras. No se
obtienen vías hacia un ulterior desarrollo; es como si todo el proceso
estuviera concluido y no pudiera influirse más sobre él desde entonces; más
aún: es como si el
difícil desarrollo hacia la feminidad hubiera agotado las posibilidades de la
persona. Como terapeutas lamentamos ese estado de cosas, aunque
consigamos poner término al sufrimiento mediante la tramitación del conflicto
neurótico.Eso es
todo lo que tenía para decirles acerca de la feminidad. Es por
cierto incompleto y fragmentario, y no siempre suena grato. Pero no olviden que
hemos descrito a la mujer sólo en la medida en que su ser está comandado por su
función sexual. Este influjo es sin duda muy vasto, pero no perdemos de vista
que la mujer individual ha de ser además un ser humano. Si ustedes quieren
saber más acerca de la feminidad, inquieran a sus propias experiencias de vida,
o diríjanse a los poetas, o aguarden hasta que la ciencia pueda darles una
información más profunda y mejor entramada.Notas:1- [Esta conferencia se basa
esencialmente en dos trabajos previos de Freud: «Algunas consecuencias
psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos» (1925j) y «Sobre la
sexualidad femenina» (1931b), aunque la última parte, que versa sobre la vida adulta
de la mujer, incluye material nuevo. Freud volvió a ocuparse del tema en el
capitulo VII de su Esquema del psicoanálisis (1940a).]2- Heine, Nordsee
[segundo ciclo, VII, «Fragen»].3- [Freud se ocupó de la bisexualidad en la
primera edición de sus Tres ensayos de teoría sexual (1905d), AE, 7, págs.
128-31; una nota al pie de ese pasaje incluye agregados hechos en ediciones
posteriores del libro. ]4- [Esta expresión de Silberer es empleada en la 20ª de
las Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-17), AE, 16, pág.
278.]5- [La dificultad de encontrar un significado psicológico para lo
«masculino» y lo «femenino» fue examinada por Freud en una larga nota que
agregó en 1915 a los Tres ensayos (1905d), AE, 7, págs. 200-1, y nuevamente al
comienzo de otra nota, más larga aún, de El malestar en la cultura (1930a), AE,
21, pág. 103.]6- [Cf. la 21ª de las Conferencias de introducción (1916-17), AE,
16, págs, 299-300.]7- [En sus antiguas consideraciones sobre la etiología de la
histeria, Freud había mencionado a menudo la seducción por parte de personas
adultas como una de sus causas más comunes; véase, por ejemplo, el segundo
trabajo sobre las neuropsicosis de defensa (1896b), AE, 3, pág. 165, y «La
etiología de la histeria» (1896c), AE, 3, págs, 206-7. Sin embargo, en ninguna
de esas tempranas publicaciones inculpó específicamente al padre de la niña.
Más aún, en unas notas escritas en 1924 destinadas a la reedición de los
Estudios sobre la histeria (1895d) en los Gesammelte Schriften, admitió haber
suprimido en dos pasajes la adjudicación de la responsabilidad al padre (cf.
AE, 2, págs. 149, n 5 y 183, n, 14). Lo puso bien en claro ya en la carta a
Fliess del 21 de setiembre de 1897 (Freud, 1950a, Carta 69), AE, 1, pág. 301,
donde expresó por vez primera su descrédito de las historias que le narraban
sus pacientes. Admitió públicamente su error varios años más tarde, en los Tres
ensayos (1905d), AE, 7, pág. 173; a esto habría de seguirle una reseña mucho
más completa de su postura en «Mis tesis sobre el papel de la sexualidad en la
etiología de las neurosis» (1906a), AE, 7, págs. 265-7. Posteriormente hizo
referencia en dos oportunidades a los efectos que sobre él tuvo el
descubrimiento de este error: en «Contribución a la historia del movimiento
psicoanalítico» (1914d), AE, 14, pág. 17, y en la Presentación autobiográfica
(1925d), AE, 20, págs. 32-3. El ulterior hallazgo descrito en el presente
párrafo ya había sido mencionado en «Sobre la sexualidad femenina» (1931b), AE,
21, pág: 239.]8- [Cf. la 22ª y la 23ª de las Conferencias de introducción
(1916-17), AE, 16, págs. 316, 329-30 y 332.]9- [El examen más completo de este
terna por parte de Freud se encuentra en sus «Contribuciones para un debate
sobre el onanismo» (1912f), AE, 12, págs. 247 y sigs., donde damos otras
remisiones.]10- [Cf. «Introducción del narcisismo» (1914c), AE, 14, pág.
85.]11- [Freud ya lo había señalado en «El tabú de la virginidad» (1918a), AE,
11, pág. 201.]12- [Esto fue sostenido por primera vez en la 13ª de las
Conferencias de introducción (1916-17), AE, 15, pág. 188, y repetido en una
nota al pie de Psicología de las masas y análisis del yo (1921c), AE, 18, pág.
96, y en El malestar en la cultura (1930a), AE, 21, pág. 110. Que puede haber
excepciones lo demuestra el ejemplo citado AE, 22, págs. 61-2.]13- [Véanse las
consideraciones que se hacen al respecto en Psicología de las masas (1921c),
AE, 18, pág. 133.]